Con esta historia Vorágine inaugura, en alianza con la Friedrich-Ebert-Stiftung en Colombia (Fescol), una serie especial dedicada a mostrar la situación de las trabajadoras domésticas en Colombia, agravada durante la pandemia por el coronavirus.
21 de septiembre de 2020
Por: Laila Abu Shihab Vergara / Ilustración: Angie Pik
Claribed Palacios

Esclava. Claribed Palacios lo dice así, directo, sin ambages, no le gustan los eufemismos. A los 14 años fue esclavizada. 

Pasado

Una niña chocoana que todavía no había terminado de desarrollarse se montó en un avión por primera vez para salir de Nuquí. Aterrizó en Quibdó y allí cogió un bus rumbo a Medellín. La gran ciudad. Era el 5 de enero de 1995.

Claribed vio una oportunidad, por fin, en esa señora que un día golpeó a la puerta de su casa buscando una empleada doméstica, algo muy común en pueblos como el suyo. Había pasado una Navidad apagada, no había plata para la matrícula del colegio ni para el uniforme y la relación con su madre, sobre todo eso, era muy difícil.

No sería la primera vez, además, que hiciera oficios domésticos para ganarse unos pesos; a finales del año anterior, para poder comprar el ‘estrén’ de diciembre, se ofreció para trabajar en una casa del pueblo. Pero la ilusión duró solo 15 días porque el señor, viudo, constantemente trataba de tocarla y un día quiso cogerle las nalgas y Claribed no aguantó más, lo empujó con toda la fuerza posible de una adolescente y salió corriendo.

Ahora la ilusión tenía un matiz distinto. Era Medellín. La señora prometió que Claribed iría al colegio para que siguiera sacando las mejores notas, siempre el primer puesto. Tendría techo, buena alimentación, una retribución por su trabajo. 

“Me acuerdo que era de noche porque en la carretera todo el día hubo derrumbes y cuando llegué al terminal ya no me estaban esperando, entonces una muchacha me ayudó a marcar porque yo no sabía usar un teléfono público. Me mostraron mi cuartico, era bastante pequeño, junto a la cocina, oscuro. Tenía que levantarme todos los días a las 5 de la mañana. La verdad yo no tenía nociones de que existiera agua caliente pero cuando me metí en la madrugada, ¡ay!, casi me congelo, y luego supe que el resto de la casa sí tenía agua caliente. Apenas salía de la ducha tenía que ponerme a limpiar, barrer, trapear, los vidrios, la ropa, lavar el parqueadero, todos los días había que lavarlo, todos los días las mismas cosas. Era muy pesado”, narra Claribed con la voz entrecortada, 27 años después.

El infierno ocurría de 5 de la mañana a 6 de la tarde, mientras la médica que fue a buscarla a Nuquí salía a trabajar. En ese lapso, que para ella era la vida entera, la mamá de la señora la maltrataba, la hacía aguantar hambre, la humillaba con comentarios muy ofensivos por ser negra.

“Había días que no me daba desayuno y cuando me daba era como a las 11 de la mañana, cuando yo ya estaba para desmayarme, partida del hambre. Me tocaba lavar la ropa todos los días a mano. Desde el primer día vi un aparato que al principio no sabía qué era pero después supe que era una lavadora; no me dejaban usarla. Los dedos se me llenaron de llagas. Esa señora me torturaba, cuando la hija llegaba ya todo estaba normalito, pero el día había sido un infierno”. 

Claribed tenía solo 14 años. Catorce. “No me daban ni una moneda. Nunca me compraron un calzoncito, ni una blusa ni un desodorante. Una vez me atreví a coger un pedacito de papaya porque el niño comía mucha fruta y había sobrado. La señora me trató de ladrona. Yo me acostaba y lloraba y lloraba, todas las noches. Me sentía desdichada. Pensaba en escaparme pero no tenía la capacidad de ubicar la ciudad ni una pinche moneda. Los domingos decía que si me dejaba ir a misa, pero ni eso. Me revisaba las cartas que mandaba a Nuquí para que no dijera lo que me hacía. En esa casa yo estaba presa”.

—Usted dice que cuando terminó el infierno, en abril de 1995, regresó a Nuquí “con la esperanza atravesada”. ¿Qué significa eso?—, le pregunto a Claribed luego de que, con lágrimas en los ojos, accede a recordar ese pasado espantoso. 

—Volví con la esperanza atravesada. Llegué para volverme la burla del pueblo, porque cuando uno salía para la ciudad y regresaba pues tenía que volver con brillo, el peinado, la ropa, los zapatos. Yo llegué con nada. Destruida. Blanqueada por el frío de tanto estar encerrada.

Terminó su bachillerato en Nuquí, en la jornada nocturna. De día trabajaba como empleada doméstica en una casa en la que también vivía. Estudiaba de 6 a 10 de la noche. Hacía los trabajos en la madrugada. Para nivelarse con sus compañeros, que comenzaron el año escolar cuatro meses antes, el rector del colegio le puso como condición que cada evaluación valiera por tres. Pero eso a ella, que siempre izó bandera por ser buena estudiante, no le quedó grande. 

—Estudiar y trabajar era lo que tocaba para tratar de torcer el destino—. Lo creía entonces. Lo sigue creyendo.

Presente

Claribed Palacios es la presidenta de la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (Utrasd), el primer sindicato de trabajadoras domésticas de Colombia, creado en marzo de 2013. Con la pandemia por el covid-19 su trabajo como líder del gremio -que ya implicaba mucho esfuerzo porque debe estar en todo, desde gestionar proyectos y conseguir recursos hasta hacer informes y revisar comunicados- se multiplicó, pues la desprotección que históricamente ha acompañado a las trabajadoras domésticas ahora solo se agudizó y este es uno de los sectores que menos ayuda recibieron por parte del Gobierno durante la cuarentena.

“Váyase para la casa tranquila que yo la llamo cuando esto termine”, fue lo que les dijeron a muchas. Pero no las volvieron a llamar, no les pagaron la liquidación, no les ofrecieron ninguna garantía. Y las que conservaron el trabajo, muchas veces expuestas a jornadas más largas y a mayores posibilidades de contagio del virus, cuando directamente no se vieron obligadas a dejar a sus familias para “internarse” en la casa de sus empleadores, ni siquiera fueron incluidas en el beneficio que el Gobierno ofreció para subsidiar el 50% del pago de la prima de junio para las empresas y las personas naturales que tuvieran más de tres empleados. 

En un comunicado enviado el 29 de mayo al presidente Iván Duque y al ministro de Trabajo Ángel Custodio Cabrera, varios sindicatos de trabajadoras domésticas, fundaciones como Fescol y congresistas como Ángela María Robledo, María José Pizarro, Iván Marulanda y Angélica Lozano, entre otros, exigieron con firmeza que el Gobierno dejara de discriminar a las trabajadoras domésticas:

“En estos momentos en donde el cuidado, con sus labores del hogar, se ubica en la columna vertebral del soporte a la sociedad, no hemos encontrado que ninguna de las normativas extraordinarias para conjurar la pandemia, aliviar la crisis y promover la reactivación laboral, se haya dirigido al sector del trabajo doméstico remunerado. Si bien entendemos la importancia del sector empresarial, consideramos que las medidas que se han expedido profundizan la discriminación de género y la exclusión del sector de trabajo doméstico, altamente vulnerable (…) No entendemos por qué se otorgan auxilios al empleo formal empresarial a través del subsidio a la nómina y a la prima de servicios, y se excluye de esos mismos subsidios a las trabajadoras domésticas, como si no fueran trabajadoras”, dice la carta. 

En Colombia hay 687.716 personas que se dedican al trabajo doméstico de acuerdo con los datos más recientes del Dane, del 2018, aunque todos los expertos aseguran que el subregistro es muy alto. El 95,9% son mujeres y la mayoría son madres cabeza de hogar, víctimas del conflicto y afrodescendientes. 

Antes de que existiera el coronavirus, solo el 17% del total estaban afiliadas al sistema de seguridad social. Aunque para entender la magnitud del problema tal vez sea mejor decirlo al revés: el 83% de las trabajadoras domésticas del país no tenían salud, pensión ni una ARL que las cubriera en caso de accidentes laborales. Una cifra bastante mayor al promedio nacional de todos los trabajadores, que rodea el 50%. 

“En 2011, el primer indicador que nos alarmó es que solo el 15% estaba en la formalidad. Siete años después solo habíamos mejorado 2 puntos en la formalización laboral, eso es muy preocupante”, advierte Andrea Londoño, coordinadora de “Hablemos de empleadas domésticas”, una iniciativa de la sociedad civil que acompaña a mujeres como Claribed -y a los sindicatos que las agrupan- para luchar por la defensa de sus derechos y tratar de generar un cambio en la mentalidad de quienes todavía creen que lo que hacen no es un trabajo como cualquier otro, digno y decente.  

Claribed es enfática: la informalidad del gremio no es culpa de la pandemia. Ya era muy alta y simplemente se prestó para facilitar los despidos injustificados que hoy denuncian Utrasd y otros sindicatos. “Es muy fácil prescindir de una señora que va solo tres días por semana a la casa y tiene un empleador que no se responsabiliza por sus derechos y su seguridad social porque cree que lo exime el hecho de que no trabaje allá el mes completo. Nosotras trabajamos para todos pero al final no trabajamos para nadie. A veces ni siquiera nos consideran como personas, a veces les va mejor a los animales”, dice, y pareciera que algo la quema por dentro.

Pasado

Claribed Palacios fue capaz de hacer lo que pocos pueden cuando crecen en un hogar donde falta amor y sobra la violencia: rompió una cadena de abuso y maltrato que pesaba mucho. 

“Mi tío fue lo más parecido a un papá que yo tuve. Me crió mi abuela, mi mamá tuvo seis hijos y fue una persona muy maltratada y no supo vivir de forma distinta. Creo que tanta violencia le quitó la posibilidad de amar -se hace un silencio largo-. Yo no quería que mis hijos se criaran como yo, a mí me hizo falta amor, me hizo falta cuidado. Además, fui abusada por los hijastros de mi tío y nadie se dio cuenta -ahora el silencio dura un par de minutos-. Nadie quiso darse cuenta”.

Por uno de esos abusos, Claribed quedó embarazada. Le faltaba poco para cumplir 21 años y se le quitaron las ganas de seguir viviendo. Trató de ahorcarse y hoy una cicatriz en el cuello se lo recuerda. Trató de envenenarse; eso le produjo un aborto.

Presente

Según una encuesta realizada en mayo de 2020 por 16 organizaciones sociales y sindicales a 678 trabajadoras domésticas de 31 departamentos de Colombia (todos salvo San Andrés y Providencia), el 90% fueron despedidas o se les vulneró algún derecho laboral durante la cuarentena, como ser enviadas a sus casas sin las garantías a las que tienen derecho por ley, incluido que se les pague la salud y la pensión. ¿A quién le importa si se enferman? 

La encuesta también encontró que el 50% de las que siguieron trabajando no recibieron los elementos básicos de protección contra el virus: guantes, tapabocas y antibacteriales. Una obligación de sus empleadores. Para no quedar en la calle, muchas tuvieron que pagar esos elementos de su propio bolsillo. 

Por eso, se unieron para pedirle al Gobierno -y de paso a la sociedad, porque en los empleadores reside parte importante de sus problemas- que ahora que se comienza a reactivar la economía las cosas no vuelvan a la ‘normalidad’ previa a la pandemia. Una normalidad de condiciones precarias, de discriminación, de injusticia. 

—¿Alguna vez el presidente Iván Duque mencionó a las trabajadoras domésticas de manera concreta, en su programa diario con anuncios para atender la emergencia sanitaria, social y económica creada por la pandemia?—, le pregunto. 

—Nosotras para Duque no existimos—, responde Claribed después de una carcajada larga, que deja ver todos sus dientes—. Lo que más nos dolió es que cuando se hizo el decreto para la negociación de la nómina entre los empleadores y el Gobierno, las trabajadoras domésticas no fuimos incluidas. Y cuando hablaron del subsidio del 50% al pago de la prima, el señor Custodio (ministro de Trabajo), que la verdad no custodia nada, también nos dejó por fuera. Solo dijo que los empleadores tenían la responsabilidad de garantizarnos directamente la prima. Pues obvio, ¿pero y quién vigila que cumplan con eso?—, se pregunta con fuerza. 

Si hay una palabra que se repite en quienes conocen a Claribed Palacios es esa, fuerza.

“Ella es una mujer muy fuerte, mucho más fuerte que todas las que yo conozco, porque a todas se nos pueden ver igual las ojeras pero cuando las mujeres de un estrato económico medio o alto pasamos toda la noche cuidando un bebé, trabajando o estudiando, tenemos la alacena y la nevera bien dotadas para el desayuno. Clari no tiene esa garantía nunca. Nosotras después de hacer el desayuno tenemos resuelto el transporte hacia el lugar de trabajo, Clari permanentemente está haciendo el cálculo de si puede coger un bus, el metro o le alcanza para un taxi. Es admirable, a veces recibe apoyos económicos de algunas organizaciones pero la mayoría del tiempo trabaja para el sindicato ad honorem, entonces los malabarismos que hace día a día para sobrevivir son del Circo del Sol para arriba”, opina Andrea Londoño, la coordinadora de “Hablemos de empleadas domésticas”.

Ser líder de un gremio, además, le ha dado a Claribed las herramientas para gestionar cada vez mejor sus emociones, incluso cuando tiene el estómago vacío. Habla con firmeza, es enérgica, expresa su rabia a veces sin filtro, pero también escucha con paciencia a sus interlocutores y sabe recibir críticas.

“Liderar un gremio que ha sido históricamente golpeado e invisibilizado hace que a veces al hablar pueda parecer agresiva, pero Claribed ha sabido construir una voz propia y es una mujer muy inteligente, con una fuerza increíble”, dice Franci Corrales, socióloga e investigadora de la Escuela Nacional Sindical, con sede en Medellín.

Pero esa fuerza también es una armadura. Porque ella misma reconoce que es frágil y vulnerable, que llora mucho, que es un “algodoncito”.

Clari, como me pide que le diga después de varias horas de conversación, tiene 41 años, tres hijos y una nieta. Geraldine es la mayor, tiene 23 años y hoy vive en Panamá con su hija. Cristian y Emmanuel, de 15 y 9 años respectivamente, viven con su mamá en Medellín, en un apartamento de 50 metros cuadrados en el barrio La Aurora, de Robledo.

Aunque Claribed preferiría seguir en su casita del barrio Caicedo, más grande, donde tenía un terreno para sembrar, pero de la que tuvo que irse cuando el gobierno la reubicó tras un deslizamiento.

Pasado

El 2013 tal vez ha sido el año más intenso en la vida de Claribed Palacios. Perdió su vivienda, se separó del padre de sus hijos, tuvo problemas de salud… y no cayó en el hoyo de una depresión severa porque conoció el sindicato.  

Vivía en Granizal -una vereda de Bello, ubicada en los límites con Medellín, que es desde hace años un inmenso asentamiento de desplazados chocoanos- mientras esperaba recuperar la vivienda que había perdido, y un día alguien se le acercó para invitarla a una “reunión de mujeres negras”. Como no tenía nada qué perder ese domingo, se las arregló para llegar al auditorio de la Escuela Nacional Sindical en el barrio de San Benito, en el centro. 

Era la presentación de la primera mesa directiva de Utrasd. Claribed escuchó. Dejó que hablaran todos los ‘intelectuales’, como hoy les dice con cariño a los académicos que a veces soportan duras críticas de su parte porque se “desconectan de la realidad” y “hablan con cifras inventadas allá arriba en lugar de estar en campo, aquí abajo”.

Al final, cuando ya parecía que nadie más iba a levantar la mano, Claribed pidió la palabra. “Yo solo quería felicitarlas. Decirles que me sentía muy orgullosa de ver que ya había dónde ir, que las trabajadoras domésticas le importábamos a alguien. No hablé muy ordenadito, pero a los ‘intelectuales’ y a las mujeres del sindicato que estaban ahí parece que les llamó mucho la atención que dije que no se olvidaran de estudiar, porque era lo más importante”. 

Y la compuerta se abrió. Desde ese día no dejaron de invitarla. ¿Puede venir la próxima semana? Acompáñenos el domingo que viene. El 27 de julio de 2018, Claribed Palacios García fue elegida presidenta de la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico, que había nacido cinco años antes con 28 mujeres, todas negras. 

Hoy son más de 650 afiliadas y el sindicato tiene presencia en Bogotá, Medellín, Apartadó, Neiva y el departamento de Bolívar. Nunca se habían sumado tantas personas como durante la cuarentena (unas 150 mujeres). Y aunque cerca del 20% de sus afiliadas son mestizas el nombre es inmodificable, porque quieren “reivindicar a la mujer negra, olvidada por todos, y escribir la historia de otra manera”. 

La pandemia frenó la llegada de Utrasd a Tumaco, Quibdó y Buenaventura. Pero de algo tenía que servir la crisis. “Las mujeres se han dado cuenta que organizarse es muy importante, sobre todo porque muchas se pudieron dar cuenta que para el gobierno no contamos, entonces de cierta manera el sindicato se volvió su refugio, ahora sí son conscientes de la importancia de estar unidas”, dice su presidenta. 

“Yo en Utrasd me doy una pelea brava porque todas entiendan que somos iguales. Al principio, cuando viajaba a Neiva las trabajadoras domésticas me decían doctora, y yo que no, cuál doctora, si soy igualita a ustedes”. 

Presente

Resulta difícil creerlo, pero solo a partir de 2014, con la sentencia C-871 de la Corte Constitucional, las trabajadoras domésticas tienen derecho, en el papel, a las primas legales de las que ya gozaban los demás trabajadores en Colombia. 

“Es como si no fuéramos personas. Ojalá me escucharan en el Gobierno, ojalá tuviera a Duque cerquita para decirle que dejen de ser miserables con las trabajadoras domésticas porque nosotras aportamos al desarrollo de este país y ahora deberíamos ser prioridad ya que tanto se habla de la economía del cuidado. Si algo hemos hecho toda la vida es tratar de cuidar a los demás, entonces, ¿por qué cuesta tanto reconocer el valor de nuestro trabajo?”, dice Claribed ya no con vehemencia, sino con una profunda tristeza.

La otra pata coja de esta mesa, además del Estado, es la de una sociedad que ella define como “sordomuda”, porque se resiste a cumplir la norma. “Este es un asunto de cultura que data por allá de la época de la Colonia, es triste, pero todavía hoy uno ve gente que sigue concibiendo el trabajo doméstico como un trabajo esclavo”.

Por la pandemia, Claribed ha tenido que atender a decenas de mujeres que están encerradas en las casas de sus empleadores y no pueden ver a su familia “porque al regresar pueden traer el contagio”. Ha recibido denuncias de compañeras que perdieron el trabajo por reclamar que las dejaran salir una vez por semana. Ha llorado con casos como el de Glenis Baloyes, una trabajadora doméstica de Turbo (Antioquia) que murió en agosto pasado luego de que perdió el equilibrio y cayó desde un piso 11, por tratar de limpiar los vidrios externos de un balcón del apartamento en el que trabajaba, en Cartagena. Glenis no solo no estaba capacitada para realizar ese trabajo. Tampoco estaba afiliada a salud, pensión ni a una aseguradora de riesgos profesionales. 

“A la trabajadora doméstica cuesta reconocerle que es un trabajadora, que es una persona, que es una mujer valerosa. En la mayoría de los casos los empleadores la ven como si fuera cualquier cosa de la que pueden disponer el tiempo que quieran. La legislación dice que el trabajo doméstico interno es de 10 horas diarias, con 24 horas consecutivas de descanso cada semana, pero en la práctica tienen jornadas de 14 o 15 horas y luego, si les da la gana, la llaman en la madrugada cuando tienen un niño y llora. ¿Acaso ese niño no tiene mamá y papá? Ella no es la niñera”. Ahora está indignada, se queda callada, le cuesta pasar saliva. 

Según Franci Corrales, investigadora de la Escuela Nacional Sindical, el liderazgo de Claribed ha sido fundamental para ayudar a cambiar parte del lenguaje de muchos  empresarios y empleadores. “Con argumentos jurídicos, con un discurso muy bien elaborado, ella les ha mostrado que esto no es cuestión de solidaridad o de que les hagan un favor. Son derechos, como los que tienen todos los demás trabajadores”, asegura. 

Claribed Palacios hoy habla de tú a tú con congresistas, empresarios y ministros y lidera importantes negociaciones con otras lideresas en la Intersindical de Trabajo Doméstico, que agrupa a cinco organizaciones. Pero no olvida de dónde viene ni a quiénes defiende. “Ella es muy inteligente y su capacidad discursiva la acerca mucho a las mujeres. Es capaz de moverse en escenarios políticos muy elevados, pero también de bajar a los escenarios de las bases y dialogar con las mujeres. Y cuando plantea su discurso desde la sensibilidad es muy afectuosa”, añade Corrales.

Gracias a su trabajo en Utrasd, Claribed ha representado a las trabajadoras domésticas en seminarios, foros y conferencias en ciudades como Buenos Aires, Londres y Ginebra. También ha llegado a Brasil y Estados Unidos. 

Pasado

Buenaventura la salvó de varias maneras. Allá tenía familia, pasó unas vacaciones, trabajó como camarera en un hotel y leyó por primera vez a Lucila González de Chaves, una maestra nacida en 1927 que marcó a más de una generación de antioqueños y es una de las culpables de que Claribed sueñe con ser profesora de español y literatura en algún pueblo chiquito, como el suyo. 

A Buenaventura regresó cuando tuvo que salir corriendo de Nuquí, con lo que tenía puesto, para que no la reclutara la guerrilla, que iba por ella y por sus dos mejores amigas. Una alcanzó a embarcarse en una lancha fantasma hacia Panamá, la otra no tuvo tanta suerte. Claribed tenía 20 años y una hija pequeña que cada vez pedía más cosas. 

El 9 de agosto de 2003 decidió empacar maletas y regresar a Medellín, la ciudad donde tanto sufrió siendo niña. Se acuerda con exactitud de esa fecha, así como de todas las que representan puntos de quiebre en su vida. “Yo ejercito mucho mi memoria como un asunto que también me permite mantenerme viva”, explica. 

Aunque decir maletas es exagerado. Llegó con dos maletines pequeños, una bolsa, unos ahorros que no superaban 300 mil pesos, una hija de seis años, una cadenita de oro. Empezó a buscar trabajo primero con ahínco, después con desespero. No buscaba ser trabajadora doméstica, sabía que podía ser buena para otros empleos. Pero no encontraba opciones distintas. 

“Una de las cosas que más recuerdo de esa época es que nadie me preguntaba si yo sabía hacer otra cosa, si tenía alguna destreza en algo. Eso fue muy duro, la gente me veía negra y pobre y de una decía que iba a preguntar si alguien necesitaba una muchacha del servicio”.

Presente

Claribed Palacios estudia Derecho los viernes y los sábados, los domingos tiene clases de inglés, en julio y en diciembre de cada año saca adelante una Licenciatura en Etnoeducación con énfasis en sociales, entrega trabajos a las 2 o 3 de la mañana (“los profes ya saben cómo es mi ritmo”) y es formadora de otras trabajadoras domésticas. Vive muchas vidas al tiempo.

“En el sindicato hago de maestra y en mi otra vida soy estudiante”, dice antes de soltar una de sus carcajadas. “Esa vida mía es una locura”.

Estudia porque le gusta desde que era niña y siempre izaba bandera por ser la mejor del salón en su colegio. Estudia porque ahora que la vida por fin le sonríe no quiere perder más tiempo.

Según Londoño, la coordinadora de “Hablemos de empleadas domésticas”, desde que conoció a Claribed ella siempre le pareció “beligerante y la típica alumna preguntona”, pero también “recibe con espíritu de esponja todo lo que uno le quiera decir, sin que necesariamente lo trague entero”. 

Y como a Claribed la aterra la idea de “atornillarse en el poder”, poco a poco ha comenzado a preparar como lideresas a otras mujeres del sindicato.

“Mi meta es cambiar el destino”, asegura sonriente desde el comedor de su apartamento en Robledo, que ha sido su oficina estos seis meses. Se acomoda mejor el turbante negro que hoy lleva puesto, es vanidosa y le pide a Emmanuel, su hijo menor, que por favor le traiga unos aretes negros, porque aunque está encerrada le gusta verse bonita. Por su tamaño -mide 1,73 y es corpulenta- y porque además carga con una lesión en la columna, ha tenido problemas para acomodarse a esa improvisada oficina y ha debido probar con varias sillas.

En el sector de las trabajadoras domésticas la posibilidad de movilidad social es casi nula. Claribed Palacios les está demostrando que es posible. Sí, hay que esforzarse mucho, pero es posible. 

Y simultáneamente, se ha convertido para muchas en un ejemplo de dignificación de su oficio. Ella misma ha contado decenas de veces cómo en una ocasión, ante la posibilidad de trabajar como asesora de ventas prefirió seguir siendo trabajadora doméstica, en una casa donde no había maltrato y los empleadores eran justos.

Pasado

El sábado 6 de julio de 2019fue el último día de Claribed Palacios como trabajadora doméstica. Fue en Medellín, en la casa de una mujer que ha sido una de las mejores empleadoras que ha tenido. “Si eran las 4 de la tarde y me veía todavía por ahí me regañaba con cariño y me echaba de la casa”, cuenta. 

Su jefa siempre la invitaba a sentarse a comer en la mesa con ella, no le daba las sobras ni la comida más mala y más fea. Comían lo mismo. Y si Emmanuel o Cristian se enfermaban, era la primera en ayudar y jamás le negó un permiso. “Tenía humanidad”, mejor dicho. 

Ni cercanamente parecido a lo que vivió en 2014, cuando después de 14 meses se dio cuenta de que su jefe no la había afiliado a la EPS, aunque le había dicho que sí, que todo estaba en regla, que tranquila. Un día Claribed se puso mal, tenía la presión por las nubes, y ella, que odia ir al médico y casi siempre resuelve todo con las pastillas que compra en la droguería a la vuelta de su casa, tuvo que ir al hospital. Resultó que no podían darle la incapacidad de tres días que requería porque no era cotizante. 

—Don José, hágame un favor, yo no puedo trabajar sin garantías, no puedo trabajar sin seguro—, le dijo Claribed a su jefe cuando se reincorporó a trabajar, el lunes siguiente.

—Deje de ponerme tanto problema, ¿no ve toda la gente desempleada que está buscando trabajo?—, respondió José desafiante, soberbio.

—Sí señor, yo sé que a uno lo echan por reclamar sus derechos. A mí no me interesa trabajar así, muchas gracias. 

Con la liquidación y una plata que le prestó el banco, Claribed montó una tienda en Robledo, al lado de su apartamento. Los primeros dos años fueron un éxito, pero luego comenzaron a pedirle ‘vacunas’ y poco después, la robaron. Fue el 11 de agosto de 2017.  Lo intentó todo, pero el negocio ya no levantó cabeza. Quedó debiéndole al banco los últimos surtidos que hizo, que costaban casi 4 millones de pesos.

Presente

A Claribed le da rabia tomar tantas pastillas, enfermarse tanto. A sus 41 años, tiene el espíritu de una joven de 25 pero una salud frágil -un denominador común en casi las trabajadoras domésticas, según varias investigaciones-. Y de tantas cosas que hace, de esa rutina vertiginosa que incluye ser presidenta de un sindicato, estudiar dos carreras y otro idioma, ser mamá, viajar mucho (antes de la pandemia) y dar batallas en las que muchas veces resulta vencida, de tanto correr, a veces el cuerpo le dice que ya no puede más, que pare. 

“Pero yo quiero aprovechar todas las oportunidades que ahora me da la vida, ya que no me las dio antes. Uno no se puede quedar mirando solo lo malo y tampoco se puede quedar pensando que las cosas le llegan como por arte de magia”, dice convencida. 

Claribed Palacios divide en dos sus grandes sueños. 

El primero es colectivo, e incluye pedirles perdón a sus hijos: 

“A veces siento que les he fallado por abanderar todo este proceso, que los he abandonado con tanta viajadera, me pongo mal porque no estoy con ellos todos los domingos. Igual ya están más grandecitos y van entendiendo que me motiva algo importante, que algún día en Colombia el trabajo doméstico sea por fin un trabajo decente, digno. Mi sueño es que ser trabajadora doméstica no sea motivo de vergüenza, que no sea la única opción para las mujeres pobres, sino que pueda elegirse porque tiene los mismos derechos y garantías laborales que los demás trabajos, como ser jardinero, asesora comercial o enfermera”.

Para lograrlo, sabe que también debe conseguir algo más prosaico y concreto. Colombia ya tiene la normativa, ha ratificado todos los convenios internacionales al respecto, pero eso suele quedarse en el papel y como aquí hay una “cultura muy fuerte de resistencia a reconocer derechos a los más pobres de parte de los que más tienen”, hay que diseñar un modelo serio de inspección y vigilancia, que sancione drásticamente al empleador que no pague la salud y la pensión de su trabajadora doméstica, que la explote 16 horas diarias o no le pague sus vacaciones, sus primas y cesantías.

Tiene claro que es una transformación ambiciosa y que no se va a dar en dos años o con cuatro o cinco talleres. “Pero cada vez que una mujer se libera”, cada vez que una sola logra que se le respeten sus derechos, ella se repite que todo el esfuerzo vale la pena. 

El segundo es un sueño personal, más pequeño y más simple, muy bello:

“Mi anhelo más grande es ser maestra de colegio. Pero no en cualquier lugar, sino en un pueblo, porque siento que entender la humanidad desde lo urbano me ha dado cierto conocimiento y experiencia y quiero compartir eso con los territorios que están más apartados. Voy a ser muy feliz cuando cumpla ese sueño. Hay gente que me dice que cómo puedo querer eso si en los pueblos a veces no hay agua ni energía. Pues yo estoy bien con tal de que haya libros y tenga los ojos buenos. Yo no he olvidado de dónde vengo y me gustaría trabajar por los niños y jóvenes de un pueblo, que en general están más necesitados que los de las ciudades”. 

En Nuquí, que hoy cuenta con cerca de 8.000 habitantes, los apagones todavía son frecuentes y el sistema de acueducto solo tuvo una cobertura del 100% en 2017. 

“Yo siento que en un momento se me negó todo, el derecho a vivir, incluso, pero ahora se me ha dado muchísimo, quizás más de lo que hubiera esperado. Hubo un tiempo, mucho tiempo, en que viví sin esperanza, preguntándome si iba a morirme sobando y fregando pisos”, cuenta Claribed Palacios antes de sonreírle a la cámara de su portátil con la certeza y la tranquilidad de que sí, de que pudo torcerle el cuello al destino.  

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