29 de agosto de 2020
María Patricia Bernal Vélez creyó que estaba loca. Vio su firma estampada en unos documentos que venían directamente de la Santa Sede y lloró sin consuelo.
Fue en mayo de 2011. En sus manos tenía una copia del expediente de nulidad de su matrimonio, tramitada por el Tribunal Eclesiástico de Manizales, con su firma falsificada en varias páginas. Según los papeles, ella había presentado una demanda para pedir la anulación de su boda por lo católico y había llevado a cuatro testigos para adelantar el proceso. Pero ni lo uno ni lo otro.
“Las firmas tenían una grafía muy parecida pero definitivamente no era mi letra. Tardé en darme cuenta, ver mi firma en todos esos documentos fue un choque muy duro, llegué a dudar de mí, a preguntarme si es que me habían dado algo para que firmara, qué era lo que me habían hecho”.
María Patricia habla en plural porque no solo sospechaba de su exesposo sino de la Arquidiócesis de Manizales, que durante años se negó a mostrarle el expediente. Por eso tuvo que acudir al Vaticano.
Lloró. Ella sí quería separarse de su marido pero no así. Gritó. Y por un momento creyó que estaba loca.
* * *
El 26 de febrero de 2000 María Patricia Bernal Vélez se casó en Medellín con Álvaro Fernando Gómez Emiliani. Decidieron vivir en Pereira. Ella tenía 28 años y él, 29. Entre sus planes estaba tener dos hijos. Pero la dicha duró poco. En agosto de 2001 él le dijo a ella que quería separarse y en 2002, mientras hacían terapia de pareja, le contó que estaba esperando un bebé con otra mujer.
Es difícil establecer una fecha exacta para el inicio de su calvario pero podría situarse unos años después, cuando comenzó a recibir llamadas de Gómez en las que la culpaba por su infelicidad, dado que no podría casarse por lo católico con su nueva pareja. Estaba desesperado. No le bastaba una boda por lo civil, su nueva mujer era muy creyente, decía, así que necesitaban inventarse cualquier razón para que la Santa Sede anulara su matrimonio.
“Pero yo no tenía por qué mentir. No quería. Ninguna de las causales de anulación se ajustaba a nuestro caso. Álvaro llegó incluso a proponerme que hiciéramos una declaración juramentada diciendo que nunca habíamos querido tener hijos. Pero no era verdad y yo no me quería prestar para eso”, recuerda María Patricia, con lágrimas en los ojos. Para ella, muy creyente también, el vínculo que los había unido por la Iglesia era inquebrantable. La solución era un divorcio civil y una separación legal de bienes, algo que ocurrió entre 2003 y 2004.
—Si no se anula por la Iglesia mi mujer va a pensar que no le quiero dar el lugar que tú sí tuviste. ¿Cómo vamos a ir a misa con nuestro hijo y cómo vamos a comulgar si no nos casamos ante Dios? Puedes inventarte lo que sea—, insistía él en las llamadas.
—Yo no voy a mentir por la presión de ella. Más bien dile que si se metió con un hombre casado por la Iglesia tenía que saber lo que le esperaba desde el principio—, le respondía ella.
La nulidad no es lo mismo que el divorcio. Cuando se anula un matrimonio, gracias a una sentencia de un tribunal eclesiástico, es porque la unión no llegó a concretarse. Es como si el vínculo nunca hubiera existido. El divorcio, en cambio, sí reconoce la unión entre dos personas y, por ello mismo, la disuelve. Pero esa figura no existe para la Iglesia. Por eso cuando los católicos se divorcian y se vuelven a casar por lo civil son considerados como personas que viven en pecado.
El Código de Derecho Canónico divide en tres grandes grupos las razones por las que se puede anular o invalidar un matrimonio: los impedimentos externos que se constituyen en prohibiciones legales para casarse, los llamados vicios de consentimiento y los defectos de forma. Las razones del primero -que se casen entre hermanos, por ejemplo- y del tercero -que el sacerdote que ofició la boda no estuviera autorizado para hacerlo- son poco frecuentes.
Los más usados para solicitar la nulidad de un matrimonio católico son los motivos que pertenecen al segundo grupo. Aquí cabe de todo: desde la infidelidad y la inmadurez de uno de los cónyuges (que se demuestra con pruebas psicológicas y testigos), hasta no querer o no poder tener hijos y habérselo ocultado a la pareja, “ignorar el verdadero significado” del vínculo matrimonial, tener una enfermedad mental, que uno de los dos dependa excesivamente de su madre o su padre y eso impida que cumpla correctamente con sus deberes conyugales, o haberse casado bajo amenazas o intimidaciones.
El problema es que ninguna de esas razones se ajustaba a la corta vida marital de María Patricia y Álvaro.
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Las llamadas de Gómez se prolongaron hasta que un día, en 2009, por fin cesaron. María Patricia creyó que se había cansado de insistir, pero solo tres meses después de la última comunicación recibió un mensaje de voz de la notaria del Tribunal Eclesiástico de Manizales, quien por error pensaba que había llamado a Álvaro para decirle que por fin había llegado la “nulidad de Roma” y el caso estaba resuelto.
—Me asusté mucho. ¿Cómo así que nulidad si yo no di ninguna autorización para hacer ningún trámite y además eso se demora dizque varios años?
No lo sabía entonces -se enteraría años más tarde, cuando recibió la respuesta de la Santa Sede-, pero el supuesto trámite comenzó el 4 de junio de 2009, el 24 de julio se dictó la sentencia de primera instancia y dos meses más tarde, el 29 de septiembre, se confirmó la nulidad con una sentencia de segunda instancia del Tribunal Superior Eclesiástico en Bogotá, que era inapelable.
Álvaro Fernando Gómez se casó por segunda vez en la Parroquia San Pedro Apóstol de Pereira el 11 de diciembre de 2009, solo seis meses después del inicio del trámite para anular su primer matrimonio. Para entonces ya tenía dos hijos con su segunda esposa.
En 2015, en una reforma calificada de histórica, el papa Francisco simplificó el trámite de nulidad y decretó que ya solo bastaría el paso por un tribunal local y una sentencia única, además de que sería gratuito. Sin embargo, cuando María Patricia se enteró de la anulación de su matrimonio el proceso todavía tardaba entre uno y dos años, en promedio. Su esposo lo logró en menos de cuatro meses.
“Disolver un matrimonio es algo muy serio, no es un carro o una finca. Se requiere alrededor de un año para poder dar respuesta concreta a cada caso: analizar las pruebas, hablar con los testigos”, le dijo al periódico El Tiempo monseñor Libardo Ruiz, vicario del Tribunal Superior Eclesiástico colombiano, cuando el Papa anunció los cambios.
Lo que siguió para María Patricia es una mezcla de la burocracia irritante y la corrupción de El Proceso de Kafka, con los dramas sin sentido del teatro del absurdo. Y es aquí donde entran a escena los otros dos protagonistas de esta historia: Rosa Elvira Arce, entonces notaria del Tribunal Eclesiástico de Manizales, y el padre Jaime Ángel Jaramillo, presidente y vicario judicial de ese tribunal y un cura muy querido en la capital de Caldas.
El 15 de diciembre de 2009, María Patricia viajó de Medellín a Manizales para que le dejaran ver el expediente de nulidad de su matrimonio, algo a lo que tenía derecho. Pero se chocó con una mujer que se puso muy nerviosa cuando la tuvo en frente.
—Yo no puedo entregarle nada a usted. No estoy autorizada. Ese caso se archivó—, le dijo la notaria eclesiástica. Se notaba intranquila. No era capaz de mirarla a los ojos.
—Pero si yo llamé la semana pasada y usted misma me dijo que para ver un expediente solo hacía falta que fuera una de las partes del proceso y presentar la cédula. ¿Por qué ahora que sabe cómo me llamo no puedo verlo?—, cuestionó María Patricia.
—Usted cuando llamó no dijo que era el caso Gómez-Bernal. Tengo prohibido mostrárselo. Ese caso lo tiene directamente el padre Ángel y él no se lo va a dejar ver—, respondió Arce.
La notaria no permitió que María Patricia pasara al despacho del cura y por eso solo pudo hablar con él por teléfono durante unos segundos, en los que el padre Ángel le soltó una advertencia que la dejó muda:
—Las llaves del archivo están en mi bolsillo y usted nunca va a conocer ese expediente. Yo me muero antes de que usted lo conozca.
Bernal podría jurar sobre una Biblia que esas fueron las palabras textuales del sacerdote, porque a pesar de todo lo que le pasó no ha dejado de creer en Dios ni un solo día. Sí en la Iglesia. Jamás volvió a misa.
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De ese nefasto 15 de diciembre de 2009 María Patricia recuerda otros dos detalles importantes: la notaria le dijo que si tanto quería ver el expediente tendría que ir a Roma directamente, pero “eso está muy lejos y no le va a servir de nada”, y antes de partir decidió subir al segundo piso del Palacio Arzobispal, donde estaba la oficina de monseñor Gonzalo Restrepo Restrepo, entonces arzobispo de la Arquidiócesis de Manizales, quien estuvo en ese cargo entre octubre de 2010 y enero de 2020, cuando renunció alegando problemas de salud.
Hace tres años, en agosto de 2017, monseñor Restrepo se vio envuelto en un escándalo nacional cuando el vicario episcopal de asuntos económicos de la Arquidiócesis de Manizales, el sacerdote Marcos Barrientos, maldijo al abogado de la víctima del cura Pedro Abelardo Ospina, quien fue condenado a 20 años de cárcel por abusar sexualmente de un monaguillo menor de edad en Filadelfia (Caldas) en 2008. El cura Barrientos le deseó una “ruina maldita” al abogado y también la emprendió en contra del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Manizales y del juez que dictó sentencia contra Ospina y obligó a la Curia a pagar 100 millones de pesos a la familia de la víctima, calificando el fallo de “abusivo, desmedido, parcial, despótico, improcedente y maldito”.
Las cartas que el vicario Barrientos envió con esos insultos tenían el membrete de la Arquidiócesis, pero monseñor Restrepo trató de apartarse del escándalo diciendo que las había mandado a título individual y no reprendió ni sancionó al padre Barrientos, pues consideró que las maldiciones que profirió a los encargados de llevar a la cárcel al cura Ospina no eran la voz oficial de la Iglesia.
“Yo sabía que monseñor Restrepo era antioqueño y que tenía mucho poder en la curia de Manizales en ese momento así que pensé que podía ayudarme. Me recibió unos minutos y me dijo que si yo era la exesposa sí tenía derecho a ver una copia del expediente. Que bajara y volviera a insistirle a la señora Arce y al padre Ángel”, recuerda hoy María Patricia.
Sin embargo, fue peor el remedio que la enfermedad. “Ahora sí que por nada del mundo se lo muestro”, le dijo otra vez por teléfono Ángel.
Angustiada por no entender lo que pasaba presentó dos derechos de petición, entre diciembre de 2009 y febrero de 2010, para que le entregaran una copia del expediente, pero nunca le contestaron. “Monseñor Restrepo me dijo algo ese día para calmarme pero más allá de eso no movió un dedo para ayudarme”, explica María Patricia.
Le escribió entonces a varios obispos de Manizales, Medellín y Bogotá. Solo dos le respondieron. Uno se limitó a decirle que rezaría por ella. Otro escuchó su caso y se mostró interesado pero al final solo le pidió perdón en nombre de la Iglesia.
“También hablé con el sacerdote que nos había casado. Yo lo consideraba mi guía espiritual y además era amigo de la familia. Pero lo único que me dijo es que me absolvía. Salí llorando, yo no necesitaba confesarme ni que me perdonara nada. Desde ese día solo entro a una iglesia si es por un funeral o por el matrimonio de alguien cercano. Perder el soporte de la iglesia ha sido como si me quitaran las tablas del piso por donde camino”, asegura.
Para conocer la verdad habría entonces que hacerle caso a la notaria y llegar hasta Roma. El problema es que no tenía permiso para ausentarse del trabajo. Y, sobre todo, no tenía dinero.
La solución fue sentarse a escribir más cartas. Y fue ambiciosa. Durante seis años envió casi una decena de misivas a la Rota Romana -el más alto tribunal eclesiástico de la Iglesia católica- y al papa Francisco.
Al principio eran largas y estaban atravesadas por el optimismo. “Con todo respeto, emoción y esperanza”, comienza la primera carta dirigida al Papa, que tiene fecha del 23 de enero de 2014.
En las siguientes comunicaciones, de menos de una página, subyace la rabia. “Sé que mi causa puede ser muy pequeña frente a los grandes problemas del mundo y de la Iglesia, pero créame su Santidad que para mí y mi familia representa mucho más que eso, representa creer nuevamente, recuperar la fe perdida en las instituciones ya que nunca la he perdido en Dios, pero la Iglesia como la conocí desde que fui bautizada me ha dado la espalda, me ha ignorado, ha pisoteado mis derechos. Le pido que me ayude a aclarar este caso de corrupción”, se lee en una fechada el 19 de noviembre de 2014.
La última carta la envió en julio de 2016, luego de que un sacerdote en Medellín le dijera que por encargo del mismo papa Francisco, dado que había insistido tanto, la Iglesia anularía el trámite para comenzar una nueva nulidad, de cero.
“No entendieron nada, yo quería que me ayudaran a encontrar la verdad y sancionar a los culpables. Eso me puso peor, se tapan todo entre ellos, son como los gatos, levantan el tapete y meten la cochinada ahí debajo y aquí no pasó nada, ponemos un tapete nuevo. ¿Y el reconocimiento de lo que hicieron? ¿Y las disculpas? ¿Y los castigos?”.
Cuando la Rota Romana le respondió por primera vez, en mayo de 2011, y le envió las copias del expediente que tanto le habían escondido en Manizales, se dio cuenta del motivo que supuestamente ella había invocado para pedir la nulidad del matrimonio: “Incapacidad por parte del esposo de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica. Canon 1095. No. 3”. Daba para echarse a reír, pero era lo último de lo que tenía ganas. ¿En qué momento hizo eso? Parecía que la loca era ella.
En las actas firmadas por la notaria Arce y el padre Ángel Jaramillo aparece como si María Patricia se hubiera presentado seis veces ante el Tribunal Eclesiástico entre junio y julio de 2009, pero luego ella logró comprobar que esos días no se ausentó de su trabajo en Medellín. El expediente también registra que llevó a cuatro personas para que testificaran a su favor pero no tiene sentido que para eso eligiera a la mamá y el hermano de su exesposo, a una amiga muy cercana de él y a una niña que poco los conocía. Su firma, luego se supo con pruebas grafológicas ordenadas por la Fiscalía, fue falsificada más de diez veces.
“Me violaron el derecho al debido proceso pues el tribunal nunca me vinculó aunque fuera una de las partes interesadas, suplantaron mi identidad, se me negó conocer el expediente, me sentí maltratada por la Iglesia como creyente. Todo el proceso fue ilógico porque ni siquiera había motivos para pensar que yo me tomaría la molestia de irme hasta Manizales para pedir la nulidad si podía hacerlo en Medellín, donde vivo. Estuvo lleno de irregularidades pero eso no detuvo a la Curia ni les pareció raro a los 11 fiscales que lo tuvieron en sus manos todos estos años. ¿Y quién pagó por esos delitos? Nadie. Me deben la verdad”, sentencia con fuerza María Patricia.
Once fiscales, tres abogados y ocho años. Son las cifras del proceso penal que decidió abrir en 2011, cuando descubrió que la Iglesia no le daría las respuestas que buscaba y demandó a la notaria Arce, al padre Ángel Jaramillo y a Álvaro Gómez, su exmarido.
“Los fiscales se tiraban el caso como una papa caliente. Cada vez que lo trasladaban yo sentía que nadie quería comprometerse con algo que pudiera tocar a la poderosa curia de Manizales, una ciudad tan pequeña y tan católica. Uno de los últimos me dijo incluso que yo era la persona más bruta que había conocido, que ya que me habían anulado el matrimonio gratis pues aprovechara y dejara de poner tanto problema”, dice.
Los abogados también le huían al caso. O se rendían al ver que nada pasaba. “Yo también hubiera tirado la toalla, es que con tantos obstáculos que nos pusieron”, agrega con una sonrisa triste María Patricia.
Hubo un día en que recibió la visita de dos sacerdotes de la Arquidiócesis de Medellín y alcanzó a ilusionarse. “Por fin se hará justicia, sí tuvieron eco todas mis cartas”, pensó. Pero el objetivo era convencerla de que retirara la demanda en contra del padre Ángel Jaramillo, con el argumento de que ya era un hombre mayor y estaba muy enfermo.
Incluso, en la parte final del proceso varias personas se le acercaron a su último abogado, Rafael Mejía, para contarle que el de María Patricia no era el único caso de nulidad matrimonial lograda de forma ilegal en el Tribunal Eclesiástico de Manizales. Pero cuando Mejía los invitaba a sumarse a su clienta para hacer una demanda colectiva, no volvían a llamarlo. En esta historia solo hubo una valiente.
La demanda dio vueltas y vueltas durante ocho años hasta que en septiembre de 2019 el Juzgado Cuarto Penal del Circuito de Manizales condenó a Rosa Elvira Arce y a la Arquidiócesis. La notaria se declaró culpable de falsedad en documento privado y fue condenada a 10 meses de cárcel, pero al ser un delito menor quedó libre. La Arquidiócesis fue condenada a pagar una indemnización de 57 millones de pesos, que dilató durante un tiempo con el argumento de que no tenía recursos. Poco antes de que estallara la pandemia por el coronavirus, María Patricia Bernal recibió ese dinero.
“Lo de la plata es lo de menos. El caso se cerró pero nunca condenaron ni al padre Ángel ni a mi exexposo. Yo esto lo comparo con la Yidispolítica. Se condena a uno de los que vendió el voto pero no al que lo compró, al que se benefició con eso. Aquí se condenó al que se prestó para vender la nulidad pero no al que la compró ni al que se benefició económicamente con la venta”, afirma María Patricia.
A pesar de que el mismo Gómez confesó que para hacer el trámite le había pagado 4 millones de pesos de la época al padre Jaime Ángel Jaramillo y los había consignado en una cuenta de ahorros del banco Colmena que estaba a nombre del sacerdote, la Fiscalía no tomó otras decisiones. El padre Ángel falleció durante el proceso, en septiembre de 2018. Nunca permitió que las autoridades vieran el estado de sus cuentas bancarias.
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—Si ya hubo una condena, ¿por qué seguir insistiendo? ¿Qué tipo de justicia busca?—, le pregunto a María Patricia.
—La misma que buscaba cuando esto comenzó hace tantos años. Yo agradezco no estar casada con él y no quiero que me devuelvan a mi marido, yo quiero es que reconozcan la verdad y que lo que hicieron no quede en la impunidad. En realidad nunca pasó nada con el fallo porque la Arquidiócesis todo el tiempo negó lo que pasó y hasta me amenazaron con declararme como una rebelde de la Iglesia—, responde antes de agregar que está cansada, que ya no tiene fuerzas, pero aún así seguirá luchando porque algún día la justicia investigue y condene a su marido.
—¿Con todo esto no le dieron ganas de dejar de creer en Dios?
—Abandoné a la Iglesia pero no a Dios, porque de algo tengo que aferrarme. Esto siempre me va a afectar, primero porque me parecía imposible que mi pareja fuera capaz de hacerme algo así. Eso es demoledor. Y segundo porque yo era católica ciento por ciento y fue un golpe muy duro que todo lo que me había enseñado la Iglesia fuera mentira. Tanto hablar de verdad, justicia, respeto, compasión, en mi caso no hubo nada de eso. ¿Vale la pena seguir creyendo y seguir diciéndole a mi hija todos los días que Dios existe? Yo quiero, pero es muy difícil.