Durante dos años, la periodista Diana María Pachón se dedicó a hacer una investigación profunda sobre Jesús Santrich; entrevistó a sus conocidos, familiares, amigos, enemigos y varias veces al guerrillero hasta, incluso, confrontarlo. Vorágine comparte uno de los capítulos del libro: ‘Las batallas perdidas de Santrich’.
23 de mayo de 2021
Por: Diana María Pachón / Ilustración: Camila Santafé
Santrich
El día que confronté a Santrich sobre la guerra
El último encuentro

Luego de medio año de ruegos para encontrarnos por última vez, recibí un mensaje: «Tan pronto regrese a la casa te aviso para que vengas», escribió a través del whatsapp.

Pasada la medianoche, cumpliendo con su palabra, llamó para darme su nueva dirección en el barrio Modelia de Bogotá.

–Ya voy para allá –le dije, y tomé un taxi que surcó sin trancones la calle Veintiséis en medio de la oscuridad de los edificios ya dormidos y bajo una lluvia que no cesó en toda la noche.

Los escoltas, avisados de mi llegada, me dejaron pasar sin espera. En la sala estaban apiladas cajas del trasteo realizado hacía tan solo una semana según me dijo Santrich.
Saludó triste o cansado. Lo felicité por su entrada a la política como representante a la Cámara. (Como parte de los acuerdos el partido político conformado por la antigua guerrilla, tenía asegurados diez escaños en el Congreso de la República).

–Eso es un engaño, estoy seguro de que el Gobierno no nos dejará posesionar. Nos buscará el quiebre, nos incumplirá.

–¿Cómo evitará que ocupen los cargos?

–Llevándonos a la cárcel.

–¿Hay motivos?

–Yo no tengo pendientes con la justicia pero se inventarán los delitos. Van a tratar de neutralizarnos, de desaparecernos. Fíjate, en la historia siempre ha sido así. ¿Acaso tú crees que había razón para que a Julius Fucik lo ahorcaran, para que a García Lorca lo aniquilaran o para que a Cristo lo crucificaran?

–¿Se compara con Jesucristo?

–No me comparo, creo en él porque era un revolucionario como yo. Mira, Julius Fucik –periodista asesinado por la Gestapo– decía: «Cuando la lucha es a muerte el fiel resiste, el indeciso renuncia, el cobarde traiciona, el burgués se desespera y el héroe combate».

–¿Quiere ser un héroe?

–No voy a ser ni burgués ni traidor.

La casa estaba fría, inmensa como la anterior y casi vacía. La lluvia sonaba en el tejado de la terraza y también las voces de los hombres que desde afuera custodiaban. Santrich se quejó por la falta de café preparado y enseguida advirtió que tenía un arma más efectiva para el frío, una botella de ron. Subió a su habitación, sin afán, y bajó dos vasos. Se veía más gordo, más viejo y los movimientos más lerdos.

Sirvió el licor y me enseñó a brindar como lo hace con sus amigos, estrellando los vasos tres veces. Bebí todo el contenido de un solo sorbo, necesitaba su efecto. Deseaba confrontarlo acerca de los abortos en la guerrilla, del fusilamiento de la mujer embarazada, de las arbitrariedades de sus mismos compañeros, de los Consejos de Guerra injustos y del dolor que causó en sus mujeres, en sus hijos, en sus padres y hermanos. Ellos también fueron víctimas por la decisión de enlistarse en las Farc. Él bebió un sorbo corto y volvió a llenar mi vaso.

–Si me vinieran a buscar me defendería de cualquier manera, con las manos, con los dientes, con las uñas; si tuviera un arma, cosa imposible ahora, también lo haría.

–¿Se arrepiente de las negociaciones?

–No.

–¿Se arrepiente de algo?
–Tampoco. Yo sé que hice sufrir a mi familia pero todo revolucionario debe hacer sacrificios. Uno carga el dolor de dejar atrás a la gente que ama, Bolívar tuvo que hacerlo, todos los luchadores lo han hecho y eso no se cuenta.

–¿No pensó en irse a otra parte, a otro país, para evitarle tanta tristeza a su madre, para no exponer a sus hermanos, para no abandonar a sus hijos?

–Yo no tenía corazón de cobarde ni lo tengo ahora, yo prefiero decir «que muera Sansón y todos los filisteos».

–¿Sacrificarse como Sansón?

–No hablemos de eso ahora.

Brindó de nuevo con los tres golpes de las copas y en esa ocasión los sorbos de ambos fueron largos. Lo sentí incómodo. Sus gafas se cruzaron con mis ojos.

–¿Qué cosas malas has encontrado de mí? –preguntó.

–Creo que no percibe la tristeza de los otros.

–Mi reina, no sabes la cantidad de gente que he ayudado, yo soy un altruista, me duelen las tristezas y las injusticias.

–Usted pasó por encima de la gente que lo ama. Eso es ser egoísta –le dije.

Lo observo para ver su reacción. Se mantiene callado, piensa, se acaricia la barbilla.

–Quizá sí he cometido el error de atender más a los desconocidos. Menos mal mi familia no ha tenido que pasar por las necesidades de las personas que acuden a mí.

–¿Ha amado?

–Por supuesto, no soy de piedra, he amado la música, el vino, la pintura, la poesía…

–¿Y a alguna mujer?

–Si estoy con alguien es porque me agrada, porque me hace sentir bien. No te podría decir si era amor.

Le comento que entrevisté a Sonia y a Camila. El resentimiento de la primera, el sacrificio de la segunda. El comentario común de las dos al decir que él solo amó su ideología.

–Imagínate que Sonia me escribió una carta absurda, loca ella.

En el escrito la mujer le reclamaba por la partida, por abandonarla con su hijo y no pedirle perdón, ni antes ni ahora. Lo buscó los últimos años para hablar con él a solas. Al darse cuenta, con el tiempo y las evasivas, que su antiguo amor no se sentaría con ella para desahogar el dolor de tantos años, se descargó en la misiva.

–¿No cree que Sonia tiene razón?

–Es absurdo el reclamo. Desde el principio le dije «yo pienso de tal forma, yo actúo de esta otra» y ella aceptó; no tenía por qué sorprenderse cuando me fui a la guerrilla.

–¿Si usted sabía que se iba al monte por qué tuvo un hijo con ella?

–¿Acaso los luchadores no podemos tener hijos? –se ofuscó.

–¿Para abandonarlos?

–¿Entonces uno los debe cargar a todas partes y exponerlos a los peligros?

Recordé la entrevista con Esperanza y con otras mujeres acerca de los abortos en las Farc. Era imposible luchar con un bebé en una mano y el fusil en la otra. Los estatutos de la guerrilla eran claros frente a ese tema, era prohibido llegar a un campamento a tener hijos. Lo interrogué para conocer su versión.

–Así era, a las mujeres les tocaba amoldarse, imagínate una operación o un enfrentamiento con un niño por ahí, eso hubiera sido fatal. Te voy a explicar una cosa, en la guerra la vara no es la misma que en la paz, cada situación tiene sus reglas y nosotros teníamos las nuestras.

–¿Eran obligadas a abortar?

–Tampoco era tan riguroso. Yo conocí varios casos de mujeres que fueron madres en la guerrilla.

–¿Compañeras de comandantes?

–No solo ellas, cualquiera. Había una normativa y a ti te decían «hay que planificar», pero la cosa era flexible, la mujer, cuando quedaba embarazada, escogía si quería ser mamá.

–Dos meses atrás, excombatientes de los tres frentes del Bloque Caribe me aseguraron que las guerrilleras rasas no podían decidir ser madres, y me contaron de bebés sacrificados con cuatro, cinco o seis meses de gestación.

–Eso es falso, la gente te decía lo que querías escuchar. En mi unidad nunca ocurrió algo así. Yo estaba al mando de unas setenta personas, pero entiendo la situación en otras unidades.

Quizá por el cansancio, producto de la trasnochada, por el ron, o por la confianza de asistir varias veces a su casa, no se molestó. Me sorprendió su tranquilidad; en ese punto consideré que bien podía despedirme de su casa a pesar de la hora y la lluvia. En diciembre de 2017 una pregunta similar lo puso iracundo. Un periodista del canal rcn le preguntó a otro exguerrillero, a Bayron Reyes, por su responsabilidad en múltiples abortos. Reyes respondió: «Hay que conocer la historia del conflicto, la violencia produjo hechos que no debieron ocurrir». El periodista lanzó otra pregunta: «¿Entonces usted reconoce que eso sucedió?».
Santrich, que estaba detrás del exguerrillero asomó su cabeza para quedar frente al micrófono, y con furia gritó: «No, no, no, así no. No sea cretino, sea serio». Se acuerda del episodio.

–Ese tipo lo hizo para jodernos, buscaba la zancadilla.

Sirvió más ron y bebió sin brindar. Hice lo mismo. Propuso escuchar música para no dormirse. Antes de que se pusiera en pie lo retuve para no olvidar la conversación entre melodías de son cubano. Le comenté el episodio de la mujer embarazada, amarrada y fusilada por Richard. Le hablé de Leonardo y de la orden de Iván Márquez para asesinarla. El sueño pareció espantársele al escuchar la acusación a su amigo.

–¡Eso no es cierto, es imposible! Conozco a Iván hace muchos años y me atrevo a meter la mano, el brazo y el hombro al fuego por él. Incluso conozco a Leonardo y sé que tampoco cumpliría una orden de esas, es un tipo querido, humano…

Lo interrumpo.

–Entonces por qué un hombre es capaz de confesar un crimen tan brutal, ¿qué puede ganar con eso?

–No sé. Ahora quieren hacer un tribunal de la inquisición contra nosotros. Nos están calumniando por todos los lados. Nos encontramos en el pantano de la perfidia, escúchame bien ¡en el pantano de la perfidia! y no veo salida.

–¿Mató mientras estuvo en el monte?

–Cómo se te ocurre. De verdad yo no tenía condiciones para el combate. Soy epiléptico, ya empezaba a tener problemas de visión y sufría de unas migrañas terribles.

–¿Y participó en Consejos de Guerra?

–Sí, por deserción, robo de armas, delación, cargos graves. Por violaciones a compañeras ¡Jamás!

Habló de Miguel y de los 35 desertores a los que ajusticiaron en diferentes ciudades y que fueron bautizados como «Miguelitos». De alias «El Pollo» que, según su relato, se fugó de las Farc al no sentirse amañado en el frente donde lo reubicaron. De infiltrados en las filas guerrilleras. De traidores.

Recuerda con tristeza a Jerónimo, un guerrillero del Frente 41, gran amigo y confidente, al que conocía desde hacía más de diez años. A Jerónimo se le enturbió el corazón tal vez por la ambición de una recompensa y cometió la traición. Una tarde, a la hora del almuerzo, muy dispuesto como era, le sirvió la comida a Santrich y esperó a que no quedara un grano de arroz en su plato. Luego, de la nada, cosa aún más rara porque ni siquiera habían discutido, le dijo: «Te vas a morir, ciego hijueputa». Por una semana Santrich estuvo en la caleta vomitando y temblando como maraca, con fiebres y escalofríos. El traicionero fue ejecutado y el enfermo, fuera de peligro, lloró por la amistad perdida.

–¿Y el intento de envenenamiento con gelatina? – le pregunto.

–No sé de qué me hablas.

Le cuento la historia de Richard.

–De eso no me acuerdo, pero sí de la vez en que llegamos los de la unidad a una finca a cocinar y confundimos la sal con un polvo usado por los campesinos. Esa vez se intoxicaron varios.

–¿Nunca vio injusticias de sus compañeros?

–Se cometieron errores. Te digo que quien no los comete es porque no actúa. Yo me equivoqué cuando regañaba más de la cuenta o cuando no era claro en las órdenes, cosas así.

–Santrich, usted conoce cosas que jamás me contará –lo confronté quizá por culpa del ron.

–Mira, puedes escribir lo que quieras. He sido sincero contigo, te presenté a mi familia, te presenté mi casa y a mis amigos, no me ataques cuando te he dado mi amistad.

Brindamos por última vez ya agotados por la conversación.

–Esta es la última entrevista –le dije.

Ref lexionó. Bajó el rostro ensombrecido por el sueño o por la incertidumbre de convertirse en prisionero. Lo sospechaba hacía más de un año. No era la primera vez que hablábamos de ese temor.

–Sí, tal vez sea la última –agregó él.

Cuando escuchó el sonido de la puerta abriéndose, añadió:
–Mi vida, escucha esto, nunca me voy a dejar humillar, ni someter, ni encerrar. Si me vienen a arrestar me tendrán que sacar muerto.

Cinco días después, miembros del Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía (CTI) y de la Policía Nacional llegaron armados a su hogar haciendo un barullo de sirenas de patrullas y gritos de «¡manos en alto!». El jefe de la casa, que se había prometido defenderse hasta morir, no reaccionó, sus hombres tampoco. Todos levantaron las manos y las pusieron contra la pared. Solo un residente de la casa gritó a un policía: «Máteme, máteme, estoy desarmado»; se calmó rápido al ver a sus compañeros resignados.

En el segundo piso, en su habitación, estaba Santrich; lo hallaron sentado y con el bastón en la mano. Al sentir la presencia de los invasores en su casa no gritó, no pataleó, ni peleó con las manos, ni con los dientes, ni con las uñas, apenas cruzó los brazos, puso una pierna encima de la otra y se recostó en el espaldar de la silla. Un funcionario de la Fiscalía, más nervioso que el capturado, tartamudeó cuando le leyó la circular roja emitida por la Interpol. El exguerrillero ni siquiera se sobresaltó al escuchar la soli- citud de la organización policial más grande del mundo, solo asintió para confirmar sus datos personales. Leída la notificación se dejó conducir al búnker de la Fiscalía. A esa misma hora también fueron arrestados Marlon Marín, sobrino de Iván Márquez; el abogado Fabio Simón Younes Arboleda y Armando Gómez España alias «El Doctor», un empresario acusado en el pasado por nexos con un cartel de tráfico de drogas.

El fiscal general de la Nación advirtió de la existencia de un expediente con grabaciones, videos, fotos, correos electrónicos y llamadas acerca de un negocio entre los capturados y el cartel de Sinaloa, en México, para el envío de diez toneladas de cocaína a Estados Unidos. Además, para conocer el negocio desde adentro, la DEA infiltró a uno de sus agentes, que grabó una reunión realizada en la casa de Modelia en noviembre de 2017. Con el negocio al parecer a punto de concretarse, de acuerdo con las versiones de la DEA y la Fiscalía de Colombia, una llamada alertó al exguerrillero invidente para advertirle que tuviera cuidado porque los norteamericanos estaban tras sus huellas y solicitarían su extradición. Con la llamada interceptada, y sin tiempo de ver consolidado el supuesto trato y el pago por la droga (quince millones de dólares), corrieron agentes norteamericanos, agilizaron los trámites de la Interpol y oficializaron la captura por el delito de conspiración para el envío de estupefacientes.

Dentro de las pruebas estaba un cuadro pintado por Santrich para Rafael Caro Quintero, el capo mejicano líder del cartel. El exguerrillero aceptó ser el autor de la pintura a blanco y negro con un mensaje de aprecio y paz, pero se defendió en una entrevista en la emisora W Radio diciendo no conocer las andanzas de Quintero en el narcotráfico y que en cambio se lo referenciaron como un señor buena gen- te con ganas de invertir en proyectos para el posconflicto desde su país. De los otros socios, Gómez España y Younes Arboleda, afirmó no tener la menor idea de quiénes eran.

Desde que salió de su casa el líder de las Farc no volvió a comer y lo anunció en los medios de comunicación. No había pasado un año desde la anterior huelga en la que casi se convierte en un inútil sin recuerdos ni talento, y no lo pensó ni una hora para repetirla, consideró: «Primero muerto que preso en una cárcel gringa».

Su madre en Toluviejo, que alcanzó a sentir un destello de orgullo al saber el destino político de su hijo como congresista del país, cuando conoció la noticia de la cap- tura enfermó de tristeza y lloró aún más y multiplicó las oraciones para que su hijo recuperara la libertad o por lo menos la cordura. «Esto es un vil montaje para decapitar la cabeza política del partido», dijo Iván Márquez durante una rueda de prensa. Algunos excompañeros de la Farc celebraron en silencio la noticia de la detención, estaban cansados de la alharaca y los delirios de Santrich. El máximo líder del partido, Rodrigo Londoño «Timochenko», días después publicó: «En el momento en que firmamos el acuerdo aceptamos la Constitución y las leyes, quien no lo haga debe atenerse a las consecuencias y ahí difícilmente puede pedírsele solidaridad al partido». En términos menos diplomáticos, le dio la espalda al prisionero.

Dos días habían transcurrido de su encierro en el bunker cuando escribió unas líneas que más parecían las de un condenado a muerte:

“… Siento que he vivido intensamente porque he amado sin fronteras, sin dar lugar al rencor, a la envidia, a la indiferencia, a la hipocresía… Ahora me «voy» tranquilo, creo haber entregado lo más que he podido de mí… Cuánto quisiera poder estar más de cuerpo presente porque amo la vida y vivo por el amor. Esta es mi última batalla y la libraré con dignidad”.

Con todo el tiempo para pensar, escribe mensajes a los indígenas, a exguerrilleros, al país y a su familia con un despecho similar al de Simón Bolívar en su «Carta de Jamaica». En su mente es un Bolívar contemporáneo en pequeña escala con el sueño de ser tan grande como él. Escribe con un dolor exagerado por la Patria pero no por su destino, ni siquiera se defiende de las acusaciones de narcotráfico.

“Quiero decirte a ti, papá, mamá, a mi familia toda que los abrazo con los brazos del alma… De alguna manera yo conocía mi destino y por eso viví estos días con pasión y con el jolgorio de tenerlos, gracias por hacerme tan feliz. Quiero que sepan que parto entre rosas rojas, entre amarillas rosas, entre rosas azules y demás flores. Parto entre clarinetes y gaitas, entre saxo y acordeones, entre charangas, quenas, bombos y zampoñas. Parto con alegría, sonriendo, brindando con vino por el futuro de gloria que nos espera”, dijo en un mensaje grabado desde el presidio.

*Este capítulo hace parte del libro Las batallas perdidas de Santrich: Historias no contadas del guerrillero más polémico de las Farc, escrito por la periodista Diana María Pachón quien le dio el permiso a Vorágine de su publicación.

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