24 de septiembre de 2021
Un brazo
—No, tranquila, yo puedo solo —responde Víctor Tangarife de forma cortés pero seca cuando le pregunto si necesita ayuda. Carga sobre sus hombros un morral con equipos fotográficos que pesa por lo menos cuatro kilos y se monta con esfuerzo en una mula mansa y vieja.
Víctor perdió su brazo derecho cuando tenía 12 años. Se lo amputaron casi a la altura del hombro después de que el piñón de un trapiche se tragó la manga de la chaqueta de adulto que tenía puesta esa madrugada que le partió en dos la vida. Hoy tiene 30 años y cuando alguien cree que no puede hacer las cosas solo, él se encarga, a veces con molestia, de demostrar que sí puede.
A Víctor Tangarife lo saludan en todas las esquinas del pueblo en el que vive, lo interrumpen, le piden favores, lo invitan a tomar aguardiente, tinto. Lo cuidan. Le tienen cariño.
Casabianca no es muy grande. El casco urbano de este municipio ubicado en el norte del Tolima tiene solo seis calles y siete carreras. La mayoría de sus 6.700 habitantes viven en el campo, en veredas tan lejanas como la capital del departamento, a tres o cuatro horas de camino pero en mula, por vías que no se ven en ningún mapa porque son prácticamente un camino de herradura en verano y un lodazal con la llegada del invierno.
Cuando perdió el brazo Víctor vivía en Nariño, Antioquia, adonde acababa de regresar con su familia después de probar suerte en el Putumayo. Sus abuelos maternos tenían un trapiche en la finca y, desde pequeño, él mostró interés por aprender el oficio. Ese día, Víctor y su hermano menor quisieron acompañar a un tío durante la jornada de trabajo. Eran las 6 de la mañana, la máquina no estaba apagada pero sí habían dejado de meterle caña, mientras le hacían mantenimiento.
—La cosa fue que me le arrimé mucho y los piñones de atrás le echaron mano a una esquina de la chaqueta, yo comencé a hacer fuerza para que no me jalara y mandé el brazo para sostenerme de algo, para que la máquina no me tragara. Por eso el brazo me pasó así, entre dos piñones (y con la mano que le queda dibuja la rebanada que se hace con un cuchillo). Yo estoy vivo de milagro, le cuento.
La finca estaba en el corregimiento de Puerto Venus, a unas dos horas del hospital más cercano, en el casco urbano de Nariño. Para llegar allá había que recorrer —como en Casabianca, como en casi toda Colombia— esos caminos imposibles que no aparecen en ningún mapa. En el hospital le pusieron vendas, le dieron algo que le calmó el dolor, pero no tenían mayores herramientas para tratarlo así que lo llevaron a Rionegro, donde estuvo hasta la medianoche y tampoco pudieron hacer nada.
—Al principio fue muy raro, no lloraba, no era muy consciente de lo que me había pasado. Es que yo era muy niño.
Un día después de llegar al tercer hospital al que lo remitieron, en Medellín, unos doctores muy serios se le acercaron al niño Víctor y le dijeron que le iban a amputar el brazo porque se habían demorado mucho en llevarlo y la infección había afectado severamente todos los tejidos. Víctor estuvo un mes hospitalizado. Después, fue al psicólogo.
—¿Siente que ha dejado de hacer algo por no tener el brazo derecho? —le pregunto.
—No. Aunque sí hubo un tiempo, porque en la sociedad las apariencias importan mucho, hubo un tiempo en que sí me daba pena que me vieran así, yo me sentía muy afligido por eso. Era un sentimiento de vergüenza, ¿me entiende? Pero seguí estudiando normal y lo bueno es que nunca me sentí discriminado y eso me ayudó a superar todas esas barreras, esas güevonadas en las que uno se mete cuando está chiquito.
La vida no es fácil cuando hay que volver a nacer a los 12 años, pero hoy recuerda entre risas lo que significó aprender a hacer todo con su mano izquierda. Amarrarse los zapatos, lavarse los dientes, abotonarse la camisa, escribir, hacer unos “mamarrachos horribles” que parecían dibujos.
Un pueblo rodeado de agua y azufre
Tres cosas llaman la atención en Casabianca, ese pueblo del Tolima en el que parece que todo el mundo conoce a Víctor: la primera es que en el siglo XX fue tan conservador que su parque principal todavía está coronado por un busto del expresidente Mariano Ospina Pérez, que mira a los caminantes con una leyenda desafiante: “Para la democracia vale más un presidente muerto que un presidente fugitivo”. La segunda es que con frecuencia queda cubierto por neblina y hay momentos del día en que resulta imposible ver a uno o dos metros de distancia. La tercera es que está rodeado por agua y los ríos que lo envuelven huelen a azufre.
Los límites naturales de Casabianca son tres ríos: el Gualí, el Azufrado y el Lagunilla. Todos nacen en la cordillera central a más de 4.800 metros de altura, en el Parque Nacional Natural los Nevados, y desembocan en el río Magdalena, el primero en Honda y los otros dos, en Ambalema.
—Aquí a la derecha está el Azufrado y para la izquierda el Gualí, en este pueblo los ríos nos encierran desde que nacen —me dice Víctor sentado en una tienda de la esquina del parque principal, que mira casi de frente a la alcaldía. El celular lo interrumpe todo el tiempo, “hola Inge, más tarde le cuento qué hay que hacer para llenar el formulario”, “don Manuel, le prometo que lo ayudo”, “don Luis, mañana subo para que charlemos”, “doña Aída hay que estar pendientes de la visita de la autoridad ambiental para lo del permiso”. De repente llega corriendo a la mesa Dana, su hija de cuatro años, que hoy viste una camiseta del Nacional, para saludarlo.
—¿Cuál es la relación de los habitantes de Casabianca con todos esos ríos? —averiguo.
—Los ríos son todo en este municipio, vea nada más que trazan la división entre un pueblo y otro, y la gente les tiene respeto porque son los que transportaron todo lo que bajó el día de la avalancha —responde tranquilo.
El 13 de noviembre de 1985, el cráter Arenas del volcán Nevado del Ruiz hizo erupción, la nieve se derritió y, por estar en su base, estos tres ríos recibieron millones de metros cúbicos de agua, que luego se juntaron con lodo, tierra, piedras y escombros para bajar a más de 60 kilómetros por hora. Son ríos torrenciales, caudalosos. De aguas oscuras, llenas de sedimentos, color amarillo, café, ocre. Ríos que huelen a azufre.
Hoy no es posible bañarse en el Gualí o en el Azufrado a la altura de Casabianca y de municipios cercanos como Herveo, Fresno, Villahermosa, Falan o Palocabildo, pero cada fin de semana se hacen paseos de olla y se siguen talando bosques en la ribera para el ganado y para la siembra de café, plátano y aguacate, los tres cultivos de los que viven casi todos los habitantes de la zona.
—Es un problema porque la gente no entiende que si no cuida las fuentes hídricas eso en últimas los perjudica. Luego cuando llega el verano viera la que se arma aquí en el pueblo con esa gente pidiendo una manguera porque se queda sin agua —asegura Víctor.
Tiene autoridad para decirlo por ser el coordinador ambiental de la alcaldía, cargo en el que ya completa cinco años y dos administraciones.
—Si usted sube donde nace el Gualí, en una vereda que se llama Aguascalientes (a 4.850 metros de altura) lo verá como una quebradita, un arroyito chiquito, le va a parecer un río tonto, pero aquí abajo eso es enorme. Nadie se imagina que ese arroyito se convierte luego en un río hasta miedoso.
Antes de llegar a Casabianca —como el nómada y el desarraigado que es, porque así se define— Víctor se graduó en 2015 como técnico forestal y tecnólogo en manejo de sistemas de agrobosques. Y aunque podría, detesta hablarles con términos enredados a sus vecinos, los campesinos a los que debe convencer de conservar las fuentes hídricas que tienen en sus fincas.
—El truco es conversar. Con los menos difíciles, entro preguntándoles por qué no las conservan y ellos casi siempre me dicen que es porque nunca les han prestado un beneficio. ‘Don Víctor, aquí está la fuente de agua en nuestra finca pero no nos abastece, les sirve a otras familias de abajo. Si no la utilizo para nada, ¿en qué me afecta si se acaba?’, me dicen. Ahí es cuando les planteo el escenario del momento en que la necesiten. Que llega, le juro que llega. Y al final les muestro que, además, tener hoy una fuente hídrica les valoriza mucho la finca. Tener un terreno con agua hoy vale mucha plata.
Con los más reacios, prefiere sentarse primero a tomar unos tragos.
—Yo todo lo arreglo con la palabra. Es que si yo entro a chocar con ellos, a decirles que pueden tener consecuencias legales, que la alcaldía o Cortolima pueden venir y multarlos, pues no logro nada. Siempre me siento a hablarles, a veces hasta me emborrachan gratis, pero funciona —reconoce antes de soltar una carcajada genuina, en la que muestra todos los brackets que estrenó hace poco.
Víctor es la sabiduría de la calle, no la de estar encerrado en una oficina, sin ensuciarse los zapatos.
Unos magos
Después de decirme de forma cortés, pero seca, que no necesita ayuda, Víctor se monta a la mula con uno de los dos morrales del fotógrafo que me acompaña, y sigue guiándonos hasta llegar a un predio llamado El Rosal, donde promete que va a enseñarnos cómo funciona eso de la restauración ecológica, una de las acciones preferidas hoy por los ambientalistas para cuidar del ecosistema.
Casabianca está a menos de 20 kilómetros. Una distancia corta, en teoría. En la práctica, llegar a El Rosal nos toma casi cinco horas, las primeras dos en un jeep Willys modelo 79, en el que todo rebota por culpa de la trocha en pésimo estado por la que nos movilizamos. Cuando aparece lo único que puede vencer a este carro invencible -el derrumbe que dejó el aguacero de hace unas horas- nos toca caminar durante una hora larga y luego subirnos a las mulas mansas y viejas que nos alquilan unos campesinos.
El recorrido es agotador pero vale cada segundo. El Nevado del Ruiz se destapa varias veces al otro lado del cañón del Gualí, un valle repleto de montañas que están organizadas como capas superpuestas con distintas alturas y distintos tonos de verde oscuro. Nos dirigimos a nuestro destino al filo del cañón, siguiendo los meandros del río que se intuye bien abajo, al fondo del abismo.
El paisaje sería una pintura perfecta, si no fuera por unas manchas cafés que, vistas con atención, son potreros en los que parece que una podadora hubiera borrado de tajo el verde de la exuberancia natural del bosque, para reemplazarlo por un tono pálido, amarillento, sobre el que no se ve vegetación, a veces solo algo de ganado.
Los protectores del bosque
Durante 2020, con buena parte del país encerrado por la pandemia de covid-19, hubo un grupo de quijotes que se le midieron a sembrar 100 mil árboles en la cuenca alta del río Gualí para recuperar terrenos erosionados como esos, reducir en algo la contaminación del aire, generar nuevas reservas de agua, evitar sequías extremas en verano e inundaciones en época de invierno. Lo hicieron gracias al apoyo de un proyecto de Celsia, la empresa del Grupo Argos que presta el servicio de energía en Tolima. El proyecto se llama ReverdeC y tiene como meta sembrar 10 millones de árboles en Colombia: empezaron en 2017 y ya han sembrado 6 millones y medio de árboles nativos en diferentes departamentos.
Víctor fue uno de los magos que logró que la hazaña fuera posible. Convenció a la comunidad de la importancia del proyecto, consiguió a los arrieros y las mulas necesarias para subir los árboles hasta el predio elegido, se levantó a las 4 de la mañana varias veces por semana, durante dos meses, para acompañar a los encargados de transportar y sembrar los árboles de casi 30 especies, sirvió de enlace entre Celsia, la alcaldía, la Gobernación, Cortolima y los campesinos.
La otra maga fue Patricia Albarán, una ibaguereña de 57 años que estudió ingeniería forestal porque asegura ser una enamorada de la naturaleza desde que, siendo niña, sus papás decidieron no darles regalos de Navidad a ella y a sus hermanos, sino irse con ellos a una finca entre Ataco y Chaparral, sin luz, sin agua, sin comodidades, e invertir el dinero en comprar regalos para los niños de la vereda. Patricia y su esposo, un veterinario, crearon la Corporación Bioesferas, una microempresa familiar que hoy les da empleo directo a casi 50 personas y que produce semillas y siembra árboles en el Tolima, además de realizar talleres sociales y ambientales con niños, jóvenes y adultos, incluidos algunos de fotografía y de teatro.
Cuando comenzó el 2020, Patricia recibió una llamada retadora. Celsia quería sembrar árboles en las cuencas de los ríos Gualí y Combeima para llegar con su programa ReverdeC al Tolima, pero no quería llevarlos como siempre se llevan, en bolsas plásticas negras.
—Me dijeron que necesitaban producir material vegetal con una espuma fenólica que es biodegradable y evita seguir contaminando con plástico. Nosotros no teníamos experiencia en eso pero nos atrevimos, investigamos, viajamos, y luego nos hicieron el encargo de 160.000 árboles.
Patricia y su equipo trabajaron muy duro en enero y febrero. Dejaron los dos viveros listos. Se capacitaron. Pero llegó marzo y se atravesó una pandemia.
Un oficio para gente paciente
Los resultados del trabajo de Patricia y de Víctor —en 2020 se sembraron 100.000 árboles en Casabianca y 60.000 en el corregimiento de Juntas, en Ibagué, en la cuenca del río Combeima— no se verán pronto. Se necesita al menos una década para medir el impacto de lo que están haciendo.
Este no es un trabajo para impacientes.
—A veces llegan aquí técnicos que creen que eso es facilito, de un día para otro, pero además el tema de la siembra es desgastante en una zona como esta porque los caminos son muy malos y solo se puede en mula. Por eso por aquí sale tan costoso eso de la recuperación de los bosques —dice Víctor—. Los del año pasado nos demoramos sembrándolos como dos meses. Los arrieros se iban adelante a las 4 de la mañana con las mulas, luego tocaba cargarlas y organizar bien las enjalmas con los árboles en las espumas y eso se demoraba como dos horas. Luego llegue al predio y descargue. Luego abra los huecos y siembre. Y luego vuelva a subir, unos meses después, para desyerbar, quitar la maleza, darles su abono y hacer el mantenimiento. Yo los acompañaba casi todo el tiempo.
No por nada, la construcción y el mejoramiento de vías terciarias —entre las veredas y los cascos urbanos de los municipios a los que pertenecen— quedaron priorizados en el acuerdo de paz que el Gobierno y las Farc firmaron en 2016, un acuerdo que iba mucho más allá de desarmar a una guerrilla y que buscaba sentar las bases, por fin, del desarrollo que sigue esperando el campo colombiano.
Según Patricia, entre los 100.000 árboles sembrados el año pasado en Casabianca, a 2.400 metros de altura, hay sietecueros, encenillo, gavilán, laurel, incienso, jazmín, cedro negro, chagualo, sauce, arrayán, palo santo, chirlobirlo y nacedero. Especies nativas.
—La idea es que haya variedad y que se siembren con una densidad muy alta. Normalmente los ingenieros forestales sembramos 1.100 árboles por hectárea y aquí sembramos 3.000 árboles. Eso va a aumentar la competencia entre ellos, porque al estar más juntos van a competir por el suelo, la energía solar, los nutrientes, pero es una competencia sana. La idea es que queden los mejores y así ayuden mucho más a la recuperación del bosque —explica.
Un río de respeto
Víctor mete la mano izquierda en el río Gualí, que hoy está más impetuoso y oscuro que de costumbre. Lo saluda y lo mira con respeto, porque “esa corriente arrastra cualquier cosa”.
Todos los habitantes de Casabianca tienen una historia con el Gualí. Conocen de dónde viene y el papel que jugó en 1985 y lo describen con palabras parecidas: majestuoso, profundo, torrentoso, que huele a azufre, caudaloso, con mucha piedra, a veces traicionero.
Ese río que soporta la vida, que traza límites, que es punto de encuentro y creador de contextos, que abastece acueductos municipales y veredales, es al que hay que salvar ahora con una siembra masiva de árboles de muchas especies. La cuestión es que no solo se necesita en la parte alta de su cuenca, porque muchos kilómetros más abajo, llegando a Mariquita y luego a Honda, los alrededores del Gualí están tan erosionados que con cada crecida el río se lleva por delante las viviendas que encuentra y deja estragos graves.
—¿La gente de Casabianca sí cuida la fábrica de agua que la rodea? —le pregunto a este hombre que, con modestia, dice que el título de líder ambiental le queda grande.
—Claro, aquí usted ve, apenas entra al pueblo, un cartel que dice que Casabianca es paraíso forestal y paisajístico.
—Pero más allá de ese lema institucional, dígame la verdad, Víctor…
—Sí, lo que pasa es que también se ve mucha afectación en las zonas de nacimiento, en áreas boscosas, porque están abriendo mucho la frontera agrícola para los cultivos tradicionales y para otros nuevos que están cogiendo mucha fuerza, como gulupa, maracuyá, granadilla. La misma gente tumba los bosques o si tiene nacimientos de agua dentro de sus fincas solo dejan un poquito de árboles alrededor y creen que nunca se van a secar. Y vea que la cosa no es que dejen de tener cultivos, es que lo hagan de forma responsable, cuidando la fuente hídrica.
Si todo sale como está planeado, en una década habrá sobrevivido el 90% de los 100.000 árboles que fueron sembrados en un predio de 33,3 hectáreas de Casabianca el año pasado. El mismo cálculo se aplica para el objetivo que tiene Celsia en el Tolima para este 2021: sembrar mínimo 500.000 árboles en las cuencas del Gualí, Combeima y Saldaña, guiados por un concepto de restauración ecológica, distinto a la tradicional reforestación.
—¿Este camino de la restauración ecológica es el correcto? —le pregunto en Bogotá a Carlos Rivera, profesor y director del Departamento de Biología de la Universidad Javeriana.
—La reforestación es un enfoque que se usaba en los años 60 para proteger las cuencas, pero servía más para proteger la madera del bosque. El concepto de restauración es mucho más complejo, va más allá, implica volver a la condición previa a la deforestación. Reforestar se puede con lo que sea, eucalipto, pino, con una sola especie si quiere, pero normalmente los bosques tienen una diversidad enorme de plantas y por eso la restauración ecológica es muy importante —explica.
Se trata de un proceso, dice Rivera, que todavía no está consolidado en Colombia. “No es solo sembrar sino dar condiciones para que el mismo ecosistema tenga la capacidad de regenerar ese bosque y ser lo más parecido a como fue hace 200 años, y no solo con las plantas sino con toda la fauna y la flora”, añade.
Víctor camina por la plaza principal de Casabianca con un chaleco de explorador lleno de bolsillos, color caqui, que tiene bordado en letras blancas su nombre y su cargo. Le suena el celular. “Don Alberto quiubo, mañana subo a su finca porque se van a abrir más cupos en el programa de pago por servicios ambientales y necesitamos que se ponga las pilas con esa fuente de agua”. Le espera un recorrido de casi tres horas en mula de ida. Una charla tal vez larga. Otras tres horas de vuelta, en la misma mula.
—¿Sirve de algo todo lo que hace, Víctor?
—Claro que sirve pero los resultados de pronto no se ven hoy. Lo que pasa es que si no hacemos algo ahora, de pronto no vamos a tener mañana.
—¿Y hasta cuándo se va a quedar en el Tolima este paisa adoptado?
—A mi aquí me va muy bien, esto por acá es muy tranquilo y yo en realidad soy muy desapegado de las cosas, de todo lo material, necesito poco para vivir, tan poco que solo tengo un brazo —bromea mordaz, cáustico.
Antes de despedirse, sin embargo, me confiesa algo: su trabajo y su vida serían mucho más sencillos en estas montañas de caminos que aún no se construyen si se le cumple el sueño de tener una cuatrimoto adaptada a ese único brazo. Vaya paradoja, una cuatrimoto puede asociarse con algo que pasa por encima de todo lo verde, que lo destruye, pero aquí es vital para el hombre que les muestra a los demás lo valiosa que es el agua.
* Con el apoyo de Celsia.
Sobre ReverdeC
ReverdeC es el programa voluntario de restauración ecológica de Celsia. Su meta es sembrar 10 millones de árboles nativos en 10 años para restaurar las cuencas hidrográficas de Colombia de la mano de aliados y de las comunidades. Comenzó en 2016 y en sus primeros 5 años ha restaurado más de 4.300 hectáreas con 7 millones de árboles cultivados y cuidados en Antioquia, Valle y Tolima.
Sobre Celsia
Celsia (empresa de energía del Grupo Argos) es una empresa apasionada por las energías renovables, con presencia en Colombia, Panamá, Costa Rica y Honduras. Genera y transmite energía de fuentes renovables (agua, sol y viento) con respaldo térmico. Además, presta el servicio de energía a más de un millón 100 mil clientes los departamentos del Valle del Cauca y Tolima. Tiene una cultura empresarial innovadora y ofrece un amplio portafolio para que sus clientes de hogares y empresas disfruten de una energía sostenible y eficiente.