10 de abril de 2022
Pedro
Pedro nació sin casa, prácticamente sin padres. Su madre biológica vivía en Calamar, un pueblo del Guaviare, y tuvo una relación corta con un soldado, quien desapareció cuando la dejó embarazada. Un par de meses después Gloria Stella llegó a Villavicencio y comenzó una relación con un hombre llamado Édgar. Dejó a su hijo al cuidado de su nueva pareja y, tal y como el soldado, desapareció. Édgar, a su vez, tampoco tuvo reparo en dejar a la criatura al cuidado de su sexagenaria madre. Durante su infancia, Pedro se sentiría un hijo de nadie.
El niño solo recibió el apellido de Édgar. Lo demás fueron rechazos, silencios, agresiones, desprecio. Una frase aún lo hiere. Se la gritó Édgar encolerizado muchas veces: «¡Maldigo la hora en que lo crie, lo debí haber dejado morir!». Pedro llegó a pensar que eso hubiera sido lo mejor. Hasta se inventaron y le hicieron creer que siendo bebé lo habían bañado en aguamala. Supuestamente nadie se había dado cuenta de que un bicho maligno, tóxico, ponzoñoso, se había muerto justo en el balde donde almacenaban el agua para bañarlo. ¿Cómo puede un niño olvidarse de un relato semejante? En su caso no hubo agua que lavara ese recuerdo.
Su abuela de crianza, María Belarmina, trató de educarlo como pudo, de darle cariño. A pesar de sus cuidados, los otros adultos de la casa lo humillaban y recriminaban, le recordaban que era un recogido, sin papá, sin mamá. Era tanta la pobreza que su ropa, hasta los zapatos rotos, eran herencias desechadas de los otros niños de la casa, a quienes él insistía en llamar primos, aunque ellos lo llamaran Pedro. Pedro a secas, como nombrando a alguien distante y desconocido. Todo lo suyo, incluso el trato, era de segunda, ajado, roto, sucio. No importaba si una camisa, un pantalón o unos zapatos le quedaban grandes o pequeños. Pedro no se quejaba, soportaba. Su talla era la de una mansa resignación.
En Navidad, mientras los demás niños recibían risueños regalos envueltos en papeles de colores, él debía resignarse a mirar en silencio, a imaginar ese gozo de los otros como quien contempla un postre que no le darán a probar. «Él es regalado», le decían los adultos de la casa a quienes lo veían ahí, en silencio, desnudo de atenciones. Un regalado sin regalo. Los niños de la familia repetían la crueldad de los mayores y la multiplicaban entre risas y gestos de desprecio, con una necedad que nada tenía de infantil.
En la escuela, mientras aprendía a leer y a escribir, comenzó a diseñar un plan para fugarse de aquella casa que no era la suya. En un gesto de audacia, acrecentado por tanto sufrimiento, dejó de ir a clases. Hubo un mes en que faltó todos los días y nadie se enteró, sus profesores no sabían a dónde ni a quién llamar. Sus razones le bastaban, lo recuerda ahora. No era solo la ropa roída, el maltrato diario, las humillaciones. Una vez sus zapatos tan viejos y apretados se abrieron como si gritaran. Sus compañeros se rieron de él y lo señalaron burlones. Fue la gota que rebosó la copa. Los pies al descubierto lo animaron a huir.
Ese día, en vez de ir a esa casa que no era la suya, siguió hacia el río Guatiquía, cuyo nombre viene del profundo cañón por el que discurre desde los bosques de niebla de la cordillera oriental hasta los pastizales de los Llanos Orientales. Allí, a la ribera, se sentó a llorar. Y algo se llevaron esas aguas y se hundió en su torrente.
María Belarmina, su único amparo, murió cuando Pedro tenía doce años. Él dice que ha sido el único entierro al que ha asistido. Nunca más volvió a un cementerio. Lloró. Lloró más que los propios hijos y nietos de sangre de aquella mujer. El vacío de su ausencia se le instaló en el vientre como una de esas pesadas piedras a la orilla del Guatiquía, un vacío que dolía y le atirantaba las entrañas. Él aún llora la muerte de ese pariente que, sin serlo, resultó el más cercano y entrañable. ¿Qué le depararía la vida desde ese momento?, ¿podía la existencia ser más cruel y dolorosa?, se preguntó.
Sin la abuela tuvo que aprender a cocinar. Muchas veces, con cualquier excusa, se iba para la casa de algún compañerito y hacía tiempo hasta la comida para que le ofrecieran algo, lo que fuera, unas cucharadas de sopa, un poco de arroz, un trozo de carne, las sobras de alguien. A los doce años, el hambre acumulada de días no admite escrúpulos y hasta las miradas de curiosidad tienen una luz de súplica, de silencioso ruego.
Incluso ver televisión tenía algo de heroico. Pedro se paraba en puntas de pie y se asomaba por la ventana de un vecino a contemplar esa caja de los sueños donde otros, quién sabe dónde, bailaban, saltaban, comían hasta hartarse y se abrazaban gozosos, con fondos de música y sonrisas. A veces, esas escenas de película se terminaban de golpe, después de que una mano impaciente cerraba de un portazo la ventana. El rechazo lo perseguía.
Nada envejece tanto a un niño como el abandono. El primer trabajo de Pedro en la calle fue cargando mercados en la plaza por la mañana, y lavando carnicerías en la tarde. Se acostaba oliendo a sudor y sangre de vaca. En esos trabajos lo solían compensar con una libra de huesos o media libra de carne, rara vez ambas cosas. Él aprendió a diferenciar los vegetales y las frutas magulladas que, aunque deslucidas de brillo y sucias, aún podían lavarse y comerse. La precariedad suele enseñar más que la opulencia. De tanto insistir, Pedro aprendió a vivir.
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Un tiempo después comenzó a vender menudencias de pollo, que compraba a precio de desecho, las ofrecía a gritos, cacareando de aquí para allá, picoteando insistente antes de que el sol pudriera aquella mercancía sanguinolenta, revuelta con agua en el fondo de un balde de plástico. Las vísceras de pollo no vuelan así que decidió comprar pacas de papel higiénico, se las echaba al hombro y las ofrecía con la sugestiva frase de que vendía aquello, papel higiénico, porque quería una vida más limpia. Al parecer, por puro interés, su padrastro le ayudó a conseguir una carretilla para que vendiera cubiertos y enseres de cocina: tazas, vasos, coladores, cernidores, cucharas, ralladores… Esos trabajos no prosperaron y el plato más común en su mesa siguió siendo el hambre, la escasez. Aquel último intento de supervivencia marcó el final de la relación con Édgar, al que encaró como si fuera un hombre, capaz de advertencias y de iras, y no un niño alto. Le juró, mirándolo a los ojos, sin que le temblara la voz, que nunca más dejaría que lo maltrataran.
A los trece años descubrió el amor del mismo modo en el que un animal perdido encuentra de repente un resquicio por donde entrar a un refugio, donde ya no llueve y todo es cálido, seguro, silencioso. Un amigo se la presentó. Era una joven tres años mayor que él. Dora cuidaba a unos bebés ajenos en una casa a las afueras de Villavicencio, él comenzó a hacerle visitas después de vender bisutería y oropel, sus mercancías de esos días. ¿De qué hablaban? De todo y de nada hasta bien entrada la noche como lo hacen los prendados de amor. Una vez se le hizo muy tarde y ella lo dejó quedarse en la sala de esa casa ajena. Nada pasó, no esa vez.
La siguiente noche Dora tomó su mano y le enseñó, palmo a palmo, la profundidad de lo que parecía tan cercano, tan inmediato. Lo adentró en los laberintos del amor. Pedro, conocedor de la nomenclatura de las calles, nunca se sintió más perdido, pero también más encontrado, sin saber dónde era arriba ni dónde abajo. Por dos meses vivió como un adulto, saliendo a trabajar en la mañana y regresando al lado de su mujer en las noches. Ella, tras dormir a esos niños ajenos, se acostaba a su lado y de nuevo, palmo a palmo, repetía las lecciones para las que Pedro cada vez necesitaba menos instrucción. Tras el éxtasis tan breve del amor se dormían abrazados, él lo recuerda, como si fuera posible que un cuerpo desnudo fuera su hogar, su único lugar en el mundo.
Pero la dicha mudó pronto en desdicha. Un tío de la joven, que ya sabía de sus amoríos, les impuso condiciones. Como se creían tan grandes, y el trabajo de Pedro como vendedor ocasional no era suficiente, se lo llevó a una finca a cinco horas de Villavicencio. El adolescente nunca había viajado tan lejos y se asombró cuando pasó por Granada, después por Vistahermosa y terminó en un corregimiento de este llamado Piñalito. Él no lo sabía, pero se lo habían llevado a trabajar como peón de carga al corazón de los dominios de la guerrilla de las Farc en el Meta.
Su labor, le explicaron con rudeza, era recolectar hojas de un arbusto bajito y verdoso y empacarlas en costales. Solo después de un tiempo supo que esas eran plantas de coca y que su trabajo era el de un raspachín, como se conoce a los campesinos que cosechan las hojas con las que, después de un largo proceso de maceración y purificación química, se obtiene el clorhidrato de cocaína. En las tardes, antes de que oscureciera, Pedro debía recoger yuca y plátano, o bajar hasta el pueblo a comprar víveres y carne para los treinta trabajadores que dormían en la finca, todos expertos raspachines, capaces de deshojar un arbusto de coca en un santiamén, con la rapidez de un enjambre de langostas. Cada semana, a cambio de tanto esfuerzo, recibía un pago insignificante que, con la dignidad de un novio enamorado, le enviaba a la mujer que consideraba suya sin dudas, sin miedo, feliz.
Por un tiempo todo pareció ir bien hasta que los comandos guerrilleros que pasaban por la finca comenzaron a presionar a los raspachines más jóvenes para que se unieran a ellos, les prometían armas, dinero, ropa y comida. Algunos se entusiasmaron, Pedro no. Los fusiles a la espalda, las pistolas al cinto y las caras amenazantes de los guerrilleros, sus voces enojosas, mandonas, sin atisbos de cercanía, le recordaron a su familia de crianza, distante, insensible, humillante. Otra vez, tal y como había hecho de niño, comenzó a planear una manera de escapar de aquellas lejanías en las que los guerrilleros decidían qué hacer, cuándo y cómo. Una vez los dueños de la finca le dieron permiso para viajar a Villavicencio con el compromiso de que volviera. Él tomó sus pocas pertenencias, se subió a un bus y jamás regresó.
Tras esos meses en la finca cocalera, Pedro alquiló una habitación en un sitio al que llamaban La Pajarera en Villavicencio. Antes de eso, cuando vendía cosas en la calle, pasaba por las ferreterías del centro de la ciudad y sabía que ahí podía trabajar como cotero, cargando bultos y materiales. Se instaló en las afueras de la ferretería El Triunfo para ofrecer sus servicios de fortachón experto, aunque su cuerpo hambriento lo contradijera. Cargaba cemento, varillas, listones, cal, urea, arena, cuñetes de pintura, tubos y cajas. Con las propinas lograba reunir lo suficiente para pagar la pieza cutre en la que dormía y que a él, con catorce años, en vez de mazmorra le parecía un castillo.
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Otro de los trabajos que hacía de forma esporádica era el de ayudante de camión. Cada quince días, el dueño lo recogía muy temprano para pasar a las ferreterías del centro y la plaza de mercado por los encargos que le hacían de pueblos vecinos. Hacia allá partían, deteniéndose cada tanto para que Pedro entregara las encomiendas, algunas más grandes que él, pero no que sus fuerzas de cotero entrenado. Era una buena paga, a pesar del cansancio, pero solo ocurría dos veces al mes, así que Pedro debía volver a la ferretería en la Plaza de San Isidro a esperar la santa providencia de alguien que lo contratara. Un día se le apareció el diablo vestido de sotana y se ofreció a regalarle unos buenos zapatos, así le dijo, viéndolo tan niño y musculoso, casi descalzo, con los ojos hambrientos.
Fue un día sin clientes, el cielo ennegrecido, y en los bolsillos ni una sola moneda. En aquellos días, un pocillo de café costaba cien pesos, un almuerzo mil. Esa mañana la única certeza era el hambre. Un automóvil Chevrolet Sprint color gris llegó a El Triunfo. El hombre que se bajó era alto, corpulento y de unos cuarenta años. Vestía pantalón oscuro y saco con cuello de tortuga. Al bajarse fijó la mirada en uno de los niños que aguardaba ahí, con los ojos suplicantes. Era Pedro, de unos quince años de edad. El hombre le habló. Le pidió que le cuidara el carro, después le preguntó cuánto le cobraba por cargarle unos bultos. Él respondió con una frase manida: «Lo de la gaseosa, jefe».
En la ferretería el sujeto del saco de tortuga compró arena y otros materiales. Pedro los fue subiendo al pequeño vehículo. El hombre parecía maravillado con la fuerza del muchacho: «Uy, qué fuerte», dijo en voz alta y después le preguntó la edad. El tipo resultó ser el párroco del barrio El Estero, de la Iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de los cautivos y, en Colombia, de los presos en las cárceles, hombres y mujeres. Y así estaba Pedro, preso del hambre y la soledad.
Ese sacerdote se llamaba Javier Guillén Urrego y quiso saber más del joven: dónde vivía, con quiénes, si estudiaba. De pronto, en medio del alud de preguntas, hizo una pausa tras escuchar la respuesta de que vivía solo, en un cuarto que él mismo pagaba como podía, porfiando, haciendo fuerza. El sacerdote insistió interesado: «¿Y dónde están tus padres?». Pedro dijo que no tenía, que no los conocía. Guillén Urrego lo repasó de pies a cabeza y se detuvo en sus zapatos deteriorados, con una sonrisa le preguntó cuánto calzaba. Luego, todavía sonriendo, le dijo que lo buscara en la parroquia porque iba a regalarle unos nuevos.
Pedro era un menor de edad que reunía tres de los cuatro patrones de una potencial víctima de abuso sexual clerical: varón, pobre, proveniente de una familia disfuncional. El cuarto es que las víctimas generalmente son monaguillos, pero él hasta este momento no había tenido ningún contacto con la Iglesia.
A los quince días Pedro fue a buscar al padre Javier a la iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes. Este lo hizo seguir por un portón grande a lo que parecía la casa cural, le sirvió un vaso de jugo y comenzó a responderle preguntas que el adolescente no había hecho. El sacerdote trató de acercarse y el menor tuvo que echarse para atrás. El hombre le dijo, como leyendo un pasaje de la Biblia: «Usted no debería estar trabajando en eso, bebé». Nadie había llamado al joven de ese modo. El padre le trajo unos zapatos talla treinta y nueve y se los entregó sonriendo. No eran nuevos, pero estaban en buen estado. Antes de que se fuera, el sacerdote le dijo que regresara la semana siguiente para regalarle ropa.
Pedro volvió por ella. El párroco de Nuestra Señora de las Mercedes lo hizo seguir, pero esta vez lo llevó a una habitación de la casa. Allí comenzó a aconsejarlo, a decirle que tenía que terminar de estudiar y que él le ayudaría con lo que necesitara. Mientras hablaba se iba acercando más y más. Al ver que el joven lo esquivaba, le dijo como en una confesión: «Ay, bebé, no tengas miedo, esto es normal». Tras lo cual comenzó a inducirlo con otra sarta de promesas: que iba a regalarle plata para que pagara dos meses de arriendo del cuarto en el que vivía y también que le enseñaría a manejar carro. Le dijo eso y le pidió un beso. Pedro se negó. El padre le dijo que darle un beso no lo iba a volver homosexual. A continuación le dijo que iba a darle el dinero del arriendo, pero que volviera para regalarle un mercado.
El tercer encuentro tuvo lugar en la misma habitación, pero esta vez el abusador había puesto a rodar una película pornográfica en el televisor. Pedro cree que el sacerdote tenía fascinación por los niños de ojos claros. Varias veces le dijo: «Ay, esos ojos». De pronto se sacó el pené erecto, se lo mostró, le dijo que se lo tocara, que eso no tenía nada de malo. Le repitió que eso no iba a volverlo gay. Como vio que el infante no reaccionaba a sus pretensiones volvió a hacerle una promesa para inducirlo. Le aseguró que iba a regalarle un reloj. Pedro nunca había tenido uno. El sacerdote señaló hacia abajo y le dijo que besara su miembro. «Si quiere se puede venir a vivir conmigo», le dijo en tono santurrón y solo le faltó jurar por Dios que cumpliría sus promesas.
La siguiente ocasión que se vieron el religioso fue más rudo. Empezó a manosear a Pedro e intentó penetrarlo. El joven se quitó, pero el cura lo puso de nuevo de espaldas. Le dijo que no le iba a doler y volvió a repetirle que eso no lo iba a convertir en homosexual. El sacerdote lo intentó varias veces. El día que por fin lo penetró, Pedro quedó somnoliento, como quien sabe que ha perdido la cordura, el sentido del cuerpo y de la mente, como si estuviera ebrio. Caminó al cuarto donde vivía y lloró. Lloró, lloró y lloró. Aquel lugar ya no le pareció un castillo sino la mazmorra que era, sucia, estrecha, deshabitada. Tirados en el suelo, los zapatos que Javier Guillén Urrego le regaló parecían señalarlo con un gesto sucio y doloroso, burlón. Él juró que jamás le contaría esa experiencia a nadie. El hambre, la necesidad, lo hicieron volver a la parroquia de Nuestra Señora de Las Mercedes, patrona de los cautivos. Ahora Pedro estaba cautivo de un abusador.
El sacerdote se fue volviendo cada vez más cruel. Era grosero con Pedro, fue perdiendo cualquier pudor. Le pedía que lo abofeteara o que le jalara el pelo. Después de cada promesa de bienestar que le hacía, Pedro accedía asqueado a complacerlo y en su interior pedía que esos momentos pasaran rápido, sin salpicarlo. Él recuerda que todo aquello era como lanzarse al vacío y, tras el vértigo, sentir el dolor del golpe contra el suelo, el entumecimiento que parece preceder la muerte. Pero incluso el horror puede terminar siendo admisible o cuando menos soportable de un modo rutinario. Con los años, el párroco le confió varios de sus asuntos personales. Se lo llevaba hasta Bogotá y lo hacía esperar, impecablemente vestido y de un modo reverencial, sin ninguna aprehensión, en las oficinas de la curia, a donde asistía a reuniones que solían comenzar con rezos y bendiciones, delante de cristos con los rostros salpicados de sangre y coronados de espinas que los miraban en silencio.
Un tiempo después, el sacerdote formalizó una relación con un adolescente de la edad de Pedro, también de ojos claros y sin padres, abandonado a su suerte. A ese muchacho le patrocinó los estudios, le compró una moto y le pagó el alquiler de un apartamento. Guillén se ordenó sacerdote el primero de mayo de 1998 y en su archivo constan solo dos nombramientos como párroco en San Cayetano, en el barrio Danubio, desde 2005, y en Nuestra Señora de la Salud, en el barrio Gaviotas, desde 2010 hasta su muerte el 26 de diciembre del 2019. Para deslegitimar la génesis de la historia de Pedro, la Arquidiócesis de Villavicencio omite responder dónde estuvo el sacerdote entre 1998 y 2005. Llama la atención que la denuncia de Pedro contra Guillén no es la única. El 22 de marzo de 2016 otra persona lo denunció en la curia por abuso sexual a menor de edad. A pesar de esto, el cura continuó en su parroquia hasta su deceso.
No hay día en el que Pedro no se dé látigo por la vida a la que lo indujeron, al punto de que considera que fue su error el delito que cometió una persona adulta contra su integridad: «Es que no fueron cinco, diez años. Fue casi toda mi infancia y mi adolescencia. Toda esa vida, yo sabía que llegaba diciembre y él era el primero que me iba a regalar para comprar ropa así ya no tuviéramos nada». Fueron casi veinte años en los que le prometió que le ayudaría con su educación. Eso nunca ocurrió. Guillén, cuenta Pedro, fue más generoso con su novio, quien «está peleando la pensión» del fallecido sacerdote.
Joel* era la pareja oficial, pero sabía de la existencia de Pedro y de otros más que se veían beneficiados con la generosidad del sacerdote, que en el fondo es la de todos los feligreses que a diario comparten un poco del dinero fruto de su trabajo con la ofrenda parroquial. «Tenía la maña que se hacían asados en la casa, llegaba la gente, iban los amigos más allegados y prácticamente todos habían tenido relaciones con él», cuenta Pedro. No obstante, asegura, él tenía su código de conducta: «El man decía que nunca se metía con alguien de la parroquia, del colegio o de otro sacerdote».
Pese a la cercanía que tuvieron a Pedro nunca le llamó la atención adentrarse en la vida de la parroquia. No perteneció a ningún grupo pastoral. Pocas veces pisó los templos. Las casas curales, propias o arrendadas, fueron siempre los sitios de reunión. En alguna ocasión, Guillén le propuso que entrara al Seminario, que él podía recomendarlo con el arzobispo Alfonso Cabezas Aristizábal. Como el joven sabía que el sacerdote era vendehumo no le paró bolas.
—La gente de la comunidad, ¿conocía estas historias? —le pregunté a Pedro.
—Me imagino que sí, la gente notaba que solamente entraban muchachos. Pero él era muy serio. Hay otros que sí eran muy afeminados. Él era activo, los activos son más serios, no se les nota mucho la cosa. Pero, cuando estaba solo, ahí sí era «ay, bebé».
Tantos años al lado de este sacerdote, le permitieron a Pedro escuchar algunas expresiones que Guillén utilizaba contra monseñor Óscar Urbina Ortega: «Este hijueputa arzobispo no sirve pa’mierda. Solo le da a los consentidos de él. Ese solo le gusta ayudarle a los jóvenes. Si usted no le pasa plata no lo tiene en buena parroquia». Había otro sacerdote, del que más adelante les contaré, que decía lo mismo, según Pedro: «Se emborrachaba conmigo y decía que al arzobispo tocaba pasarle tres o cuatro millones de pesos mensuales para que lo tuviera en una buena parroquia». Quise preguntarle a monseñor Urbina por estas y otras acusaciones, pero no fue posible. En uno de mis viajes a Villavicencio me citó a la curia y una vez allí me canceló la cita.
*Este capítulo tuvo la autorización de Editorial Planeta para ser publicado.
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