Vorágine recorrió la isla y encontró casos dramáticos. Una mujer de la tercera edad con discapacidad visual lleva siete meses postrada en una cama dentro de una carpa. Una crónica que pone en evidencia retrasos, promesas incumplidas y tragedias que se viven en silencio.
20 de junio de 2021
Por: José Guarnizo
Casas en el aire providencia

—Olía a cangrejo muerto —es lo primero que dice doña Carlota Lara, sentada en un colchón puesto sobre canastas de cerveza, dentro de una carpa del barrio La Montaña, de Providencia.

Su hija Eugenia Rojas interviene y cuenta que durante los primeros días después del paso del huracán tuvieron que cocinar y tomar agua de un pozo en el que había un cangrejo en estado de descomposición. Era eso o no comer. La isla estaba incomunicada y solo una semana después los raizales vieron llegar a las primeras personas con ayudas.

El huracán Iota no solo le voló la casa a doña Carlota sino que le borró los colores con los que estaba acostumbrada a ver el mundo. A cambio le dejó un manchón en la retina y una vida en penumbras. A los 61 años quedó ciega. Tal vez por eso es que recuerda la tragedia por los olores, tal vez por eso es que deja salir una mirada amarga cuando recuerda al cangrejo muerto.

El huracán Iota pasó a 35 kilómetros de Providencia durante la noche del 15 y la madrugada del 16 de noviembre de 2020. El 98% de la isla quedó destruida. Era la primera vez que un ciclón tropical de categoría cinco tocaba a Colombia. Carlota se encerró en un baño y se quedó dos días aferrada al inodoro para sobrevivir.

Siete meses después su vida no repunta. En una especie de cambuche de tres espacios convive con las sombras de Eugenia, su yerno Charles Cramston, y los nietos Yamilé y Jaizet Thyme. Ahí duermen, cocinan, aguantan calor, se guarecen del agua. En Providencia llueve seis meses al año.  

Carlota tiene una blusa amarilla de pijama que le deja ver una cicatriz en el pecho. Siete meses antes de Iota la habían operado del corazón. A sus tragedias se suma su condición de diabética, que la obliga a tomar insulina cuatro veces al día. En el momento en que la vi llevaba dos días sin bañarse. Eugenia cuenta que llevar a Carlota al baño de la vecina es toda una odisea. Ciega como está, debe caminar varios metros por entre un lodazal en ascenso hasta llegar a una pequeña cumbre. Cuando llueve, muchas veces debe hacer las necesidades en su propia cama, justo al lado de donde duermen Yamilé y Jaizet. En Providencia el aguacero puede caer en cualquier momento y así mismo irse mientras el sol estalla iracundo.

La carpa de esta familia está marcada con el número 3418, lo que indica que allí el gobierno nacional, a través de Findeter, construirá una casa nueva. El 16 de junio, día en que estuve visitándolos, no habían excavado ni el primer hueco en la tierra para sembrar los cimientos. Esa tarde, cinco horas después de que los funcionarios de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo en la isla se enteraran de esta entrevista, a Carlota le instalaron un baño portátil al lado de la carpa. En siete meses no lo hicieron y hubieran podido. Solo la presencia de periodistas hizo que el caso de Carlota fuera escuchado.

—Yo les escribo a los funcionarios por chat y me dejan en visto. Les digo que tengan en cuenta que mi mamá quedó ciega, que está enferma, que es mayor, que se nos puede morir, que por favor prioricen nuestro caso, ¿hasta cuándo tenemos que esperar, hasta que ella no resista más? —reclama Eugenia. Que su madre no aguante los embates de este mundo le genera a esta mujer negra, de 40 años, un desasosiego doble: sin un miembro de la tercera edad su familia ya no sería priorizada.      

El 18 de noviembre del año pasado, el presidente Iván Duque habló por primera vez de un plan para reconstruir a Providencia en 100 días. La promesa quedó reseñada en numerosos titulares de prensa. Muchos entendieron que el plazo comenzaría a correr desde aquel día. Pero el tiempo fue pasando y los isleños no vieron movimientos en sus lotes. En Presidencia luego aseguraron que los 100 días iniciarían el primero de enero de 2021.

El 6 de enero emitieron un comunicado con una meta que sonaba ambiciosa y justa para las necesidades de los habitantes de la isla, que ya se desesperaban de tanto esperar. Susana Correa, gerente de la reconstrucción, dijo que para el 10 de abril llegarían a 1.027 casas entre reconstruidas y nuevas.

La fecha se vino y no lograron cumplir los compromisos. Siete meses después del paso del huracán, el gobierno solo ha entregado dos casas nuevas. Sí, dos. Por donde se le mire los números no le cuadran a Correa, quien además fue duramente criticada por decir en una entrevista a la W Radio que en Providencia había personas “muy impacientes”. 

Lo cierto del caso es que para el 16 de junio habían iniciado la reparación de 769 viviendas, de las cuales han finalizado 500. El viernes 18, el presidente Duque dijo desde la isla que ya se habían entregado el 100% de las casas que estaban en reparación, lo cual es falso. Sus mismos subalternos lo saben. A mayo se comprometieron a entregar 136 casas nuevas, y solo llegaron a dos. Varios isleños con los que hablé en Providencia se refieren con indignación a dos hechos puntuales que terminaron volviéndose simbólicos. La frase de Susana Correa de la gente “impaciente” y la imagen de Duque paseándose en una cuatrimoto por la isla.

En el camino, dice Correa, se han presentado varios inconvenientes logísticos, que hicieron que el anuncio de Duque de los 100 días cada día se añejara más y más. Juan José Oyuela es el vicepresidente técnico de Findeter, entidad que tiene la responsabilidad de reconstruir la isla. Dice que en el momento hay unos 1.500 funcionarios trabajando en construcción y reparación de casas. “Hemos querido traer más gente pero la capacidad es limitada. Y acá tenemos más retos logísticos. Esta es una isla pequeña, con un muelle de baja capacidad. Cuando llegan barcos hay que darle prioridad a la comida por encima de los materiales. Y todos estos vienen del interior del país. Providencia, vale recordarlo, está a 800 kilómetros del continente”, refiriéndose al interior.

A esto se suman varios errores que llegaron en cadena. Como el de los diseños de 150 casas cuyas dimensiones excedían los límites de los terrenos. Es decir, eran planos que no cabían en los lotes. Susana Correa se exime de responsabilidad y dice que estos salieron de la mesa de concertación de la comunidad raizal. Para solucionar el inconveniente debieron crear un nuevo tipo de casa —de cuatro estilos más que estaban aprobados— para esos casos puntuales en los que las viviendas se pasaban de grandes. Eso le ocurrió a Carlos Corpus, un isleño de 42 años que ha pasado los últimos siete meses con su esposa Ruth, de funcionario en funcionario, intentando obtener una respuesta. Ambos están viviendo donde un vecino en el barrio Pueblo Libre.

—Nos dijeron que el terreno estaba muy pequeño, la casa no cabe. Ya no tenemos adónde ir —dice.

Sin contar las denuncias que han hecho algunos trabajadores de las empresas contratistas respecto a las condiciones laborales con las que los contrataron. El pasado 15 de junio, varios obreros de la firma constructora Socicon le escribieron una carta a la Defensoría del Pueblo en la que denunciaban que están viviendo hacinados “en pequeños dormitorios hasta con cinco personas sin ningún protocolo de bioseguridad, sin techo, lo que hace que nos mojemos cuando llueve, sin ventanas (…). También estamos recibiendo una pésima alimentación , inadecuada para el trabajo pesado, no nos dan agua suficiente”. También hablan de “pésimos pagos” por su trabajo, y dicen ni siquiera conocer los términos de su contratación.

Para los días de esta visita, Susana Correa no sabía exactamente cuántas personas continuaban viviendo en carpas. Dijo que el día anterior habían comenzado a hacer un censo. Que la gerencia de la reconstrucción desconozca el número de personas que pasan sus días en estas condiciones resulta preocupante, porque eso hace que casos como el de doña Carlota queden totalmente invisibilizados. Y situaciones como la de ella abundan en la isla. Mientras construyen las casas o se reparan, con los inconvenientes logísticos del caso, nadie parece estar pensando en las necesidades inmediatas de quienes esperan bajo un techo de plástico. Y los anuncios de Duque han ido perdiendo credibilidad. 

—¿Que cómo quedó el frente de mi casa después del huracán? Como si alguien hubiera agarrado un lanzallamas y lo hubiera quemado todo —dice Amparo Pontón, una líder social de Santa Catalina. Lo cuenta mientras señala enormes porciones de manglar muerto que quedaron en frente de la alameda. Esta pequeña isla, distante a pocos metros de Providencia, fue la más afectada con el ciclón. Y es justo la más atrasada en la reconstrucción. Se supone que allí deberán construir 33 casas nuevas y reparar 45. De las primeras aún no hay nada entregado. Del segundo grupo hay 20 ejecutándose y solo seis terminadas.

Amparo cierra los ojos para intentar seguir describiendo lo que vio el 16 de noviembre cuando la tormenta amainó. Dice que el mar era un cementerio de cerdos, caballos, y perritos, que flotaban junto a neveras, muebles y ventiladores. De la casa en la que vivía en arriendo y en la que funcionaba uno de los restaurantes más exquisitos de la región solo quedaron en pie las escaleras en cemento de la entrada. De resto todo voló.

—Hubo olas de ocho metros y medio. Era una cosa impresionante. Uno decía, ¿qué fue lo que pasó aquí?—relata aterrorizada—. 

Iota pasó a 16 millas de esta islita de un kilómetro cuadrado en la que viven no más de 200 personas. Amparo asegura que los cuerpos de manglar que rodeaban a Santa Catalina eran los más vivos y más importantes del Caribe Occidental. Hoy parecen enredaderas secas y consumidas por el fuego. En Santa Catalina no quedó nada en pie: ahora solo se ven escombros, pedazos de latas, polvo, madera desperdigada, casas en obra, trabajadores mezclando cemento en el muelle,  chozas apenas levantadas en tablas. Incluso es difícil imaginarse que por esta pequeña porción de tierra hoy desolada pasaran 40.000 turistas al año. Había 16 hoteles y 87 posadas. Santa Catalina es un paraíso casi virgen, con un mar que se va degradando en distintas tonalidades de azules. Es posible ver colores cerúleos, azules marinos, celestes y cobaltos que centellean con el sol a medida en que el océano se va estirando hacia el horizonte.

Algunos metros hacia la montaña, en un pedacito de selva adentro, está la carpa de Stefany Stacy Marrugo, una madre soltera de 28 años. Su caso representa un verdadero limbo en el proceso de reconstrucción. Por haber vivido en arriendo y no ser propietaria, no aparece en ninguna lista. Conocí a Stefany cuando estaba sentada en una sala que armó con toda la dignidad y pulcritud que pudo dentro de su carpa. Le ayudaba en ese momento a hacer las tareas a su hija de 8 años, una niña de ojos verdes, como salpicados de amarillo, cuyo nombre es casi un poema al paisaje que la rodea: Eimi del Mar Merlano. Stefany debe caminar todos los días unos 300 metros para conseguir agua, como si no fuera suficiente con haberlo perdido casi todo. Dice que ella misma va a construir una casa. Apenas pudo levantar los troncos de madera y un techo de zinc con materiales que se ha venido consiguiendo. Como están las cosas, a ese ritmo podría demorarse años. 

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Basta devolverse a Providencia para seguir viendo casos dramáticos. Funcionarios de Findeter pidieron objetividad para esta historia, solicitaron que visitara los barrios donde había avances. Y es verdad: ahí están las cerca de 500 casas que se han entregado reparadas. Pero es inevitable no voltear a mirar a aquellos que siguen esperando en medio de mensajes confusos y metas que lanza el presidente y que no se cumplen por los motivos que sea. 

Y tal vez esa versión oficial es la que se ha transmitido a través de todos los canales que tiene a disposición el gobierno. Pero no se ha mostrado del otro lado. En ninguna noticia emitida por el gobierno se escuchó la voz de Eugenia, la hija de doña Carlota, contando que los colchones donde ha dormido en siete meses los consiguió en la basura porque nadie la auxilió con esa necesidad.  O el testimonio, por ejemplo, de Georgina Vaker, en el barrio Pueblo Libre, contando su caso con su bebé Neithan, de un año, cargado en brazos. Mientras me mostraba su casa completamente destechada, a su lado revoloteaba un perrito recién nacido que aún no tiene nombre y que estaba cundido de garrapatas porque no ha habido un veterinario que lo vea. Y ahí seguía ella relatando que allí no es que haya goteras cuando llueve sino chorros bajando por las escaleras. Georgina, que trabaja como vigilante, ha tenido que pasar noches enteras sentada en una silla con Neithan, de un año y dos meses de nacido, esperando a que escampe.  Después de esta visita, Findeter le entechó con plástico la casa. Y se comprometieron a instalar una plancha en cemento en la cubierta.   

Y por otro lado están los daños emocionales. Arelys Fonseca es una vieja gloria del softbol nacional de los noventas. Fue selección Colombia en la posición de lanzadora. Estuvo en mundiales, centroamericanos, suramericanos. Son pocos los países que Arelys no conoció en sus mejores años representando al país. Hoy vive con sus dos hijas en una carpa y asegura que el huracán vino con traumas de los que casi no se habla.

—Eso fue otra cosa que nos pasó con Iota. A veces siento que se me va la memoria —dice—. Sus días transcurren entre ayudar a solucionarle problemas a algún vecino del barrio La Montaña, o conseguir una madera para su papá, o buscar la plata haciendo masajes para que su hija mayor pueda seguir estudiando derecho virtualmente en una isla en la que el internet es intermitente, escaso, huidizo. Y la plata no abunda porque los masajes son un lujo que muy pocos se dan por estos días en Providencia.

Por estas calles todos llevan a cuestas alguna historia que sacude los huesos. Edilma Livingston es una negra con una sonrisa amplia, pelo pintado de amarillo, robusta, y que habla de Dios cada vez que tiene chance. Para ella el recuerdo del huracán viene en forma de sonidos: bebés llorando, niños gritando, techos contrayéndose como acordeones. La persigue en sueños el crujir de un árbol de tamarindo que se cayó en medio de la carretera como si fuera el fin del mundo.

Doña Carlota seguirá esperando su casa, resistiendo. Eugenia dice que varias veces la ha salvado su hijo Jaizet.

—Se le sube el azúcar y se pone tiesa y mi niño me la auxilia.

A Carlota, además de los cuidados de su familia, la ha mantenido viva el afecto de una perrita llamada Roxy. Es un animalito de la calle, tan bajita como un perro salchicha, que también tiene sus achaques. Tiene doce años ya. El día del huracán, Roxy se escondió en un tanque de agua. Carlota preguntaba desesperada por la perra y nadie daba razón. Charles, el esposo de Eugenia, salió en medio de la tormenta a buscarla. La encontró dentro de un balde, como enrollada, aguantando. El animal se ha convertido en los ojos que ya no tiene Carlota. Un día ella se cayó de espaldas en el piso y nadie estuvo en la carpa salvo Roxy. Ladró y luego salió a buscar ayuda. Si no fuera por esos ángeles que cuidan a Carlota, a este gobierno ya se le hubiera muerto.

FIN. 

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