30 de abril de 2021
Y entonces, mientras terminaban de disponer el instrumental, el cirujano se quedó dormido ahí, de pie, como si hubiera sido a él, un instante antes, a quien le hubieran aplicado la anestesia. La instrumentadora lo codeó para despertarlo. No hace tanto de eso, un par de años. Era una operación de reemplazo de la válvula mitral, que separa la aurícula y el ventrículo del lado izquierdo del corazón y que permite que la sangre pueda fluir acompasada, sin fugas. Él volvió en sí y sonrió. El mío doble y sin azúcar, dijo para disimular y abrió la mano enguantada para recibir el bisturí. ¿En qué piensa un médico mientras taja sobre el pecho de una mujer de sesentaidós años un corte de veintiséis centímetros? Incluso en un estado de máxima concentración, los pensamientos pueden ser del todo triviales, ajenos al gesto minucioso de las manos.
Él recuerda que mientras se abría paso por la cavidad torácica decidió que llamaría al banco y que, sin importar cuánto le insistieran, renunciaría al préstamo que acababan de aprobarle, con el cual él y su mujer pensaban construir una terraza en su casa nueva, con un baño jacuzzi sobre la mejor vista de la ciudad. ¿Para disfrutar cuándo si no tengo tiempo?, pensó en la mudez del quirófano, solo las máquinas de soporte vital hablando, la bomba de derivación latiendo la sangre del corazón detenido de su paciente. Él se reconoce un esclavo con suerte, un prisionero que, en vez de pan y agua, suele almorzar platos a domicilio de 1 deposit casino nz.com restaurantes exclusivos y copas de vino en vasos desechables.
Esa casa nueva de entonces ya no es su casa, ni aquella su mujer, ni aquel su lugar de trabajo, donde aún le adeudan salarios. Miles de médicos, cientos de ellos cirujanos en áreas tan complejas como la suya, esperan el milagro de que las clínicas y hospitales para las que trabajaron, y cuyos dueños ganaron fortunas por sus aciertos quirúrgicos, les paguen al fin. Si él insiste en mantener su identidad anónima es porque teme una represalia de sus antiguos patrones y que el gerente de la clínica mala paga donde trabajó —que acaba de sufragar un contrato millonario de publicidad con un medio de comunicación nacional— reciba la orden de incumplir el acuerdo al que llegaron, apenas por la tercera parte de lo que le adeudan. Esa afrenta no tendría nada de raro, de extraordinario.
Lina Triana Lloreda, presidenta de la Asociación Colombiana de Sociedades Científicas, reconoce que semana tras semana reciben quejas contra empleadores abusivos que les adeudan sus pagos a especialistas médicos. Justo en estos días de finales de abril, los peores desde que comenzó la pandemia por el Covid-19, esa asociación está actualizando el registro de las quejas recibidas, que hasta septiembre del año pasado sumaban 453. Pero la situación es aún más cuantiosa.
Porque, así lo explica Lina Triana Lloreda, cada una de esas quejas no corresponde al incumplimiento de un empleador con un solo especialista médico sino, más grave, con un grupo de ellos. En algunos casos, una sola queja corresponde a la reclamación de cinco, de diez, o de veinte profesionales. Es decir: esas 453 quejas, a las que aún deben sumarse las interpuestas en los pasados siete meses, corresponden a miles de incumplimientos salariales. ¿Cuántos profesionales han sido timados y por cuánto dinero?
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Lina Triana Lloreda admite que aún no lo sabe. Una secretaria dedica el día entero a llamar a los especialistas agremiados para establecer los pormenores de sus reclamaciones. ¿Por qué las clínicas, hospitales y centros de salud no les pagan a sus médicos? La presidenta de la Asociación Colombiana de Sociedades Científicas, cirujana plástica de la Universidad del Valle y experta en rejuvenecimiento y diseño vaginal, lo dice con frialdad, sin anestesia: algunos empleadores no le pagan a su personal de salud porque no tienen el dinero, y otros no lo hacen porque, teniendo el dinero, no les da la gana. Lo dice con esas palabras, como haciendo una incisión ahí, donde más duele. Uno de tantos casos flagrantes es el del Hospital Rosario Pumarejo de López, en Valledupar.
Su gerente, Jakeline Henríquez Hernández, firmó un contrato de aseo y mantenimiento de los jardines y zonas peatonales del centro médico, a pesar de deberles muchos meses de salario a sus empleados. ¿Por qué prefirió embellecer los jardines antes que cortar la maleza de una deuda semejante? El ginecólogo Julio Julio Julio, de la nómina del hospital, lideró las protestas, las reclamaciones diarias. Algunos de sus compañeros sumaban hasta 396 días sobreviviendo sin sueldo. Para el médico, cuyos dos primeros nombres y apellido paterno son el mismo mes, el tiempo parece detenido. Esperar tanto tiempo a que les paguen, dice, es una deshonra profesional, una indignidad humana.
El contrato firmado por Jakeline Henríquez Hernández fue suscrito el pasado primero de enero por ciento diez millones de pesos y por una vigencia de treinta días. En el documento se detalla la contratación de treintaicuatro operarios de limpieza, lo mismo que un largo listado de insumos y sus cantidades, entre otros: 672 kilos de detergente en polvo, 147 litros de hipoclorito, 110 litros de vinagre blanco, 52 litros de alcohol antiséptico, 20 paquetes de papel higiénico tipo jumbo y 62 litros de ambientador, del que no se exige ningún tipo de fragancia en particular. A los empleados sin pago del Rosario Pumarejo de López ese contrato les olió pútrido, nauseabundo, igual que ciertos desechos clínicos, cuya hediondez exige que sean incinerados.
Un día después de la firma del contrato, el dos de enero, Julio Julio Julio fue despedido y le dejaron claro que las puertas de ese hospital, y las del resto de hospitales y clínicas de Valledupar, les quedaban cerradas por haber liderado las protestas, incluida una huelga tras la cual el ministro de Salud y Seguridad Social, Fernando Ruiz, se comprometió a que les pagarían sus sueldos atrasados y a que no habría represalias. Fue al revés: aún no llega el dichoso mes en que a Julio Julio Julio le paguen lo que ya trabajó. Ni a él, ni a la mayoría de sus compañeros.
Ahora, exiliado de Valledupar, el ginecólogo trabaja en Fundación, a 165 kilómetros de distancia, lejos de su familia, enfermo de impotencia. A los médicos nos llaman héroes, dice el ginecólogo, pero se lamenta de que los tratan como a malhechores. El aguacero de aplausos que se desataba en todo el país a las ocho de la noche, desde balcones y terrazas, amainó hace meses, se detuvo. ¿Qué habrá florecido tras esa lluvia de reconocimiento?
Según cifras oficiales, desde que se declaró la pandemia, hace catorce meses, 267 profesionales de la salud han muerto: 88 médicos, 45 auxiliares de enfermería, 21 técnicos de radiología, 16 administrativos, 8 químicos farmaceutas, 6 odontólogos, 4 sicólogos, 3 fisioterapeutas, 3 regentes de farmacia… Uno de tantos fallecidos era médico del Hospital San Francisco de Asís, en Quibdó. Había nacido en Bagadó, a orillas del río Andágueda, en uno de los territorios más pobres y olvidados de Colombia, de donde se extraen toneladas de oro, platino y cocaína. Se llamaba Heandel Rentería Córdoba, tenía cuarenta años y le adeudaban cinco meses de salario. La pregunta merece una respuesta meditada:
¿El abuso, maltrato, fraude, rapacería e indolencia que sufren los profesionales de la salud no son acaso síntomas de la enfermedad social que padecemos, justo en medio de la peor pandemia de la historia reciente? ¿Cómo es que tratamos así a los llamados héroes de la patria?
Jorge Enrique Enciso, presidente de la Federación Colombiana de Sindicatos Médicos, dice que sufre esos síntomas desde hace cincuenta años, desde antes de graduarse de la Universidad del Valle, donde lideró protestas e hizo huelgas de hambre en defensa del Hospital Universitario. A pocos les importó, recuerda él. La mayoría, incluidos sus compañeros, tenían los estómagos llenos. Ni los periódicos, que en esos años se vendían impresos en las esquinas, ni las emisoras radiales, quisieron contar algo de aquello, como si no hubiera ocurrido. Al parecer la mudez de los medios de comunicación es un recurso que sus dueños escogen según sea el caso, lo mismo que escogen la ceguera y la sordera, o la inmovilidad.
Jorge Enrique Enciso dice que la exaltación de todo ese virus de indiferencia también es culpa, en parte, de los mismos médicos, aviesos entre ellos, envidiosos, capaces de un rencor tan dañino, se imagina uno, como la hipertemia, la fiebre de más de cuarenta grados centígrados que puede provocar la muerte o causar secuelas neurológicas severas. Su prescripción se lee como el diagnóstico de una enfermedad crónica. Está probado, dice, que el virus que padece el sistema de salud fue inoculado con la Ley 100 de 1993. Desde entonces la atención pública se convirtió en negocio privado. Y los enfermos, que hasta entonces eran pacientes, se convirtieron en clientes. Y los médicos, que hasta entonces eran profesionales, se convirtieron en obreros.
Según la opinión experta del presidente de la Federación Colombiana de Sindicatos Médicos, más de la mitad de los profesionales están contratados mediante órdenes de servicio, una triquiñuela legal que les evita a los empleadores el reconocimiento de prestaciones laborales: primas legales, vacaciones remuneradas, cesantías y, vaya ironía, cobertura médica. Al parecer, los médicos no tienen derecho a enfermarse. Por eso, aunque estén aquejados de dolencias, se auto medican para cumplir sus jornadas de trabajo, que suelen realizar en dos y tres instituciones distintas, en un esfuerzo por asegurarse un ingreso suficiente que, de todas formas, rara vez reciben a tiempo.
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La médica Ana María Soleibe, vocera del Sindicato Médicos Unidos de Colombia (SIMUC), advierte que otra triquiñuela legal de la que se benefician los empleadores y que pauperiza aún más los ingresos de los profesionales de la salud, es la intermediación de los llamados sindicatos médicos que, en realidad, son oficinas de fachada para abaratar aún más los pagos mediante órdenes de servicio. ¿Quiénes se lucran de esa tercerización? Como si ya no fueran bastante la explotación y el maltrato, las órdenes de servicio se pagan a noventa días, cuando se pagan. Si tienen suerte, los médicos contratados mediante ese modelo cobran el sueldo de un mes en un plazo de tres.
En semejantes condiciones laborales, ¿es lucrativo estudiar medicina en Colombia? Un estudio responde a esas preguntas con certeza. Fue realizado por un grupo interdisciplinario de siete investigadores en 2016 y publicado en la Revista Ciencias de la Salud de la Universidad del Rosario. En total, en uno de los países más abusivos para la profesión médica, se ofrecen 55 programas de pregrado, 18 en universidades públicas y 37 en universidades privadas, todos de entre 12 y 14 semestres de duración. Aunque parezca increíble, el universo de estudiantes colmaría el aforo de los estadios de fútbol de Bogotá, Medellín, Cali o Barranquilla: 45.000 hinchas de la medicina. ¿Cuánto cuesta obtener el título de médico en nuestro país?
En promedio, la familia de un estudiante matriculado en una universidad privada debe invertir unos 80.000 dólares, casi 300 millones de pesos al cambio actual. La familia de un estudiante matriculado en una universidad pública, 54.000 dólares, unos 200 millones de pesos, entre costos de matrícula, asistencia y manutención. Según el estudio, un egresado de medicina puede tardarse hasta diez años de trabajo continuo para recuperar el costo de sus estudios de pregrado. ¿Merece la pena semejante inversión?
Leonardo Gonzáles, ginecólogo y obstetra y líder gremial de Manizales, responde sin duda que sí, pero advierte que la expectativa de un estudiante de medicina no puede ser en absoluto la riqueza fácil, por ejemplo a la que sí pueden acceder, imagina uno, tiktokers, youtubers e instagrameros, esas categorías del entretenimiento automático que logran personificar individuos sin mérito aparente, sin mayor valor creativo, o discursivo, o estético, o artístico. Para que un médico obtenga su título de especialista debe sortear, cuando menos, quince años de máxima exigencia académica.
Según Leonardo Gonzáles, la experiencia del aprendizaje, del descubrimiento sobre la complejidad humana, merecen ese esfuerzo y, justo por eso, cree necesario que la sociedad les asegure a los médicos un entorno laboral con unos mínimos de dignidad, estabilidad y reconocimiento. Parece una pretensión sensata: una sociedad también es lo que decide poner en el centro para que sea admirable, respetable, inspirador. Es el riesgo que suponen las estatuas: porfían, reproducen, iluminan, sin importar que sean de yeso o de carne y hueso.
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Hace unos días, la pediatra Natalia Rincón Agudelo, de la unidad de cuidados intensivos neonatales de la Clínica Buenos Aires, en Valledupar, asistió a un recién nacido con mielomeningocele lumbar, una malformación congénita que deja expuesto el canal de la médula espinal, razón por la cual urge su cierre quirúrgico para evitar una infección del sistema nervioso central. Ella realizó una intubación orotraqueal y trasladó al recién nacido al quirófano. Lo hizo con sus dedos de experta, con la sutileza de quien se reconoce privilegiada de ejercer la profesión de la que se graduó convencida, feliz, hace veinticinco años.
Natalia Rincón Agudelo recuerda que de niña pegaba la oreja al pecho de sus muñecas para escucharles el corazón. Y les tomaba la temperatura, y les ponía suero, y les daba remedios para curarles dolores de estómago y fiebres repentinas. Ella dice que siempre quiso ser médica de bebés. Pero explorar cuerpos tan pequeños, algunos apenas más grandes que sus manos, le impone una concentración y un cuidado extremos. Ella entorna los ojos y avanza con certeza, apretando lo justo, sosteniendo con suavidad, respirando quedo, como si cosiera cáscaras de huevo. En tanta fragilidad, sin embargo, la vida persiste de un modo sorprendente. Los recién nacidos suelen reponerse como no lo hace el ser humano en ninguna otra etapa de la vida.
Nadie que la vea sonreír por los pasillos de los cuatro centros médicos donde trabaja podría imaginar que le adeudan tantos meses de salario. En la clínica Buenos Aires no le pagan hace siete meses, en el hospital Rosario Pumarejo de López hace catorce. En todo ese tiempo agotó sus ahorros y hace una semana, después de mucho insistir, logró hablar con el gerente de la clínica Buenos Aires para pedirle algo de dinero con qué pagar las mensualidades atrasadas del colegio de sus cuatro hijos, cuyas calificaciones no le han permitido consultar. Ayúdeme, le dijo al gerente. Él sonrió impaciente y le dijo que siguiera esperando, que no perdiera la fe, no le dijo más.
Ayer, después de diez días hospitalizado, le dieron de alta al niño con mielomeningocele lumbar. Su madre, una indígena wuayuu, resultó llamarse Pushaina Pushaina, que en lenguaje de su comunidad significa “los de sangre caliente”. Se trata de uno de los clanes indígenas de la península de La Guajira, cuyas matriarcas se identifican con las hormigas rojas. Parece un dato sin importancia, pero quizá sea un guiño invisible en medio de la adversidad, un gesto que le confirma el sentido de su trabajo a la pediatra.
En los territorios wuayuu, en los límites de El Cerrejón, la mina de carbón que produce cientos de millones de dólares cada año, mueren decenas de niños de hambre y de sed. Según las cifras oficiales, 63 fallecieron entre 2017 y 2020. Un censo reciente dice que allí, en mitad del desierto, 784 niños y niñas sufren desnutrición aguda. Pero esa realidad parece muy lejana. En la clínica Buenos Aires están construyendo una torre con cuartos y quirófanos nuevos. Para esas inversiones multimillonarias sí hay dinero disponible, pero no para pagarle los salarios a sus empleados médicos. La ironía se cuenta sola: el ministro de trabajo de Colombia se llama Ángel Custodio. La pediatra guarda silencio, traga saliva y se concentra en sus pacientes.
En veinte años, sólo una vez, durante nueves meses, recibió sus honorarios completos y a tiempo. En sus cuatro maternidades, en todas, la médica de bebés debió trabajar antes de cumplir las dieciocho semanas de licencia remunerada a las que, en teoría, tenía derecho. Algo muy ventajoso debe esconderse entre tantos abusos. Porque a pesar de la insolvencia y del déficit financiero de cientos de hospitales y clínicas, las multinacionales médicas siguen invirtiendo fortunas en Colombia. Quirónsalud, por ejemplo, el grupo de hospitales privados más grande de España, y la compañía alemana Fresenius Helios compraron la Clínica de la Mujer en Bogotá. Antes habían comprado las clínicas Del Prado y Las Vegas, en Medellín, y el Centro Médico Imbanaco y la Unidad de Medicina Reproductiva, en Cali.
No es una metáfora, así se oye: el corazón de los recién nacidos aletea con la velocidad de un colibrí. A veces, mientras los escucha, la pediatra Natalia Rincón Agudelo siente el eco de las máquinas de construcción de la nueva torre. ¿Qué sociedad estamos construyendo? Esa es otra pregunta que merece una respuesta meditada.
* Con el apoyo de la Friedrich-Ebert-Stiftung en Colombia (Fescol). Esta crónica es el resultado del trabajo periodístico de Vorágine. La Fundación Friedrich-Ebert-Stiftung no comparte necesariamente las opiniones vertidas por el periodista ni por las fuentes consultadas.