Por primera vez en sus 60 años de existencia, la Universidad Eafit tendrá a una mujer como rectora. La historia de Restrepo, de 45 años, comenzó en un barrio popular de Medellín y está marcada por una suerte de adversidades que llegaron juntas y que le dieron un vuelco a su vida.
12 de enero de 2021
Por: José Guarnizo / Ilustración: Angie Pik
Claudia Restrepo

Un instante se necesita para que el mundo no pueda volver a verse con los mismos ojos. Era 21 de julio de 2011. El ingeniero Diego León Paz Restrepo se fumó un último cigarrillo y entró al Hospital Pablo Tobón Uribe, en el barrio Robledo de Medellín. Iba para una resonancia de rutina. Creía que tenía pancreatitis. Al cabo de unas horas se despidió de los médicos y salió buscando un momento de intimidad, caminando delante de su sombra alta, espigada, atlética. Sacó el teléfono del bolsillo y llamó a su esposa Claudia Restrepo, que estaba en Costa Rica:

—No salió bien. Me dicen que tengo una masa y una mancha en el hígado.

Ahí cambió todo. La historia dio un giro, era como si alguien hubiese pateado un tablero lleno de fichas acomodadas previamente con meticulosidad. Apareció ese frío que se aloja en algún lugar del alma que tal vez uno no sabe que existe. Es la noticia de la muerte que se acerca, así se llama, no tiene otro nombre. 

Claudia tomó un vuelo esa misma noche rumbo a Medellín. Diego recordó que su padre había fallecido de cáncer y eso lo llevó a pensar en el poco chance que tenía de salir avante. “No podemos operar porque está muy avanzado”, le notificaron. Claudia le dijo, ‘no, venga, vamos a luchar’. Y así lo hicieron durante dos años.

“Ese frío contundente apareció esa vez por cuenta de la enfermedad que llegó, al mismo tiempo, para mi esposo —mi amado Paz— y para dos de mis buenas amigas y compañeras de vida. Para todos de manera intempestiva”, escribió Claudia.

Alicia Vargas, una de sus amigas de toda la vida, murió el 18 de abril de 2013, a los 43 años. Diego, el hombre con el que había planeado el futuro y quien fuera su segundo esposo, falleció en julio de 2013, a los 47 años. Martha Liliana Herrera, Martha Lí, una casi hermana de andanzas, dejó este mundo el 15 de junio de 2015, a los 44 años. Miguel Alfonso Restrepo López, su padre, fue asesinado en un intento de atraco el 15 de enero de 2015. A Tita Maya, socia y compinche inseparable, la despidió en el cementerio el 8 marzo de 2020. Cuatro fallecimientos por cáncer y una muerte violenta. Todo junto, todo seguidito. ¿Cómo se recupera uno de eso?

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Las enfermedades de Diego, Martha Lí y Alicia coincidieron en la misma época. Los tres, junto con Claudia, salían a comer y las conversaciones giraban en torno a las quimioterapias, a algún posible tratamiento esperanzador, a lo frágiles que somos, al porqué estamos aquí, a los chistes que ellos mismos hacían de sus padecimientos, a la pregunta de a qué se aferra uno en un momento de esos.  

“Aún recuerdo las tertulias entre los tres: se reunían a reírse de sus dolores, a compartir sus remedios y a embriagar un poco sus miedos. Inevitablemente, la invitada a la mesa era la muerte, en palabras y en silencios, en desafíos y en negaciones, y con ella su compañera infaltable: la vida”.

Diego murió en julio de 2013, tres meses antes de que Claudia tuviera que vivir otro de los retos más complejos de su vida: la caída del edificio Space en Medellín, donde fallecieron sepultadas doce personas. Por cuestiones del azar y del destino que es tan raro a veces, Claudia estaba aquel fin de semana como alcaldesa encargada de la ciudad. Aníbal Gaviria, mandatario en ese entonces, se había ido a España con su mamá a hacer el camino de Santiago de Compostela. Más lejos no podía estar, y no era fácil comunicarse con él. 

Claudia, que trabajaba como vicealcaldesa de Educación, quedó encargada de la ciudad solo porque ese fin de semana iban a debatirse en el Concejo de Medellín unos temas de fondos educativos. Se requería que alguien con mucha cancha en el asunto se sentara a sacar adelante los proyectos. El designado pudo haber sido Luis Fernando Suárez, el secretario de Gobierno, quién sabe. Pero le tocó a ella. La vida, otra vez, cambió en un instante.

 **

Claudia Restrepo es una mujer inteligente y, aunque no lo diga, de una belleza física que no pasa desapercibida. A los siete años, sin embargo, decidió que ella era fea, se metió eso en la cabeza. Y que como era fea tenía que ser o muy querida o muy estudiosa para poder sobrevivir en el colegio.

—En kinder y primero de primaria tenía un novio. Pero en segundo mi mamá concluyó que estaba cansada de sacarme piojos y se le ocurrió la brillante idea de motilarme cortico. Imagínese, uno a los siete años mueco, cabezón y de pelo corto. ¡Y ahí ya el novio me dejó!  Y después de eso no pude recuperarme, ja, ja, ja, ja—cuenta ahogada de la risa.

Aunque la anécdota es divertida, en el fondo lleva algo de trascendental. Cuando Claudia Restrepo para de reírse, la voz le sale más delgada y un poquito ronca. Luego toma aire y dice: 

—Ese es el regalo más grande de empatía que tuve en la vida. Si yo me hubiera considerado muy bonita no hubiera tenido que desarrollar tantas habilidades sociales. No me quedó de otra sino ser la más querida, la más inteligente y saber bailar. Con esas tres cosas me defendí todo el bachillerato. Y vea que no terminé siendo tan fea, cuando me gradué ya todos los amigos querían salir conmigo—remata, otra vez muerta de la risa.

Y comenzó a sacar las mejores notas en todas las materias excepto en educación física. Como no tenía buenos desempeños en voleibol ni básquetbol —o más bien no tenía ningún desempeño— los profesores le mandaban exámenes teóricos sobre las reglas del juego. Aprendió deportes escribiendo en hojas de cuaderno.

—El juego se me hacía muy brusco. No supe qué era un saque en voleibol. Y en básquetbol, cero, pésima.

De niña le gustaba jugar a ser profesora, con alumnos imaginarios. Era callejera, también. No era sino descuidarse para verla trepada en los palos de mango, jugando chucha con los vecinos en el andén, o tirando piedras. “Era una gamina”, dice. Miguel Alfonso, su padre, era tan bravo que ella ni se atrevió a pensar en la idea de que podía gustarle algún chico de su edad. Y ahí fue cuando aparecieron los novios de mentiras. Llegaba del colegio y se aplicaba el labial de su mamá y les daba picos… a las paredes de la casa. Los muros quedaban pintorreteados por los amores que habitaban en su cabeza. 

 La mujer que el próximo 12 de enero se posesionará como nueva rectora de la Universidad Eafit, una institución privada donde se han formado los más importantes empresarios paisas, se crió en Buenos Aires, un barrio popular de Medellín que comenzó a crecer vertiginosamente en las montañas del nororiente de la ciudad hace más de cincuenta años. Miguel Alfonso y María, los padres, habían llegado de Valparaíso, Antioquia, desplazados por la violencia partidista de mitad de siglo. Venían de la mano de tres hijos, de seis que tendrían finalmente. Claudia es la menor, nació trece años después de la última hermana. El arribo de sus padres a Medellín fue traumático, por decir lo menos. No tenían nada en los bolsillos ni un lugar dónde quedarse. La ciudad parecía que se los tragaba.

Miguel Alfonso buscó trabajo vendiendo corbatas, más adelante electrodomésticos. Estudió hasta primero de primaria; doña María, hasta quinto. Aprendieron a leer y a escribir en la que llaman la universidad de la vida. El barrio El Salvador, donde se asentaron primero, no era el reverbero de casas, edificios y negocios de clase media que es ahora. Entre más se subía la montaña más potrero se divisaba.

El hecho de que los padres de Claudia no hubieran podido estudiar marcó el devenir de los hijos. Cuando ella nació su papá ya había logrado comprar un pequeño terreno en Buenos Aires. Y si bien nunca hubo plata para paseos ni fiestas de quince, lo que Miguel Alfonso se ganaba lo destinaba para el estudio de sus pelaos. Se le volvió una obsesión.

Claudia hizo el bachillerato en un colegio de monjas llamado Nuestra Señora del Rosario. Se graduó a los 16. Quería ser abogada pero su papá se enrranchó en que eso no le convenía. Entonces, de la nada, apareció la administración de negocios en Eafit, una universidad de la que Claudia no tenía noticias ni referentes. No hubo mucho tiempo para meditar y allá se inscribió. 29 años después terminaría siendo elegida como la primera mujer rectora en la historia de una institución que en el 2020 tenía 13.585 estudiantes entre pregrado, maestrías y doctorados. Mujer y joven. Mujer y de pensamiento liberal, con tatuajes al descubierto. Eso, por increíble que parezca, en una sociedad conservadora cuesta.  

Antes de que lo mataran, Miguel Alfonso alcanzó a ver realizado el sueño que él no tuvo en sus manos, el de estudiar. Claudia tiene una especialización en estudios políticos de Eafit, una maestría en estudios avanzados de filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, y un doctorado en Filosofía que está cursando en la UPB de Medellín.

En España, Restrepo solo tuvo tiempo de estudiar, de ponerse al día con todas las obras de la filosofía por las que tal vez sus compañeros ya habían pasado en el pregrado. Si un autor citaba a Platón, había que leer todo Platón. Si un profesor mostraba una referencia de Atistoteles, había que leer todo Aristoteles.  Como ella venía de administración de negocios y de los estudios políticos tuvo que implementar una disciplina férrea de lectura. Y el tiempo no dio para más que para estar entre los libros. Se convirtió en filósofa dentro de una biblioteca. Muchas de las personas que han trabajado con Claudia Restrepo coinciden en lo mismo acerca del tipo de liderazgo que ahora ejerce: sabe armar proyectos muy técnicos con la minucia financiera y al mismo tiempo puede ver los problemas desde el cariz de la intelectualidad y el humanismo. Y esa característica hace que su perfil sea muy escaso en posiciones de alto liderazgo en Antioquia.   

—Es una líder muy distinta, es la verdad. Además de la inteligencia y la capacidad ejecutiva, ella lidera desde el amor, el conocimiento y el acompañamiento de los seres humanos. Nunca desde las relaciones verticales. Tiene esa capacidad de analizar con metodología y productividad, pero desde lo humano, desde el afecto pero con conocimiento—dice Mauricio Restrepo, quien trabajó con ella en la Alcaldía de Medellín y años más tarde en la caja de compensación Comfama.

Es difícil que alguien que haya trabajado con Claudia Restrepo no insista en esta característica suya: y es que tiene más vocación de servicio que de poder. Y eso cambia todo el enfoque.    

**

Si quedas como alcalde encargado de una ciudad de 2,5 millones de habitantes como lo es Medellín no puedes salir a la calle sin un esquema de seguridad. La misión no es de papel. Ante la ley eres el responsable de las decisiones políticas y administrativas más importantes de la ciudad. Tienes que hacer cumplir la Constitución, la ley, los decretos del gobierno, las ordenanzas, los acuerdos. Eres, además, la primera autoridad de policía. Estás a cargo, nada menos, que del orden público.

El 12 de octubre de 2013, día en que se cayó el edificio Space, Claudia Restrepo vivía en Santa María de los Ángeles, en el barrio El Poblado. Había pasado todo el sábado en su casa trabajando con Tita Maya, evaluando proyectos de educación y cultura. Recibió la visita de unas amigas que la convidaron a salir. Claudia se excusó y les dijo que no podía. A pocas cuadras queda la Casa Teatro y Tita le dijo que fueran a una obra. Como el trayecto era tan corto y se podía ir caminando, Claudia aceptó. Guardó el celular en el bolso y comenzó a revisarlo cada cinco minutos.

De un momento a otro, 120 mensajes de chat en el teléfono: 

“Hijueputa, se cayó un edificio”, escribió una de las tantas personas. 

Claudia sabía que el día anterior el Departamento Administrativo de Gestión del Riesgo de Desastres (Dagrd) había evacuado la torre seis de Space. Se lo habían informado. No había una alerta más grande pero sí era importante, porque no era usual que eso ocurriera en una unidad residencial en pleno barrio El Poblado. 

Lo primero que pensó fue: ¿Cuál torre se cayó? ¿La que evacuamos? Claudia salió del teatro y llamó a su amigo Diego Restrepo, que era el director del Instituto de Vivienda, una entidad que ella había creado en un trabajo anterior. Pocos lo advirtieron en ese momento pero esa era la razón por la cual la alcaldesa encargada conocía el sector de los constructores. Diego comenzó a reportarle lo que sabía. Quedaron de encontrarse en Space. Claudia corrió hasta el parqueadero, sacó el carro y hundió el acelerador. No hubo tiempo de llamar a los escoltas.

Una vez llegó, dejó el vehículo tirado en medio de una nube de polvo que aún se cernía sobre esa zona de la ciudad. Eran como las 8 de la noche. 

Lo más urgente que se preguntaron fue: ¿quién es el dueño de esta obra para que nos informe quiénes estaban adentro? ¿Por qué dicen que había trabajadores en la obra si no podían estar allí? El edificio es de Pablo Villegas, contestó alguien, el hijo de Álvaro Villegas Moreno, político y constructor de vieja data. Pero Pablo no contesta, decía otro, que está totalmente en shock, que salió del edificio minutos antes de que se cayera.

En ese momento el tema era de rescate, más que de cualquier otra cosa. Y, sobre todo, recuerda Claudia tantos años después, de establecer una unidad de mando porque todo el mundo llegaba con ideas. Su primera decisión: encargar al capitán de bomberos de la operación en esa primera fase. Y lo hizo porque vio en Roberto Urquijo a un experto lo suficientemente arriesgado, con agallas, que había llegado a regañar a todo el mundo. 

—Uno necesita de una persona que sea incluso capaz de regañar hasta al alcalde.

Cuando la noticia ya estaba en CNN vino uno de los tantos momentos tensionantes que no se vieron en las cámaras de televisión. 

Un encargado de comunicaciones llamó a Claudia y a Luis Fernando Suárez, el secretario de Gobierno: “Los medios necesitan que el alcalde hable, pero el alcalde no está. ¿Cómo les vamos a decir que el alcalde no está? ¿Que hable Luis?”. 

—Esperen un momento. Es que Medellín sí tiene alcalde. No vamos a dar el mensaje de que el alcalde no está porque alcalde sí hay. Hay alcalde encargado. El alcalde soy yo. Y yo voy a salir a hablar—dijo Claudia en ese momento—.

—Primero, nosotros ya estábamos trajinados en el mundo de lo público. Y si hubiese sido al revés, que Luis Fernando estuviera encargado, todos nos habríamos volcado a respaldarlo. Yo tenía experiencia en el manejo de lo social y ese era un tema importante en ese momento, el acompañamiento a las familias de las personas que estaban desaparecidas—recuerda—. 

Aunque Aníbal Gaviria estuvo al tanto de todo, solo pudo regresar hasta el miércoles, cuatro días después de la tragedia. Se comunicaba sobre todo con Luis Fernando Suárez. Él le reportaba. Desde la primera llamada le dijo que era importante que se devolviera. A Gaviria se le cayó un edificio en la ciudad justo cuando estaba en medio de la nada. No podía ser más de malas, pensaron algunos. Cuando regresó, las familias de los desaparecidos pidieron que Claudia siguiera al frente de la situación.  

Space será recordado como un monumento a la irresponsabilidad de los constructores que quisieron sacar ventaja de los compradores de los apartamentos poniendo en riesgo sus vidas. Fue una de las peores tragedias que padeció Medellín en sus últimas décadas. Doce personas murieron bajo los escombros, la mayoría obreros. Pablo Villegas, representante legal de la constructora CDO, fue condenado a cuatro años de cárcel por el delito de homicidio culposo. Lo mismo ocurrió con María Cecilia Posada, directora de la obra, y con Jorge Aristizábal, ingeniero calculista. 

Durante esos días, Claudia Restrepo solo llegaba a su casa dos veces a la semana. Se dormía a las 2:00 de la mañana, cuando ya no se podía hacer nada más, y se despertaba a las 5:00. Hacía apenas tres meses había muerto su esposo y ahora le tocaba frentear la búsqueda de unos desaparecidos que le recordaron a la tragedia griega. 

—En la guerra del Peloponeso, por ejemplo, era un deshonor no poder enterrar a los muertos. Eso fue lo más impresionante. Y entendí lo que significaba para las familias de Space que les devolviéramos los cuerpos y que, además, estuvieran enteros. Y ver el coraje de todo ese equipo de rescatistas para que esos cuerpos volvieran. Esa necesidad humana de volver a ver el cuerpo del que amamos. Pensé en los desaparecidos de este país. 

Claudia lo llama un “baño de realidad”.

—¿Cómo no te cambia eso la vida? Es inevitable. No sé si uno se vuelva más sabio. Lo que sí es que te aumenta la empatía, la capacidad de no juzgar de primerazo, de entender la fragilidad de las personas, entiende uno que el mundo cambia en un segundo, que hay que ser más flexibles, que no podemos volver a ver la vida con los mismos ojos, que somos frágiles, que necesitamos amor, que necesitamos quién nos abrace, que nos creemos muy fuertes pero que en verdad somos de una debilidad absoluta.

Hubo instantes de desespero. Nadie lo puede negar. En algún momento los rescatistas tuvieron que parar la búsqueda porque una misión de ingenieros advirtió un riesgo elevadísimo del colapso de la torre 5, que podía caer encima de ellos. Las familias de los desaparecidos que estaban en una especie de campamento dejaron de oír máquinas pero nadie fue a explicarles por qué. Claudia fue a la alcaldía a hacer una vuelta y cuando regresó se dio cuenta que ningún funcionario había dado las explicaciones del caso.

Y se fue a hablar con las familias, a decirles que tenían detenida la operación por un riesgo inminente, que esperaban en unas horas resolverlo con ayuda de expertos. En ese momento una joven llamada Ángela Cantor, en medio de su dolor, se le fue encima a estrujarla. Era hermana de Juan Esteban Cantor, un muchacho que murió atrapado bajo la mole de cemento y vigas. Cuando los demás funcionarios y escoltas intentaron impedirlo, Claudia los frenó en seco y les dijo:

—Déjenla. Y si me quiere estrujar que me estruje. Si ella necesita pegarle a alguien que me pegue a mí. 

—Pero es que usted es el alcalde. 

—Y qué. De un estrujón no va a pasar y ella está tan maniatada como estamos todos. 

Fue un momento de tensión que luego terminó con unas disculpas y un abrazo. Lo irreparable era la vida de Juan Esteban Cantor, el dolor de su familia.

**

Claudia Restrepo llegó a la función pública no por haber hecho ninguna campaña política. De hecho, aterrizó allí también casi por azar. Ese instante que lo transforma todo, que cambia el rumbo de las cosas.

Cuando se graduó de Eafit entró a trabajar en Corpaul, la fundación del Hospital San Vicente de Paúl, una institución muy importante para Antioquia. Llegó como directora de comunicaciones y más adelante pasó a ser la subdirectora administrativa, encargada de los negocios. Durante seis años Claudia aprendió que el tema social se podía manejar, en buena medida, con criterios gerenciales. Sin saberlo era una escuela de preparación para convertirse, años después, en secretaria de educación de Antioquia y de Medellín en distintos periodos. En esa época Corpaul tenía la misión de conseguir el dinero para el hospital a través de empresas propias y donaciones. Y de pronto, a finales de 2003, sucedió que le pidieron el favor de acompañar el proceso de empalme del recién elegido gobernador de Antioquia, Aníbal Gaviria. Claudia ni lo conocía. Y eso sucedió porque Corpaul hacía parte de Cormacarena, cuyo director, Santiago Tobón, había sido el gerente de campaña del mandatario que llegaba. Ignorante estaba Claudia de saber que generalmente quienes asisten a los empalmes tienen aspiraciones de formar parte del gabinete. Ella hizo el trabajo, presentó sus informes y se fue de vacaciones. El 31 de diciembre, estando en Nueva York, recibió una llamada de Gaviria, quien le pidió ser la secretaria de desarrollo social. 

—Pero si usted no me conoce —, fue lo primero que le respondió.

Gaviria le dijo que su trabajo había sido bien referenciado en Corpaul y que los informes de los empalmes le habían dejado la mejor impresión.

Y comenzó el trasegar público. Claudia después fue nombrada secretaria de Educación para la Cultura y en algún período le tocó ser gobernadora encargada. En la alcaldía de Alonso Salazar (2008-2010) fue secretaria privada y alcaldesa encargada, más adelante fue nombrada directora del Instituto Social de Vivienda, Isvimed. Cuando Gaviria llegó a la alcaldía de Medellín (2012-2015) fue vicealcaldesa de Educación, periodo en que ocurrió lo de Space. Hacia el 2015 llegó a ser la gerente del Metro de Medellín y tiempo después entró a Comfama, como responsable de personas y familias. Allí estuvo hasta 2020.    

Muy pocas personas que hayan ocupado tantos cargos en el sector público pueden llegar a decir, como Claudia Restrepo, que nunca hicieron una campaña política, que nunca pertenecieron a ningún partido ni colectividad ni que tienen padrinos. Estuvo en el momento indicado haciendo lo mejor que pudo. A veces dice que pudo ser demasiado atrevido haber asumido tremendas responsabilidades siendo tan joven.

—Tal vez no me he puesto límites. Uno que es muy igualado—se ríe de nuevo, mientras termina de comerse unas pastas con queso.

 **

El 28 de octubre del año pasado, Claudia tenía que presentar la última entrevista en la aspiración de ser rectora de la Universidad Eafit. Algunos miembros del Consejo Superior habían propuesto su nombre y ya se había surtido un proceso de dos meses, tiempo en el que compitió con otros candidatos. La compañía consultora cazatalentos Corn Ferry evaluó las hojas de vida e hizo unos primeros reportes a los consejeros. Al final habían quedado tres nombres. Claudia nunca supo quiénes eran los otros. En esa entrevista definitiva, que fue a las 4:30 de la tarde, ella debió exponer por Zoom el contenido de una carta en la que explicaba su visión estratégica de la universidad. Ese mismo día, los 19 miembros del consejo votarían.

Cuando inicialmente la postularon ella no estaba muy segura de aceptar. Y no porque no le interesara. Finalmente cumplía con todos los requisitos: se había hecho experta en educación en el terreno, había tenido responsabilidades enormes en puestos de alta gerencia, había hecho una carrera académica importante. Tenía todo para llegar al cargo. Sin embargo, había algo que la hacía dudar de que la eligieran a ella: era mujer. Y nunca una mujer había sido rectora de esa institución. Y este no era un tema menor. 

¿Por qué es importante que una universidad elija como rectora a una mujer, además de la preparación académica y la experiencia laboral? El machismo es un problema complejo presente en la sociedad de forma estructural. Está presente en lo cotidiano, en lo pequeño y en lo grande.    

—Las mujeres que tuvimos una educación liberal solemos creer que no tenemos barreras por ser mujeres. Pero sí las hay. Nos han enseñado a que tenemos que ser masculinizadas en la forma de ver el mundo. ‘Yo la educo para que usted no necesite de un hombre’, le dicen a uno. Pero ahí en ese comentario hay un referente masculino. Y uno crece escuchando comentarios como, ‘no muestres debilidad. No dilates las cosas, ve al punto’—dice.

Y Claudia Restrepo, como millones de mujeres en el mundo, ha tenido que lidiar con ese tipo de barreras. Y quienes la conocen ven en ella a una feminista. 

—Es una feminista que comunica bien el feminismo. Y a los hombres que trabajamos con ella, nos sacude con los comentarios y siempre lo hace desde el conocimiento,  a veces desde la literatura. Como hombre que he trabajado al lado de una líder de ese tamaño he visto que ella logra hacer una resistencia cultural desde un discurso feminista formado. Desde el afecto pero con conocimiento. Desde el cuidado de las personas sin dejar cumplir metas gerenciales, no habla duro pero dice lo que tiene que decir. No habla mucho pero cuando lo hace es contundente—cuenta alguien que trabajó con ella. 

El día de la elección se llegaron las 8 de la noche y Claudia Restrepo obtuvo noticias. Se dijo a sí misma: ‘ya no llamaron, no fui yo, no, es que era muy difícil’. En ese momento cerró el libro que estaba leyendo: El tiempo de las amazonas, de Marvel Moreno. Se quitó el collar que tenía puesto. Cuando estaba a punto de ponerse la pijama para dormir, sonó el celular. 

La comunicaron con Luis Alberto Vélez Cadavid, presidente del Consejo Superior, quien le dijo, palabras más, palabras menos, ‘mira,  fue una decisión muy difícil, había muy buenos candidatos, unas hojas de vida impecables…”. 

—Y yo dije, ‘ah, no, esto es un muchas gracias por su participación’. 

De pronto, Vélez le preguntó: “¿Está sentada?”. Y ella: “sí”. “Quiero decirle que por unanimidad, el consejo acaba de nombrarla como rectora de Eafit por el próximo periodo de 5 años, renovable a 10”, le dijo.

Claudia quedó en shock y pensó, más que en ella, en el paso que estaba dando la universidad, en el mensaje que estaban enviando. Era realmente muy improbable que la eligieran, reflexiona ahora. 

La primera reunión en Eafit era con Juan Luis Mejía, el saliente rector. La convocaron a una primera sesión de fotos. Salió de su casa, en la que vive con cinco gatos y una perrita cachorra llamada Giraluna, como una canción de Tita Maya. Y se fue. Al llegar a la universidad algunas personas comenzaron a mirarla raro y ella no entendía. Y claro, se dio cuenta que se había puesto un jean roto, era nuevo, pero estaba roto. Normal. No le prestó importancia. Al día siguiente un amigo la llamó y le dijo que su mamá le mandaba muchos saludos y felicitaciones. Sin embargo, también le dejó un recado:  “¿Tenías que ir con un jean roto?”. 

Y Claudia solo contestó:

—¡Pero si estaba estrenando jean! ¿Qué hago si yo me visto así?—recuerda en medio de otra carcajada.

El nombramiento de Claudia Restrepo como rectora no solo fue un mensaje sino un premio a alguien que, sin saberlo, toda la vida había estado preparándose para asumir esa responsabilidad. Juan Luis Mejía dijo ese primer día de la sesión de fotos que era imposible que el cargo  hubiese quedado en mejores manos. Él había sido muchas veces consejero de Restrepo. En el pasado ella muchas veces le pidió consejos en momentos de duda sobre temas personales y laborales. Ahora, era él quien la estaba entrevistando frente a una cámara para un programa de la universidad.

“Tal vez no fui la maestra a la que jugaba ser cuando era pequeña, o al menos no como lo imaginé. Mi vida se abrió a otras formas de maestría, a esas que se desarrollan cuando nos emociona tratar de entender cómo funciona el mundo y qué debemos hacer para que funcione mejor, algo que la administración y la filosofía me han permitido vivir con plenitud. Hacer preguntas y responderlas, conectar la teoría y la práctica: transformar vidas”: escribió Claudia en la carta de postulación al consejo directivo de la universidad.  

Sabia, amorosa, intelectual. No hay nadie que la conozca y no describa así a Claudia Restrepo. Sin embargo, lo que pocos advierten y que resulta una sorpresa cuando uno habla con ella es que, por muy profundo que esté hablando, al final ella siempre  hace un chiste. Hay un sentido del humor que le brota por los poros. Reírse como una contra. Así son sus amigos.  

 Cuando el ingeniero Diego Paz estaba en sus últimos momentos y dejó de respirar, Claudia Restrepo llamó a Claudia Herrera, una de sus mejores amigas. Es la médica del grupo. En la casa estaba también Mónica Pérez, otra inseparable. 

Herrera fue a la habitación a corroborar el fallecimiento. “Mónica es muy insistente, muy intensa y era preguntando ‘qué dijo Diego’, ‘qué dijo’, ‘qué dijo’. Y yo me volteé y le contesté, ‘pues qué va a decir, que saludos a Mónica’”, respondió la médica con ironía. 

Cada vez que recuerdan la anécdota, Claudia y sus amigas lloran y se ríen al mismo tiempo.

—Ellas hacen que el día más triste de todos sea el más divertido. Yo siempre he pensado que si Diego estaba ahí se tuvo que haber reído mucho. Él decía que mis amigos eran disfuncionales. Decía, ‘yo no sé cómo haces, todos tus amigos son raros’. Y yo le contestaba, ‘no sé, pero me divierto mucho’. Y eso es un regalo—contó Claudia, mojada en lágrimas -y sonriendo a la vez- en un programa de Televid en 2016.  

Ella dice que no es tímida, pero  sí introvertida. Lo cierto es que el sentido del humor le sale casi sin darse cuenta. 

—Por más fuerzas que necesitara, lo que se requería en ese momento era la fuerza femenina: suave, tranquila, amorosa, sin desespero. ¿Hay que suspender algo? Se suspende. Todo tenía que ser flexible, amoroso. La fuerza del roble la parte un rayo. El bambú, en cambio, cae y se devuelve y ahí sí lo entiende uno literalmente, ya no es discurso, ya no es el curso de yoga en el que te dicen que hay que ser como el bambú, no, es entenderlo en la realidad. Si te pones muy duro, cualquier problemita se te vuelve algo grande. 

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