Paramilitares, terratenientes y miembros de la clase política hostigaron a la comunidad días antes del múltiple homicidio ocurrido el 17 de octubre pasado. Aquí, detalles relevantes e inéditos que antecedieron al crimen.
8 de noviembre de 2020
Por: José Guarnizo / Ilustración: Angie Pik
Masacre en sucre

El sábado 17 de octubre de 2020, los paramilitares llegaron a la finca Los Caracoles, desembarcados de una chalupa que había navegado libremente por el río San Jorge, en la remota Ciénaga de Amansaguapo, en San Marcos, Sucre. Iban con la misión de matar.

La tarde se asomaba sobre Caño de Viloria, como llaman a esta vereda de unas 200 personas que viven en los alrededores de la ciénaga. Los hombres armados llevaban una lista con cinco nombres de líderes indígenas y campesinos a quienes les habían encomendado asesinar, así como ocurría en las épocas más cruentas en las que operaron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Dicen que tenían fotos de sus víctimas por si era necesario buscarlas casa por casa..

Lo que sucedió en aquellos instantes todavía es confuso. Pero hay algunas pistas. Los paramilitares pidieron cédulas a los miembros de la comunidad, dispararon, mataron a cinco personas, dejaron un mensaje de terror en las parcelas de Viloria, allí donde quedaron dos de los cadáveres. Tres más aparecieron a un kilómetro de distancia.  

Solo hasta el día siguiente se vinieron a saber los nombres de las víctimas: Luis Cochero Alba, Darwin de Hoyos Beltrán, Arquímedes Centenaro, Óscar Javier Hoyos Banquet y Julio Hoyos Moreno, todos indígenas Zenú y campesinos. Estos dos últimos —padre e hijo— estaban en el caserío por casualidad, los habían invitado a comer pescado frito y a que visitaran las tierras.

En los terrenos donde se presentó la masacre hay un asentamiento de la tribu indígena Zenú, que pertenece al cabildo Arawak. Allí la Agencia Nacional de Tierras (ANT) adelanta un proceso administrativo de deslinde y de saneamiento de los predios. Aún no hay una decisión definitiva. Se trata, en consecuencia, de un territorio en puja sobre el que una familia de ganaderos tiene intereses. Los reclaman como suyos. Ellos son Rafael Antonio Rivera Hoyos y Rosa María Rivera Hoyos, hermanos y dueños de un criadero de toros bravíos. Santa Helena, se llama la reconocida empresa bovina. El nombre de Rafael aparecerá en la investigación de este reportaje más adelante.  

Los indígenas, por su parte, han alegado que nadie puede tener propiedad sobre estos territorios por ser baldíos y cenagosos, y aseguran que en el caso aún no hay sentencia judicial que los obligue a desalojar. Comentan, además, que llevan toda una vida trabajando en cultivos y pesca y que le han venido pidiendo al Estado que les siga permitiendo como derecho legítimo usufructuar la tierra, esa que además consideran ancestral.

El gobernador indígena Pedro Rafael Rebolledo, capitán mayor del resguardo Tolúviejo, que se extiende por los departamentos de Sucre y Bolívar, muestra, adicional a lo anterior, una sentencia de la Corte Suprema de Justicia (la 7318 del 6 de junio de 2018), que reconoce los territorios ancestrales de la etnia Zenú, basados en un título de la colonia. Los ganaderos, no obstante, han intentado sacar a la comunidad a como dé lugar. Y para ello siempre han contado con el poder de los funcionarios locales.

Rodrigo Ramírez Salazar, defensor de Derechos Humanos y miembro del Movice (Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado), dice que es allí, en el río San Jorge, donde se está dando una conflictividad que está dejando campesinos e indígenas amenazados y asesinados, en medio de la total impunidad. La masacre es apenas uno de esos hechos.

Afirma que esta es una problemática regional que tiene unas características comunitarias e históricas de las que habló en el pasado el sociólogo Orlando Fals Borda. “Él describía a estas comunidades como anfibias, es decir, indígenas que aprendieron el arte de la pesca y la agricultura. Estos playones y territorios ribereños han sido ocupados  ancestralmente por indígenas y campesinos”. Y los terratenientes, a partir de los alambres de púas, han extendido los linderos, con sus cercas, según la tesis de Ramírez. “Cuando baja el caudal se apropian de los territorios baldíos para utilizarlos para los ganados”.

Un estudio que el pueblo Zenú hizo en alianza con el Ministerio del Interior en 2014 decía que desde la costa Caribe hasta la Mojana sucreña se observaban grandes extensiones dedicadas a la ganadería extensiva, principalmente pertenecientes a latifundistas que se han apoderado de las tierras que otrora aseguran eran del pueblo indígena. “En su afán por expandirse y ante la ausencia de control por parte de las autoridades ambientales, estas personas han logrado apoderarse de más porciones de tierra, incluso han drenando los cuerpos de agua de los Complejos Cenagosos del Bajo Sinú, San Marcos y la Mojana sucreña, atentando de esta manera contra nuestra propia vida”. En contraste, los ganaderos acusan a los indígenas de robo de ganado.

Tres días después de la masacre, en San Marcos se reunió toda la institucionalidad del departamento en un consejo de seguridad. El vocero fue el gobernador de Sucre, Héctor Espinosa Oliver. Más allá de lamentar los hechos y de ofrecer una recompensa de 50 millones de pesos para dar con los responsables de la masacre, llamó la atención que de entrada hablara de líos de tierras en la zona, como si estuviesen atados al acto criminal. Lo del gobernador no fue espontáneo, es un tema evidente en el territorio y de ello se habla entre dientes. Para nadie es un secreto que ahí están las pistas de la masacre.

“Quiero anunciar que se instalará una mesa permanente con todos los actores  de la sociedad civil para la problemática de tierras en la región del San Jorge, que nos permita identificar problemas, prevenir y darle seguridad a todos, tanto a dueños como reclamantes”. Vorágine intentó hablar con el gobernador para que ampliara este tema pero su jefa de prensa, Luz Victoria Martínez, se limitó a enviar un audio con estas declaraciones. Dijo que Espinosa estaba muy ocupado.

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La huida del capitán

Cuentan que un miembro de la comunidad se salvó de la masacre en Los Caracoles porque se hizo el muerto. Ensangrentado hizo como si ya hubieran acabado con él. “Cómo será esta masacre tan grande que yo no la alcanzo a descifrar (…) cayó ‘Raimundo’ y todo el mundo, eso no tiene perdón de Dios”, dice.

Uno de los blancos de los paramilitares no estaba en ese momento en el predio. Era el capitán indígena Carlos Arturo Valerio Betín, quien se enteró de la masacre en el pueblo de San Marcos. Centenaro, uno de los indígenas asesinados, le había dicho horas antes al capitán que fuera hasta Viloria para unas diligencias. Por cosas del destino Valerio no pudo desplazarse hasta allá porque tenía que cobrar unas platas en otro lugar. “Ya me encuentro a salvo. No tenía protección, demoré escondido, estoy vivo por milagro de Dios, ¿oyó?”, le dijo Valerio a Vorágine, mientras huía con rumbo desconocido.

¿Quiénes estuvieron detrás de esta masacre vagamente reseñada por la prensa nacional? Dos semanas antes de que mataran a estas cinco personas,  exactamente el 5 de octubre, un grupo de hombres que se movilizaba en al menos tres camionetas había ido a la misma tierra a intentar desalojar a la comunidad.

Lucían armas terciadas a la espalda. Uno de aquellos hombres se quitó un sombrero y se puso una gorra del Gaula del Ejército. Los tipos que venían con este sujeto quemaron ranchos y tumbaron casas de tablas. Aunque parecía un operativo no había una orden judicial, según Valerio.

Ese momento quedó grabado en un video. En las imágenes se ve cuando el capitán Valerio, vestido ese día con un pantalón verde, camisa blanca y sombrero, le reclamó al hombre de la gorra. Le dijo que no atropellara a los indígenas y le advirtió que el procedimiento era ilegal.

—Ustedes van a ser los responsables de todo lo que pueda  ocurrir y no lo permita Dios. Si alguien se llega a morir, ya sabe uno—dijo airadamente. Tres de los indígenas que aparecen en el video fueron víctimas de la masacre ocurrida menos de dos semanas después.

 Y así fue. Diecinueve días después ocurrió la masacre. A Valerio lo llamaron por teléfono para contarle de la tragedia y decirle que a él también lo estaban buscando para matarlo. El capitán cuenta que se asomó a la ventana y que vio a varios tipos en motos que merodeaban afuera. Y decidió escaparse por la parte de atrás de la casa en la que estaba.

El estrés y los nervios lo dominaban. Se pasó de patio en patio y fue a dar a la estación de Policía de San Marcos. Pidió ayuda y protección. Pero pasaron las horas y los agentes no le dieron ninguna solución. Se fue del pueblo.  “No he sabido más nada. Anteanoche llegué a una parte, anoche llegué a otra. Y hoy viajo para otro lado”, relata.

Le preguntamos a Valerio si había recibido amenazas antes de la masacre.

 “Amenazas pero de los ganaderos, amenazas de que nos iban a matar. Desde que entramos a ese predio, nos dijeron que nos iban a ‘pelar’, que nos iban a… tirar al río, que nos iban a encontrar ‘babiados’, que nos iban a desaparecer”.

Una pregunta que muchos se hicieron el día de la masacre fue quiénes realmente eran esos hombres en camionetas —uno de ellos con gorra del Gaula— que habían ido a la comunidad dos semanas antes. En los videos se identifican plenamente dos vehículos. 

El primero es una Totoya Land Cruiser, blanca, de placas MMA137. Vorágine encontró que se trata de un carro que está a nombre de Robert Adolfo Arabia Diazgranados, conocido en la región como ‘El Mono’, un primo del alcalde de San Marcos, Anuar Yamil Arabia Ortega. Contactamos al mandatario para preguntarte por la presencia del carro de su familiar ese día en Los Caracoles pero no respondió a los mensajes.

La otra camioneta es una Nissan Nevara doble cabina, de color gris Oxford, de placas MBQ311. Esta aparece a nombre de Rafael Antonio Rivera Hoyos, uno de los hermanos dueños de la Ganadería Santa Elena en San Marcos, quienes reclaman la tierra.

No era la primera vez que intentaban sacar a los indígenas de allí. Hay varios antecedentes. Dos días antes de la masacre, el amenazado capitán Valerio le envió una carta al secretario de gobierno de San Marcos, Rodolfo Enrique Hernández, reclamando por un procedimiento policivo que el funcionario había adelantado para presionar la salida de la comunidad de los predios.

En el documento, este líder indígena le explicó a Hernández que existe un proceso en la ANT y que, hasta que no se surtiera, resultaría ilegal cualquier tipo de medida. El secretario no quiso referirse al tema en concreto tras el llamado de Vorágine. Por su parte, la ANT declaró que en la entidad no había solicitudes por parte de las personas que lamentablemente fueron asesinadas en el episodio. Sin embargo, confirmaron lo dicho por el capitán Veloria respecto a que allí se estaba adelantando un proceso de deslinde. La directora Myriam Martínez reiteró que, hasta que no se termine el proceso, no cabe lugar a ningún desalojo. Y la misma advertencia les ha hecho a los privados, frente a que no tienen por qué correr linderos tomando tierras que son del Estado.  

Vorágine recogió testimonios que indican que a comienzos de octubre, antes de la masacre, en la alcaldía de San Marcos hubo una reunión. Estuvieron todas las autoridades y ganaderos de toros de lidia. Fue en el despacho de la alcaldía, estaba el secretario de gobierno, el personero, el alcalde Arabia. Dijeron que el ganado que había allá era robado, de mala procedencia y que estaban dispuestos a todo para desalojar a los indígenas, explicaron al menos tres fuentes concordantes, dos de ellas oficiales. El secretario de gobierno no desmintió la existencia de esta reunión. 

Días después, la alcaldía de San Marcos prestó la chalupa ambulancia del centro de salud de San José para intentar otro desalojo a los mismos predios donde ocurriría luego la masacre. Los indígenas tampoco se fueron de allí ese día.

El ambiente se fue tornando más tenso. Y fue entonces cuando aparecieron unos panfletos firmados por el bloque Virgilio Peralta, una organización paramilitar conocida como Los Caparrapos. En dichas líneas amenazaban directamente a los campesinos que reclamaban tierras.

A finales de octubre también repartieron en Sucre otro panfleto firmado por las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC). Allí señalaban como objetivos a organizaciones sociales, líderes indígenas y los movimientos políticos Mais (Movimiento Alternativo Indígena y Social)  y Colombia Humana. Hay varios indicios conocidos por Vorágine que relacionarían a este grupo armado ilegal con la masacre de San Marcos, en contubernio con otros sectores. De acuerdo con inteligencia militar, en la zona solo se ha registrado presencia de las AGC, también conocidas como Clan del Golfo. 

 La persecución a los líderes indígenas y campesinos no ha tenido tregua. Es una especie de ley del exterminio. Cuatro días antes de la masacre, le hicieron un atentado a Hernando Benítez León, reconocido líder campesino reclamante de tierras del municipio de San Benito Bajo, colindante con los predios donde ocurrió la masacre. 

Estaba de paso en la llamada Casa Campesina cuando en la puerta fue abordado por dos hombres que venían en una moto negra. Le dispararon cinco veces. Por fortuna solo una bala rozó su cuerpo. Los demás proyectiles perforaron la puerta. Benítez León es un hombre de la tercera edad, que representa al comité campesino de su municipio. Aunque ahora cuenta con protección, sus días se han tornado insufribles.  

El terror que están implantando los paramilitares tiene como escenario las ciénagas, esas mismas que cumplen funciones importantes en el ecosistema: retienen grandes cantidades de agua y regulan los caudales de los ríos. Ambientalmente es un paraíso, un majestuoso lugar donde encuentran refugio especies migratorias de peces y aves.

Los playones, por donde las comunidades campesinas e indígenas pescan para subsistir, juegan un papel importante también en el mantenimiento del hábitat para la fauna silvestre y de peces. “Los ríos y caños son los corredores biológicos que unen el sistema entre sí y se constituyen en los principales caminos para el agua y para los organismos acuáticos”, dice una investigación de María Aguilera para el Banco de la República. “Los bosques inundados, conocidos como zapales, actúan como retenedores de sedimentos provenientes de los ríos San Jorge y Cauca y como productores de materia orgánica para los sistemas acuáticos”.

Las comunidades indígenas, presas del terror, han venido saliendo de la zona. “Unos se fueron por los lados de Ayapel (Córdoba), con sus niños, sé que han pedido ayuda pero no les han dado ninguna. San Marcos hoy es una ‘olla podrida’”, relató una fuente. Se habla de más de 30 familias desplazadas.

“Matan barbaridades de gente, nos masacran, nos tiran al río, la misma Policía dice que no llamen pa’ que recojan los muertos, esos pasan flotando por el río. Y todo queda impune”, comenta un campesino que teme hoy más que nunca dar su nombre.

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