Vorágine reconstruyó cómo murió uno de los jóvenes que salieron a protestar en contra de la brutalidad policial en Bogotá, el 9 de septiembre. Todos los testimonios y videos grabados por la comunidad apuntan a que quien le disparó era un policía vestido de civil.
15 de septiembre de 2020
Por: Laila Abu Shihab Vergara / Ilustración: Ricardo Macía Lalinde
Julián Gonzáles

El jueves 10 de septiembre de 2020, a las 7:35 de la noche, una paloma blanca que nadie sabe de donde salió se posó justo encima de un cartel que decía:

Julián González
27 años
Ingeniero industrial

La paloma se quedó encima de la palabra «ingeniero» varios segundos, tranquila, al lado de unas flores y unas velas encendidas, dejando sin palabras a la mujer que grabó el video donde aparece el animalito. 

El 9 de septiembre, Julián Mauricio González Fory fue asesinado tras recibir un disparo en el abdomen, durante la jornada de protestas por el crimen del abogado Javier Ordóñez, víctima de múltiples descargas eléctricas y de una brutal golpiza por parte de la policía, en la madrugada de ese mismo día.

Julián, el ‘negrito’, el mejor bailarín de salsa según sus amigos, el joven que acababa de decidir que una vez recibiera su diploma quería comenzar a darle nietos a doña Aida, el que se sentía libre andando en moto, el que se ponía feliz de que llegara Semana Santa o diciembre para viajar a Puerto Tejada y a Cali, ese Julián cayó al piso a las 10:55 de la noche, a menos de dos cuadras de distancia del CAI de Timiza, en el suroccidente de Bogotá, en la localidad de Kennedy.  

¿Quién le disparó? ¿Por qué le dispararon? 

A las 7:30 de la noche, mientras se tomaba un tinto y se fumaba un cigarrillo en la tienda de doña Luzma, frente al conjunto de apartamentos donde vivía, Julián discutía con sus amigos sobre la situación del país. Estaba acostumbrado a salir a marchar cada vez que sentía que se cometía una injusticia, como en el último paro agrario, por la masacre de líderes sociales, durante el paro estudiantil de 2018 o cuando asesinaron a Dylan Cruz, el 23 de noviembre de 2019. Lo acompañaban David Buitrago, Camilo Barón y Edison Castillo. Estaban indignados, tristes. 

A las 7:50 decidieron que no podían quedarse ahí hablando, como si nada hubiera pasado, así que se pusieron cita para salir del conjunto antes de las 8:30 de la noche. Julián subió a su apartamento para coger unos bongós. Solo Edison se separó del grupo. Sentía que la ciudad estaba «caliente» esa noche, y además estaba muy cansado y todavía le tocaba ir en bicicleta hasta el barrio La Aurora, unos 12 kilómetros al sur, donde vive.

—Buen camino —le dijo Edison ofreciéndole el puño para despedirse. 

—Buen camino, hermanito —respondió Julián, sonriéndole. 

Edison ha dormido muy poco estos días. Está muy afectado por la muerte de su amigo del alma. Conoció a Julián Mauricio cuando tenía 13 años y hoy tiene 28.  

—La mitad de la vida. Éramos muy hermanos, era muy buen amigo. Esa sonrisa del negrito era hermosa, él nos creó una consciencia a todos, era una especie de transformador social, siempre solucionaba conflictos. Cuando nosotros llegamos al conjunto este barrio era muy violento y con él la filosofía era «no queremos violencia sino educación y deporte» —cuenta Edison. 

Según él, Julián era perfecto para ser arquero en los partidos de fútbol del barrio porque era grande, acuerpado, de hombros anchos. Medía 1,82 y era deportista, amaba andar en su bicicleta y a veces entrenaba béisbol. También le preocupaba mucho su aspecto personal, le gustaba vestirse bien, era vanidoso. 

Entre el conjunto residencial donde vivían y el CAI de Timiza hay solo un kilómetro y medio de distancia. Caminando pueden gastarse entre 15 y 20 minutos. 

Al llegar al CAI, Julián, David y Camilo se sorprendieron por la cantidad de gente que había. Pero no eran jóvenes como ellos, que quisieran protestar pacíficamente por la brutalidad con la que los policías mataron a Ordóñez unas horas antes. Eran personas vestidas de civil que habían armado una especie de cordón o línea de defensa de la estación de policía. En las redes sociales hay un video grabado allí esa noche en el que se ve cuando uno de esos hombres, vestido con pantaloneta de camuflado militar, tenis negros y chaqueta roja con negro, lanza una piedra y luego carga un arma mientras le habla a una mujer. 

Los barrios La Chucua, Boitá y Lago Timiza de la localidad de Kennedy, todos cercanos a ese CAI, están habitados por cientos de policías retirados y pensionados, y ese es un dato relevante para esta historia. El conjunto donde vivía Julián Mauricio, por ejemplo, fue construido hace cerca de 15 años para darles vivienda, en su mayoría, a miembros de la Fuerza Pública.

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Según los testimonios de Camilo y David, al llegar al CAI se les acercó un hombre vestido de civil con un palo. 

—Venimos a la protesta pacífica —dijeron. Estaban convencidos de que a la gente que estaba ahí la movía la misma tristeza, la misma frustración, la misma rabia que los movía a ellos. 

—No señor, ustedes están muy equivocados, este barrio es de policías y lo estamos cuidando nosotros, acá no hay ninguna protesta. Acá no pueden venir con su musiquita ni nada de eso porque nosotros ya sabemos cómo termina eso —les dijo el hombre. 

—Bueno señor, tranquilo. 

Los tres se miraron y supieron que debían irse. Y así lo hicieron, pero mientras dieron la vuelta no se aguantaron las ganas de empezar a gritar «prestados, vendidos, ¿por qué son así, no ven que nos están matando, que están matando a los jóvenes?». Fue un desahogo verbal, dicen. 

Julián, Camilo y David estuvieron de vuelta en el conjunto hacia las 9:30 de la noche. 

—Pero seguíamos con rabia porque era muy injusto no poder protestar. Nos pusimos a debatir otra vez y decidimos mirar las redes sociales para ver dónde eran las protestas grandes en la ciudad y pegarnos a una de esas —cuenta David. 

En ese momento se les unieron tres amigos más: Ulises Silva, Andrés Felipe García e Iván Grimaldo, que venía en moto desde Mosquera, donde vive, porque Julián le había dicho horas antes que pasara, que se tomaran unas cervezas. La decisión fue unánime:

—Timiza no, allá la gente no va a dejar que protestemos. 

Tratarían entonces de alcanzar una marcha que iba por Plaza de las Américas, a unos 3 kilómetros. Julián Mauricio subió por su bicicleta y se abrigó más, porque hacía mucho frío. Ya no habría bongós, ni elementos para hacer malabarismo. Julián y Camilo irían en cicla, Iván en moto y el resto, caminando.

Pero terminaron quedándose en la zona del Parque Timiza. Cuando se acercaron, las personas vestidas de civil que defendían a los policías, que tenían piedras, palos, machetes y armas de fuego, comenzaban a enfrentarse con un grupo de jóvenes que venían de protestar en el CAI de Villa del Río, a pocas cuadras, uno de los más de 50 que resultaron vandalizados durante la jornada en toda la ciudad. Todos, tanto los que protestaban como los que defendían a la policía, tiraban piedras. Eran poco más de las 10 de la noche. 

—Nos dimos cuenta que había mucha agresividad y eso estaba muy caliente, cuando sonó un tiro —narra David. Empezaron a caminar para alejarse. 

De repente, y así quedó registrado en un video grabado por vecinos del sector, una señora rubia le entregó un arma a un hombre calvo y de chaqueta azul, que hacía parte de quienes defendían el CAI y a los policías. Y sin que Julián y sus amigos supieran cómo ni cuándo, el hombre le disparó dos veces a un joven que estaba a unos 10 metros de ellos. 

Aunque poco después se dieron cuenta que eran balas de salva o de fogueo, el susto fue tremendo. Querían irse. 

Además, con uno de esos disparos Iván sintió algo horrible. Un dolor muy fuerte, indescriptible. Era como si le hubieran disparado a él, algo lo quemaba, nunca había sentido algo parecido. 

—Fue como una advertencia, como un presentimiento de que algo malo iba a pasar, pero nunca pensé que lo que pasaría es que iban a matar al negrito —cuenta Iván a través del teléfono, con la voz quebrada. 

Julián Mauricio González estaba a solo tres materias de graduarse como ingeniero industrial de la Corporación Universitaria Republicana. Trabajaba en Gas Natural y había planeado con Iván que celebrarían los grados universitarios de ambos con un viaje a Bahía Solano, en el Pacífico. 

Iván tiene 29 años, es el mayor del parche, vivió mucho tiempo en el mismo conjunto y era amigo de Julián desde hace 14. Como es bibliotecólogo, Julián siempre le pedía libros. Pero no solo relacionados con su profesión, también le gustaba leer novelas de Mario Mendoza, por ejemplo. A cambio, Julián le enseñaba a bailar salsa, porque Iván es muy ‘tieso’. 

—Lo conocí en la tiendita de la señora Luz Marina. Nos la pasábamos entrando y saliendo de esa tienda. Al negrito le encantaba tomarse un tintico y fumarse un cigarrillo. También jugábamos mucho parqués y dominó. Estaba loco por el parqués, le encantaban los juegos de mesa —dice Iván.

Julián solo permitía que sus amigos más cercanos le dijeran negro o negrito. Si era un desconocido le molestaba que usaran esas palabras, porque muchas veces tuvo que escucharlas bajo la forma de ofensas racistas. «¿Perdón? ¿Negro? Julián para usted. ¿O quiere que le diga blanco o blanquito?». A veces, esa era su respuesta. 

—Últimamente lo que más le importaba era su trabajo y su cartón, todos los días nos recordaba que ya casi se graduaba. Le encantaba que le dijeran «ingeniero» pero si le decían «ingeniero Fory», que es su segundo apellido, era la persona más feliz del mundo y sacaba pecho —agrega David. 

Comenzaron a alejarse. Iván cogió la delantera porque iba en moto y Julián y Camilo, que iban en bicicleta, ahora avanzaban con los otros. Cada tanto, Iván paraba a esperarlos. Los jóvenes que venían del CAI de Villa del Río tiraban piedras cada vez con más ira y más fuerza y los que defendían el CAI de Timiza, de civil, respondían también con piedras y, ahora, con disparos. Iván, David y Ulises narran cómo, antes de disparar, algunos de esos hombres se escondían detrás de los postes cercanos. Esos disparos sonaban muy distinto a los de las armas con balas de fogueo de hacía un rato.

Ya no querían estar más ahí. Pero para alejarse ahora les tocaba rodear el Parque Timiza, que no es precisamente pequeño.

Eran las 10:55 de la noche cuando Julián Mauricio les dijo «me dieron, me dieron». Cayó instantáneamente al piso. Iván, que iba como media cuadra adelante, se devolvió con la moto y trataron de montarlo, pero no podía mantenerse y cayó al piso de nuevo. En un video se ve como él se retuerce del dolor mientras se toca el estómago. La bala había entrado por el lado izquierdo de su abdomen. 

En ese momento pasó algo inaudito: unos hombres vestidos de civil, de los mismos que defendían el CAI, se acercaron con palos, piedras y machetes con la intención de rematar a Julián Mauricio. Iván atravesó su moto para evitarlo y los hombres solo se fueron cuando una señora que estaba cerca les gritó que no fueran indolentes, que vieran que el muchacho estaba herido.

«La comunidad defendió a la Policía Nacional con palos, con machetes, sabemos que no es permitido, pero así no permitieron que el CAI de Timiza fuera dañado y quemado. Lamentamos la muerte del señor Javier (Ordóñez, no se refirió al caso de Julián Mauricio), pero también pedimos cordura», le dijo horas después a Noticias RCN el veedor de derechos humanos de la Policía Nacional, Armando Vergara. 

La Alcaldía de Bogotá tiene registrados 13 civiles muertos y 72 heridos por disparos con armas de fuego durante las protestas que se realizaron el 9 y el 10 de septiembre en la ciudad, por la indignación que produjo el brutal asesinato de Ordóñez. En el reporte también se especifica que 194 policías resultaron heridos y que 19 CAI fueron incendiados y 31 más fueron vandalizados en sus vidrios y fachadas. 

Conseguir un carro que llevara a Julián al hospital fue un suplicio. Ninguno paraba. 

—La gente es muy indolente —reclama David con rabia y con tristeza.

Por fin les paró un taxi. El Hospital de Kennedy está a menos de cinco minutos en carro y hacia allá se dirigieron.

—Dígale a mi mami que la amo.

Esas fueron las últimas palabras de Julián Mauricio González. Se las dijo a Ulises en el carro, poco antes de entrar al hospital, al que llegó todavía consciente. 

—No parce, no sea así, eso se lo va a decir usted. Cállese que yo a usted lo amo negro. 

Julián Mauricio González Fory falleció en la madrugada del 10 de septiembre en el Hospital de Kennedy. Era el único hijo que le quedaba a Aida Fory, una mujer nacida en Puerto Tejada (Cauca), enfermera pensionada, que hace cerca de 16 años perdió a su hijo mayor, también por una bala, en el barrio Bochica Sur de Bogotá. Ella vivía con Julián y con una prima, pero hacía poco había viajado a Jamundí (Valle del Cauca), donde tienen una casa. 

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—Julián era muy entregado a la mamá, era muy buen hijo, sobre todo desde que mataron a su hermano —explica Luis Bernardo Echeverri desde Puerto Tejada, en el norte del Cauca. Luis y Julián fueron amigos casi desde que nacieron, pero como Aida se llevó a sus dos hijos a Bogotá cuando Julián tenía 5 años, solo se veían en vacaciones. Jugaban mucho fútbol y comían champús como locos, porque era una de las bebidas preferidas de Julián. 

—Julián era muy amable, muy honesto, cada vez que venía a Puerto Tejada lo primero que hacía era llegar a mi casa, y a veces ni me llamaba y me caía de sorpresa. Cuando éramos bien pelados nos íbamos a las piscinas del municipio. Todavía no puedo creer que sea cierto. Él era muy calmado, no era conflictivo ni de andar buscando peleas, era muy relajado —dice Luis. 

La última vez que hablaron, cinco días antes del asesinato de Julián, Luis le dijo que estaba muy orgulloso de sus logros profesionales. Y como ahora el trabajo está difícil para Luis en Puerto Tejada, Julián le dio ánimo: 

—No se preocupe, tranquilo. Usted es una buena persona, un buen hermano, un buen hijo, y a las personas buenas, Dios siempre les corresponde.

—Pues Julián era una buena persona y vea lo que pasó. Siento mucha impotencia, por mucha justicia que haya, él ya no va a volver. No lo voy a volver a escuchar nunca. La policía está para cuidarnos, no para atacar ni para cegar nuestras vidas. Ojalá las personas que hicieron esto algún día paguen. 

El jueves 10 de septiembre, destrozados, Iván, David, Ulises, Andrés Felipe, Camilo, Edison y otros vecinos del conjunto organizaron una velatón para honrar la memoria de su amigo. Fue a las 7 de la noche. Una velatón para exigir justicia por los que mueren por los abusos de quienes están llamados a protegernos. Una velatón que continuó al día siguiente, y que esperan dure muchos días más.

—Había que hacerle algo bien bonito para despedirlo porque él era un ser hermoso. Se acercaron familias con niños, personas que solo lo habían visto un par de veces. Nos acompañó mucha gente —cuenta David—. Y me duele mucho porque un señor del conjunto nos dijo que quería ir con nosotros hasta donde mataron a Julián para prender ahí una vela, iba con dos niños, uno de brazos, con la mamá y con la esposa. Me preguntó si no iba a pasar nada y yo le dije que no tenía porque pasar nada. Llevábamos flores, íbamos cantando, estábamos de luto. Pero cuando nos acercamos los policías ya nos estaban esperando. 

¿Por qué nos asesinan,
si somos la esperanza de
América Latina?

Los amigos de Julián entonaron diferentes cantos, encendieron velas, llevaron rosas, claveles y girasoles, pancartas, globos blancos y, en un momento dado, en sus arengas comenzaron a insultar a los policías. Sí, lo reconocen. «La gente tiene rabia, y más si le matan a un amigo. Es normal. Pero decir ‘policía hijueputa’ no es una razón para que nos disparen y nos asesinen», dice una joven que compartió fotos y videos de la velatón esa noche.

En una de esas grabaciones se ve cuando los amigos de Julián les piden a los policías que les permitan acercarse para poner flores y prender unas velas. La respuesta fue que no porque hacía poco les habían tirado una piedra y eran «unos vándalos».

En ese momento varios de los que acompañaban la velatón comenzaron a gritarles «asesinos» a los policías y ahí fue cuando estos lanzaron gases, sin importar que hubiera niños. Todos salieron corriendo, asustados, pero Camilo quedó rezagado y poco después lo rodearon seis policías en sus motos y lo cogieron a golpes. Hoy, además de tener el alma rota por la muerte de su amigo, no puede caminar porque tiene fracturada la rótula. También tiene lesiones en las costillas y tuvieron que suturarle una herida en la cabeza. La golpiza quedó registrada en video. 

La Alcaldía de Bogotá les entregó a la Presidencia de la República y la Procuraduría General 90 minutos de grabaciones de esos dos días con pruebas de excesos y abusos por parte de «policías uniformados, policías ocultando su uniforme o presuntos miembros de la policía de civil», que incluyen disparar de forma indiscriminada contra la ciudadanía. 

«Esto es una auténtica masacre (…) Es lo más grave que le ha sucedido en la ciudad desde la toma del Palacio de Justicia», dijo la alcaldesa Claudia López, quien también realizó un acto para pedir perdón y aseguró que la Policía necesita una reforma profunda. López reprochó la vandalización de varias estaciones, pero dijo que eso «nunca será igual de grave al uso abusivo de la fuerza» por parte de un agente del Estado.

Según la ONG Temblores, que se especializa en documentar los casos de abusos de poder por parte de la Fuerza Pública, 23 personas han muerto a manos de la Policía durante 2020, incluidas las 13 que dejaron las protestas del 9 y el 10 de septiembre. Es paradójico, justo el 9 Colombia conmemoraba el Día Nacional de los Derechos Humanos.  

Tanto el general Carlos Rodríguez, director (e) de la Policía de Bogotá, como el general Gustavo Moreno, director (e) de la Policía Nacional, aseguraron que «nadie dio la orden» de dispararles a civiles. Dos días después del asesinato de Ordóñez, Moreno le pidió perdón a su familia. Pero no hubo palabras para las familias de los 13 muertos por disparos con arma de fuego tras las protestas que se desataron cuando se conoció la noticia de su asesinato. 

Y nada de eso, de todas formas, va a devolver a Julián Mauricio. 

—Julián siempre estaba sonriendo, siempre tenía algo bueno que decirles a las personas, era un amor. Ay, mi negrito lindo —dice Ulises casi llorando. Y sí, en las fotos que Julián subía en Facebook siempre sonreía y, la mayoría de las veces, salía abrazando a doña Aida, su madre—. A él le preocupaba lo que pasa en el país, siempre fue una persona muy crítica, no aguantábamos todas estas masacres de líderes sociales y lo de Ordóñez, por eso salimos a protestar pero siempre lo hacíamos pacíficamente, porque no queríamos más muertos. Fuimos a muchas marchas con el negrito, armábamos el combo para irnos juntos y volver juntos. Pero el miércoles, por primera vez, no volvimos juntos. Se me quedó el negrito, lo mataron esos hijueputas.

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