Por amenazas, este destacado líder social, exrepresentante legal de la Asociación de Consejos Comunitarios del Norte del Cauca, tuvo que alejarse de su tierra durante varios meses. Entrevista desde el exilio con un hombre que resiste y que les enseña a otros a hacer lo mismo.
25 de febrero de 2021
Por: Daniela Mejía Castaño / Ilustración: Angie Pik
Víctor Hugo Moreno

—Por allá como a mis doce años conocí una historia de un bosque que se incendió, todos los animales empezaron a correr para protegerse. El señor búho estaba parado en un árbol y miraba pa’ un lado y pa’ otro, cuando le llamó la atención un colibrí. El colibrí iba y volvía, iba y volvía. El señor búho lo paró y le dijo: «¿Qué haces? En medio de las llamas todo el mundo corre, hasta yo me iré, y tú, ¿qué haces». El colibrí le contestó: «Voy al río, tomo agua en mi pico y la dejo caer sobre las llamas», y el búho le replicó: «¡Estás loco! ¿Crees que las goticas de agua que llevas van a apagar el incendio?». ¿Sabes qué le contestó el colibrí?—, me pregunta Víctor Hugo Moreno Mina.

 —¿Qué?

—«Obvio que no lo voy a apagar, pero yo estoy haciendo mi parte», eso le contestó el colibrí, y eso te contesto: yo estoy haciendo mi parte, y la seguiré haciendo hasta el final de este incendio.

La respuesta me la da, dice, como una ñapa al final de la entrevista, y después de haberle preguntado porqué hace lo que hace: defender los territorios, las prácticas culturales y los proyectos productivos de las comunidades negras del norte del Cauca.

Es noviembre de 2020 y Víctor lleva casi tres meses en Holanda, el país de las bicicletas, pero tiene miedo de montarse en una porque las señalizaciones viales están en neerlandés o, en el mejor de los casos, en inglés. Aunque este líder es economista de formación y tiene una maestría en Gobierno y Políticas Públicas, olvidó el poco inglés que sabe por falta de uso y neerlandés sabe aún menos. Sin embargo, sí habla otro idioma que es extraño en este tiempo y en estas tierras, el de la colectividad. «Estamos impulsando unos proyectos productivos comunitarios», dice unas veces; «en mi territorio tenemos prácticas ancestrales colectivas», dice otras.

La ciudad que lo acogió es Utrecht, una de las más importantes de Países Bajos, ubicada a orillas del río Rin y en donde funciona una de las casas-refugio del programa Shelter City -en español Ciudad Refugio-, que recibió a Víctor, y que protege y apoya a defensores de derechos humanos de cualquier parte del mundo, relocalizándolos en esta pintoresca ciudad del centro del país, para disminuir el riesgo de asesinatos y atentados en su contra, mientras les da talleres de meditación, derecho internacional y seguridad cibernética.  

Ingresó en el programa de refugio temporal en septiembre de 2020 gracias a un amigo neerlandés que vive en Popayán, que se enteró de que Víctor dejaría de ser el representante legal y consejero mayor de la Asociación de Consejos Comunitarios del Norte del Cauca (Aconc) y vio el momento oportuno para que descansara después de 17 años de trabajo social en una de las regiones más mortíferas para un líder social en Colombia: el norte del Cauca.

Al principio Víctor no quería venir, pero su amigo neerlandés le insistió hasta hacerle decir que sí, que aplicaría al programa. «No soporto salir de mi territorio, ni siquiera a Bogotá o Popayán. Tres días y ya me pica. Lo máximo que había estado antes por fuera eran 15 días. Aunque sí me tocó vivir un tiempo en Cali por las amenazas, pero no me veo viviendo por fuera», dice con una voz mansa, de niño.

El territorio al que el líder hace referencia y en el que vive desde que nació, hace 34 años, está a más de nueve mil kilómetros de distancia de Utrecht, en el municipio de Guachené, y recoge a otras ocho veredas de los municipios de Caloto y Santander de Quilichao. Según cuentan los habitantes de este lugar, sus tierras hacían parte de dos haciendas, la Quintero y la Japio, propiedades del esclavista Julio Arboleda Pombo, quien fue presidente de la Confederación Granadina, una república conformada por lo que hoy son Colombia y Panamá, entre 1858 y 1863.

Con el tiempo, algunos esclavos que vivían ahí pagaron la libertad de sus hijos, otros escaparon del sometimiento y cultivaron sus propios alimentos en el bosque —se les llamó cimarrones— y, de a poco, estas personas unieron de manera silvestre sus tierras hasta convertirse en el Consejo Comunitario de Pandao. Esta figura asociativa, la de Consejo Comunitario, está amparada por la Ley 70 de agosto de 1993 y reconoce el ocupamiento por parte de comunidades negras de tierras baldías en las zonas ribereñas de los ríos de la cuenca del Pacífico, o de cualquier parte del país.

Según el área de Sistemas de Información Geográfica (SIG) de la Agencia Nacional de Tierras (ANT), en Colombia hay 204 Consejos Comunitarios, representados en 5.733.002 hectáreas, y Aconc, la asociación de Consejos Comunitarios que Víctor representó por siete años y hasta marzo del año pasado, agrupa a 43 de ellos. 

Aunque las cifras no son del todo confiables. Elías Helo Molina, investigador del Observatorio de Territorios Étnicos y Campesinos de la Pontificia Universidad Javeriana, con experiencia en Consejos Comunitarios como los que Víctor lidera, lo explica así: «No solo el SIG procesa información oficial sino también la Dirección de Asuntos Étnicos (DAE), el lío está en que la información de estas agencias es confusa porque sus áreas de gestión de información a veces tienen diferencias. Sin embargo, tenemos 352 solicitudes de Consejos Comunitarios para titulación de tierras que no han sido atendidas por el Estado».

En otras palabras: Víctor es uno de los líderes sociales más destacados de varios pueblos negros del norte del Cauca, descendientes de seres humanos esclavizados por españoles y élites coloniales, que fueron liberados por el cimarronaje, y a los que en la mayoría de los casos se les va la vida tratando de que el Estado reconozca sus tierras, sus derechos y sus culturas. De ahí su temple, su inconformidad, su tez negra; el anillo en forma de herradura que lleva desde 2014 en el dedo corazón de su mano izquierda para proteger su vida y su territorio, hecho con oro extraído de la tierra por mineros ancestrales, lejanos de la minería ilegal y a gran escala; las rastas recogidas en una cola de caballo sobre su espalda, y la claridad al hablar sobre racismo, desigualdad y cambio.

Una semana antes de su regreso a Colombia, a finales de noviembre, durante una entrevista virtual que dio para sensibilizar a los habitantes de Países Bajos sobre la situación que viven los líderes sociales en el país, Víctor tuvo un momento de quiebre:

—En el corto-documental mencionó que también se enfrentó a muchas amenazas e incluso a un atentado contra su vida, ¿puede contarnos más sobre los peligros que enfrenta como defensor de derechos humanos?—, le preguntó Lizzy, su entrevistadora y una de sus intérpretes durante su exilio, en un español tímido, extranjero.

(Silencio. Víctor mira al suelo, se muerde los labios, busca las palabras, parpadea, coge impulso, se frena. Se decide y responde).

—El atentado del año pasado no solamente quiso acallarme ni acallar a los otros 15 compañeros y compañeras, sino callar un proceso de transformación social, de gobierno propio y de administración de justicia propia, un proceso donde se les quiere demostrar a las comunidades negras que sí se puede (silencio). Yes, we can (Víctor levanta la mirada, sus ojos se humedecen, busca fuerza, toma aire y continúa). Porque el racismo lo único que ha hecho es sembrar miedo, y ese miedo se ha transformado en dejar de hacer cosas, de vivir lo que somos, de vivir nuestro proceso, nuestra cosmovisión propia y vivir pa’ otros. Poner la mano de obra y la fuerza para las empresas de otros; generar riqueza, tanta riqueza que se genera en el norte del Cauca, pa’ otros; y nuestras comunidades cada vez más empobrecidas.

Casi tres meses después de esa entrevista, el miércoles 3 de febrero de 2021 a las 5:42 de la tarde, cuando regresaba de trabajar, Víctor recibió un mensaje de texto en el que los amenazaron a él y a otros nueve líderes sociales del norte del Cauca, por “seguir de sapos”. La amenaza, en la que les advirtieron que “no se crean intocables porque andan con escolta”, incluía al gobernador del departamento, Elías Larrahondo Carabalí.

Ahora soy yo quien le pregunta a través de una pantalla, un día antes de su regreso a Colombia y de que esa nueva amenaza llegara a su celular, con qué reflexión se queda… 

Cada vez fortalezco la idea de que estar en la dinámica organizativa para ayudar a los pueblos negros de Colombia —porque creo que hay varios— vale la pena y es mi proyecto de vida. De ahí no voy a salir. Con diferentes medidas de protección, sí. A mí me toca andar con tres hombres armados y con un vehículo blindado de la Unidad Nacional de Protección (UNP). Yo ni siquiera puedo ir al baño solo. La vida me cambió, ya no tengo vida social, ni siquiera puedo salir con mis amigos para compartir.

Según el último informe publicado por Indepaz, 13 de las 79 masacres perpetradas en 2020 ocurrieron en el Cauca. Después de Antioquia, es Cauca el de más masacres. Desde la perspectiva afrocaucana, ¿cómo darle sentido a los conflictos que allí se viven? 

La diáspora africana y las comunidades indígenas hemos sido víctimas de violaciones de derechos humanos desde el tiempo de la colonia. Llegamos a América como esclavos. Siempre fuimos perseguidos en clave de explotar los recursos naturales. Incluso, después de la abolición de la esclavitud se veían ejércitos privados que hacían persecución para introducir lo que posteriormente ayudó a quitarle la tierra a la gente, el alambre de púa. 

Luego, llegó la Violencia. Las comunidades negras del norte del Cauca siempre fueron liberales; los contrarios, los conservadores, la policía y los paramilitares, que en ese tiempo se llamaban «chulavitas» y «pájaros», asesinaban personas negras. Los mayores de la comunidad lo cuentan desprevenidamente: «Ah, mataron a fulano», y resulta que fulano era líder.

Esa situación se recrudeció aún más hacia 1930, cuando la idea de construir la represa  Salvajina se implantó, con esa hidroeléctrica parece que había un plan para desterrar a una parte de la población que vivía en la zona plana del Cauca. El modus operandi era casi igual que el de los paramilitares, hacían masacres, quemaban viviendas y mataban líderes estratégicos.

Después, al Cauca llegó la llamada ola verde, la caña de azúcar. La finca tradicional del Cauca tenía cacao, café, plátano, maíz y árboles frutales, grandes, de sombra, que generan arraigo en el territorio. La estrategia se hizo a través de la Caja Agraria, daban créditos hipotecarios solo a quienes tumbaran sus cacaoteras y cafetales por cultivos de soya y maíz, productos que sí entraban en la línea de crédito, y que se producían a gran escala. La gente no sabía trabajar esos cultivos y perdió sus cosechas, no pudo pagar la deuda y le quitaron la tierra. Quienes llegaron a comprarla fueron los ingenios.

Son las zonas de ladera y montaña donde estamos las comunidades negras e indígenas las que están concesionadas para hacer minería, para sacar oro. A los empresarios no los tocan. También necesitan el territorio para sembrar el árbol que produce cartón, y para sostener las cinco zonas francas creadas por la Ley Paéz, una ley que supuestamente era para ayudar a compañeros indígenas y que terminó dándoles exención de impuestos a las nuevas fábricas de la región. Sacan la excusa que sea para que el norte del Cauca, una tierra fértil que puede producir alimentos, solo sea caña de azúcar y compre lo demás, mientras las comunidades alrededor de esas empresas viven en total pobreza.

Las economías ilegales también juegan un papel importante, las comunidades negras son golpeadas por el monocultivo de hoja de coca; las indígenas están aún más afectadas por la marihuana, la hoja de coca y la amapola, que tienen cercados sus cultivos de pancoger, los que les dan alimento diario, pero el gobierno lo que quiere es fumigar con glifosato. 

Y a todo eso hay que agregar las ganas que tiene el Estado de que las comunidades negras de Colombia dejemos de existir, no hay que ir muy lejos: el caso del Dane, en cuyo censo como por arte de magia desaparecieron de las estadísticas oficiales más de un millón de personas negras, deja ver que no tenemos garantías ni protección, y que al Estado le da físico miedo de que nos reconozcamos como pueblo negro. 

¿Cuáles son los inicios de su liderazgo?

Mi abuelo paterno siempre se ha movido en temas de liderazgos comunitarios y políticos; mi mamá fue docente, y soy el hijo del medio, ella siempre estuvo más centrada en la mayor y luego en el menor. Yo quedé como a la deriva y empecé a leer mucho. En el colegio comenzamos una revista, Ojo de Águila, y manejábamos el periódico del colegio también. Eso generó un liderazgo.

Cuando salí del colegio creamos Asocodita, una ONG para seguir empujando la revista desde afuera, pero nos dimos cuenta de que las necesidades de las comunidades eran otras. Desde ese año, 2013, Asocodita no ha sacado ni un solo ejemplar, sino que ayuda a las comunidades en proyectos productivos, de formación, de identidad propia, de emprendimiento, trabajo, estudio, etc.

Y llegan las primeras amenazas…

Sí, desde 2008, después de la supuesta salida de los paramilitares del territorio donde vivo, empieza la minería ilegal a regarse en al menos tres ríos del norte del Cauca, hasta que llega al río Palo, que está en Pandao, mi casa, y las tensiones se desatan. El río empieza a ser contaminado con cianuro y mercurio. Los que operaban las retroexcavadoras amarillas tiraban los billetes así, mira (mueve las manos hacia arriba como tirando un balón). Eso hizo que incluso entre los mismos indígenas se pelearan, cosa que en la vida se había visto. La comunidad negra no fue la excepción.

Luego, el amanecer del primero de mayo de 2014 pasa el derrumbe de la mina de oro de San Antonio, el más grande que hasta ahora ha vivido el norte del Cauca. Desviaron el río y en su lecho hicieron un catre de mínimo 200 metros de diámetro y 50 metros de profundidad, con socavones de hasta 100 metros de distancia. El río, buscando su madre, remojó la tierra y todo eso se derrumbó.

Cuando la Policía llegó no aceptó nuestra autoridad como Consejo Comunitario, pero cuando vio a la gente desesperada por sus familiares y no pudo responder ante la emergencia ahí sí nos llamó. Debimos mediar entre ellos y los operadores de las máquinas, que ya las habían escondido, para que las sacaran y rescataran los cuerpos. 

Fui la cara más visible de ese diálogo, así que después los mineros me buscaron a mí como autoridad regional para que les diera permiso de tener esa maquinaria. Me negué rotundamente, y con las personas que hacían resistencia al igual que yo encabezamos la Guardia Cimarrona. Gracias a esa guardia, a la Guardia Indígena y a la presión de la comunidad decomisamos dos máquinas sin la ayuda de nadie. A los 15 días me llegó la primera amenaza de las Águilas Negras, donde mencionaban a otros dos compañeros de comunidades negras e indígenas, entre ellos Feliciano Valencia.

Ya en 2016 tuve la oportunidad de ir a la mesa de La Habana y participar en el capítulo étnico del Acuerdo de Paz. Luego, participamos en la movilización de la Cumbre Agraria. De ahí vino el atentado en contra mía y de otras 16 personas más, donde se encontraba Francia Márquez, en mayo de 2019.

A propósito de Francia, ¿cómo ha sido el rol de la mujer en la lucha afrocaucana a lo largo de la historia?

No podemos desconocer que estamos en una sociedad machista. No solo se vive en las comunidades negras sino también mestizas e indígenas. Pero cuando uno investiga un poco más, la mujer negra ha jugado un papel muy importante. Lo que han hecho Francia, Clemencia Carabalí y otras mujeres por el pueblo negro es muy grande.

En 2018, Aconc hizo una transición a partir del plan del Buen Vivir, y el Consejo Mayor pasó de 7 a 11 personas. Por asamblea se exige paridad, cinco mujeres y cinco hombres. El otro cupo se le da directo a una asamblea de jóvenes; y de mil guardias cimarronas yo creo que unas seiscientas son mujeres. En el quehacer diario la presencia de la mujer es más fuerte que la del hombre.

¿Y cómo es la relación de Aconc con la población LGBTIQ+?

Desde las autoridades no se habla. Eso es todavía un tabú para la gente. Obvio hay personas de esta población, pero están un poco ocultas por miedo a ser ridiculizadas. Otros deciden irse a las ciudades para desarrollar su personalidad. El paramilitarismo hizo crecer el sentimiento de no querer decir o hablar de ese tipo de cosas, eran castigadas. Además, hay bastantes iglesias protestantes evangélicas en el territorio. Ni yo sé porqué esos temas en el norte del Cauca ni se hablan ni se trabajan. Personalmente lo respeto y no tengo opinión.

Mencionó que hizo parte del capítulo étnico del Acuerdo de la Habana. Se esperaba que la violencia en el Cauca disminuyera después de firmarse el acuerdo pero, aunque hay avances, son poquísimos, ¿cómo explica esa situación?

El mismo (Juan Manuel) Santos le puso el freno de mano a la implementación de los acuerdos, y una vez gana la ultraderecha se fortalece el discurso corporativo, que ataca la violencia con más violencia. Pero creo que detrás de ese discurso está la búsqueda de la expansión del modelo de desarrollo económico.

No es una coincidencia que se recrudezca la guerra justo en los territorios más productivos con características especiales: Caloto, Buenos Aires y Santander. Otro de los lugares donde más conflicto se está presentando es en la zona donde quieren construir la represa del río Timba, en Buenos Aires; sacan la excusa de que abastecerán de agua potable a Jamundí y Cali, y generarán energía. Las cinco zonas francas, los ingenios azucareros, las concesiones mineras, de extracción de oro, las represas y yacimientos de petróleo. Si mueven eso… necesitan control territorial, tierra.

Yo lo que creo es que hay una estrategia concreta de despojo y destierro de la comunidad para poder llevar a cabo proyectos legales.

¿A qué modelo de desarrollo económico se refiere?

Al neoliberalismo, que no respeta la vida, que solo le importa el dinero y se enfrenta a la existencia misma de las comunidades étnicas y a nuestra cosmovisión propia de desarrollo, donde la prioridad es la seguridad alimentaria, cultivar nuestros propios alimentos, relacionarnos respetuosamente con la naturaleza y con las diferentes formas de vida en el territorio.

Ademas, nosotros tenemos algunos derechos colectivos adquiridos gracias a nuestro nivel organizativo y a las prácticas tradicionales que nos hacen pueblos negros. Uno puede ser población afro pero no necesariamente del pueblo negro porque tenemos prácticas culturales propias.

¿Cómo cuáles?

El ritual cuando un niño menor de 7 años muere en mi territorio es el bunde, tambores que ponen a sonar durísimo; la forma como se hacen los entierros y los velorios, se reparten viche y aguardiente y se acompaña a la familia con anécdotas para la transmisión oral de conocimiento.

En nuestras fiestas tradicionales se baila la fuga. Ese baile supuestamente divertía al esclavizador, pero esa diversión terminaba con un baile para fugarse; pero si se trataba de solo divertirlo se bailaba la juga.

Hasta la forma de pescar y cocinar. Todo es diferente en cada territorio. No es lo mismo lo que hacen en Chocó a lo que hacen en Buenaventura o en la costa nariñense.

Así que cuando te vuelves simplemente población afro en una ciudad como Cali, por ejemplo, no vas a poder hacer el bunde, ni velar a tu muerto por dos noches. Te culturizas y aunque eres negro te conviertes en un ciudadano común y corriente. 

O sea que el choque cultural no es solo por la tierra sino también por las costumbres…

Sí, pero sobre todo por la extracción de los recursos de la tierra.

He escuchado que el agua es muy importante en la identidad de los Consejos Comunitarios, de hecho ustedes se organizan políticamente de acuerdo al río… 

Sí, esa forma de organizarnos en el territorio se ve reflejada en la Ley 70 de 1993, que reivindica nuestra forma organizativa desde el tiempo del cimarronaje. Todas nuestras casas y caseríos están alrededor del río. En nuestro caso nos organizamos por las microcuencas del gran río Cauca. 

La paradoja está en vivir en medio de los ríos y no tener acueducto…

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La Ley 70 del 93 hace una mención especial a las formas de producción de las comunidades que usted representa y que ya mencionó: seguridad alimentaria y desarrollo sostenible por encima del lucro, entre otras. Esas formas de producción, vistas desde el neoliberalismo, no generan grandes ganancias. En ese sentido, uno podría argumentar que esa forma de vida no es rentable…

Y yo soy economista de formación, pero esa forma de producción sí genera vida, oxígeno y ayuda a vivir a las diferentes especies del planeta, incluyendo al ser humano, no solo en el norte del Cauca sino en el mundo. Entonces, ¿pa’ qué plata si no tienen vida?

Además, la acumulación del oro que sacan del territorio, ¿para qué?, ¿para guardarla? El oro no se come. Entonces, ¿destruimos el equilibrio de nuestro sistema para que unas cuantas familias de Colombia, y del mundo, se vuelvan más ricas? Riqueza que ni siquiera se ve retribuida en el territorio.

Colombia es un país pluriétnico y multicultural, incluso lo dice nuestra Constitución. Son unos cuantos los que no quieren aceptar ni respetar esas otras formas de vida.

Aunque Europa tiene grandes inversiones en proyectos de explotación ambiental en otros países, incluso de Latinoamérica, los europeos recién empiezan a hablar de economía circular y sostenibilidad —aunque solo entre ellos y sin mencionar su relación con las inversiones que tienen en esos otros países—. Sin embargo, algo empieza a cambiar: aquí en Países Bajos la organización ambiental Amigos de la Tierra llevó a la corte a la transnacional petrolera Royal Dutch Shell por ser una de las responsables de la crisis climática global. ¿Cree que esta nueva «conciencia verde» puede llegar a influir en la comunidad que usted representa?

Son pasos que ayudan, pero lentos, y en algún momento esos juicios también se tendrán que articular con nuestra justicia, la ancestral. Reconozco que la gente está empezando a desarrollar más conciencia sobre lo que come, lo que compra, por a quién le compra. Pero al estar acá he visto un nivel de consumismo donde la naturaleza poco importa.

A futuro, ¿ve un mundo en el que sin importar etnia, modelo de desarrollo y nacionalidad respetemos la naturaleza?

La verdad no. Por eso siguen insistiendo en la viabilidad de la vida en Marte. La idea colonial está sembrada. El problema es que si perdemos la batalla no solo la pierde un grupo étnico sino toda la humanidad.

¿Cuál ha sido el momento más difícil que ha vivido en estos 17 años de batalla? 

La primera vez que me amenazaron y la forma cómo me tocó contarle a mi familia. Vivía con mi mamá, su esposo, mi hermano y unas sobrinas. Debí despertarlos a las cinco de la mañana, después de orar y de dar gracias, para evitar que otras personas les contaran. Aún me estremece ese recuerdo. Después de esa amenaza, las siguientes amenazas solo me dan fuerza para seguir trabajando.

¿Y el más bonito?

Nunca había pensado en eso (risas). Tal vez el reconocimiento de algunas personas de la comunidad. Nosotros en el 2016 hicimos tres protestas sociales por las que los contrarios y las élites no daban un peso, pero después les tembló la tierra. En la movilización más grande salimos casi cinco mil personas.

Esa movilización, que hizo temblar la tierra, también hizo que un periodista payanés se preguntara públicamente, según contó usted: «¿Qué será lo que quieren los negros, cuál será el mesías que los está liderando? Porque los negros solo vienen a Popayán con la mano estirada pidiendo migajas, pidiendo un puesto, pidiendo las sobras que caen de la mesa. Pero ahora se han levantado sobre la Panamericana a exigir derechos». Dígame, ¿qué quieren los negros del norte de Cauca?

Que acepten que existimos, que tenemos sistema de justicia propia, sistema de salud propia, que exigimos la protección de la vida, del territorio ancestral y el apoyo a la implementación de nuestro plan de Buen Vivir. Y que nos ayuden en la difusión de nuestra lucha, de las consecuencias que vivimos por defender la vida, de los proyectos productivos que hay en los territorios y en la creación de redes de apoyo para que cuando otros líderes estén siendo amenazados los podamos sacar al menos por un tiempo del territorio. 

Te invitamos a recorrer el especial “Líderes sociales en Colombia, entre la valentía y la zozobra”

***

Víctor debe terminar la entrevista y empacar las maletas para su viaje de regreso. Ahí es cuando le pregunto porqué hace lo que hace y él responde con la fábula del colibrí. Tiene afán. En Colombia, dice, le espera un trabajo aún más grande que el que hizo en Aconc: ser el representante legal y consejero mayor del Consejo Comunitario de Pandao, Consejo que él mismo ayudó a fundar en 2004, cuando su comunidad se enfrentó a un extraño:

—Antes era Agropecuaria Latinoamericana pero hoy se llama Incubadora Santander S.A., en 1998 montaron la planta de producción de huevos más grande de Colombia en nuestro territorio, y a 50 metros de la escuela principal de la vereda La Arrobleda. Debían hacer un plan de manejo ambiental y de gestión social concertado con la comunidad que hasta el día de hoy no han hecho. Por el contrario, lo que sí ocurrió después de la llegada de la empresa fue el constante hostigamiento por parte de ella en contra de la comunidad, y la aparición de los paramilitares en la región; lo que nos unió y nos empujó a crear el Consejo. La marca que ellos comercializan es Huevos Kikes…

—¿La del logo verde?—, le pregunto.

—Los mismos.

Los mismos que yo compraba cuando me decían «vaya por los huevos» y que seguí comprando de adulta. Según datos de la misma empresa, allí se producen cuatro millones de huevos diarios, lo que en efecto la convierte en la mayor productora de Colombia, y para 2023, cuando planean aumentar su producción diaria en otros cuatro millones, proyectan tener 1,5 billones de pesos en ganancias.

—Pues ahora regreso a enfrentar esa situación y a representar a quince mil personas agrupadas en diez mil familias que hacen parte del Consejo; y te doy la segunda y última ñapa: estamos fortaleciendo nuestra identidad étnica, y parte de esa labor consiste en recuperar nuestra lengua madre africana. Como no pudimos recuperarla vamos a llevar la lengua palenquera, de San Basilio, al norte del Cauca. La meta es hacer de ella la segunda más hablada del departamento.

Daniela Mejía Castaño es periodista graduada de la Universidad Javeriana. Desde 2018 vive entre Colombia y los Países Bajos. Sus textos han sido publicados por Baudó AP, El Espectador, Pacifista, Gaceta Holandesa y Vorágine, entre otros.

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