El mismo año en que nació el Clan del Golfo, y en la misma región, vio la luz un proyecto llamado Villa La Paz, que hoy une a 34 familias de víctimas de la violencia y desmovilizados de grupos paramilitares y guerrilleros. Sin agua, sin luz y sin profesor que vaya a su escuela, persisten en construir una comunidad autosostenible. Segunda parte del especial sobre el Urabá y el Darién chocoano.
16 de abril de 2023
Por: Laila Abu Shihab Vergara / Ilustración: Angie Pik

—¿Qué haces por allá con esos desmovilizados? Te van a matar en ese sitio. 

Muchas veces le tocó a Heiler Palacios escuchar ese comentario al reunirse con sus amigos en el casco urbano de Unguía y decirles que trabajaba en una comunidad llamada Villa La Paz. 

—Yo siempre he estado convencido de que la paz hay que construirla así, entre los que somos diferentes, pero no le niego que oír eso me daba miedo, me daban ganas de tirar la toalla, de irme. 

En 1991, cuando todavía era un bebé de brazos, su mamá se vio forzada a salir desplazada de Chigorodó (Antioquia) junto con Heiler y su hermano mayor, por culpa de la guerrilla de las Farc (a su papá lo asesinó más tarde ese grupo armado). Hoy, Heiler tiene 32 años y es uno de los líderes de un proyecto que nació en el Darién chocoano para juntar a desmovilizados de grupos paramilitares y víctimas de la violencia, que con el tiempo también ha recibido a desmovilizados de grupos guerrilleros. Campesinos todos, a fin de cuentas.

¿Pueden víctimas de la violencia y victimarios convivir en el mismo espacio?

Para esa pregunta que los expertos se han formulado tantas veces y suelen contestar de forma rimbombante, con exceso de academia, Heiler tiene una respuesta honesta, sin adornos teóricos, concreta: a veces hay rabia, de pronto un brote de desconfianza, ganas de echar un pasado en cara, miedo, pero al final lo único cierto es que «todos nos necesitamos para salir adelante, así que mejor no perder el tiempo». 

Dos historias paralelas

Parece una contradicción que las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC o Clan del Golfo, como lo han bautizado el Gobierno y las autoridades), el grupo armado y narcotraficante más grande del país actualmente, haya nacido el mismo año, y en la misma región, que vio surgir un proyecto de construcción de paz que une a personas con historias de vida tan distintas. Y que ambos tengan su origen en la desmovilización del Bloque Élmer Cárdenas (BEC) de las Autodefensas Unidas de Colombia, que fue tan poderoso que llegó a hacer presencia en 52 municipios de 6 departamentos, y controló a sangre y fuego el Urabá antioqueño, el Darién chocoano y el Bajo Atrato durante prácticamente una década.

Pero ocurrió de esa manera. Sus historias corren de forma paralela.

La última de las desmovilizaciones del Bloque Élmer Cárdenas se selló el 15 de agosto de 2006 en Unguía (Chocó). Ese día su máximo comandante, Freddy Rendón Herrera, alias ‘El Alemán’, entregó las armas junto a otros 745 hombres.

Poco después ‘El Alemán’ fundó Construpaz, una cooperativa con los desmovilizados del BEC, para «participar en la reconciliación nacional y la construcción del tejido social en la región de Urabá». Hoy se ha comprobado que varias de las cooperativas fundadas por excomandantes paramilitares solo sirvieron de fachada para despojar a cientos de familias campesinas (como Funpazcor, en Córdoba). Lo que hasta el momento se sabe de Construpaz es que juntó los ahorros de 386 desmovilizados -unos 1.980 millones de pesos que salieron de la ayuda humanitaria del Gobierno Nacional- con recursos aportados por el Programa de Acción Social de la Presidencia para comprar tierras en Unguía, Acandí, Arboletes, Chigorodó, Necoclí y Mutatá. En el papel, la idea era montar proyectos productivos en los que pudieran trabajar familias de desmovilizados del BEC y familias de víctimas del conflicto. Naciones Unidas sería una especie de acompañante externo del proceso. 

En Unguía el proyecto recibió el nombre de Villa La Paz y se ubicó en un caserío del corregimiento de Santa María. Según quedó estipulado por las directrices de Construpaz, las 500 hectáreas compradas allí debían ser compartidas y trabajadas por 100 familias de desmovilizados y 10 familias de víctimas. Una repartición original de la que ya solo queda el recuerdo. «Hoy hay más víctimas que victimarios, e igual yo prefiero pensar que todos hemos sido víctimas», me cuenta Heiler cuando no lo oyen sus compañeros.

Mientras las primeras familias comenzaron a instalarse en Villa La Paz en diciembre de 2007 para sembrar caucho, maíz y arroz, el hermano de ‘El Alemán’, Daniel Rendón Herrera, alias ‘Don Mario’, daba sus primeros pasos para convertirse en uno de los fundadores de las AGC y uno de los narcotraficantes más ricos y más buscados de Colombia.

Aunque se desmovilizó en agosto de 2006 en Unguía con el bloque que comandaba su hermano, y no con el Bloque Centauros, que lideró durante años como jefe de finanzas en los Llanos Orientales, ‘Don Mario’ relató que solo 10 días después de la desmovilización recibió una orden de Vicente Castaño para rearmarse y reclutar a desmovilizados, ya que no confiaba en el proceso de paz con el Gobierno de Álvaro Uribe. El nuevo frente se llamaría Hijos de Castaño y controlaría toda la región del Urabá y el Darién chocoano salvo Turbo, porque ese municipio antioqueño le pertenecía a Hébert Veloza, alias ‘H.H.’. 

Como ‘H.H.’ no estaba en la región Vicente Castaño nombró temporalmente en su reemplazo a Juan de Dios Úsuga, alias ‘Giovanni’, quien después del asesinato de Castaño decidió disputarle a ‘H.H.’ el liderazgo en la zona. Para lograrlo, ‘Giovanni’ buscó a ‘Don Mario’, nombró como su segundo a bordo a su hermano, Dairo Antonio Úsuga, alias ‘Otoniel’, y llamó a Roberto Vargas Gutiérrez, alias ‘Gavilán’, un sanguinario excombatiente del Ejército Popular de Liberación (EPL) que, tras la desmovilización de esa guerrilla en 1991, no tuvo ningún problema en cambiar de bando y se unió a los paramilitares. Exactamente el mismo camino que recorrieron los hermanos Úsuga, y muchos hombres más que se han alzado en armas en la historia del conflicto colombiano.

Según ‘Don Mario’, la reunión entre esos cuatro hombres, en una finca de Necoclí, fue la semilla de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia.

Lo primero que hicieron las AGC -en sus inicios también llamadas Clan Úsuga o Los Urabeños- antes de expandirse a otras regiones del país y enfrentarse a bandas criminales como Los Rastrojos o la Oficina de Envigado, fue monopolizar las rutas del tráfico de drogas en el Urabá antioqueño y el Darién chocoano. Según datos de la Policía retomados por Insight Crime, solo entre 2007 y 2009, las AGC fueron culpables de por lo menos 3.000 homicidios.

Otras historias de Urabá: Tensión y zozobra en la cuna del Clan del Golfo

En medio de la nada y en medio de todo 

Para llegar a Villa La Paz primero hay que llegar a Unguía. Y para llegar a Unguía hay que montarse en una lancha -el municipio no está conectado a la red nacional de vías terrestres- y atravesar el golfo de Urabá en casi 50 minutos. Luego hay que conseguir una camioneta 4×4, porque ninguna de las vías que llevan a los corregimientos y veredas está pavimentada. Hay que armarse de paciencia, porque aunque entre el casco urbano de Unguía y Villa La Paz solo hay 15 kilómetros de distancia, el recorrido puede tardar 40 minutos (o hasta una hora y media, si ha llovido mucho). Hay que estar preparados para ver la sigla AGC en muchas partes: banderas, grafitis, pasacalles.   

Y hay que dejarse llevar por la imponencia de la Serranía del Darién, que de repente aparece al lado izquierdo del camino, muy al fondo, e impresiona por las sombras grises que proyecta sobre la tierra. La vegetación en este rincón del mundo, tan cerca de la selva, ya no es espesa ni abundante, casi todo son potreros enormes, muchas vacas, algunas plantaciones de palma. Tres minutos antes de llegar a la entrada de Villa La Paz, de hecho, se ve a cuatro hombres al lado derecho del camino removiendo las aguas estancadas de un punto de extracción ilegal de oro. 

Villa La Paz es una vastísima extensión de tierra en la que 34 familias de víctimas y hombres que en un pasado fueron perpetradores de violencia conviven bajo unas reglas creadas por ellos mismos y tratan de cultivar caucho, maíz, arroz, yuca, plátano, ñame, aunque no haya vías en buen estado por donde sacar todos esos productos.

Villa La Paz es una empresa quijotesca. Sin agua potable. Sin energía eléctrica. Con una escuela que en realidad es un único salón de clase para niños de todas las edades, con piso de cemento, tejas eternit, ventanas sin vidrio y rejas oxidadas. Si no fuera por los dos tableros que no se usan desde el año pasado, las sillas pupitre arrumadas en los costados, los computadores portátiles que ya no funcionan y acumulan calor, polvo y telarañas en un hueco improvisado, y la estantería con unas pocas guías de escritura, ejercicios de matemáticas y resúmenes de grandes clásicos de la literatura que dejaron de utilizarse en los colegios de las ciudades capitales desde el siglo pasado, si no fuera por todo eso, el salón de clases de Villa La Paz bien podría pasar por un galpón de pollos.

Un galpón al que los niños y los jóvenes ya solo se acercan para tratar de conectarse con el mundo mientras ven videos en el celular o se turnan para usar el único portátil que todavía funciona, porque ahí está el único punto Vive Digital con conexión a internet de muchos kilómetros a la redonda. 

Como este año la Secretaría de Educación departamental todavía no ha enviado desde Quibdó un profesor a Villa La Paz, los casi 40 niños, niñas y adolescentes de la comunidad deben caminar seis horas diarias -tres de ida y tres de vuelta- para asistir a la escuela del corregimiento de Santa María la Nueva del Darién, a 14 kilómetros. Y como su escuela está cerrada, la comida del Plan de Alimentación Escolar (PAE) tampoco llega. ¿Es posible no conmoverse ante una prueba de desigualdad tan categórica? 

«El Estado vino a hacer un acompañamiento del proceso y prometió ayudarnos con el  acueducto, la escuela, las vías terciarias… hasta que llegó el suceso del 8 de abril de 2011», relata Antonio Moreno*, nacido hace 40 años en Tierralta (Córdoba) y desmovilizado del Bloque Élmer Cárdenas, que vive en Villa La Paz desde 2008.  «Justo ese día llegó una visita importante, pero apenas se enteraron de lo que pasó las camionetas del Gobierno y de Naciones Unidas se dieron la vuelta y nunca más volvieron por estos lados». 

Antonio se refiere al acontecimiento que hasta ahora más ha marcado la memoria de Villa La Paz y de sus habitantes: el asesinato de Farid y de ‘Chavalo’, dos desmovilizados de las autodefensas. 

Un hecho que don Julio Enrique Mesa -costeño nacido en Buenavista (Córdoba) hace 75 años, pero enamorado del Chocó desde 1987- recuerda como si hubiera ocurrido ayer, porque él y su hijo se salvaron de milagro, dice. 

«Aquí antes había mucho trabajo, esto era muy amañador. Yo tenía mis plántulas de caucho, mis bestias. Hasta ese 8 de abril de 2011 en que nos cogieron a cuatro personas. A dos las mataron y quedamos vivas las otras dos: mi hijo y yo», cuenta. Iban a ser las 10 de la mañana y casi todos los miembros de la comunidad se habían reunido en el caserío porque estaba planeada la visita de funcionarios de la ONU y del programa de Acción Social de la Presidencia de la República. Don Julio y su hijo, y Farid y ‘Chavalo’, eran de los pocos que andaban por el monte. 

«Estábamos sembrando cuando mi hijo me dijo ‘papi mira hacia atrás’ y al voltear tenía a tres tipos encima, que nos quitaron las rulas que cargábamos y nos preguntaron si sabíamos quiénes eran los dos hombres que trabajaban más arriba. La verdad yo no sabía quiénes eran. Entonces nos retuvieron ahí hasta que fueron a buscarlos y cuando volvieron con ellos pasó lo que pasó, los mataron delante nuestro, a menos de dos metros». En este punto de la historia don Julio comienza a temblar. Segundos después rompe en llanto, se excusa por no ser capaz de seguir hablando y se cubre la cara con las manos. 

Con don Julio y su hijo, ambos llegados a Villa La Paz por ser víctimas de la violencia, los asesinos enviaron una orden perentoria: si no salen, los matamos a todos.

El hecho fue atribuido por el Ejército -y por la misma comunidad- a guerrilleros del Frente 57 de las Farc, aunque por un tiempo hubo rumores de que los culpables eran Los Urabeños, que ya habían puesto en marcha su plan para controlar todas las tierras de la zona. En cualquier caso, el desplazamiento forzoso fue masivo y las 80 familias de campesinos y exmiembros de las AUC que vivían en Villa La Paz tuvieron que abandonarlo todo, cultivos a punto de dar cosecha, gallinas, sueños, ranchos de palma o más elaborados, marranos, perros. La mayoría terminaron hacinados en unas bodegas del ICA y el Sena que sirvieron como albergues temporales en el casco urbano de Unguía. Y al menos 20 de los desmovilizados del Bloque Élmer Cárdenas que huyeron de Villa La Paz ese día volvieron a tomar las armas, esta vez como parte de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia.

«Ya antes habíamos recibido amenazas, nosotros sabíamos que los guerrilleros andaban por ahí, habíamos visto nuestras parcelas ardiendo, nos habían quemado los cultivos de pancoger y de caucho. Y nos quemaron un cultivo todo bonito de 50 hectáreas de pimienta que no hemos podido recuperar desde ese entonces», asegura Antonio.

Don Julio -sombrero zenú, piel morena, bigote y pelo completamente blancos por las canas, camisa rosada de cuello raído, pantalón café muy gastado y chanclas negras- se quedó dando tumbos por la región y volvió a Villa La Paz hace poco, tras lo cual fue nombrado presidente de la junta de acción comunal. «Yo soy el hombre de las tres sedes, Córdoba, Antioquia y el Chocó. Donde voy, mucho me quieren, y yo más contento vivo. ¡Ay, me salió en rima!», dice mientras muestra los pocos dientes que le quedan. «Aquí en esta hermosa tierra me puse viejo y a pesar de tanta violencia aquí me siento contento».

Con Heiler -casi 1.90 de estatura, dientes muy blancos que contrastan con su piel negra, ojos grandes y vivos, camiseta blanca con el logo bordado de su emprendimiento de patacones empacados al vacío, botas pantaneras- pasó algo muy parecido. Llegó a Villa La Paz a finales de 2007 para hacer sus prácticas como egresado de una tecnología en Producción Agrícola del Sena, se sintió acogido y le ofrecieron poner a andar un cultivo. Después del asesinato de los dos desmovilizados salió corriendo con su familia y regresó como a los 20 días, pero no se sintió seguro y se volvió a ir en 2012. Su retorno, espera que ya definitivo, se materializó por fin en 2020, cuando fue elegido por unanimidad como el representante legal de la Cooperativa Multiactiva Agroforestal Villa La Paz, que crearon para sacar adelante los proyectos productivos.

«Aquí llegamos a tener 248 hectáreas de caucho, somos los únicos en el departamento que sembramos caucho natural. También tuvimos como 40 hectáreas de maíz y 30 hectáreas de arroz. Hoy, por mucho, tenemos en total 60 o 70 hectáreas sembradas, se nos murieron muchas ilusiones», explica Heiler con tristeza. «¿Sabe qué es lo más difícil? Que nosotros sabíamos que la guerrilla estaba a menos de 5 kilómetros. Y los soldados también lo sabían. Esa vida así fue muy difícil. Aquí hemos estado completamente abandonados por el Estado», agrega.

«Sí, nos abandonaron», lo interrumpe Sandra Elena Rentería Moreno -48 años, muchas canas, piel negra, seis hijos, manos con callos de tanto trabajar la tierra-, una de las primeras personas en llegar a Villa La Paz en 2007. «A veces me dan como ganas de irme cuando veo todo el trabajo que pasan mis tres niñas para irse caminando al colegio en Santa María, a las 5:40 de la mañana. Pero al final aquí seguimos porque nos imaginamos un futuro compartido Y aunque el uno alegue y el otro gruña, siempre estamos ahí pendientes de todos como una familia, y eso es muy bonito». Sandra es una de las víctimas de la violencia irracional desatada por los paramilitares en Riosucio y la cuenca del río Cacarica, en 1997.

Sandra, Heiler, Antonio, don Julio. Todos tratan de explicarme por qué insisten en quedarse, si a veces parece que el universo entero se puso de acuerdo para conspirar en contra de ellos.

«Porque pa’ dónde más coge uno», apura Sandra. «Porque en la ciudad no hay cupo para todos y los que ya probamos lo que está afuera sabemos que aquí hay una forma de subsistir, así sea difícil», agrega Heiler.

De repente, una mujer que sirve gaseosa y pan y no quiere dar su nombre pide disculpas por meter la cucharada: «¿Sabe por qué regresamos después de que mataron a los dos compañeros y todo el mundo se desplazó? Por valientes».

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Multas y sanciones

Para hacer más sencilla la convivencia los habitantes de Villa La Paz construyeron una especie de manual, o de estatutos, que decretan desde cómo se toman las decisiones hasta cómo se sanciona a quienes cometan una falta que atente contra la armonía de la comunidad, como que alguien se robe algo o diga mentiras, por ejemplo.

Los últimas sanciones se las impusieron, hace un par de semanas, a Iván Quintero* y un compañero, porque casi se van a los puños por una deuda que el segundo no ha podido pagarle al primero. La multa para ambos fue de 100.000 pesos pero como no tenían dinero tuvieron que pagarla con dos jornadas de trabajos comunitarios, despejando de maleza el único camino que une a todas las viviendas del caserío.

—¿Y cuándo la falta es más grave? —pregunto.

—La junta de acción comunal se encarga y también tenemos un comité de reconciliación, pero si la persona definitivamente es muy indisciplinada y ya la junta no puede, ahí sí ellos toman el control, a través del comandante político —confiesa Iván, un hombre nacido en Unguía hace 37 años, que a sus 16 ingresó al Bloque Élmer Cárdenas y terminó en Villa La Paz en 2012.

Cuando dice «ellos» se refiere a las AGC o el Clan del Golfo, a quienes se unió en 2017 y de quienes se separó en 2021, después de aburrirse de tanta guerra y de tener un accidente en moto. 

—Es que usted tocó un punto que no vamos a echar mentiras —reconoce Heiler—. Ellos tienen el territorio. Y cuando alguien tiene el territorio pues pasa, anda, hace de todo. Nosotros no ignoramos que ellos tienen el control de todo esto. Pero por nuestra comunidad hay un respeto. Ellos mismos nos dicen que resolvamos los problemas en la casa y si vemos que ya no hay nada que hacer y nos tocó ir a las autoridades, el inspector, la Fiscalía, y allá no hicieron nada, ahí sí hablemos con ellos. Aunque trabajamos para solucionarlo siempre en comunidad. Hace muchísimo rato que no nos pasa eso.

—¿Aquí han sembrado hoja de coca? ¿Tienen cultivos ahora? —interpelo a don Julio y a Heiler. El silencio se hace ruido.

—Pues a ver, en Villa La Paz ha habido por mucho, pero por mucho, unas 30 hectáreas sembradas, del total de 500 que tenemos. Pero eso nunca prosperó porque no fue negocio y ya solo quedan rastrojos —responde Heiler muy serio, después de varios segundos.

—¿Y si un día una familia dice que es su única alternativa para comer, porque el caucho o el plátano o la yuca no funcionan, le dan permiso? ¿Tienen previsto eso en sus estatutos?

—La verdad sí lo hemos hablado y nos pusimos de acuerdo en que vamos a decirle que no, que siempre hay otra salida —afirma Heiler.

—¿Nunca han recibido presiones de los grupos armados, como las AGC en este momento, por ejemplo, para que se dediquen a los cultivos ilícitos?

—No —responden casi todos al unísono. Y aseguran que por orden de las mismas AGC, desde el año pasado no se siembra «ni una mata de coca» en el territorio.

Futuro incierto

De la cooperativa Construpaz fundada por ‘El Alemán’ en 2006 solo queda el recuerdo, pues varios de sus directivos fueron asesinados en los años siguientes y, según los registros de la Cámara de Comercio de Urabá, su matrícula quedó cancelada después de que la organización fuera “disuelta por depuración” en 2018.

Según Heiler, en 2007 Construpaz le entregó en usufructo por 30 años esas 500 hectáreas a la Cooperativa Multiactiva Agroforestal Villa La Paz, de la que él es representante. ¿Qué va a pasar en 17 años, cuando se cumpla el plazo? Nadie en Villa La Paz tiene idea, y por eso quieren pedirle al Estado que les ayude a titular esas tierras.

Por ahora, si alguien quiere vivir en Villa La Paz solo debe «mostrar muchas ganas de trabajar en comunidad». No hay preguntas sobre su pasado, si fue guerrillero, paramilitar, víctima de ambos grupos o todas las anteriores. «Cuando llega lo ubicamos en un solar y si los vemos emprendiendo con ganas y trabajando en positivo le ayudamos a ubicarlo en una parcelita, para que empiece a montar su rancho», afirma Heiler.

Un rancho así sea en muletas, pero sostenido por los sueños de los seres humanos, como escribió algún día el cronista Cristian Valencia.

El último en llegar a Villa La Paz, hace unos meses, fue un venezolano.

—El primer extranjero en esta comunidad de valientes —les digo.

—Pues sí, es que solos no vamos a llegar a ningún sitio. En este pueblo está un señor que fue de la guerra pero se desmovilizó, está una señora que no tuvo nada que ver con eso, están estos otros señores que también fueron de la guerra. Pero al final todos somos pueblo —dice Heiler.

En agosto de 2022 pasó algo extraordinario en Villa La Paz, porque al suceder en condiciones tan desfavorables todo lo bueno adquiere el adjetivo de extraordinario: enviaron la primera tonelada de caucho orgánico a Medellín.

—Yo todavía no conozco las grandes ciudades pero para mí este paso ha sido un éxito y eso ha inspirado cada vez a más personas a cultivar caucho. Lo próximo va a ser sacar tres toneladas entre toda la comunidad, para lograr una mayor estabilidad económica —agrega sonriendo el representante de la cooperativa.

¿Pueden víctimas de la violencia y victimarios convivir en el mismo espacio?

Hace unas semanas, Heiler discutió fuerte con Antonio porque este le insinuó que por ser desmovilizado tenía más derechos y era el dueño de la tierra que trabajan juntos.

«A mí eso de verdad me cayó muy mal, él creyéndose el dueño de todo esto. Tuve que guardar silencio y después de un tiempito, lo que hice fue decirle: ‘Tú no estás solo, estás con un pueblo, estás con unos amigos que te acompañan, y aquí todos somos iguales’», recuerda Heiler. Reconoce que debió respirar profundo para no responderle, incluso físicamente. Y que se tomó sus días para volver a estrecharle la mano.

«Lo que pasa es que en un pueblo pequeño todos nos necesitamos. De una o de otra manera todos somos fichas claves para levantar esto. Yo necesito al vecino o al amigo porque él tiene un cultivo de caucho o porque yo cultivo caucho pero él tiene la planta de yuca o lo necesito porque vamos a jugar fútbol o porque estamos pensando en sembrar árboles para ayudar con el Co2 y dejarles algo a nuestros hijos. Así que caer en esos rencores es perder el tiempo. Todos vamos por el mismo objetivo, pero los procesos de paz no se ejecutan en dos días, son de mucha disciplina y aceptación y pueden tardar muchos años», asegura Heiler mientras mece a su bebita de menos de un año debajo de un palo de mango. El termómetro marca 32 grados centígrados.

* Nombres cambiados por petición de las fuentes. 

** Con la colaboración de Juan Arturo Gómez.

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