La denuncia la hacen tres jóvenes, entre 19 y 23 años, capturados en Barranquilla en una marcha del paro nacional. Durante el encierro, según las víctimas, los desnudaron, los manosearon y, a uno de ellos, por ser homosexual lo obligaron a practicarle sexo oral a dos reclusos.
25 de julio de 2021
Por: Diana María Pachón, Laila Abu Shihab Vergara / Ilustración: Camila Santafé
Violencia sexual policia

“A veces mi mente se nubla y no encuentro motivos para seguir en pie. Hay días en que no quisiera levantarme y noches en las que quisiera dormir temprano para no pensar. Intento distraerme, pero ganan aquellos recuerdos de los peores momentos que he vivido. Uno de aquellos me persigue hasta en mis sueños sin darme descanso, en él soy la presa viva de aquel cazador que quiere ver cómo una hiena devora a su presa. Esta pesadilla se vuelve cada vez más fuerte y me hace más débil. Y ese joven fuerte que fui antes de aquella madrugada en la celda, se va desapareciendo”. 

Lee y luego calla. Son las únicas palabras que ha escrito después de lo sucedido. Baja la mirada para evitar que se delate la humedad en el cristal de sus ojos, pero los lacrimales, que no se dejan llevar por la voluntad sino por el sentimiento, no aguantan más la presión. Camilo* se limpia rápido y rompe el silencio para ofrecer excusas. Confiesa que no le gusta mostrar su llanto, ni siquiera a la psicóloga a quien acude semanalmente después de aquella madrugada. 

Lee de nuevo una de las frases: “Soy la presa viva de aquel cazador que quiere ver cómo una hiena devora a su presa”. Y agrega: “Ese cazador es el guardia de la policía que nos llevó a la celda y les dijo a los demás prisioneros que nos violaran para que aprendiéramos a no ser unos tirapiedras. Fue por él que viví eso”. 

El viernes 21 de mayo, en la mañana, la madre de Camilo le pidió que ese día desistiera de ir a la marcha, pues el instinto materno “que no falla”, como suelen decir las mamás, la estaba alertando sobre un peligro. Camilo, considerando que ese instinto no era más que el miedo exagerado por lo que les pueda suceder a los hijos, le prometió cuidarse, no alejarse de sus amigos y tampoco meterse en líos (aunque esta última sobraba porque él, con 19 años, les tiene miedo a las calles solitarias después de ser atracado en una ocasión, a los taxistas porque varias veces se le insinuaron sexualmente, y más les teme a las riñas, nunca ha participado en alguna al no tener el espíritu ni el material físico para ser un peleonero). 

Ocho jóvenes, entre los 18 y los 25 años, tomaron un bus desde el pueblo de Galapa, donde viven, para ir a Soledad, otro municipio que es siamés de Barranquilla. En el centro comercial Plaza del Sol se unieron a los manifestantes. No se reportaron quejas durante el trayecto, solo las normales por la congestión en el tráfico causado por el bloqueo de la vía. Una hora y media más tarde llegaron a las inmediaciones del Estadio Metropolitano. 

Ya de noche, las nubes de gases lacrimógenos inundaron la atmósfera. Tos, ardor en el rostro, llanto, ahogo, correrías, perdidos llamando a otros perdidos por medio de gritos o por el celular. En medio de esa nube de gases se fueron encontrando los amigos dispersos. De los ocho solo faltaba uno que entró en shock cuando en medio del plantón intentaron atracarlo. No hay detalles de cómo sucedió, pero el susto fue suficiente para que fuera trasladado a la brigada de salud. Gracias a una llamada de Michael Mesino, defensor de derechos humanos y miembro de la Fundación Defender la Libertad, se enteraron del paradero del amigo. 

Aprovechando la ausencia de carros cruzaron por debajo del puente peatonal para recoger a su amigo. Aún quedaban manifestantes a ambos costados de la avenida. En ese momento se aproximó una caravana de motos de la policía, y luego cayeron piedras sobre los uniformados. Inocentes y culpables huyeron después del ataque. Camilo y los demás olvidaron al amigo en shock, y casi entran en shock ellos mismos cuando vieron acercarse las motos. Corrieron hacia distintas direcciones. Tres de ellos hacia el barrio Los Girasoles. Mario* logró escabullirse. Otro, Antonio*, cuando iba a entrar a una casa en la que le brindaron refugio, fue visto por una de las motos de los policías. El dueño de ese hogar, con una niña en brazos, intentó cerrar el pasador, pero los nervios no le permitieron controlar los movimientos de la mano. Uno de los policías se bajó rápido de la moto y pateó la puerta lanzando al suelo al señor y a la niña. Ante la algarabía, algunos vecinos salieron y una señora grabó un video hablando del maltrato al hombre, y también de la golpiza que le propinaron al manifestante perseguido.

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Otras motos llegaron. Entre siete patrulleros tumbaron a Antonio, y con bolillos le golpearon la cabeza y la espalda. Lo recogieron y lo subieron a la moto. Una mujer (eso está registrado en video) le pidió sus datos, y estaba tan atontado y adolorido por la golpiza, según dijo, que no recordó ni el dato más elemental, como es el número de cédula.

Mientras Antonio era golpeado a bolillazos, Camilo corría y corría por las calles de ese barrio intentando huir de las motos. Al ver su sombra en el suelo rodeada de luces amarillas que venían de atrás comprendió que era una carrera perdida. Luego sintió un golpe fuerte en la espalda que lo lanzó al suelo. En ese momento de dolor intenso intentó respirar, pero el tapabocas se le pegó a los labios y perdió el conocimiento por unos segundos. Otros nuevos dolores lo sacaron de la inconsciencia, los policías le pisaron las manos, le pellizcaron las tetillas, y uno le propinó un cachetadón. Cuando le quitaron el morral, le dijeron que se fuera. A Camilo los pies no le respondieron, se sentía aturdido. Así que los uniformados se lo llevaron con una advertencia, que iba a ser apuñalado en la nalga, según relató el joven.

Al ver que sus compañeros eran conducidos, Mario, que hasta ese momento estaba escondido, se entregó sin resistencia, y también fue llevado al CAI cercano al Estadio Metropolitano. Eran aproximadamente las 9:30 de la noche. Los tres aseguran que los uniformados que estaban allí amenazaron con desaparecerlos. 

Como en las fotos de delincuentes mostradas en la televisión, exhibieron a los manifestantes al lado de una mesa con el contenido de los morrales: banderas de Galapa, leche para el ardor de la piel en caso de gases, vinagre para evitar el ahogo por los mismos gases, y máscaras con filtro. Un oficial con rango más alto les preguntó, mientras grababa un video, si habían sido maltratados durante el operativo. Antonio, que aparte de los golpes tenía la muñeca de la mano hinchada y sangrante por las esposas de seguridad, se quejó. El oficial paró la grabación e insistió en responder lo más “conveniente” para todos, si no quería demorarse en ese encierro esperando los resultados de una investigación. Ya los tres, viéndose rodeados como estaban, y temiendo consecuencias peores, respondieron tal y como se les pidió. 

Después de permanecer alrededor de dos horas en ese CAI fueron trasladados a la Unidad de Reacción Inmediata (URI), y de ahí, durante las primeras horas de la madrugada, a la estación Soledad 2000. Este lugar, además de ser estación, es una especie de sucursal de una cárcel, con tres celdas que han recibido a unos 60 prisioneros acusados de varios delitos, entre ellos homicidio y extorsión. Es una medida que tomó la ciudad para evitar los hacinamientos en los centros penitenciarios durante la pandemia de Covid-19.   

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“La maldita pesadilla”

Camilo se culpa por la suavidad de su voz, por los movimientos ligeros de sus manos cuando habla, por la delgadez de su cuerpo, por ese rostro de niño que se está haciendo adulto y aún conserva rasgos de inocencia y ternura. Se lo dijeron los reclusos antes de abusar de él, mientras le tocaban la espalda, los hombros, las nalgas. 

Antonio también se siente culpable: “¿por qué no defendí a nuestro amigo?, ¿por qué después de aguantar tantos golpes no recibía unos más para librarlo?”. Piensa y repiensa todos los días. Cada pensamiento es como la tortura de la gota de agua que cae sin cesar sobre la cabeza hasta romper el cuero cabelludo y martillar el cráneo.

La culpa de las víctimas es peor que la de los victimarios.

Al llegar fueron trasladados, sin registro de ingreso, a la zona de las celdas. En el pasillo, el guardia golpeó el bolillo contra los barrotes para despertar a los adormilados reclusos, y anunció a voz en cuello la llegada de “carne fresca” para que se divirtieran como se les antojara. Se armó una algarabía en la que empezaron a pujar por los recién ingresados, no con plata sino con amenazas: “métalos acá para chuzarlos”, “no, acá para violarlos”, “si entran en esta no salen”, recuerdan haber escuchado los jóvenes.

“Después de que se diera a conocer la denuncia ante la Fiscalía por la supuesta agresión a los capturados, el encargado de custodiar las carceletas fue reasignado de sus funciones dentro de la estación mientras finaliza la investigación preliminar. Si se tiene el material probatorio, el funcionario podría ir a una audiencia disciplinaria”, aseguró el subcomandante de la Policía Metropolitana de Barranquilla, coronel Carlos Julio Cabrera.  

Cuando el guardia abrió una de las celdas, veintiún internos formaron una calle de “honor” para darles la bienvenida. Los muchachos recibieron la orden de despojarse de la ropa. Al principio, considerando que más bien era una sugerencia, avanzaron vestidos, y el terror  se acrecentó cuando vieron muchas manos abalanzarse sobre sus camisas, sus pantalones, y luego puños y palmadas sobre sus cuerpos casi desnudos. Ya ellos, sin ayuda, se quitaron la ropa interior y avanzaron por el estrecho camino que conducía al baño. Antonio sintió que habitaba una realidad que no coincidía con la suya. Su día estaba planeado: ir a marchar, regresar a Galapa y cumplir el antojo  de comprar un perro caliente aprovechando que tenía algo de dinero. “Siempre hay contratiempos, por supuesto, pero lo que estaba viviendo era una maldita pesadilla”, recuerda.

Camilo, que iba atrás, veía los pasos lentos de sus amigos con la cabeza gacha por la humillación de la desnudez obligada. Todos sabían, por series y películas, de la fama de los baños de las cárceles, y ahora eran protagonistas de un episodio traumático en el que no había posibilidad de cambiar el canal o apagar el televisor.   

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En ese lugar custodiado por la policía con la misión de imponer la ley, el orden y la legalidad, los prisioneros consumían marihuana, cocaína, y otras drogas que los jóvenes no conocían. Algunos tenían navajas, puñaletas hechas a mano, e inclusive unas cuchillas de afeitar en las páginas de una Biblia. Además tenían celulares, cuentas de Nequi y Supergiros para recibir el dinero de extorsiones (se dieron cuenta de eso cuando les pidieron llamar a los familiares para pagar 50 mil pesos por cabeza si no querían salir en peores condiciones). No se logró concretar la extorsión. 

El pasillo humano se desvaneció cuando los tres entraron al baño, y se convirtió en un círculo estrecho alrededor de ellos. Los obligaron a hacer sentadillas, y las mismas manos de antes se abalanzaron como queriendo despojarlos ahora de la piel. Les agarraron las piernas, los glúteos, les pellizcaron los miembros, les dieron palmadas. Y los jóvenes no podían chistar, solo seguir de arriba hacia abajo, y aguantar sin quejarse. Después los obligaron a bañarse sin que cesaran los golpes. 

“Al gordo no lo toquen que tiene cara de serio”, ordenó el que parecía ser el jefe de la celda. Mario sintió la pugna entre el alivio y la tristeza de verse librado mientras sus amigos lo soportaban todo. 

Antonio fue arrinconado entre tres contra un muro, uno le dio una cachetada que le hizo voltear la cara, y los otros aprovecharon para ponerlo de espaldas, mirando la pared. Él gritaba que lo dejaran en paz, y movía brazos y piernas al azar intentando atinarle a alguno de los agresores. “Te vamos a violar”, le dijo uno al oído, y le metió un dedo en el ano. 

Se fue la luz. Apenas pasaban unos rayos del alumbrado público por entre las rendijas de la celda. A Antonio lo empujaron al suelo, sobre una sábana, y lo obligaron a cerrar los ojos. Escuchó que a Mario le pidieron lo mismo. Antonio se cubrió la cabeza con un brazo, y aprovechó la apertura entre el codo y la mano para identificar lo que pasaba en la penumbra. En el centro de la celda logró ver a Camilo rodeado de hombres que le tocaban el cuerpo. Él no decía nada, se veía petrificado quizá por el miedo. “Confiesa que eres marica”, “eres lindo, tienes cara de niño”, “si te portas bien no le pasará nada a tus amigos”, le decían entre susurros. El joven afirmó con resignación moviendo la cabeza y se dejó conducir al baño. 

Uno de los reclusos se dio cuenta de que Antonio estaba mirando, y temiendo que defendiera a su amigo le puso una navaja en la cara con la advertencia de cortársela si se le ocurría hacer algo. Luego le dirigió la cara hacia el baño. “Esto te va a pasar”, decía el hombre de la navaja lamiéndole las orejas y la cara. 

Camilo estaba arrodillado frente a un hombre que tenía los pantalones escurridos y que decía, “¿si ves que eres marica?”. El arrodillado no podía ni quería responder, estaba cumpliendo la condena para salvar de la misma pena, o una peor, a sus compañeros. Cuando el hombre terminó, entró otro y se bajó de la misma manera el pantalón. Un momento después el líquido lechoso llegó a la boca del agredido. Por fin, cuando quedó solo, se acurrucó y, conteniendo las lágrimas, rezó. No lo había hecho en mucho tiempo al dudar de la existencia de un Dios, pero en ese abandono de la ley humana, no halló más remedio que acogerse a la fe.

Según un informe elaborado por Temblores ONG, Indepaz y el Programa de Acción por la Igualdad y la Inclusión Social de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes (PAIIS), desde el inicio del paro nacional hasta finales de junio se registraron 35 hechos de violencia sexual, de los cuales 22 fueron contra mujeres, 10 contra hombres, uno contra un hombre homosexual, uno contra una persona no binaria, y otro caso sin identificar. “Hemos observado los siguientes patrones que dan cuenta de la sistematicidad de estas prácticas: los hechos han ocurrido en lugares cerrados que son propiedad de la Fuerza Pública como los CAI, las URI, las estaciones y los vehículos de la Policía. Los hechos se han registrado en conjunto con otros tipos de violencia policial como retenciones, agresiones físicas, hostigamientos y violencia verbal. El rango de edad de las víctimas está entre los 17 y los 30 años”, dice el informe. A esta cifra hay que añadir el caso de la patrullera que fue objeto de tocamientos en Cali, el 29 de abril, por parte de manifestantes.  

Desde que comenzó el paro, el 28 de abril, contra la población LGBTIQ se han presentado 17 casos de violencia en todo el territorio nacional, entre ellos 7 de agresiones sexuales. Estos últimos datos hacen parte de un informe de la corporación Caribe Afirmativo que ha trabajado en conjunto con Colombia Diversa. 

Durante el paro nacional el país se estremeció con el caso de Alison Mélendez, una joven de 17 años que se quitó la vida después de denunciar haber sido agredida sexualmente por cuatro miembros del Esmad en Popayán, el 12 de mayo. Cuando la noticia se difundió, la familia de la víctima sufrió un peor castigo: la Policía negó el caso de agresión en la prensa nacional y en redes. Aparte del dolor de la ausencia, ahora estaba el estigma de ser considerada una mentirosa. Doce días después, la Fiscalía descartó que en el caso de Alison haya habido abuso sexual, a pesar de que en un video grabado por un periodista que cubría las manifestaciones se vio cómo los cuatro agentes usaron la fuerza de manera desproporcionada para capturarla, y cómo mientras la cargaban, a la menor se le iban cayendo los pantalones, antes de entrar en la URI. Además, como explica la abogada de la familia de Alison, Lizeth Montero, el abuso sexual no es solamente una penetración. 

Según  Montero, las víctimas normalmente prefieren no denunciar para evitar el escarnio público. Prefieren callar, sufrir en silencio y cargar con el peso de la tragedia al verse abandonadas por la justicia. “Me manosearon hasta el alma”, escribió Alison en redes sociales al regresar a su casa, tras pasar varias horas en la URI. También le manosearon hasta el alma a Camilo.  

Las rejas se abrieron, y un guardia los llamó por sus nombres. Como la ropa de ellos estaba esparcida quién sabe dónde, los prisioneros les dieron lo que encontraron a la mano. Liberados de la pesadilla nocturna, un policía, según los jóvenes, les dijo para callarlos: “Lo que sucede en el oasis, se queda en el oasis”. La estación  Soledad 2000 es popularmente conocida como el oasis. El abuso sexual parecía ser motivo de risa entre los policías. Les preguntaron si se habían llevado un buen recuerdo, si habían disfrutado la noche, y a Camilo le dijeron que si afuera no tenía novio, aquí ya tenía 21.   

“Durante un momento en que pude hablar a solas con Camilo le pedí disculpas. Yo todavía podía aguantar más golpes, podía esforzarme, seguir dando la pelea, pero el miedo no me dejó. En cambio él, sin saber defenderse, lo dio todo. Yo estaba arrepentido. Él me dijo que no había nada qué perdonar y que él accedió por nosotros. Fue muy valiente”, dice Antonio. 

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Además de víctimas, acusados

Además del drama que vivieron Camilo, Mario y Antonio en la estación Soledad 2000 la noche del 21 de mayo, se suman los cargos, como se mencionó antes, de obstrucción en vía pública y violencia contra servidor público (este último con penas que van entre los 4 y los 8 años de prisión). ¿Cuándo sucedió? En el momento en que las piedras cayeron durante la manifestación, una rompió la visera de uno de los policías motorizados. En la primera audiencia algunos policías aseguraron reconocer a los jóvenes a pesar de la oscuridad nocturna, la ausencia de luz por estar cruzando bajo un puente peatonal, la cantidad de manifestantes que todavía se encontraban en el lugar, la distancia de media cuadra entre los jóvenes y los patrulleros motorizados. El acto fue cometido justo por los tres capturados, ni más ni menos, según el testimonio de los agentes. Defensores de derechos humanos, liderados por el abogado Deivis Flórez, asumieron la defensa de los jóvenes. El proceso continúa.

Ya liberados, la oscuridad de la madrugada seguía adentro y era como una mancha que no se podía quitar bajo la ducha. Así lo sintieron los tres. Aparte de esa sensación, Camilo devolvía cada alimento. Su sistema digestivo estaba quieto por la depresión. En las noches, cuando sus canarios, mirlas, dos perros y un mini pig se callaban para dormir, él continuaba despierto sin querer pensar. El celular apenas lo distraía de manera superficial porque en el fondo veía las imágenes de aquella celda. Seguía encerrado allí. 

Después el dilema de él: ¿denuncio?, ¿no denuncio?- luego la vergüenza y el miedo. La familia le decía: “aquí te apoyamos, no hay necesidad”, “qué tal que nos busquen y nos hagan daño, no te arriesgues, no nos arriesgues”. Y él se asomaba por las ventanas con la angustia de encontrarse esos rostros marcados en su mente y continuaba con ese dolor que lo torturaba hasta el extremo de querer abandonar la vida. 

Sopesó las palabras de sus padres, sus vivencias, la impunidad en esa estación, en ese oasis donde todo sucede sin que pase nada. 

“¿Y si le ocurre algo parecido a alguien más?”, pensaba, “el silencio también es cómplice”. Decidió denunciar ante la Fiscalía. Ese proceso también continúa. Así como la noche de la tragedia accedió a entregarse a la tortura sexual por sus amigos, ahora denuncia para evitarles ese dolor a otros jóvenes, como Alison.

* Todos los nombres fueron cambiados para proteger la identidad de las víctimas, que temen represalias de las autoridades.

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