Con la política de plantar 100 árboles por cada 1.000 interacciones, Luis Felipe Henao Murcia ha sembrado más de 30.000 en toda la Amazonía. Y aunque ni él ni los que le colaboran en Pipe Q-ida, su proyecto, saben si tendrán dinero la siguiente quincena para sus necesidades más básicas, siguen adelante con su sueño.
24 de junio de 2021
Por: Juan Pablo Vásquez / Ilustración: Camila Santafé
Guaviare

I. Intro

La historia de Luis Felipe Henao Murcia es la de un malentendido, la de un exilio familiar, la de un regreso a casa y la del descubrimiento de una pasión. Es un relato crudo que contiene violencia, narcotráfico, desplazamiento y, sin embargo, es contado con una sonrisa en la cara, como reafirmando la creencia de que somos uno de los países más felices del mundo.

Creció en un territorio donde el concepto de Estado era nulo y cuando ese Estado quiso ejercer el papel que le correspondía, los daños colaterales recayeron sobre la población civil. Sin haberse formado un criterio para digerir lo que pasaba, Luis Felipe tuvo que huir hacia lo desconocido y cultivó añoranzas que posteriormente transformó en un proyecto creativo que, además de concientizar, ejecuta acciones concretas para preservar los recursos del principal pulmón de la Tierra, la Amazonía.

Pero no fue fácil y continúa sin serlo. A cambio de la satisfacción de hacer lo correcto y aportar a la construcción de un mejor país, ha tenido que perderlo todo —incluso a su hermano mayor— y soportar amenazas constantes contra su vida. Por eso es que su pasado y presente, sumados a los sacrificios que diariamente emprende para conservar el ecosistema que lo vio crecer, son una luz de esperanza en un contexto en el que conservar la fe parece más un milagro.

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II. Malentendido

Luis Felipe Henao Murcia tenía diez años, pero no le asustaba ver un fusil. Con la misma naturalidad con que los niños de su edad en otras regiones del país veían balones de fútbol o juguetes, él se acostumbró a ver los cañones largos de las armas que colgaban del torso de hombres que vestían camuflado. Estos, casi siempre con una mirada contrariada, algunas veces calzaban botas de caucho y otras veces de cuero. Ese detalle le era útil para distinguir a quién tenía al frente cuando lo frenaban para interrogarlo. Como si fuera un viejo curtido en asuntos de guerra, le formulaban preguntas en tono inquisidor con la esperanza de que aportara algún dato que les diera ventaja sobre el enemigo.

—¿Quién es que es usted? ¿Pa’ dónde va? ¿De dónde viene? ¿Lo frenó alguien de camino? ¿Le ha contado algo a esos? Pilas con abrir la boca, ¿no?

Libre de señales de temor, respondía.

 —Felipe, el hijo de Guillermo y Gloria. Pa’ la escuelita de La Unión. De la casa, señor, ahí monte adentro. No había nadie, eso estaba solo. Nada, no me han vuelto a parar. Claro, claro, como siempre.

Don Guillermo de Jesús Henao y doña Gloria Amparo Murcia, un antioqueño y una quindiana que se enamoraron cuando trabajaban como jornaleros en una finca cafetera, habían llegado al departamento de Guaviare atraídos por el apogeo económico que generó el cultivo de hoja de coca en los noventa. Allí se establecieron en una vereda a la que sólo se llegaba por lancha — ahora existen carreteras irregulares— después de un trayecto de casi 40 kilómetros por el río Unilla desde el municipio de Calamar. En un inicio, el control de la zona estaba en manos de las FARC, específicamente del Frente Armando Ríos del Bloque Oriental, y era común ver a los guerrilleros transitar a sus anchas. Sin oposición alguna, eran la autoridad en un territorio en el que no había asomo del Estado. El aparente sosiego que brindaba este oasis de ilegalidad en la selva pronto se agotó.

Mientras con el cambio de milenio buena parte del país celebraba la puesta en marcha del Plan Colombia, un acuerdo bilateral financiado por el gobierno de Estados Unidos y que entre sus ejes incluía una férrea estrategia contra el narcotráfico, el conflicto en el Guaviare se recrudeció. Los enfrentamientos entre el Ejército y la guerrilla se volvieron costumbre y los retenes a sus habitantes por parte de ambos bandos, sin importar que se tratara de menores o personas de la tercera edad, se incorporaron a la cotidianidad.

Ande recto y nada le va a pasar, mijo”, le repetía don Guillermo a Luis Felipe cuando divisaban a la distancia a los hombres de camuflado. El razonamiento por el que se regía, según el cual no darles problemas a los demás traería la misma consecuencia sobre sí mismo, le había funcionado hasta entonces. Sus respuestas genéricas, que bordeaban la ambigüedad con tal de no darles paso a suspicacias, las pronunciaba de memoria y le servían para evitar disgustos con estos sujetos. A fin de cuentas, la familia Henao Murcia no simpatizaba con ningún actor armado y todos sus miembros, así como el resto de su familia extendida y sus trabajadores, habían eludido a toda costa que se hablara de ellos por algo diferente a su capacidad para laborar la tierra. En principio, no había razones para asustarse.

Sin embargo, un informante —de esos que se gana la vida contando qué vio, cuándo y dónde— demostraría que las palabras de don Guillermo, si bien contenían una alta dosis de verdad en materia moral, lastimosamente no eran una máxima. Y mucho menos en tiempos de guerra.

Era una tarde más del 2005 y la lluvia apenas comenzaba. Luis Felipe y don Guillermo, conocedores ya del fenómeno, sabían que era cuestión de tiempo para que el aguacero arreciara y decidieron acelerar el paso. Un par de kilómetros atrás habían dejado su canoa, cerca de la orilla del río, y se dirigían a su casa tras infructuosas horas sin poder pescar. Unos  militares que estaban a un lado de la trocha por la que caminaban, apenas vieron que se acercaban, les silbaron para que se detuvieran y les hicieron las respectivas preguntas. Lo mismo de siempre, casi sin novedad de no haber sido porque, al igual que ellos, otras personas de la zona estaban siendo también interrogadas. Una de ellas, cree Luis Felipe 16 años después, fue la que los acusó injustificadamente con alias César, el cabecilla del frente que allí operaba y quien tres años más tarde fue capturado en la Operación Jaque.

Unos días después, César se acercó, junto con sus hombres, a la vivienda de los Henao Murcia y les comunicó que había recibido información sobre su supuesta colaboración con el Ejército. Sus palabras generaron un silencio sepulcral. ¿Sería posible? ¿En qué momento? ¿No estaría equivocado? Dicho proceder, continuó explicando, no era admisible y, por lo tanto, se había determinado que eran enemigos de “la causa”. En definitiva, había ido a advertirles: se iban de Guaviare o los sacaba a las malas. No existían puntos medios.

Luis Felipe, pese a su corta edad, aún conserva con nitidez la escena en su memoria.

Su padre, evidentemente afectado por la noticia de la que era portador el líder guerrillero, intentó explicar qué era lo que verdaderamente había ocurrido. De nada sirvió. Los rasgos faciales de César no denotaban indicios de empatía y, por el contrario, su aspecto se endurecía con cada oración que escuchaba. La argumentación de don Guillermo, por más elaborada y convincente que era, nadaba a contracorriente en una misión imposible para vencer la firme postura del cabecilla. Ni apelando a los sentimientos, ni recordando que su escaso patrimonio se restringía a ese pedazo de selva, logró despertar un ápice de humanidad en su interlocutor.

La suerte estaba echada y los Henao Murcia no tuvieron otra opción que engrosar la escandalosa cifra de la Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional, según la cual el conflicto dejó, tan solo en 2005, a 30.090 colombianos desplazados.  

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III. El exilio

El tiempo se convirtió en un padecimiento que transcurría a cuentagotas. Los miembros de la familia, aunque lo intentaron genuinamente, no consiguieron ajustarse a las circunstancias y retos que implica mudarse a una ciudad. 

Don Guillermo, doña Gloria y tres de sus hijos, Luis Felipe, Angie Lorena y Yerson Estiven, poco tenían a su alcance. Contaban con la hospitalidad de la familia materna que accedió a recibirlos en Armenia, luego de un viaje de más de 700 kilómetros, y unas cuantas prendas que alcanzaron a empacar con afán cuando les ordenaron abandonar Guaviare. Eso y sus recuerdos, no más.

Pero estas evocaciones a lo que fue, en determinados momentos se transformaban en una afectación emocional. Por ejemplo, llegada la hora de dormir, el pensamiento de Luis Felipe era asaltado por las imágenes de su profesora Pancha —la indígena tucano que le dictó clases durante sus primeros cursos de primaria—, de sus críticas a la tala de árboles para convertir la selva en potreros ganaderos y de lo enfática que era cuando comentaba la importancia de preservar y no contaminar las aguas del río. Se acordaba también de los chapoteos con sus compañeros en la laguna que rodeaba la escuela y del miedo —que no sabía si a ratos también era emoción— que le producía internarse en los descansos entre todo tipo de árboles y tonos de verde a jugar al escondite.

Al final, luego de todo ese ajetreo mental, sin haberse movido un centímetro en su cama pero con un mar de ideas todavía dándole vueltas en la cabeza, Luis Felipe inexorablemente arribaba al recuerdo de Guillermo, su hermano mayor.

Bautizado con el mismo nombre de su padre y, según los más cercanos, distinguido por su ímpetu y cordialidad, Guillermo Henao Murcia era el primogénito de don Guillermo y doña Gloria. A ojos de sus hermanos menores, además, que lo veían constantemente moviéndose y dedicado con esmero al trabajo, constituía una especie de segunda figura paterna que siempre estaba presto a ayudarlos con cariño y, sobre todo, mucha paciencia. Un ejemplo a seguir.

Como era de esperarse, al igual que el resto de su familia, Guillermo se sintió afligido por el arbitrario destierro que decretó sobre ellos la guerrilla. Maldijo con todas sus fuerzas el momento en el que se vieron envueltos en un conflicto sobre el que no tenían influencia y le reprochó al destino haberlos ubicado en esa selva en donde los actores armados jugaban a ser Dios. Consumido por la abnegación, también guardó unas pocas mudas de ropa en un morral y esperó a que sus papás le indicaran cuál era el  paso a seguir. Fue en ese espacio de unas cuantas horas, mientras su mamá llamaba a Armenia a ver si podía ser bien recibida con su esposo e hijos, que ocurrió un suceso que alteraría completamente la vida de los Henao Murcia. No se sabe todavía cuál fue el punto de quiebre, qué pensó Guillermo hijo sentado en su habitación, cuáles argumentos a favor y en contra analizó, pero con voluntad se acercó a donde se encontraban los demás y sin vacilar les comunicó su decisión: “Si ustedes se quieren ir, háganlo. Yo me quedo”.

IV. Volver al paraíso

Don Guillermo no tuvo tiempo para procesarlo. Fue una llamada concisa, al grano, que lo agarró desprevenido. Le dijeron lo que le tenían que decir, sin mayores detalles, y se despidieron. A medida que pasaron los segundos después de haber colgado, aún con el teléfono entre sus manos, lo invadió un frío que se le trepó velozmente por la espalda y le dificultó organizar los pensamientos que iban y venían. No tenía claro si era tristeza, o impotencia, o ambas, pero ciertamente sentía algo que nunca había experimentado.

Aunque allá me vayan a matar, yo recojo el cadáver. Eso sí, me despido de ustedes sin saber si volveré”, les dijo a su esposa y tres hijos. Don Guillermo sabía los riesgos que corría y que posiblemente podían costarle la vida, pero no estaba dispuesto a ceder un paso más. Ya la guerra, el miedo y las amenazas lo habían privado de mucho, pero no le impedirían recuperar el cuerpo del mayor de sus hijos para darle santa sepultura.

Guillermo Henao Murcia falleció en 2008 cuando regresaba de un viaje en el departamento del Meta. Fue un accidente de tránsito. El temor de su familia de que las FARC pudieran hacerle algo desde que optó por permanecer en Guaviare nunca se materializó, pero sí los despojó de la tranquilidad que tanto pretendieron cuando fueron desplazados. Esa falta de sosiego llegó a un final con su muerte y, paradójicamente, el luto que acompañó su deceso se volvió una oportunidad de oro sin que se dieran cuenta.

De vuelta en la tierra que alguna vez llamó hogar, don Guillermo fue recibido sin hostilidades. Eso lo sorprendió. El recuerdo que dejó su hijo en los habitantes de Calamar y veredas aledañas fue tan grato que los servicios religiosos no fueron suficientes y se organizaron múltiples eventos para conmemorar a Guillermo. Muchas personas, jóvenes y viejas, se le acercaron a expresarle su solidaridad y condolencias, y a decirle que veían en su hijo a un potencial líder positivo para el municipio, de esos a los que se les notaba la madera para ser alcalde. Le comentaban del día que les ayudó con este tema o la vez que les solucionó aquel otro asunto y, por lo general, lo hacían sonriendo. Eso aligeraba el peso que cargaba a cuestas don Guillermo.

Entre nombres, caras, voces, abrazos, miradas condescendientes, saludos, pésames, rezos, palmadas en la espalda, anécdotas y lamentos, las nociones de tiempo y lugar se volvieron borrosas para don Guillermo y, sin saber cómo, terminó conversando con uno de los hombres de alias César. Por un breve lapso, del que no es capaz de dar pormenores, estuvo cara a cara con uno de los causantes del exilio familiar. Aceptó con resignación la solidaridad que este manifestó por la pérdida de su hijo y, con una docilidad que desconocía, se tragó los señalamientos y putazos que acumuló durante tres años. Había ido a darle un último adiós a Guillermo y no a pasar factura. 

Una declaración del guerrillero lo sacó del letargo y lo sorprendió.

—Vea, don Guillermo, nosotros con ustedes la embarramos. Ya averiguamos y nos dieron razón que fue un malentendido. Disculpas no va a recibir, pero sepa que puede volver cuando quiera. Si quiere, desde ya podría quedarse.

—¿Qué? ¿Me está hablando en serio?

—Sí, créame. Si le interesa, vaya y llame a su señora y sus otros hijos. Que empiecen a coordinar la venida. Ah, y otra cosita. Ustedes pueden volver, pero sólo a Calamar. Olvídese de lo que tenían en la vereda. 

—¿Y la casa?

—No pida tanto, don Guillermo. Mire que lo estamos dejando volver. Más bien agradezca.

Su tragedia y la de su familia tomó un tinte menos funesto en cuestión de segundos. Viajó con la incertidumbre propia de un desterrado y sin procurar obtuvo la redención. Un giro de 180 grados que los transportó de vuelta a la tierra prometida, la misma que trabajaron por años y que les fue negada por un chisme malintencionado. 

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V. Verde que te quiero verde

Lo esperaban ansiosamente Sebastián y Gonzalo, los gemelos. Ellos, cuando les contaron que su primo volvía y que además iba a vivir en Calamar, se pusieron de acuerdo en que el primer plan del reencuentro sería llevarlo a Pozo Azul, el balneario del pueblo. Era el lugar de ocio predilecto en esa población de casi 9 mil habitantes. Por eso, aquel sábado de noviembre de 2008 permanecieron atentos por horas y no hubo aburrimiento que los persuadiera de regresar a sus casas desde la plaza principal. Su paciencia fue premiada apenas el bus asomó su trompa por una de las esquinas. Ambos corrieron a recibir a Luis Felipe frente a las oficinas donde vendían los pasajes de transporte intermunicipal. Él, con una mano cubriendo su cara del fuerte sol que golpeaba al mediodía, se bajó y no tuvo tiempo de saludar, porque inmediatamente le entregaron una toalla de algodón y una pantaloneta de fútbol.

De las tantas oportunidades en las que fue al río —la casa que habitó con sus padres y hermanos durante los años siguientes estaba justo en la orilla—, esa ocasión sobresale por encima del resto. Y ese valor agregado, que incidiría de ahí en adelante, no estuvo en lo que vio sino en las ausencias que notó.

En el balneario había mucha gente, casi toda conocida, que lo identificó y le dio la bienvenida. Entre más se adentraba en la muchedumbre, más rostros reconocía y le daba la impresión de estar devolviéndose al pasado. La calidez y serenidad que tanto persiguió y no encontró en Armenia, llegó sin contratiempo cuando aún no cumplía una hora de haber llegado. Guaviare lo estaba acogiendo de nuevo.

Sebastián y Gonzalo le gritaron, ya sumergidos en el río, que dejara tanto saludo y se metiera con ellos.

La temperatura del agua era idéntica, pero notoriamente menos transparente a cómo Luis Felipe la recordaba de su infancia en la vereda. A causa de la turbidez, no se podían ver los peces nadando entre los pies de los bañistas y advirtió que en la ribera tampoco había frondosos arbustos y limbas altas desde donde lanzarse. Gozó de ese chapuzón con sus primos como si fuera la primera vez, pero no pudo obviar que estaba retornando a casa y le daba la impresión de que estaba incompleta. La mano del hombre, pensó.

(…)

2009. Un palo de madera y dos metros de cabuya eran suficientes para sostener la antena. Esta rústica tecnología —garantizaba una cobertura de dos kilómetros a la redonda— le permitía llegar a los radios de todos los calamarenses aunque su audiencia se limitaba a los estudiantes de la Institución Educativa Técnica Carlos Mauro Hoyos (Inacamaho) que, distraídos mientras comían su merienda o correteaban en el patio, escuchaban la voz de Luis Felipe por el parlante que colgaba sobre la puerta de uno de los salones. Desde que tenía uso de razón, incluyendo las esporádicas e intensas alegrías que vivió en la vereda antes de que los desplazaran, ese fue el primer momento en que palpó la plenitud de hacer lo que verdaderamente le gustaba. Además de salir más temprano al recreo y volver 30 minutos después que los demás niños a clase, había algo en la sensación de ser escuchado por muchos que le producía una inmensa satisfacción. En su cabeza mantenía un diálogo con cada uno de ellos pese a no tener claro qué era lo que les quería decir.

Y mientras lo averiguaba, escarbando en su interior para saber cuál era esa otra cosa que le apasionaba junto con la comunicación, resolvió que transmitiría los recados que otros le pidieran que difundiera. Para algo debía servir su osadía. Estipuló un costo de 500 pesos por cuña radial y Contacto Inacamaho —como bautizó a la emisora— no demoró en inundarse de solicitudes de compañeros y jóvenes de otros cursos. Por lo general eran saludos de uno a otro porque había un amor oculto, retos por alguna rivalidad deportiva o invitaciones inocentes a regresar acompañados caminando a casa después de la jornada escolar. “Arturo le manda un saludo a Leidy, que le parece muy simpática. José Gregorio invita a los del grado décimo a que se le midan a una revancha porque el partido pasado lo ganaron de chiripa. Y Susana le pregunta a Fermín que si se ven a la salida para devolverse juntos”, se le escuchaba decir.

El proyecto sólo duró unos cuantos meses ya que el Ejército se apropió de la emisora para reproducir la campaña de desmovilización del gobierno de Álvaro Uribe Vélez (“Guerrillero, desmovilícese. Colombia y su familia lo esperan”). Aun así, la corta vida de Contacto Inacamaho fue suficiente para que Luis Felipe se diera a conocer y muchos lo vieran de la misma forma que años atrás vieron a Guillermo, su hermano mayor. Sus bromas y risas, pero sobre todo la intrepidez con la que asumió la iniciativa, le abrió las puertas de los grupos de danza y teatro, la pastoral juvenil de la Iglesia católica y el consejo estudiantil. Se convirtió en el niño con el que todos querían estar, al que las mamás usaban de ejemplo para señalarles a sus hijos lo que era una buena amistad, esa influencia que animaba al resto a querer superarse, el deber ser.

(…)

2012. Telecalamar era un precario canal de televisión local. No podía presumir una amplia parrilla de programación y sus no muy fieles seguidores lo sintonizaban cuando la señal de los grandes canales nacionales fallaba. Se sostenía con lo justo, cada mes era una competencia contra el tiempo por rebuscarse los recursos para continuar transmitiendo, pero podía jactarse de que quienes estaban involucrados en su funcionamiento lo hacían con todo el pundonor, metidos de lleno con alma y corazón.

Uno de ellos era Luis Felipe. En su último año de bachillerato, ya próximo a graduarse, su profesora de matemáticas le hizo una propuesta que le resultó muy atractiva.

— Ole, ¿a usted no le gustaría ayudar en el canal? Capaz hasta le den un programa y todo.

—¿En el canal de su marido, profe? ¿No me está molestando? 

—¿Para qué voy a molestarlo con eso? Vaya hoy después de clase y habla con él. Dígale que usted es el muchacho del que le conté.

Casi que con las uñas produjo y dirigió un programa de música y actualidad al que llamó Videoclip. Dada la imposibilidad de poderse conectar a internet en Calamar —la red sólo funcionaba intermitentemente en horas de la madrugada— tenía que manejar 75 kilómetros en moto hasta San José para descargar los siete u ocho archivos de video que proyectaba por episodio y guardaba en una memoria externa que llevaba siempre enganchada a sus llaves. Lo que en su pueblo tardaba horas, allí lo alcanzaba en pocos minutos. Una vez terminaba, posponiendo cortamente su regreso, aprovechaba la conexión para leer noticias, navegar en redes sociales y actualizarse con el contenido que entonces se generaba. 

De esta forma dio con la plataforma YouTube y los jóvenes que ya empezaban a acaparar la atención de sus usuarios, los youtubers. Eran de diferentes países, muchos no llegaban a la mayoría de edad, como él, y hacían maravillas con tan solo una cámara y su desparpajo. Eso fue una revelación para Luis Felipe; saber que existían más personas con intereses similares y que los explotaban al máximo. En el trayecto de vuelta a Calamar se imaginaba desempeñándose a la par de personalidades consagradas como los mexicanos Gabriel Montiel y Mariand Castrejón, y el chileno Germán Garmendia. ¿Podría él dedicarse a lo mismo? ¿Qué lo diferenciaría de ellos? ¿Valdría la pena intentarlo? No demoró en dar con una conclusión. Sí quería hacerlo, pero con un solo propósito: ayudar a su comunidad, a Calamar y al Guaviare.

(…)

2016. A su labor era difícil designarle un cargo. Él barría, recogía cables, grababa, editaba, escribía, presentaba y actuaba. Desde que Telecalamar cesó su operación el año anterior y su propietario —el esposo de su profesora— le cedió la personería jurídica a Luis Felipe, Jefferson, Cristián, Jhon Jairo y Jhon Edwin, quienes eran los colaboradores del extinto canal, entre todos se distribuyen las múltiples tareas. Como ya sucedía antes, los inconvenientes para mantener a flote el proyecto persistían y cada uno se vio obligado a recurrir a diferentes trabajos para financiarlo y, en paralelo, llevar comida a sus respectivos hogares y pagar el arriendo. Si querían hacer lo que disfrutaban, no tenían otra alternativa distinta. Emprender no es para cualquiera y siendo pobre, en una región en que los incentivos nunca se ven, la cuesta se vuelve más empinada. Sin embargo, el gris panorama no fue eficaz en sus intentos por desanimarlos.

Cuando recibieron el canal y sus equipos —se comprometieron a pagarlos a cuotas—, los cinco acordaron que iban a modificar el rumbo y orientar sus esfuerzos a algo más grande que entretener al pueblo. Se reunieron para discutirlo, llovieron las ideas, pero nada los convencía a todos. Determinaron que lo correcto era preguntarle a su audiencia, sus paisanos,  cuáles aspectos y problemáticas les gustaría que se trataran en el naciente canal. Recibieron todo tipo de respuestas, pero encontraron un patrón. La inmensa mayoría presentía que el Acuerdo de Paz, que entraba en su recta final de negociación después de casi cuatro años, abriría un inmenso boquete para que se atentara contra el ecosistema. Este razonamiento tomaba mayor fuerza en las veredas, especialmente las que estaban más alejadas del casco urbano. Según su lógica, con las FARC fuera del mapa a raíz de la entrega de armas, el monopolio del poder quedaría flotando en el aire, por lo que la explotación de los recursos dejaría de estar supeditada a autorizaciones de la guerrilla. Una especie de anarquía ambiental que curiosamente era prevenida por los actores ilegales.

Eso definió su búsqueda, la línea editorial sería exclusivamente sobre medio ambiente y su propuesta sería Pipe Q-ida. Sí, por Luis Felipe.

(…)

2021. Lo que inició con cinco jóvenes pronto se volvió un prototipo que muchos quieren emular. Ya hay niños que ven a Luis Felipe y sus amigos por las calles y les confiesan que cuando crezcan quieren dedicarse a proteger la naturaleza. Los avances de las comunicaciones en la última década permitieron que los videos que Pipe Q-ida publica semanalmente en sus redes sociales impacten a miles de personas. Con drones, cámaras de última tecnología, apoyo de celebridades y la experticia que trae el tiempo, la calidad de su trabajo fue mejorando y, en consecuencia, han podido captar la atención de más personas. La influencia llega también a otras corporaciones y entidades, entre las que se encuentra la misma alcaldía, que han aprendido de estas acciones y ahora impulsan campañas para la custodia y mantenimiento de fuentes hídricas y zonas verdes. 

Y otros países también han recibido el mensaje. Antes del inicio de la pandemia, el proyecto representó a Colombia en Londres durante la asamblea anual de One Young World, una organización sin ánimo de lucro que reúne miles de jóvenes para estudiar y plantear soluciones a las principales problemáticas que enfrenta el planeta. Luis Felipe, que viajó como vocero de Pipe Q-ida, se dirigió a un auditorio repleto de miradas expectantes y con la ayuda de un traductor compartió los aprendizajes que había recolectado desde que comenzó su custodia incesante del Amazonas. Algunas de las amistades que allí entabló se han convertido en sus patrocinadores y, especialmente, en una comunidad que intercambia permanentemente conocimiento. De igual forma, el proyecto se ha ganado un nombre en la región gracias a sus aliados en México, Venezuela, Perú y Ecuador, así como por los estudiantes de distintas nacionalidades que se inscriben en los talleres que se dictan semestralmente sobre cómo ser agentes de cambio en sus comunidades. 

Con la política de plantar 100 árboles por cada 1.000 interacciones, Pipe Q-ida ya alcanzó el hito de sembrar más de 30.000 en toda la Amazonía. Y cada jornada es una nueva oportunidad para reclutar defensores de su causa. Por eso siempre incorporan a los alumnos de la escuela más cercana y les enseñan, de forma práctica y divertida, las razones por las que ellos, como guaviarenses, deben cuidar la fauna y flora. Echando mano de otras áreas del conocimiento, como la robótica que emplearon con los niños y adolescentes de las zonas rurales de San José el pasado mes de febrero, hacen pedagogía y aseguran que la conciencia de las nuevas generaciones no ignorará problemáticas a las que muchos adultos hoy les dan la espalda. Son estos momentos, rodeados de risas e inocencia, los que sirven para dimensionar la magnitud de la contribución que hacen.

Yo me emociono cuando ustedes los periodistas me llaman para entrevistarme, créame. Pero no se compara con las veces en las que llegamos con arbolitos a una vereda y los niños saltan, gritan y nos saludan como si fuéramos sus héroes. Eso sí que dan ganas de llorar. Uno se da cuenta que tanta vaina vale la pena”, asegura Luis Felipe.

Esa “tanta vaina” a la que hace referencia no es nada distinta a la realidad. Pese a liderar un proyecto creativo que con discreción mejora ostensiblemente la calidad de vida de los habitantes del Guaviare (y de millones de colombianos), Luis Felipe no vive materialmente mejor y sus días no están exentos de sufrimientos. Hace dos años fue secuestrado por un grupo disidente de las FARC a unas pocas cuadras de su casa y de la estación de Policía en Calamar. Él y sus compañeros han soportado amenazas de bomba por su papel activo al comunicar lo que ocurre con la selva del Guaviare. La hija de su pareja, que tan solo tiene seis años, ha padecido comentarios intimidatorios en los videos que publica con sus amigos y en donde invita a cuidar el planeta. 

Y no sólo es el peligro a su integridad y la de sus allegados, también son las fatigosas condiciones de subsistencia. Luis Felipe, como las demás personas que conforman Pipe Q-ida, no saben si tendrán dinero en la siguiente quincena para sus necesidades más básicas. Muchos menos tienen certeza de si su proyecto podrá sobrevivir. La sostenibilidad de su sueño, el que construyeron conjuntamente a punta de esfuerzo y persistencia, está en juego cada 24 horas. Es una sensación de inquietud permanente.  

Luis Felipe, en todo caso, lo acepta con estoicismo. Los números del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM) en 2020 revelaron que Guaviare es el segundo departamento más deforestado del país, con cerca de 14.000 hectáreas perdidas a manos de la intervención humana (que sería como un tercio de Medellín) y él entiende que la mejor forma de encontrar soluciones no es ahogándose en las complejidades que afronta. Confía en que sus esfuerzos y privaciones rendirán frutos. Quizá ahora el destino se reivindique y sí le dé la razón a don Guillermo cuando afirmaba que andar recto siempre termina bien.

* Esta crónica hace parte de la serie periodística “Ciudadanos de a pie”, realizada por Vorágine con el apoyo de la Fundación SURA, que impulsa iniciativas diversas para el desarrollo colectivo en Colombia.

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