5 de diciembre de 2021
1. UN ENGAÑO
Magaly Mendoza no dejó meter el ataúd en la tumba. No pudo contenerse. Ninguno de los asistentes se atrevió a detenerla. Sabían de su dolor. Sabían de su tragedia. Abrió las dos tapas pesadas de madera. Olía fétido. Al fondo sonaba un réquiem de despedida. El difunto estaba envuelto en varias capas de plástico. Magaly sacó una cuchilla de su bolso. Con el artefacto rasgó la primera bolsa negra. Se desesperó. Con sus uñas y manos siguió con la segunda y la tercera. Después arañó las películas de vinipel en las que estaba envuelto el cadáver. Entonces llegó de nuevo la zozobra. Otro desconsuelo. El engaño.
2. UNA HUMILLACIÓN
Magaly Mendoza y Álvaro Martínez llevaban poco más de una semana de angustia por no saber nada de su hijo Leonel Martínez Mendoza. Disidencias de las Farc lo habían sacado de su casa y se lo habían llevado secuestrado diecisiete días antes. Pero una noticia les helaría la esperanza. En la televisión y en la radio escucharon que las Fuerzas Militares de Colombia habían bombardeado un campamento guerrillero en inmediaciones del municipio de Morichal, en Guainía. Allí, según el propio ministro de Defensa, Diego Molano, “fueron neutralizados diez sujetos señalados de ser integrantes” de la llamada ‘Estructura Primera’ de las disidencias de las Farc que comanda alias ‘Iván Mordisco’, y fue abatido alias ‘Ferney’, segundo al mando de ese grupo armado ilegal. Al escuchar esas palabras a Magaly se le metió el miedo por los oídos y se le instaló en el vientre. Morichal queda apenas a cuatro horas de Calamar, en el Guaviare. Álvaro también tuvo un pálpito de modo que le dijo que tenían que averiguar como fuera que allí no hubiera muerto su hijo. En otros medios dijeron que los cadáveres habían sido trasladados a Villavicencio, Meta.
Un par de vecinos fueron hasta la casa de los Martínez Mendoza y les aconsejaron ir hasta Villavicencio para descartar que entre los muertos no estuviera Leonel. “O va usted o me voy yo”, le dijo Álvaro a Magaly. Otro vecino les dijo que les podía prestar cinco millones de pesos porque ir hasta allá era costoso. Magaly al principio rechazó el préstamo, pero Álvaro la convenció de que viajar sin plata no era buena idea. Convencidos y esperanzados de que a Leonel lo hubiera secuestrado una disidencia diferente a la que las Fuerzas Militares habían bombardeado, también echaron mano de otros pesos que tenían guardados y Magaly emprendió aquel camino casi que de herradura, de más de trescientos sesenta kilómetros de distancia y diez horas de martirio hasta la capital del Meta.
Allá llegó a las instalaciones de Medicina Legal. Pero como pasa muchas veces en Colombia, la empezaron a ‘pimponear’ para que fuera de un lugar a otro y la mandaron a la Cruz Roja. Un empleado de esa entidad le dijo que Leonel aparecía en la lista de los muertos, pero para aumentar la incertidumbre y llenarla de falsas esperanzas le dijo que debía ir hasta la Fiscalía porque solo allá le podían confirmar si se trataba de su hijo y no de un homónimo.
En la Fiscalía la atendió un funcionario de sentimientos tan helados como la morgue. Durante las diez horas de viaje y durante el tiempo que transcurrió hasta estar parada frente a una voz oficial, Magaly le rogó a Dios que su hijo no estuviera entre los muertos. Pero cuando el gélido fiscal que la atendió leyó el nombre completo de Leonel Martínez Mendoza, la vida de Magaly se vino abajo. Lloró. Lloró tanto que no podía hablar.
Como muchos funcionarios en este país de insensibles, el hombre hizo gala de ese minúsculo poder que le da su cargo. En una entrevista glacial el empleado público cuestionó los estudios de medicina que hizo Leonel en Cuba, le dijo a Magaly que ese muchacho era un revolucionario y que, por defecto, era miembro de la guerrilla. Ella, impotente, con las lágrimas corriendo por su rostro, sacó su celular para mostrarle los días de su hijo en Calamar, pero el fiscal la interrumpía o se burlaba.
—¿Cómo es que es el nombre completo de su hijo?
—Doctor Leonel Martínez Mendoza.
—¿Cuándo usted lo bautizó le puso doctor?
—No señor, es que mi hijo es doctor, es médico…
—Ah, entonces su hijo no se llama ‘doctor Leonel’, se llama Leonel Martínez Mendoza, ¿me entiende? —le espetó aquel fiscal enrostrando el mando medio que desde tiempo atrás ejercía en Villavicencio.
Allí le dieron un documento para poder reclamar el cuerpo de su hijo en la morgue. Magaly llegó llorando a Medicina Legal y solo atinó a balbucear un suplicio: “Déjenmelo ver. Yo quiero verlo así su cuerpo haya quedado picho”. Allí le dijeron que no, que no se lo podían mostrar porque ese cuerpo, según ellos, hacía parte del Estado, tan solo le entregaron el certificado de defunción con el cual le podía dar poder a una funeraria para que hiciera el traslado del cuerpo. Magaly contrató los servicios de la Funeraria Los Olivos, que le cobró casi seis millones de pesos. “Otra deuda más”, pensó Magaly. Parece que la guerra en Colombia siempre deja endeudados a los dolientes y no a los victimarios. En la funeraria buscó el féretro donde habían puesto a su hijo. Revisó cada uno de los cuatro pisos del lugar pero no lo halló. Una empleada la encontró en una sala de velación y le dijo lo mismo, que tenían prohibido abrir los ataúdes que procedían de Medicina Legal en esas circunstancias.
La vigilia duró otras diez horas más. Magaly tuvo que contratar un vehículo particular que le cobró un millón seiscientos mil pesos para ir detrás del carro funerario en un viaje de noche desde Villavicencio hasta Fortul, en Arauca, donde nació su hijo y donde querían enterrarlo. Hasta allá también llegó un grupo de médicos que conocían a Leonel y que hacen parte de la Asociación de Médicos Internos Residentes Extranjeros (AMIREX) Capítulo Colombia. En sus camisetas llevaban las fotos del difunto.
Cuando Magaly abrió el ataúd y rasgó todos aquellos plásticos para besarle la frente a su hijo y darle el último adiós, supo de inmediato, afirma ella, que ese no era su Leonel. Las facciones de ese rostro no coincidían con las de su muchacho de veintisiete años. Además, dos rasgos característicos de su hijo, asegura la madre, le faltaban a aquel difunto: un lunar en el costado izquierdo del cuello, del tamaño de una moneda de mil pesos, con el cual, incluso, se podía reconocer al médico de esquina a esquina; y sus dientes. Cuenta Magaly que el cadáver que les entregaron tenía la dentadura más perfecta que ella había visto en su vida, con los dientes completos, blanca como la sal y pareja como si hubiera sido diseñada con precisión. Mientras que la de su hijo estaba desgastada, la mitad de una de sus muelas estaba reconstruida y el color era amarillo, tanto así que ella tenía ahorrados cuatrocientos mil pesos para regalarle en Navidad un blanqueamiento dental a Leonel.
“¡Este no es mi hijo!”, quiso gritar Magaly, pero en ese momento se le fue hasta la voz.
3. UN ESFUERZO
En 1994, cuando nació Leonel Martínez Mendoza, sus padres tenían una finca de catorce hectáreas en la vereda Los Andes, en Fortul, Arauca. Allí vivían dichosos sembrando plátano, aguacate y tenían un hato pequeño de ganado y un galpón chico con gallinas. Magaly lo recuerda corriendo, elevando su primera cometa como quien eleva los sueños que quiere llegar a alcanzar mientras le gritaba: “Mamá, míreme, míreme”. Feliz. Pero la vida está llena de dualidades, la cometa se le zafó de las manos al niño y Leo no solo lloró sino que estuvo triste hasta que le tuvieron que explicar que los sueños uno los debe apretar duro para que no se vuelen nunca.
La escuela donde estudiaron Leonel y su hermana Jessica quedaba tan lejos que todos los días tenían que pedalear una hora de ida y una hora de vuelta. Su padres recuerdan que debían despertar a los chicos a las cuatro y veinte de la mañana para que estuvieran a las siete en punto sentados en sus pupitres. Leonel siempre protegió a su hermana, hasta el punto de que para ir a estudiar, pero sin que se dieran cuenta sus papás, el muchacho amarraba un lazo de su bicicleta a la bicicleta de Jessica con el objeto de que ella no tuviera que pedalear. Eran felices. De hecho, la única vez que lo vio llorar fue el día en que el lazo se enredó y la bicicleta de ella se partió. Las dualidades de la vida, ¿no hay felicidad sin tristeza?
Leonel pudo graduarse como bachiller gracias a ese pequeñísimo galpón avícola. Lo cuidaba como un tesoro porque sabía que esas eran sus gallinas de los huevos de oro. Sus notas siempre fueron sobresalientes. Nunca perdió materia alguna, de hecho, sus compañeros le hicieron campaña para que fuera el personero del colegio pero los votos no le alcanzaron. Uno de ellos recuerda que por un partido de fútbol, Leo no alcanzó a llegar temprano al simulacro de las pruebas Icfes, pero fue uno de los que mejor puntaje obtuvo.
Desde niño soñó con ser médico. Una compañera cuenta que Leo se interesaba mucho por esa virtud que tienen los seres humanos de sanar al otro. Pero cuando conoció sus posibilidades en un país con tan poco acceso a la educación superior, la cometa de sus sueños pareció zafársele de nuevo de las manos. En 2015, al graduarse de bachiller, Colombia ocupaba el deshonroso primer lugar de desigualdad en América Latina. Y ni qué decir de los índices de pobreza y desempleo en departamentos como Arauca y Guaviare. Magaly recuerda lo que Leo le dijo un día: “Mamá, aquí no hay otra opción que ser lechero o comprar una moto y pedirles trabajo a los de las queseras”. Pero ella lo animaba.
Averiguando con sus amigos supieron que una de las mejores universidades para estudiar medicina en el continente estaba en Cuba. Se trataba de la Escuela Latinoamericana de Medicina, que además otorga becas de estudio de tal suerte que no tenían que preocuparse por los costos. Por ejemplo, en 2016 un semestre de medicina en una universidad privada costaba alrededor de siete millones de pesos, mientras que en una pública dependía de las condiciones económicas del estudiante pero en libros, copias, transporte y alimentación, mensualmente se podían ir más de un millón de pesos, según lo recuerda Martín Mosquera, médico egresado de la Universidad del Cauca. Estos muchachos de Fortul sabían que el acceso a la educación sufría una enfermedad crónica y tal vez sin cura, por eso miraron hacia aquella isla.
Leonel Martínez aplicó y logró obtener un cupo, pero había un problema: el dinero para cubrir los gastos del viaje y los primeros días de hospedaje. Haciendo sumas y restas, al menos debía contar con cuatro millones de pesos. Leonel trabajó duro tratando de vender huevos y toda la cosecha de plátano que tenían en la finca hasta lograr reunir un millón seiscientos mil pesos; a su vez, Álvaro y Magaly vendieron aguacates y un par de vacas hasta juntar, como dice ella, “todo ese ‘platal’ que había que darle”. Magaly nunca olvidará la escena cuando fue a despedirlo al Aeropuerto Internacional ElDorado. “Leo descambió el dinero y sacó un billetico de esos y me dijo ‘vea mamá estos son euros, tenga este, guárdelo en la billetera y cuando llegue a la finca se lo muestra a mi papá (SIC)”.
4. UNA HOMOLOGACIÓN
Leonel llevaba un par de meses en Cuba y sus padres supieron que debían ayudarlo económicamente. Así aquel país cubriera todos los gastos universitarios, Álvaro y Magaly sentían que tenían que enviarle unos pesos más para que pudiera vivir de la manera más cómoda. La finca no les estaba dando lo suficiente y decidieron venderla para trasladarse de la vereda a un municipio que les ofreciera un mejor porvenir. Justo por esos días una persona les ofreció una ferretería en Calamar, Guaviare, lugar ubicado a dieciocho horas de Fortul. No les importó, hicieron cuentas y parecía un buen negocio. Lo que tuvieran que hacer por Leonel, lo harían.
Al colombiano le comenzó a ir muy bien en sus estudios, año a año fue obteniendo calificaciones notables. Al final de la carrera y en las esporádicas llamadas que les hacía a sus padres desde La Habana les relataba lo que el mundo sabe: las largas y extenuantes jornadas de trabajo a las que los médicos son sometidos en los hospitales cuando hacen sus residencias. En Cuba, como en Colombia, los médicos hacen turnos de treinta y seis y hasta de cuarenta y ocho horas seguidas con muy pocos espacios de descanso. Pero a Leonel eso no le importaba, ya se había contagiado de aquello que tanto anheló, salvar vidas.
En 2020 finalizó sus estudios, se graduó y todo parecía indicar que por la pandemia el gobierno colombiano iba a necesitar más manos para reforzar la misión médica, eso les dijeron en Cuba. Incluso, lo embarcaron en un vuelo humanitario pero al no tener la homologación lista el proyecto de ayudar en algún hospital se canceló. Leonel se puso en la tarea de hacer todos los trámites de convalidación, sin embargo, se encontró con ese muro de contención llamado burocracia. Varias veces viajó a Bogotá, estuvo en el Ministerio de Educación, llenó cada formulario que le pidieron, y llegó al punto de integrar un grupo de profesionales graduados en otros países que andaban en el mismo laberinto sin salida.
El abogado James Sánchez recuerda una videollamada con Leonel Martínez, en la que el joven estaba decepcionado por las dinámicas del Estado en asuntos que deberían ser mucho más ágiles y prácticos: “Él me decía mientras me relataba su historia: ‘He aprendido que el servicio es más importante que el título y por eso debo entregarme más allá de mis capacidades. Ojalá nuestro país cambie y jóvenes como nosotros no tengamos que salir a buscar estudios en otro país. Merecemos oportunidades, hermano”.
De no creer, en el Ministerio de Educación le solicitaron un documento obligatorio que era inimaginable que lo pidieran: la Escuela Latinoamericana de Medicina le debía expedir un oficio en el que constataba que la carrera no había sido realizada de modo virtual. Sí, ¡constatar que el médico no había estado en un hospital de manera virtual! Tan solo ese trámite le costó un millón doscientos mil pesos. La lucha por conseguir la homologación se alargó todo el resto de 2020 y de 2021, Leonel envió varios derechos de petición, después interpuso una tutela, la perdió, tuvo que apelarla y en esas andaba antes de que las bombas de precisión del Estado le cegaran la vida. Como la frase del cuento de Borges, parece que ser colombiano es un acto de fe.
5. UN OLOR DULCE
En la sala de la estrecha casa de tablas donde viven en Calamar, de apenas tres cuartos y un baño y por la cual pagan un canon de arrendamiento de un millón ochocientos mil pesos mensuales, porque así de costosa es la vida en ese municipio, Leonel Martínez les dijo a sus padres que él sentía que los tenía reducidos por todo el dinero que se habían gastado en él y les prometió que el día que lo contrataran oficialmente en un centro médico, el sueldo de los primeros dos años iba a ser para ellos. Mientras tanto, tomó las riendas de la pequeña ferretería que tienen en esa misma casa y que es el único lugar construido en ladrillo y cemento. Se volvió un vendedor experto, aunque no dejaba de leer ni un solo día los libros de medicina que había traído, ni de pagar costosas impresiones bajadas de internet para seguir educándose.
El jefe de uno de los centros médicos de Calamar un día le pidió a Leonel que lo ayudara en una jornada nocturna en urgencias, corriendo el riesgo de que los sancionaran, pero fue tan bueno el desempeño del muchacho que esas ‘palomitas’ se volvieron frecuentes y necesarias. Aquel profesional también trató de interceder y ayudar a que Leonel obtuviera pronto la homologación del título, pero sus llamadas en Bogotá no fueron escuchadas.
Fue una tarde de jueves. A la ferretería llegó un adulto que estaba quizá entre los 50 y los 55 años. Al hombre no lo habían atendido en el hospital porque el lugar estaba recibiendo los casos más graves de Covid. Allá le habían dicho que en una ferretería vivía un médico muy bueno y que este quizá lo podía atender. El hombre llegó sudoroso, con la piel pegajosa, con una palidez generalizada, con evidente taquicardia. Pero un signo le dio de inmediato el diagnóstico a Leonel Martínez: el hombre expedía un aliento con olor dulce.
“Esto es una típica crisis hiperglucémica mamá. Este señor tiene un índice elevadísimo de azúcar en la sangre”, le dijo Leonel a Magaly para que ella le entendiera. La mandó corriendo a la farmacia a traer cuatro bolsas de suero porque debía estabilizarlo, si no, le contó, el forastero podía entrar en un coma diabetico y morir. Mientras lo dejó hidratando, Leonel salió en la bicicleta para el centro médico en búsqueda de un conocido, porque al hombre que tenía en casa debían hospitalizarlo, debían suministrarle la dosis correcta de insulina y no dejarlo morir por un procedimiento tan fácil de atender.
Un par de días después aquel campesino apareció con unos pollos y unas gallinas que eran los únicos bienes con los que creía que podía agradecerle al médico que le salvó la vida. Leonel se negó a recibirle algo, pero el hombre insistió. Fueron varias las personas que llegaron a la casa del médico sin título homologado para no morir en la sala de espera de un hospital. Incluso, tenía tanto carácter que lo buscaban en casos extremos, como el día que llegó un paciente borracho que, por causa de su ebriedad, había sufrido una contusión cerebral la cual tenían que estabilizar para enviarlo a Bogotá con suma urgencia. Aseguran las enfermeras que la sutura que le hizo Leonel en la cabeza fue tan milimétrica que hace poco esa misma persona apareció en el hospital, contando que en la capital le habían dicho que no creían que un médico general le hubiera hecho algo tan impecable, pero Leonel ya no estaba para recibir la felicitación. ¿Cuántas vidas se pueden perder en los tétricos hospitales de pueblos olvidados por la falta de manos expertas como las de Leonel?
6. UN SECUESTRO
La llamada sucedió en la mañana del sábado 11 de septiembre. Magaly le acababa de servir el desayuno a su hijo Leonel cuando a él le sonó el celular. El médico escuchó un par de frases al otro lado de la línea y su cara se puso del color del pan que le había puesto su mamá en la mesa. Entonces activó el altavoz. De lo poco que ella alcanzó a escuchar fue cuando una persona con voz castrense le dijo a Leonel que sus hombres ya iban a ir por él. “Si tienen un enfermo yo lo llevo al hospital, tranquilos”, les alcanzó a decir el médico, pero le colgaron. El joven entró en cólera y le recordó a su mamá que de tener su título homologado era posible que ni él ni ellos estuvieran viviendo ese tipo de riesgos en Calamar. De hecho, cuenta ella, Leonel no quería seguir viviendo en ese municipio del Guaviare.
El médico quiso salir por la puerta de la ferretería para esconderse donde una vecina pero dos hombres extraños ya estaban ahí esperándolo y había otro más al frente, como siguiendo el paso a paso del secuestro. “¿Para dónde se lo van a llevar?”, les dijo Magaly interponiéndose entre los desconocidos y su hijo. “Tranquila, nosotros se lo devolvemos rápido, solo necesitamos un favor”, le dijo uno de ellos con cara de fusil. Ella empujó a Leonel para adentro pero uno de los hombres levantó la voz y le dijo: “señora se calma porque sí o sí me lo voy a llevar”, en ese momento Leonel trató de tranquilizar a su mamá, pero mientras lo subían a un carro, al médico le empezaron a temblar las manos tanto que Magaly supo que su hijo estaba igual de aterrorizado a ella.
Magaly tiene buena memoria y no se olvida del hombre que estaba parado en la acera de enfrente viendo la escena. Días después se lo encontró en el parque central, de modo que ella le imploró que le dijera a dónde se habían llevado a su hijo y por qué llevaba tanto tiempo secuestrado si le habían prometido devolverlo en un par de días. Ella recuerda que el hombre al principio no quiso aceptar que hacía parte del grupo secuestrador pero ante los ruegos, cedió y le dijo que el modus operandi era que un grupo se encargaba de sacar al secuestrado de la casa y dejarlo en un punto, donde otros lo llevaban a otro punto y así hasta llegar a donde lo necesitaban para que curara a algún herido grave. Ella le juró que si su hijo no aparecía rápido, ella iba a hablar. “Le toca que se calme, si se calma yo le traigo noticias de su hijo”, fue lo que le dijo aquel extraño al que desde ese día tampoco volvió a ver.
Pero el tiempo fue mortal. Leonel Martínez Mendoza fue reportado como dado de baja en el operativo que se llevó a cabo aquel lunes 27 de septiembre en el municipio de Morichal, Guainía. A pesar de que Magaly ya había asumido aquellas dos tragedias, la del secuestro y la del asesinato, jamás pensó que se iba a encontrar con otra, una tragedia más pesada, la de tener la certeza de que el difunto que le entregaron y que tuvo que enterrar, no es su hijo.
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*El Ministerio de Defensa se negó a entregar a este medio de comunicación el informe previo y posterior de inteligencia de la operación militar donde fue asesinado el médico Leonel Martínez Mendoza.
*La Fiscalía General de la Nación se negó a entregar a este medio de comunicación el informe pericial del levantamiento del cadáver del médico Leonel Martínez Mendoza.
*Medicina Legal se negó a entregar a este medio el informe de necropsia del cadáver del médico Leonel Martínez Mendoza.