La ejecución extrajudicial más antigua documentada hasta ahora por la JEP es la de un joven desaparecido en Medellín en 1982, cuyos restos fueron hallados en el cementerio Las Mercedes de Dabeiba. Por lo ocurrido en ese lugar durante décadas, este mes serán imputados 10 militares.
17 de julio de 2022
Por: Laila Abu Shihab Vergara / Ilustración: Angie Pik

Los viejos amores que no están,
la ilusión de los que perdieron,
todas las promesas que se van,
y los que en cualquier guerra se cayeron.

Todo está guardado en la memoria,
sueño de la vida y de la historia.

Los desaparecidos que se buscan
con el color de sus nacimientos,
el hambre y la abundancia que se juntan,
el mal trato con su mal recuerdo.

Todo está clavado en la memoria,
espina de la vida y de la historia.

La memoria (León Gieco)

El esqueleto está cubierto por un montón de tierra seca en una bolsa negra, rota en la mitad y amarrada en sus extremos con una cuerda. Para encontrarlo, los técnicos forenses de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) descienden de forma controlada primero 20 centímetros, luego otros 20. De repente, tocan un fragmento de plástico.

Son las 8:15 de la mañana del miércoles 10 de noviembre de 2020 en el cementerio católico Las Mercedes de Dabeiba, Antioquia. El aire todavía no está estancado. El sol todavía no arde como de costumbre en este rincón del noroccidente colombiano. Es la tercera vez que vienen hasta acá para hacer exhumaciones en la búsqueda de posibles víctimas de desaparición forzada y ejecuciones extrajudiciales. La primera jornada fue en diciembre de 2019. La segunda, en febrero de 2020. Ahora tienen ocho días —del 6 al 14 de noviembre— para seguir en esta tarea que los demuele, física y mentalmente.

Abren la bolsa con extremo cuidado. Todas las estructuras óseas están erosionadas y hay algunas muy mal conservadas, como las vértebras, pero es posible identificar a quién pertenecen. Por eso deben lavar y limpiar los restos con un cepillo de cerdas muy suaves y agua a temperatura ambiente.  

El informe pericial que los antropólogos forenses de Medicina Legal entregan cuatro meses después concluye que todos esos restos corresponden a una sola persona; que cuando murió, el dueño de ese cuerpo tenía entre 20 y 30 años; que sus ojos eran redondos y su rostro angosto y de tamaño mediano; que su altura estaba entre 1,56 y 1,62 metros.

También tenía cuatro “alteraciones óseas por lesiones peri mortem”, es decir, producidas en el periodo cercano a la muerte y asociadas usualmente con la forma en que la persona fallece: en la clavícula y la escápula del lado derecho, en la escápula y el húmero del brazo izquierdo, en las vértebras torácicas cuatro a siete, y en la tibia de la pierna izquierda. El informe señala que en esos lugares fueron hallados “varios elementos de densidad metálica”, dos de ellos de “gran tamaño”, lo que indica que las lesiones fueron causadas por proyectiles de arma de fuego. 

Para la JEP, dado que la forma en que fue enterrada “no coincide con los rituales propios de un cortejo fúnebre”, se trata de una víctima desaparecida forzadamente en el marco del conflicto armado. Son los restos de una persona desaparecida hace cuarenta años.

* * *

Según la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), creada como parte del sistema integral de justicia transicional tras la firma del Acuerdo de Paz en 2016, la guerra ha dejado en Colombia por lo menos 99.235 víctimas de desaparición forzada

Sin embargo, la proyección de la entidad llega hasta las 120.000 víctimas, por un subregistro histórico debido a la enorme cantidad de personas que nunca se acercaron a una institución del Estado a reportar que un día su ser querido no regresó a casa. 

Es una cifra que da escalofríos. 

De esos 99.235 casos, el departamento con el mayor número es Antioquia con 23.077 (23,2%), muy lejos del resto (Meta es el segundo, con 8.755 víctimas, el 8,8%). Además, más del 90% de los familiares de esas 100.000 personas no saben qué pasó con ellas, viven en un limbo inenarrable.

Son cifras que dan escalofríos. 

Y que evidencian una de las muchas formas que adquiere el sufrimiento de los que se quedan. Ser familiar de un desaparecido es que los demás no entiendan porqué deja intactas sus cosas aunque hayan pasado 40 años, es que muchas instituciones del Estado no lo atiendan porque no se puede comprobar que es víctima directa de la guerra, es cargar un fardo emocional imposible de levantar para cualquier otro ser humano, es esperar una llamada que tal vez nunca llegue, es sentirse culpable porque si entrega una muestra de ADN pensarán que da por muerto a su ser querido, es una grieta económica gigantesca, es no poder despedirse, es correr el riesgo de ser el próximo desaparecido si sigue buscando.

Es viernes 13 de mayo de 2022 y en Medellín el sol debería estar quemando por haber llegado a su pico más alto pero hoy se esconde. La brisa corre. María Mercedes Jiménez —menuda, joroba típica de cuando se tiene 90 años, pelo crespo muy corto, ojos negros y caídos, piel trigueña, camisa negra con flores doradas, bufanda blanca— toca la foto en sepia de su hijo. Lo nombra. Germán Darío.

La rodean cerca de 20 personas, los cinco hijos que le quedan vivos (eran siete), sobrinos, nietos, magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz, psicólogos, funcionarios de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, la Alcaldía de Medellín y Medicina Legal, representantes de la Organización de Estados Americanos y de Naciones Unidas. Pero ella está sola. Se olvida por unos segundos del resto del mundo y le habla a su hijo. Lo nombra. Germán Darío. 

En este mausoleo las ausencias tienen nombre. Durante años, a veces décadas, las víctimas de desaparición forzada que están aquí fueron un número entre miles, un registro que no hablaba de una vida concreta, de sueños truncados. En el Jardín Cementerio Universal por fin tienen nombre. Jesús María. Dagoberto. Sandra Milena. Johan Alexis. Aldemar. María Criseida. Germán Darío. 

María Mercedes siente que su hijo está ahí, que él la oye. Quiere pensar que Germán Darío Flórez Jiménez —quien el 14 de mayo de 1982 le dio un beso en la frente antes de salir de su casa en el barrio Santo Domingo Savio, para viajar a recoger café al Valle del Cauca— por fin dejó de ser un número, por fin puede cerrar los ojos, por fin descansa. 

Pasaron 40 años años para que ella dejara de vivir en un estado de zozobra permanente, se lo dice a todo el mundo aunque siga desgarrada por dentro. Ahora la invade una pregunta distinta:

—¿Por qué alguien que tenía el deber de cuidar a mi muchacho decidió matarlo?

* * *

“Cuarenta años se dicen rápido. Pero se pasan muy lento”. En la ceremonia de entrega de los restos de Germán Darío, sobria, sencilla, tal y como la pidió la familia, el sacerdote pronunció esa frase. Y a doña María Mercedes y sus hijos les encajó perfecto en lo que tenían metido adentro. El tiempo puede pasar realmente muy despacio, cuando un ser querido desaparece. 

En 1968, María Mercedes y su esposo, Fabio, empacaron lo poco que tenían y salieron de Urrao. El destino fue Medellín y una casita pequeña de Santo Domingo Savio, en la Comuna 1, donde se apretaron ellos dos y sus siete hijos: Hilda, Fabiola, Girleza, León Darío, Doly, Jorge Humberto y Germán Darío. 

Fabio, campesino, hizo lo que pudo primero como vendedor y luego como vigilante, oficio con el que logró una pensión mínima, después de trabajar todas las noches y madrugadas durante 28 años. María Mercedes se dedicó a criar a la prole. 

Todos llegaron hasta quinto de primaria. De hecho, el diploma ya amarillo que certifica que Germán Darío terminó ese año cuelga hoy de una de las paredes de bloques de ladrillo, pintados de blanco y sin pañete, en la sala de la casa donde viven su madre y su hermano Jorge, en el barrio Caicedo. Como lo que ganaba el padre no alcanzaba, desde pequeños tuvieron que volverse rebuscadores.

Germán Darío era el mayor de los tres hombres y, cuando salió de su casa para no volver, tenía 20 años. Antes fue obrero, intentó ser policía —pero no le gustó— y trabajó un par de meses en Colcafé. Tenía una mirada adusta, enmarcada por unas cejas pobladas. Era serio y de muy pocas amistades. Se reía poco. Una vez el profesor Diógenes Urrea le dijo a María Mercedes que ese niño era su alumno más callado, que ni se sentía en el salón, que parecía que siempre estaba solo con su pensamiento.

El 14 de mayo de 1982, a las 5:00 de la mañana, sorprendió a su madre diciéndole que se iba al Valle del Cauca a coger café. Prometió que regresaría para Navidad.

—Mamá, dígale a mi papá que en diciembre vengo, que me voy a trabajar porque necesito la plata.

—Que la virgen me lo acompañe —fueron las últimas palabras de su madre.

Jorge Humberto también recuerda la escena porque justo en ese momento estaba por salir a la plaza minorista a comprar las frutas para el jugo con el que durante muchos años se ganó la vida como vendedor ambulante. Don Fabio no estaba porque trabajaba en el turno de la noche y cuando llegó se entristeció, su hijo no lo había esperado para despedirse.

Esa madrugada, inexplicablemente, Germán dejó una camisa a cuadros que le gustaba mucho, de tonos verdosos y cafés, y un peine con cuchilla que siempre cargaba en el bolsillo trasero del pantalón. Se fue solo con tres mudas en una bolsa y con una ruana que le había regalado su padrino. Anunció que viajaría con Alejandro, uno de sus mejores amigos. De niño, callaba porque quería. Ahora comenzaba un silencio forzado que duraría 14.600 días. 

—A él no gustaba que nadie lo ‘motilara’, por eso cargaba para arriba y para abajo con ese peine. Ese día yo no sé porqué no lo llevó y ahí lo tiene mi mamá guardado todavía —comenta Jorge, el menor de los hermanos, de 57 años—. Mi papá sufrió mucho el primer año por Germán. Luego empezó a decir que cómo era posible que ni una llamada. Él tenía un temperamento muy fuerte. Yo no sé si él llevaba el dolor por dentro pero la lucha de buscarlo sin parar fue de mi mamá.

—¿Y cómo fue esa lucha? 

—Uy. Si viera dónde no lo buscamos. Fuimos a todas partes. Hasta brujos nos recomendaron. Estuvimos en los hospitales, en la morgue, fuimos a la Fiscalía varias veces. Es que no teníamos ni una pista y nadie nos decía nada. Nada.

En esa batalla los engañaron varias veces y siguieron pistas que resultaron ser falsas en otras ciudades, como Manizales. Hubo incluso quien, indolente, les dijo que seguro había querido formar una familia lejos de ellos. Hasta regaños recibieron. 

—Una vez un fiscal muy formal me dijo que era el colmo que hubiera ido con brujos. Pero es que yo tenía derecho a buscar cómo fuera a mi hijo —cuenta doña María Mercedes mientras se limpia las lágrimas con una toalla de cocina color verde fosforescente. Ese mismo fiscal también les dijo que Germán Darío tenía una orden de captura en su contra. Cuarenta años después, la JEP logró sanar esa herida y le mostró a la familia que no era cierto. 

Y como a veces uno cree que la vida no puede golpear más duro, pero golpea, en 1993 un sicario del barrio asesinó a su hijo León Darío. Estaba recién casado. Tenía solo 23 años. 

Fue poco después de eso, en un acto desesperado, que doña María Mercedes decidió dejar una muestra de su ADN en un banco de perfiles genéticos de desaparecidos. 

Desde 1982, para ella cada Navidad es un infierno. Pero la procesión la lleva siempre por dentro.

Si hay un lugar que resume lo más horroroso y espeluznante de nuestra guerra es el cementerio católico Las Mercedes de Dabeiba, en el Urabá antioqueño.

En diciembre de 2019, un equipo de magistrados y técnicos forenses de la Jurisdicción Especial para la Paz llegó hasta allá luego de escuchar a más de una decena de militares  dentro de los casos 03, de asesinatos y desapariciones forzadas presentados como bajas en combate por agentes del Estado, y 04, dedicado a la situación territorial de la región de Urabá. El equipo estaba encabezado por el magistrado Alejandro Ramelli Arteaga, que lidera el caso 03, y el magistrado auxiliar Hugo Escobar Fernández de Castro, y por la magistrada Nadiezhda Henríquez Chacín, que lidera el caso 04. 

La primera señal de que algo extraño había pasado eran las cruces de concreto ubicadas a lado y lado del camino que comienza en la entrada del camposanto, construido en un lote irregular en una especie de semicírculo. A pesar de que se leía en pintura negra que quienes estaban enterrados allí habían dejado esta dimensión en años muy diferentes, 1932, 1969, 1997 o 2005, por ejemplo, la caligrafía era siempre la misma.

La segunda señal la entregó el entonces sepulturero: 

—Hace unos meses vinieron aquí unos militares y le dijeron al cura que tranquilo, que le ayudaban a arreglar el cementerio y ponerlo bien bonito porque esto estaba muy desordenado.

La tercera señal se las dio un informante:

—Hubo una época, hace como veinte años, en que llegaban carretilladas y carretilladas llenas de muertos y nos pagaban por enterrarlos.

La cuarta señal fueron las confesiones de algunos exsoldados que aseguraron que usaban la morgue, a la derecha de la entrada del cementerio, para alterar las necropsias e impedir el esclarecimiento de los crímenes, cambiando por ejemplo los datos de la proximidad de los impactos o la trayectoria de las balas.

Para poder seguir en las labores de prospección y exhumación de cuerpos, y evitar mayores alteraciones, la JEP decretó medidas cautelares de protección en el cementerio. 

Desde diciembre de 2019, los expertos de la entidad han hallado 75 estructuras óseas en 29 fosas comunes y una bóveda en Las Mercedes, que hasta el momento han permitido identificar a nueve víctimas. Una de ellas, Germán Darío Flórez Jiménez. 

La primera pista sobre el protagonista de esta historia la dio un exsoldado del Batallón de Contraguerrilla 79, adscrito primero a la Brigada Móvil 11 y, desde 2005, a la Brigada 17. El hombre señaló el punto exacto del cementerio donde estaba enterrado: la denominada fosa común número 20.

El informe pericial de antropología forense de Medicina Legal estableció que Germán Darío murió por “traumas penetrantes por proyectil de arma de fuego” en el tórax, el abdomen y las extremidades, y emitió como diagnóstico médico-legal: “muerte violenta por homicidio”. Según Medicina Legal, se trata del “cuerpo más antiguo que hasta la fecha ha sido identificado en este municipio del occidente de Antioquia”.

Para la JEP, el caso de Germán Darío demuestra el inicio de una práctica de desaparición forzada en este cementerio desde 1982, a manos de miembros de la Fuerza Pública. 

A pesar de estar tan separado en el tiempo, ya que la siguiente víctima de ejecuciones extrajudiciales hallada e identificada es de 1997, no se trata de un caso aislado y repite los patrones del resto, como el contexto funerario (la forma de enterramiento, no en ataúdes sino en sábanas o bolsas negras de plástico, amarradas con cuerdas) y las armas utilizadas (el informe de balística forense señala que los proyectiles que le quitaron la vida a Germán Darío son de un fusil o ametralladora que puede corresponder a armas tipo Galil, Tavor, Colt o Steryr-Aug, de uso del Ejército). 

También se está ante un entierro ilegal si aparecen cuerpos dispuestos uno encima del otro y el último queda a solo 30 o 40 centímetros de la superficie, cuando por ley deben estar a mínimo 0,70 metros; y cuando las inhumaciones se llevan a cabo extremadamente cerca de los muros o de los árboles. 

Estas prácticas, más las versiones de los militares y exmilitares que comparecieron ante la JEP, las entrevistas a los testigos, la revisión de procesos en la justicia ordinaria y el hecho de que las víctimas un día salieron a buscar trabajo y luego simplemente desaparecieron, demuestran que el cementerio Las Mercedes fue usado para ocultar una cantidad todavía incalculable de asesinatos, cometidos por algunos miembros de la Fuerza Pública. 

Los mismos magistrados hablan de una caja de Pandora pues aunque al principio esperaban encontrar víctimas del periodo 2005-2008, muy pronto hallaron de 2001 y 2002, y luego de 1997 y 1998. Lo que nunca imaginaron fue dar con los restos de un hombre que desapareció en 1982.

Dabeiba no fue solo el escenario de una batalla sangrienta entre los paramilitares de Carlos Castaño y la guerrilla de las Farc, que duró muchos años y dejó cientos de muertos, también hace parte de un conflicto regional mucho más amplio y complejo en el que, según la época, estuvieron involucradas la Brigada 4, la Brigada Móvil 11 con su Batallón de Contraguerrillas 79, que desde 2005 pasó a la Brigada 17, y el Batallón de Contraguerrillas 26 Arhuacos, adscrito a la Brigada 17 hasta 1999. 

De acuerdo con la confesión de varios exmilitares, en este lugar la degradación de la guerra llegó al extremo de que cuando resultó imposible matar a más pobladores del municipio, porque los habitantes comenzaron a quejarse de la cantidad de desaparecidos y personas dadas de baja por supuestamente pertenecer a la guerrilla y participar en un combate, los altos mandos dieron la orden de viajar más lejos para seguir inflando los listados de resultados y seguir cobrando dinero, recompensas. Así fue como llegaron a buscar nuevas víctimas en el terminal de Medellín, por ejemplo.

Por el horror de las ejecuciones extrajudiciales ocurridas en el cementerio Las Mercedes de Dabeiba, la JEP imputará a finales de este mes a 10 militares que hasta ahora no han sido judicializados.

* * *

Tal vez no haya un acto más contradictorio, más ambivalente. Primero, la alegría de saber que por fin apareció un hijo que estaba desaparecido desde hace décadas. Luego, la tristeza de recibir los restos en una caja que tiene el tamaño del ataúd de un niño.

Cuando se refiere a León Darío, el otro hijo que tuvo que despedir tras ser asesinado por un sicario en Santo Domingo Savio, doña María Mercedes habla en pasado. “Me lo mataron”. Con Germán Darío eso todavía le cuesta trabajo. 

—¿Qué pasa por su cabeza cuando reciben la llamada de la JEP, el 29 de marzo de 2022?

—Como yo nunca perdí la esperanza pues me alegré muchísimo. Pero ya luego nos explicaron todo. Ellos fueron muy amorosos.

Con “ellos” se refiere, primero, a un magistrado y una psicóloga de la JEP que viajaron hasta Medellín para los encuentros iniciales y que luego coordinaron la activación de un mecanismo conjunto con la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas y la Alcaldía de Medellín, gracias al cual la familia recibió apoyo psicosocial, asesoría legal, y se cubrieron absolutamente todos los gastos. Fue un proceso de dos meses, antes de entregar de la forma más digna posible los restos de Germán Darío.

—Ellos fueron muy humanos, me hicieron sentir muy tranquila en medio de la tristeza. Yo lloraba y me alegraban. Que si queríamos una iglesia, un colegio, una cancha deportiva, que si queríamos hablar en la ceremonia, que cómo nos sentíamos. Todo el tiempo pendientes —asegura doña María Mercedes sentada en el sofá de la casa, con las únicas dos fotos que le quedan de su hijo sobre sus piernas. Una de cuando hizo la primera comunión y una de cuando cumplió 18 años. 

Don Fabio ya no los acompaña, murió días antes de que la JEP los buscara para darles la noticia. Esta vez tampoco alcanzó a decirle adiós a Germán Darío.

Casualmente, la entrega de los restos ocurrió exactamente 40 años después de su desaparición. Él salió de su casa en Medellín un 14 de mayo de 1982, y la ceremonia se realizó el 13 de mayo de 2022.

Al final, María Mercedes quiso misa y que fuera en el Seminario Pasionista Santa Cruz. Luego se dirigieron al Jardín Cementerio Universal porque allí está el Mausoleo Ausencias que se Nombran, inaugurado en 2017 por la Alcaldía de Medellín, por solicitud de la Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos en Antioquia (Asfaddes), Mujeres Caminando por la Verdad, de la comuna 13, y el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice). 

La mamá y los cinco hermanos de Germán Darío quisieron que el recorrido desde la capilla del cementerio hasta el osario estuviera acompañado de “Mi despedida”, una canción que le encantaba de Raúl Santi. Y que hubiera muchos claveles blancos y rojos.

Uno de los momentos más difíciles de las entregas ocurre cuando los técnicos forenses extienden en una mesa los restos óseos de una persona para que sus familiares la reconozcan. A veces pasa que se niegan a creer que es su ser querido, por más de que el ADN ya lo haya dicho y de que los genetistas les den todas las explicaciones científicas posibles. Pero al final, son ellos los que deciden. Y la entrega no se hace si no lo reconocen.

Ni doña María Mercedes ni su hijo Jorge Humberto fueron capaces de ver los huesos que encontraron de Germán Darío. Dicen que les ganó el miedo. Lo hicieron las hijas.

Desde que murió Fabio, es Jorge quien acompaña a su madre a todas partes, es su sostén anímico y económico. O trata de serlo, porque él también vive su propio calvario. Cuando nos encerraron a todos por la pandemia, en marzo de 2020, guardó en un parqueadero el triciclo motorizado que le servía para vender jugos y luego no tuvo cómo pagar los nueve meses que le cobraron de arriendo. Recuperar el vehículo, incluida la olla gigante de acero inoxidable que se divide en tres para vender jugo de guanábana, salpicón y limonada en las calles del centro, le cuesta por lo menos 1,3 millones de pesos. Y está metido en un círculo del que no sabe cómo salir porque en el Banco de los Pobres de la Alcaldía de Medellín no le prestan si no está carnetizado, pero la Alcaldía no lo carnetiza porque dice que no es vendedor ambulante. 

Al menos ahora ya tiene un lugar para ir a rezarle a su hermano.

Algunas mañanas, doña María Mercedes, completamente lúcida a sus 90 años, se despierta con el deseo de tener en frente al soldado que entregó el lugar donde enterraron a su hijo. Quisiera preguntarle por qué alguien que tenía el deber de cuidar a su muchacho decidió matarlo. Cuándo lo mataron. Luego se arrepiente. Unos días después, vuelve a pensarlo.

Germán Darío Flórez Jiménez tendría hoy 60 años. 

Cuarenta años se dicen muy rápido. Pero cuando un hijo desaparece se pasan muy, muy lento. 

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