El mar del Golfo de Urabá se ha convertido en un cementerio de migrantes. En el último siniestro aparecieron los cuerpos de una niña de seis años y una mujer embarazada. Detrás están los ‘coyotes’ y el Clan del Golfo. Las autoridades están pintadas en la pared.
2 de marzo de 2021
Por: José Guarnizo, Equipo Vorágine / Ilustración: Angie Pik
Capurgana

Sin que hubiese ardido completamente el sol de las once de la mañana, el bote de la Armada Nacional atracó en el muelle de Capurganá con los cadáveres de una niña y de una mujer embarazada. Los cuerpos venían envueltos en bolsas plásticas blancas. El mar había amanecido picado y el cielo se adivinaba todavía encapotado aquel lunes 4 de enero de 2021. La noche anterior hubo tormenta.

Parado sobre el planchón donde suelen llegar turistas todos los días con sus morrales a la espalda, un nativo grabó con el celular lo que estaba sucediendo. Y lo narró así:  

“En la parte de adelante del bote está una niñita, totalmente quemada por la gasolina, una niñita, aquí tenemos a una madre, una mujer ilegal, durante unas seis horas naufragaron”, dijo mientras un puñado de policías y soldados guardacostas cargaban en hombros las camillas con los dos cadáveres.

La escena pasó más bien desapercibida. En las tiendas y en los barcitos de la calle principal de Capurganá, siempre tan agitada y tan ruidosa, la vida continuó como si nada. En los medios de comunicación nacionales apenas si se reseñó la noticia del naufragio, como ha sucedido con las últimas tragedias que allí han ocurrido.

Shnayder Borran es un haitiano que se salvó de morir ahogado. Estaba todavía perturbado y en shock cuando le contó al sacerdote Aurelio Moncada lo que sucedió durante seis horas infernales. Shnayder luchó contra las olas mientras vio cómo todos los integrantes de la lancha, entre los que había cuatro niños, se aferraban a cualquier cosa que flotara.

“El domingo 3 de enero de 2021 a las 5:40 de la tarde, desde alguna playa de Turbo zarpamos para Capurganá. Dentro del bote íbamos 17 adultos y cuatro niños migrantes haitianos, después de acordar en 350 dólares el pasaje por persona iniciamos la travesía por el golfo de Urabá en un bote con motor 75. Ante un mar embravecido y después de varias horas de recorrido, el bote se volcó y al dar la vuelta nos golpeó; y uno de los compañeros, por la mezcla del combustible y el agua salada, sufrió quemaduras en un 40 por ciento de su cuerpo”, le contó al padre.

Shnayder ni la mujer ni la niña eran ilegales. La migración no es un delito, migrar no es ilegal, irse del país, huir, apostarlo todo por un viaje es un derecho. Y así está escrito en los tratados internacionales. A lo sumo, los náufragos eran migrantes irregulares, es decir, tenían documentos pero no habían regularizado su estatus en el país. Ilegal es lo que hicieron los ‘coyotes’ al cobrarles 350 dólares por transportarlos sin medidas mínimas de seguridad, sin permisos, aprovechándose de la necesidad humana de salir en busca de eso que llaman un futuro, huir para no morir tal vez de hambre en su propio país. Irse para venir a morir en el mar.  El tráfico de migrantes, que es lo que hacen los ‘coyotes’, es un delito que en Colombia está tipificado en el artículo 188 del Código Penal. La mujer y la niña que murieron, en cambio, eran refugiadas, un estatus del que gozan todos aquellos que se ven obligados a irse de sus país por amenazas o peligros inminentes.

La Convención de 1951 define quién es un refugiado, recuerda Acnur, y establece los derechos básicos que los Estados deben respetar a los refugiados. Uno de los principios fundamentales establecidos en el derecho internacional es que los refugiados no deben ser expulsados o devueltos a las situaciones en las que sus vidas y su libertad puedan verse amenazadas.

El naufragio tuvo lugar cerca de la bahía Pinorroa, unas playas paradisíacas que están a 25 minutos en lancha desde Capurganá. Habría que vivirlo para entender lo que significa estar durante seis horas intentando no ahogarse bajo la lluvia, prendido en fuego por la gasolina que destiló el motor de la lancha, intentando agarrar a los niños que gritaban y lloraban sin entender lo que pasaba, mientras otros, con menos fortuna, se iban quedando sin oxígeno asfixiados por las llamas hasta morir. El infierno es poco. El infierno es muy poquito comparado con esto.

Lo más absurdo es que si Shnayder y sus compañeros hubiesen sido colombianos, europeos o gringos, los ‘coyotes’ no los habrían obligado a pagar 350 dólares por persona. Como mucho, con 25 dólares bastaba para moverse desde el golfo de Urabá hasta las costas chocoanas en botes legales y seguros.

Un hatiano, cubano, africano o cualquier refugiado que esté huyendo de su país y que deba pasar de Colombia a Panamá se ve obligado a acudir a estos ‘coyotes’, que no son más que traficantes de migrantes que se llenan los bolsillos a costa de la muerte y del sufrimiento humano. Y se ven obligados a hacerlo porque ni Colombia ni Panamá han decidido hacerle frente a la situación creando un camino humanitario para que exista un paso libre y sin riesgos.

El tráfico de migrantes, que se da ante la vista de las autoridades colombianas y panameñas y que en el mundo es el negocio ilegal que más deja réditos después de las armas y la cocaína, es controlado por los paramilitares del Clan del Golfo, dueños y señores de esta región del país. Este grupo vive de la extorsión al comercio, del narcotráfico y también controla el tráfico de personas. Ese mismo mar que se ha convertido en un cementerio de migrantes es la autopista por donde el Clan saca toneladas de cocaína cada año hacia Panamá y México.

En Migración Colombia los registros de refugiados y migrantes irregulares que cruzan el país intentando pasar a Panamá para continuar el camino incierto hacia el norte son bastante dicientes. En 2020, cuando Colombia estaba en medio de la cuarentena, fueron detectados 3.170 haitianos, 130 ciudadanos de Bangladesh, 103 cubanos, 46 nepalíes, 40 dominicanos, 38 angoleños, 32 congoleses, 23 de Mauritania, y 20 eritreos. 

Sin embargo, la verdadera cifra podría sobrepasar con creces los números oficiales. La razón es que la mayoría de estos migrantes no se acercan a las oficinas estatales por miedo a ser devueltos o deportados. A los que sí llegan, Migración les suele dar un salvoconducto con el que pueden moverse por Colombia durante unos días. Sin embargo, con ese papel no pueden pasar a Panamá. Y por eso es que se avientan primero al mar y luego por las trochas.  Arriesgar la vida porque no hay de otra.

En los primeros reportes que hizo la policía de Capurganá el 4 de enero pasado quedó consignado que solo a las 8:40 de la mañana el inspector del pueblo supo de la noticia del naufragio. Inmediatamente informó a las autoridades. Agentes de la subestación llegaron hasta la playa Pinorroa y allí encontraron a dos hombres que parecían nerviosos y a quienes algunas personas señalaron de ser los lancheros que transportaron ilegalmente a los migrantes. Ellos eran Eugenio Mena, con cédula de Riosucio, Chocó; y Jailer Caicedo Quesada, nacido en Turbo.

Aunque los dos hombres fueron capturados, luego quedaron libres según confirmamos con la Fiscalía General de la Nación: “Por estos hechos fueron detenidas dos personas que fueron llevadas al Juzgado Segundo Penal Municipal de Riosucio. Allí declararon ilegal la captura realizada por la Policía. El juez consideró que se presentaron problemas de procedimiento. La Fiscalía continúa la investigación por los hechos e impartió órdenes de policía judicial para que se recaude el material probatorio que permita identificar lo ocurrido y se puedan identificar a los presuntos responsables”, fue la respuesta que nos dieron.

Existen inconsistencias con el número de personas que iban en el bote accidentado. El informe de la policía decía que rescataron con vida a dos mujeres, seis hombres y un niño, esto es, nueve sobrevivientes. También que lograron recuperar del mar los cuerpos de una niña de seis años llamada Stephiadyne Stecia y de una mujer en embarazo de nombre Maryori Valcin, de edad indeterminada. Eran los dos cadáveres que llegaron al muelle y que, posteriormente y sin ningún deudo que las despidiera, que las llorara, fueron enterradas en el cementerio de Capurganá. Líneas más adelante dice la reseña de la policía: “Por información de los sobrevivientes se sabe que al momento de zarpar iban en la embarcación 12 personas adultas y 4 menores de edad, lo que descarta que falten 5 personas por aparecer”.

Según lo relatado en dicho documento, de los doce pasajeros, en definitiva rescataron a nueve personas vivas. A ello se le suman los dos cuerpos (el de la mujer y la niña) más un menor desaparecido, para un total de doce. Esto coincide con el reporte que tiene la Fiscalía. Sin embargo, hay algo que no cuadra y es la declaración de Shnayder Borran, el sobreviviente haitiano. Según él, en la barca iban 21 migrantes. ¿Qué pasó con los otros nueve? ¿Quiénes eran? ¿De qué nacionalidad? ¿Hacia dónde iban? ¿Alguien los está buscando?

Hablamos con Ariel Palacios, la primera persona que llegó al lugar del naufragio. Ariel es un chocoano, nacido en Riosucio, de voz ronca y un acento del Pacífico inconfundible. Tiene 54 años y lleva una década trabajando para El Caribe S.A.S., una empresa de transporte marítimo que todos los días hace la ruta desde Necoclí hasta Capurganá. El trayecto dura una hora y cuarenta minutos.

Cuenta Ariel que a eso de las 9:15 de la mañana del 4 de enero y a cuatro millas del destino final se encontraron con la escena del naufragio: “Había adultos, niños, pensamos que eran de procedencia africana. Lo que hicimos fue recoger a los que estaban vivos, y llamamos al puerto y dimos las coordenadas, también informamos al bote que venía detrás. Hay cosas que uno no quiere ver pero toca verlas, los muertos por ejemplo. Es triste que estos migrantes en su andar se tropiecen con este flagelo, dejando la vida por buscar un futuro mejor”, relata.

Ariel agrega que no vieron la lancha accidentada. De hecho nunca la encontraron. “Había dos cuerpos, murieron totalmente quemados por el combustible, otros fallecieron de cansancio seguramente, vimos algunas personas vivas también quemadas, flotando con sus salvavidas. Rescatamos a un señor cuyo grupo familiar era de ocho personas. Solo quedó él vivo. Decía que iban 25, hubo lluvia fuerte y mal tiempo el día anterior”, dice. En el instante Ariel creyó que quienes pedían auxilio eran africanos, pues por Urabá pasan muchos de ellos todos los días. También porque notó que algunos hablaban en francés. La realidad es que eran haitianos. Unos cuantos chapoteaban un español que habían aprendido en Chile, país de donde han salido miles en los últimos años.

Del testimonio de Ariel también se infiere que eran más los muertos y los desaparecidos de los que quedaron reseñados en el informe oficial. ¿Qué pasó con los sobrevivientes? Esa pregunta se la hicimos al director de Migración Colombia, el señor Juan Francisco Espinosa Palacios. No obtuvimos una respuesta concreta. El funcionario se limitó a decir que hizo una visita a la zona del Urabá en los días en los que ocurrió el naufragio y que allí asistió a una reunión con varias entidades como Personería, Defensoría y Fuerza Pública. “Lamentablemente se han presentado hechos como ese naufragio en donde perdieron la vida varias personas. Hemos hecho un llamado permanente a las diferentes autoridades para controlar mejor esta situación y esa es la razón por la cual permanentemente hemos generado un marco sancionatorio a quienes transportan de manera ilegal a migrantes, y hemos procedido con las respectivas denuncias penales”.  

El padre Aurelio Moncada, párroco de Nuestra Señora del Carmen de Capurganá y Sapzurro, es un hombre que no necesita subir el volumen de su voz para hablar duro. Nadie como él ha tenido que ver los traumas que quedan en los sobrevivientes cada vez que hay un naufragio. Por su parroquia ha visto pasar mujeres que han perdido a varios hijos, esposos que se han quedado solos, hijos que se cansaron de buscar a sus madres. Muchos de ellos han tenido que seguir su camino, volviendo a pagar a los ‘coyotes’ para continuar por la selva el camino hacia Panamá, aún sabiendo que en el mar o en la tierra se les quedó medio corazón enterrado.

Moncada habló con los sobrevivientes haitianos, los encontró en un hostal que les pagaron para que estuvieran unos días mientras la policía redactaba los informes. Cuando los saludó iban para Turbo desesperados, sin procesar del todo lo que había ocurrido. Llevar a cuestas un duelo de esa magnitud en un país tan lejano y extraño ha de ser un suplicio. Días después, el sacerdote se volvió a encontrar con una de aquellas migrantes en Necoclí, era la esposa de uno de los hombres que se ahogó. Estaba allí, al borde de la playa de este pueblo, ya ni siquiera con maleta porque todo se lo había llevado el mar, empujada por las circunstancias a intentar zarpar de nuevo, sin ninguna otra opción. Las autoridades colombianas no le ofrecieron la posibilidad de un paso seguro y legal hacia Panamá.

—Me causa más impresión la indiferencia de todos los responsables en el país en relación al manejo que se le da a la migración. En octubre unos 400 migrantes que estaban en el coliseo de Necoclí desaparecieron, lo que indica que la migración desde entonces se reactivó. Eso le da la oportunidad a mucha gente de aprovechar que la frontera está cerrada para ofrecer el traslado de los migrantes por otros caminos en condiciones infrahumanas—, dice Moncada.

El padre Moncada lleva años escribiendo cartas, mandando mensajes al gobierno nacional, intentando tocar puertas para evitar que siga muriendo gente. El 18 de diciembre pasado ocurrió otro naufragio en las costas del Urabá que poco fue reseñado por la prensa. Un bote ilegal zarpó desde alguna playa de Acandí, a eso de las 9 y 40 de la noche. Trescientos dólares le cobraron a cada migrante. Uno de los sobrevivientes, cubano de nacimiento, narró así el naufragio:

“Inicialmente nos embarcaron a 11 personas y de un momento a otro resultamos 21, no nos dieron chaleco salvavidas, durante la travesía viajamos bastante apretados, apenas podía mover los dedos de los pies; era la 1 y 40 de la madrugada cuando la primera ola nos embistió e hizo cambiar la dirección del bote, una segunda inundó la lancha y la tercera nos volcó”.

El hombre, que prefirió que en este reportaje no se escribiera su nombre, iba con una bebé de 18 meses: “En la segunda ola mi esposa coloca la niña en mis brazos, en Cuba soy una persona que vive cerca al mar. Con la mano derecha levanté a mi hija por encima del agua y daba brazadas con el izquierdo, después de nadar sin rumbo durante un rato me topé con una cuerda, un compañero que venía cerca detectó que era un bote varado y se subió rápidamente y me recibió a mi hija; acudieron otros botes que al escuchar los gritos vinieron a auxiliarnos y pudimos salvarnos todos; en total viajábamos 20 adultos y una niña”.

Y la historia se repite y pareciera que no pasa nada. En la costa Caribe del Chocó se sienten aislados de todo. El hecho de estar tan cerca de Panamá ha puesto tanto a los migrantes como a la población nativa en un punto invisible del mapa. El año pasado contamos la historia de otro naufragio en Acandí ocurrido el 20 de enero de 2019, como parte del especial Migrantes de otro mundo: 21 cadáveres se rescataron del mar, entre ellos once niños. Fueron once pequeños a los que enterraron como N.N., once menores que se quedaron sepultados en la más completa impunidad y olvido. Durante nueve meses investigamos el caso hasta encontrar los nombres de once de los fallecidos y hablar con algunos sobrevivientes. El siguiente paso fue ubicar una placa en el cementerio de Acandí con los nombres de los migrantes. Sus familiares en la República Democrática del Congo y Angola, en África, algún día al menos sabrán que allí están.  

—Levanto mi voz en nombre de los ciudadanos extranjeros e insto al gobierno y a las autoridades locales a buscar una salida inteligente y humana a tan grave problema, los migrantes que están pasando por el Urabá llevaban varios años viviendo y trabajando en Brasil, Chile y Perú. Al quedarse sin empleo deciden embarcarse en busca del sueño americano, que no es más que sobrevivir—, prosigue el sacerdote.

Y es que el padre Moncada tiene una propuesta concreta. Se trata de crear una ruta segura. Ha soñado que los migrantes puedan andar por un camino señalizado, en un proceso que cuente con el apoyo de los gobiernos, instituciones como Acnur, el Comité Internacional de la Cruz Roja y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), entre otros.

—Hay que señalar el camino de Colombia hasta Panamá, quitarle el negocio a los ‘coyotes’ que están abusando de los migrantes. A algunos les cobran 300 dólares por persona desde Necoclí hasta Capurganá, eso es absurdo. Han llegado a cobrar hasta 500 dólares, imagínese la cantidad de plata que hay de por medio, la ambición con la que están arruinando a esta pobre gente—, dice.

Esa idea que suena tan loable no solo tiene como obstáculo la falta de voluntad política de Colombia y Panamá. También tiene en contra los intereses del Clan del Golfo. Hay una ruta entre Acandí y Panamá que les ahorraría a los migrantes un día de camino. Es precisamente por esa trocha que los paramilitares no permiten que nadie transite, ya que por ahí mueven algunos de sus negocios. Las autoridades lo saben y el gobierno lo sabe, pero nadie hace nada.  Los ‘coyotes’, que a su vez le rinden cuentas al Clan, alargan la travesía del migrante para cobrar más. En las madrugadas los transportan desde Turbo y Necoclí hasta Capurganá o Acandí. Allí los mantienen escondidos en hostales durante algunos días y luego los lanzan de nuevo por el océano o los avientan por la selva en jornadas que pueden durar nueve o diez días. Y ahí ya comienzan otros trayectos inhumanos. Hombres, mujeres, ancianos y niños se ven abocados a insufribles jornadas al amparo de los bichos y las culebras, y toda esa densa manigua flanqueada de abismos, lodo y humedad. Como lo contamos en otros capítulos del especial Migrantes de otro mundo, allí la muerte es más impune todavía. Cadáveres aparecen a lo largo del camino, ya descompuestos, o en los puros huesos otros.

¿Qué más tiene que ocurrir para que Colombia y Panamá le pongan fin a esta tragedia? Las tumbas de Stephiadyne Stecia, la niña haitiana de seis años, y de Maryori Valcin, la mujer en embarazo, están en el cementerio de Capurganá reseñadas como N.N., sin los nombres que pudieran recordarlas. Son tumbas que, por anónimas que parezcan, gritan que allí se cometió una gran injusticia. Comenzando porque eran más los muertos de los que se dijo. 

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