21 de agosto de 2022
A Lucrecia* la atraviesan todas las violencias. Primero, los paramilitares asesinaron a su esposo por no pagar una ‘vacuna’. Luego, en el sepelio, secuestraron a su hijo y comenzaron a extorsionarla a ella. Para que lo liberaran, puso la casa a nombre de un testaferro de los ‘paras’. Madre e hijo salieron entonces desplazados y, confiados en que no habría más amenazas, se atrevieron a denunciar en el Gaula de la Policía. Pero todo lo contrario. El 26 de octubre de 2012 asesinaron al hijo de Lucrecia. El mismo que había estado secuestrado.
Hoy, esta mujer que en Cali era comerciante tiene como única pertenencia dos maletas pequeñas, que guarda debajo de la escalera de una casa de acogida en Antofagasta, en el norte de Chile, donde se encuentra el desierto más seco del mundo. Todas las noches saca de una de esas maletas las sábanas que pone en el camastro en el que duerme. Todos los días quita las sábanas y vuelve a guardarlas debajo de la escalera.
A Lucrecia la atraviesan todas las violencias, pero hay quienes piensan que como se fue del país ahora se da la gran vida, que está libre de angustias y de penas. No saben que no tiene trabajo ni ha podido conseguirlo porque su estatus migratorio sigue en el limbo, no imaginan que a veces no come las tres comidas del día, no entienden por qué se rindió ante un sistema que solo le ofrecía trabas y optó por no solicitar formalmente el asilo.
Como dice Antonio Palacios, militante de la Unión Patriótica y sobreviviente de la masacre de Fusagasugá del 18 de agosto de 1991, en la que murieron siete personas, “ir al exilio no es irse de vacaciones, no es ir de paseo. Ir al exilio es muy duro. Es tener que insertarse en otra forma de vida, partir con muchas cosas en contra, tener que vivir incluso hasta en retazos”.
Por historias como las de Lucrecia o Antonio, que hoy vive en Uruguay, es que la Comisión de la Verdad (CEV) le dedicó un capítulo entero, de 428 páginas y más de 10 horas de material multimedia, al tema del exilio producido por el conflicto armado. Pocos lo saben, pero se trata del segundo hecho que más víctimas ha dejado en Colombia, después del desplazamiento forzado. Pocos lo piensan, pero los que huyen del país, muchas veces con lo puesto, lo hacen tras haber agotado todos los recursos posibles para no despedazar su vida y la de su familia, y tras sufrir múltiples e indecibles formas de violencia. Antes de tomar la decisión pasan, en promedio, seis años.
En un cálculo moderado, que se sabe tiene mucho de subregistro porque solo está basado en los registros de la Acnur, la Comisión de la Verdad estimó en un millón el número de personas que desde 1982 han tenido que abandonar el país por razón del conflicto armado. Esto no solo convierte al exilio colombiano en el más largo del mundo, sino en uno de los de mayor magnitud, junto con los de Venezuela, Afganistán y Siria.
¿Estamos tan anestesiados que estos datos ya no nos sacuden?
Para comprender mejor el desgarro que significa el exilio y los hallazgos más reveladores de este capítulo, inédito en el trabajo de las casi 30 comisiones de la verdad que se han establecido en el mundo, Vorágine entrevistó a Carlos Martín Beristain, un médico y psicólogo vasco, experto en investigación de violaciones a los derechos humanos, que fue uno de los comisionados de la CEV y coordinó la elaboración de este volumen, titulado “La Colombia fuera de Colombia”.
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Desde 1994, cuando llegó por primera vez a Colombia, Beristain ha ayudado a sacar a personas del país. También coordinó el informe de Recuperación de la Memoria Histórica “Guatemala Nunca Más” y fue asesor de las comisiones de la verdad de Perú, Paraguay y Ecuador, además de trabajar en casos especiales en Brasil, México y el Sahara, entre otros. Todos esos pergaminos justifican que sea considerado un referente mundial en la atención psicosocial a las víctimas de la guerra y que haya trabajado para la Corte Penal Internacional y la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
En la que hasta hace pocos días fue su oficina en Bogotá, porque el mandato de la Comisión de la Verdad ya terminó, Beristain tenía colgado un mapa del mundo que ocupaba toda una pared y estaba lleno de chinches de colores clavados en América, Europa, Asia y Oceanía. Esos punticos representaban a las más de 2.000 personas entrevistadas para hacer este trabajo, regadas en 24 naciones.
¿Es verdad que la presión de los exiliados fue fundamental para que la Comisión le dedicara un capítulo entero al tema?
Sí, y había que darles una respuesta. No querían ser objetos de estudio sino sujetos en el proceso pero lo difícil era cómo llegar a ellos, a cuántos lugares podíamos ir. No teníamos plata de la Comisión porque no se podía usar dinero del Estado para hacer ese trabajo fuera, entonces tuvimos que buscar recursos tocando puertas con la cooperación internacional y fuimos a embajadas, pero muchas nos respondían que ya apoyaban programas o entregaban recursos en Chocó o en Nariño, y yo lo que les decía es que hay una Colombia fuera de Colombia que también es víctima del conflicto y debe dejar de ser invisible. El exilio es una cosa a la que la gente le tiene miedo o no la entiende bien porque es la muestra de que algo ha fallado en el país de origen, así que el trabajo de buscar recursos también fue muy duro.
¿Puede ser que otros países teman que se critique la forma en que han acogido y recibido a las víctimas de la guerra en Colombia?
También. Y todo eso hay que contarlo, incorporar la verdad que está fuera de Colombia a esta verdad que estamos construyendo aquí y que se entienda que los que no están acá tenían derecho a participar. Pero no había modelos que pudiéramos seguir, yo he trabajado en un montón de lugares y no había nada, ninguno.
¿Ustedes inventaron el modelo y la metodología de cómo hacer este capítulo?
Sí, recibimos informes de distintas organizaciones, pero nos tocó inventarnos la manera. Lo primero que hicimos fue un viaje exploratorio apoyado por la Organización Internacional para las Migraciones y el Centro Internacional para la Justicia Transicional. Fuimos a México, Argentina, Canadá, Estados Unidos, Suecia, Gran Bretaña y España para presentar a la Comisión. Lo difícil es que sí, se había firmado el acuerdo de paz, pero nos tocó empezar a trabajar con un Gobierno que lo cuestionaba. En esa primera visita encontramos muchos temores y mucha confusión, pero también supe que había interlocutores, entre ellos mismos, con los que podíamos trabajar. El exilio es una violación de los derechos humanos no solamente invisible sino a veces revictimizante, porque los propios refugiados pierden su estatus y su identidad al abandonar su país y tratar de adaptarse a otro. Recuerdo que uno de ellos nos dijo: “Tenemos que empezar de cero y no desde los pedazos, porque casi nada de lo que sabíamos nos ha servido afuera y hemos tenido que empezar otra vez”. Los exiliados son personas muy resistentes, que tienen una capacidad gigantesca de rehacer la vida, pero también cargan dolores de los que no han querido hablar a veces durante décadas.
Se ha dicho que este volumen sobre el exilio es inédito. ¿Qué diferencia al trabajo que hizo la Comisión de la Verdad de Colombia en este tema con lo que hicieron otras comisiones?
En general en todo el mundo se ha trabajado de forma muy superficial, salvo en la Comisión de la Verdad de Liberia, que tiene un volumen sobre el exilio liberiano en Estados Unidos y en Ghana. Pero incluso en ese caso el trabajo es distinto, no lo hizo la comisión directamente sino una oenegé que contrató para entrevistar a algunos exiliados. Otras comisiones no han tenido a veces el tiempo ni la capacidad o no han querido poner el énfasis en esto. En la Comisión de la Verdad de Paraguay se hizo una audiencia sobre el exilio en Buenos Aires pero nada más. En Guatemala se tomaron algunos testimonios en el refugio del sur de México, pero de forma muy limitada. En este caso lo que nos planteamos es que hay una Colombia que está fuera de Colombia, una Colombia muy grande y dispersa que debía hacer parte de este proceso. Y es la primera vez que eso se hace de forma tan profunda.
¿Cómo lograron construir la confianza para que la gente afuera les abriera su corazón y quisiera contarles sus historias?
Tomamos 2.080 testimonios y participó mucha más gente en los procesos, en total fueron unas 5.000 o 6.000 personas. Fue un trabajo largo y extenuante. Yo hice viajes a 20 de los 24 países sin financiamiento, aprovechando que me invitaban a dar una charla de otra cosa y me quedaba dos días más para hacer una reunión con los colombianos a los que se podía acudir para hacer ese trabajo. Hicimos 10 procesos de formación para tomar entrevistas. Eso incluía desde enseñarles cómo usar la grabadora y cómo subir una entrevista a la nube, hasta enseñarles habilidades de escucha y empatía. También hicimos un entrenamiento con sociodramas para que, en la toma de testimonios, supieran cómo acoger a la víctima y qué problemas se podían presentar.
Recuerdo el caso de un mediador y responsable de políticas de paz de la Unión Patriótica (UP) en el Valle que en un momento de la entrevista incluso nos confesó que se sentía culpable porque seguía vivo, habían matado a un montón de sus amigos y a él no. Y recuerdo una vez que en Barcelona hicimos un sociodrama y pedí dos voluntarios, pasaron un exalcalde en el exilio en Suiza y un defensor de derechos humanos que vive en Francia. El exalcalde hacía de víctima, contaba su propia historia, y la otra persona le hacía la entrevista. Todo iba bien, seguían un guion muy sencillo, pero en un momento la entrevista se le fue de las manos al defensor y tuvimos que cortar el diálogo porque la salida del exalcalde fue igual a la suya y él se desbarató. En casi todas las entrevistas hay un momento en que la gente se quiebra, porque algo de lo que no tenemos conciencia es que, en promedio, los exiliados vivieron al menos cuatro violaciones de sus derechos antes de abandonar el país, y muchas veces estas se repitieron durante años.
Muchos colombianos creen que quienes están afuera por causa del conflicto se fueron porque querían vivir mejor y no porque realmente esa era su última opción…
Completamente. Y hay que luchar contra ese prejuicio. El exilio es siempre un desgarro forzado, a todos los que entrevistamos, desde el más humilde hasta el que tenía un cargo político o era un alto funcionario del Estado, todos hablaron del desgarro profundo que fue salir Colombia. El hecho de que sea una salida forzada y no una salida que tú decidas hacer es determinante, un tipo de ruptura que marca para siempre. Y luego está el hecho de que todos, desde el campesino hasta el juez o el fiscal, todos perdieron estatus, ninguno ganaba en estatus saliendo de Colombia. Conocí a una exdirectora del CTI exiliada en Canadá que durante años lavó baños y ahora es la responsable del servicio de limpieza de un centro de policía en ese país. Lo mismo les ha pasado a jueces o a campesinos que perdieron su tierra y encontramos vendiendo chucherías en un bus en Quito. A todos les ha tocado empezar otra vez, de cero, y lo peor es que casi siempre lo hacen sin apoyos, teniendo que aprender un nuevo idioma, enfrentando la discriminación. Yo conocí a personas que durante tres años no quisieron salir de casa ni aprender francés en Montreal, por ejemplo.
La cifra de un millón de exiliados que ustedes dan en el Informe Final es escandalosa y eso que se trata de un subregistro. En Colombia el Registro Único de Víctimas habla de 9,3 millones en total. ¿El millón que abandonó el país está incluido en esos 9 millones?
No, lo que quiere decir que en total estaríamos hablando de por lo menos 10 millones de víctimas que ha dejado el conflicto. Pero además hay una contradicción porque en la Ley de Víctimas (Ley 1448 de 2011) el Estado reconoce su obligación de reparar a las víctimas en el exterior, y reconoce el desplazamiento forzado interno, pero no el exilio. Tal vez por eso en el Registro Único de Víctimas (RUV) solo hay 26.269 personas anotadas como víctimas en el exterior, que no es ni el 2% de las que tenemos. No hay un reconocimiento del exilio como violación de los derechos humanos, a una víctima de desplazamiento forzado que está en el exterior y que antes se desplazó desde el Chocó hasta Medellín o Bogotá le reconocen el desplazamiento interno pero no la salida forzada del país. Como dijo una comerciante en Chile, ser exiliado es convencer al otro de que tu verdad vale la pena.
Pero si el exilio es considerado el segundo hecho victimizante después del desplazamiento forzado interno, ¿cómo es que no están incluidas en ese registro de 9 millones?
Porque son invisibles. Nosotros decimos que es el segundo porque cuando le preguntamos a la Acnur cuánta gente tuvo que salir del país por culpa del conflicto armado nos remitieron a sus estadísticas, todas públicas, y ahí empezamos a revisar país por país y a darnos cuenta de la magnitud de este fenómeno. El ejemplo de Ecuador, que es el que más ha acogido a colombianos exiliados, sirve para entender esto. En 2007 había allá solo 264.000 personas en esa categoría, más 24.000 demandantes de asilo, o sea, casi 300.000 colombianos, sin tener en cuenta el subregistro. En Antofagasta, en Chile, una de cada cuatro personas migrantes que viven en los llamados campamentos de la ciudad es colombiana.
Y luego hay que tener en cuenta a los que no se sabe si se nacionalizan o se salen de los registros porque se cansan de pedir el asilo, porque esa es la vía más larga, costosa y farragosa y al final tienes que irte con una tarjetita roja a pedir trabajo y muchos te preguntan por qué la tienes y es porque eres exiliado o refugiado, y entonces llega la sospecha. En casi todos los países encontramos personas que se pasaron a otro tipo visa, de trabajo o de estudiante, que les permitiera quedarse y reconstruir su vida. Por eso decimos que esto es nada más la punta del iceberg. El problema es que nadie se ha puesto a hacer esos cálculos completos, nunca. El exilio colombiano es uno de los más invisibles del mundo, hoy existen más datos sobre el exilio en Venezuela, Siria o Ucrania.
¿Eso será por una falta de interés del Estado colombiano?
Sin duda, por una falta total de interés del Estado por entender, pero también por los acuerdos bilaterales que tenemos con muchos países y por cómo se ha visto a Colombia. La negación de la existencia del conflicto armado entre 2002 y 2010 obstaculizó la protección internacional e hizo que mucha gente no tuviera derecho a pedir refugio o asilo en España, por ejemplo. También sucede que a alguien que cuenta la historia de que la policía lo perseguía o fue víctima de un atentado por parte del Ejército no le creen y entonces debe cambiar su relato para decir que fueron las Farc, porque en Estados Unidos resulta inverosímil que un Estado sea parte de quien te expulsa.
Conocimos el caso de un joven que estaba pidiendo asilo en Francia y una exiliada de hace muchos años le recomendó que no contase toda la historia porque no le iban a creer. Él tuvo que salir de Urabá perseguido por los paramilitares, se montó en un barco de banano e hizo un viaje de dos semanas dentro de una cámara frigorífica, llegó con hipotermia a Bélgica y lo metieron en la cárcel. El joven dio lugares en donde hay varias fosas comunes aparentemente con desaparecidos y la fiscal que llevaba el caso en Medellín lo confirmó, pero el juez en Bruselas dijo que no, que eso era inverosímil y no le dieron el estatus de refugiado. Ese caso está ahora ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y muestra la indefensión de los exiliados. Mostrar esa indefensión me parece que también es muy importante para Colombia y para los demás países.
¿Si la persona en el exilio no está en el registro de la Unidad de Víctimas no puede ser sujeto de reparación?
Es sujeto de reparación por el desplazamiento forzado interno o por lo que le haya pasado dentro de Colombia, no por el exilio.
¿Cómo salir de ahí?
El primer pedido de la Comisión de la Verdad es que haya un reconocimiento de toda esta gente, un reconocimiento de que existen, y eso implica cambios legales. También recomendamos que haya una conferencia internacional sobre el refugio y el exilio colombiano para revisar las leyes de migración y retorno, para discutir no solo las políticas públicas que hay en Colombia, sino las de otros países. Venezuela y Ecuador son los que más han recibido a colombianos que salieron de forma forzada por el conflicto armado, pero debido a la falta de relaciones diplomáticas con Caracas durante años, esa gente no tuvo la capacidad de reclamar sus derechos. El primer respeto es que tu historia exista, que cuente. El informe de la Comisión de la Verdad es el primer acto de reconocimiento en ese sentido.
¿Usted cree que después de la publicación de este capítulo de la Comisión de la Verdad en algunos países cambie la forma de otorgar el asilo?
Pues ojalá, por lo menos yo le digo a la gente que vaya con este libro debajo del brazo porque es una herramienta para defender sus derechos.
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¿Cuáles son las principales causas por las que los colombianos han salido al exilio?
Identificamos muchas, pero la principal causa es lo que llamamos persecución a opositores políticos, organizaciones sociales, sindicatos y líderes sociales, con un 30,6% de los casos. El problema es que cuando las víctimas no acuden al consulado o no se registran para pedir refugio se invisibiliza el nexo con los hechos que los hicieron huir de Colombia, se despolitiza el exilio. Es tan exilio el del perseguido político como el de la mujer que resiste al reclutamiento de sus hijos y el de la familia del secuestrado que tiene miedo y se va para que no la extorsionen de nuevo, o la defensora de derechos humanos o la exfiscal que ha sido atacada por su trabajo. Todos esos casos tienen un lazo común que es el conflicto armado y eso no puede despolitizarse. En Ecuador, por ejemplo, muchos decidieron pedir la visa Mercosur para resolver sus casos después de cuatro o cinco años de esperar que se les reconociera como refugiados. Eso les facilita conseguir trabajo, estudiar, tener acceso a la salud, pero esconde todo el resto.
El Informe Final asegura que también ocurrió que cuando se firmó el Acuerdo de Paz hubo países que comenzaron a rechazar las solicitudes de asilo con el argumento de que ya no había factores de violencia…
Así es. Si ve la estadística que tenemos de los casos que pudimos tomar, que no es una muestra representativa, es aleatoria y se hizo en función de los lugares a los que pudimos llegar, la confianza y la pandemia, que nos pilló cuando estábamos en el pico de activación de las redes de trabajo, según todo eso tenemos casi un 25% de los casos después de 2016. Eso puede ser porque la gente ahora tiene más disposición a hablar que en los ochentas o los noventas y porque es más fácil de conseguir, pero también muestra un factor de persistencia. El exilio es un lugar desde el que se ve la continuación del conflicto armado.
¿Es correcto decir que el exilio es un fracaso del Estado colombiano por proteger a sus habitantes?
Absolutamente. El Estado está implicado en casi un 20% de los casos que nosotros tomamos directamente, las guerrillas en un 30% y el paramilitarismo más o menos en un 50%, pero además hay una desprotección del propio Estado frente al conjunto de las víctimas, ya sean de agentes del Estado, de los paramilitares, de las guerrillas o de otros actores. Uno de los casos más desarrollados en el informe es el de las personas que tuvieron que huir por la persecución del DAS, son víctimas que ya habían sido perseguidas aquí y luego son revictimizadas porque las persiguen servicios de inteligencia de otros países, eso es el colmo. Colombia es hoy el país de la región con más sentencias por casos de exilio en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
¿Y qué pasa con los hijos o los nietos, las segundas o terceras generaciones? ¿Ellos también deberían entrar en el registro de víctimas?
Sí. Los que nacieron fuera o eran muy pequeños cuando se los llevaron no están en el registro y en ellos también hay un impacto fuerte. Por eso hicimos talleres con la segunda generación, ciudadanos franceses, británicos, ecuatorianos, que cargan con una historia relacionada con el conflicto armado y tuvieron que construir su identidad en ese contexto. Como nos dijo uno de ellos en un encuentro en Bilbao, frente a sus papás: “Yo no sé por qué soy británico y colombiano, yo solo sé que las cosas se pusieron muy mal, pero no sé qué pasó”. A ese mismo encuentro llegó una mujer exiliada desde hace 38 años en Suecia, que era del Nuevo Liberalismo y después de todo ese tiempo tenía miedo de contar a qué iba a España, nunca había querido contar por qué tuvo que salir del país. La Comisión también se volvió un espacio para que muchos pudieran hablar por fin de eso, porque antes no hubo tiempo de procesar ese drama, lo urgente era salvar la vida y querer dejar atrás lo vivido.
¿En las entrevistas que hicieron, los exiliados y exiliadas hablan del deseo de retornar a Colombia?
Una parte, sí.
¿Cuántos de los que están por fuera quisieran volver?
También depende de lo que esté pasando en Colombia, depende del momento. Cuando se hizo el proceso de paz con las Farc quiso volver un número más significativo, pero luego cuando las cosas empeoraron con el asesinato de líderes sociales y la línea política del gobierno [de Iván] Duque en contra del proceso de paz, muchos dijeron que no había condiciones para volver. En una encuesta que se hizo en Ecuador aparecía que casi el 80% no quería volver porque no veían futuro en Colombia. Ahora hay una expectativa más positiva. El otro factor que hace que la gente no vuelva son los hijos, porque ya se han establecido y tienen los amigos allí, han estudiado y se han hecho profesionales en otros países y no quieren romper los lazos de nuevo. Los retornos son otro desplazamiento, no es una vuelta al útero materno, a la situación que fue, es volver a un sitio en el que tú ya no eres o eres diferente, el país ha cambiado, la gente no te conoce, ya no tienes el liderazgo que tenías. Ese proceso requiere preparación psicológica.
Casi toda la gente que entrevistamos pensó que eso era cosa de unos meses antes de volver a Colombia, pero muchos nunca pudieron hacerlo por la persistencia del conflicto. Y luego tenemos a muchos que sí volvieron pero en condiciones muy precarias, de Ecuador o de Venezuela, porque los echaron o se quedaron sin papeles y resultaba imposible conseguir trabajo. Esa es otra violación de los derechos humanos, volver a cruzar la frontera sin apoyo, sin una política de retorno. Colombia tiene una política de retorno para migrantes en general, pero no hay una política específica para los exiliados por el conflicto, que necesitan medidas específicas porque estamos hablando de víctimas, no de una persona que se fue a estudiar un doctorado y luego regresa.
Ustedes usan mucho la palabra “insilio” en el informe para referirse a los que se tuvieron que quedar acá separados de sus familiares…
Sí, porque ahí hay un impacto enorme que no se mide, el impacto no es solamente en el que se fue, también en los que se quedaron. Uno de los factores de estrés más duros en el exilio es la separación familiar crónica, o sea, la ruptura de los vínculos familiares o afectivos, aunque luego también está la ruptura de los vínculos políticos o sociales. Los impactos los viven el abuelo que se queda aquí y no puede ver a los nietos o la mamá que está con un problema grave de salud y los hijos no pueden venir a verla, a despedirse. Todos esos procesos de duelo son muy duros. Eduardo Galeano, que fue exiliado en España, tiene un escrito del exilio que dice que la distancia se hace mucho mayor y mucho más dura cuando es inevitable. El hecho de que no puedes hacer nada frente a ello tiene un impacto psicológico brutal. Los que se quedan también son víctimas pero su sufrimiento es aún más invisible. En el informe decimos que el insilio es quedarse habiendo perdido algo fundamental.
¿Cuáles han sido los principales periodos de expulsión de colombianos por culpa de la guerra?
En el informe dividimos en cuatro épocas esos momentos: de 1958 a 1977, con un porcentaje mínimo de los casos, el 1,2%; de 1978 a 1991, con el 10,5% de los casos; de 1992 a 2005, que fue el peor periodo y coincidió con la agudización del conflicto armado, con el 37,4% de los casos; de 2006 a 2016, hasta que se firmó el acuerdo de paz, con el 27,9%, y esta última etapa de 2017 a 2022, con el 21,9%. En estos últimos años hubo un repunte, incluso con el cierre de fronteras por la pandemia de covid-19, por el aumento de la violencia y la falta de implementación del acuerdo. En los casos que analizamos en este último periodo hay varios exguerrilleros de las Farc, militares y exmiembros del Ejército que han colaborado en investigaciones de ejecuciones extrajudiciales con la JEP, y algunos jóvenes que participaron en las movilizaciones sociales de 2021.
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¿Cómo hacer que todas las recomendaciones y hallazgos de la Comisión de la Verdad no se queden en el papel?
Eso en todos los países ha dependido de dos factores y ahora en Colombia depende de tres. El primero es la voluntad política del gobierno de turno. En Chile con el presidente Patricio Aylwin había disposición de poner en marcha las recomendaciones de la Comisión, pero en el caso de Guatemala con el presidente Álvaro Arzú se ven las consecuencias nefastas de que se haya negado a recibir el informe y haya rechazado sus conclusiones. Luego está la necesidad de que haya una apropiación social del informe y de las recomendaciones y aquí hay dos ejemplos extremos: durante años, el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) fue el libro más vendido en Argentina, mientras en El Salvador el informe de la Comisión de la Verdad duró 17 años sin hacerse público. En Colombia hay que sumarle a esto que ha habido un proceso de socialización importante que incluye presentaciones que van desde Soacha hasta Bruselas, y que hay un comité de seguimiento para verificar la implementación de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad, que trabajará durante siete años y tiene siete integrantes, una de ellas una colombiana en el exilio. Colombia tiene las organizaciones y tiene la fortaleza de las víctimas para que la sociedad se apropie del informe, tiene un movimiento de derechos humanos para empujar con fuerza en esa dirección. Y aunque trabajamos con un viento en contra casi todo el tiempo, ahora hay un escenario distinto y eso nos da esperanzas.
¿Las crisis de refugiados de otros países como Siria, Venezuela o Afganistán han opacado el exilio colombiano?
Totalmente, la de Colombia ha pasado a tercera fila. Si usted va hoy a Ecuador, Chile, Argentina o España, parece que hay más reconocimiento al exilio venezolano y eso también pasa porque reconocer el exilio implica hacer una cierta crítica al Estado expulsor, entonces como tenemos relaciones buenas con Colombia y resulta que es un país democrático, cómo es posible que vayamos a reconocer que hay exiliados, mientras que como en Venezuela no hay democracia entonces sí es fácil dar refugio y asilo. Los estereotipos y las valoraciones políticas que se hacen sobre los países interfieren mucho en la ayuda a los exiliados. Es más fácil tener refugio si eres un cubano que si eres un colombiano, o ahora mismo si eres sirio o ucraniano. Los ucranianos tienen ahora mismo una preferencia sobre los demás, así como pasó con los kosovares en su momento, que tenían una prioridad sobre otros refugiados, los bosnios, los argelinos, los saharauis, y ni hablar de los subsaharianos… También hay muchas lecciones ahí para los países.
¿Es cierto que hay países que mientras se realiza la solicitud de exilio o refugio retienen el pasaporte por cinco años, entonces la gente dice “muchas gracias pero ya no lo quiero, porque necesito mi pasaporte”?
Eso pasó en España a comienzos de la década del 2000 y también pasó en Francia y en algunos países nórdicos. Hay muchas cosas que la sociedad desconoce y el informe es una manera de poner eso a circular y que la gente hable del tema.
¿Qué reparación esperan las víctimas del exilio?
Hay muchos que nos confesaron que por primera vez existían para Colombia cuando los entrevistamos para hacer el informe. Lo primero es que sientan que por fin ocupan un lugar en el relato nacional y que el Estado reconozca que son víctimas y que falló en su responsabilidad de protegerlos, de darles garantías. Y para ellos también es importante que el Estado promueva su acceso a la justicia y que le haga seguimiento a sus casos.
Casos.
Una comerciante afrocolombiana, exiliada en Ecuador desde 2015. «En 2002 fuimos al Chocó y pusimos negocios de madera. Desde allá empezó la guerrilla a sacarnos dinero. Nos tocaba pagar una “vacuna”, cada mes, de un millón de pesos; también darles gasolina, mercado […] La guerrilla reclutó a mi hermano, el menor: me tocó ir a hablar con ellos para que me lo devolvieran, pero me pidieron más dinero para no hacerle nada. Yo accedí, me lo devolvieron y nos vinimos para Cali […] Ya tenía 20, 22, cuando lo mataron porque él no accedía a todas las cosas que le pedían. No puse denuncia ni nada, solo me fui para Venezuela por Cúcuta y volví a Cali en 2011 para volver a salir a Ecuador por tanta violencia».
Yuvelis, hija de un pescador artesanal, consejera de Juventud de Puerto Wilches y lideresa ambiental de solo 21 años, exiliada en Francia desde febrero de 2022 tras sufrir un atentado por organizar protestas en Barrancabermeja para oponerse al fracking. «A mí me duele que me digan que soy una exiliada porque un día estaba allá viviendo mi vida muy bien, porque allá está toda mi familia y mis amigos. Quiero ser parte de ese país en el que uno pueda protestar y uno pueda marchar y pueda tener la oportunidad de decidir. Me quitaron el derecho a vivir ahí. Esto de estar exiliado y no saber cuándo regresar es lo más duro. Nadie a mi alrededor habla español y yo no sé nada de francés. Me siento muy sola y todo el mundo asume que estoy bien porque estoy en otro país».
Eduardo, bailarín afro y homosexual que vivía en Cúcuta y fue violado por miembros del Ejército en 1988. Se exilió primero en Estados Unidos y luego en Suecia. «En noviembre de 1992 yo estaba bailando en el Teatro Colón de Bogotá, en febrero de 1994 yo estaba limpiando baños en restaurantes en Miami y vendiendo flores por las noches».
Una exjueza y exfiscal que vio morir a varios colegas que investigaban procesos contra paramilitares. Primero se exilió en Ecuador y luego en Estados Unidos. «En marzo del 2006, del tribunal me avisaron que me resguardara, que me iban a matar ese día, era un viernes […] Después, en el mismo mes de marzo, llegó el CTI a mi casa, que venía a la diligencia del levantamiento del cadáver de la doctora Beatriz, que les habían acabado de avisar que la habían matado, o sea yo […] En Medellín se hizo un Consejo de Seguridad y me contaron que los paramilitares habían dicho que yo era su objetivo militar. Compré el primer pasaje que encontré disponible y me fui para Ecuador».
Un exmilitar de la XIX Brigada, con 27 años de servicio en batallones contraguerrilla, que se negó a participar en ejecuciones extrajudiciales. Salió al exilio en Ecuador en 2016 con su esposa y sus tres hijos pero allá le negaron el refugio y le hicieron un atentado. Desde 2019 está en Argentina. «La política de “falsos positivos” no es nueva. Es lo que dentro del Ejército se conoce como “legalización”: cuando había campesinos muertos en cruce de fuego, siempre nos decían: “A esos manes hay que legalizarlos”. Se les ponían brazaletes […] A mí me pasó en Antioquia en la IV Brigada en 2003 y 2004: entramos a una casa de campesinos y la orden era disparar a lo que se moviera; se mataron seis campesinos y él le dijo al capitán lo mismo, eso era lo que él decía: “Ya le mando los brazaletes y legalícelos”. O sea, brazaletes para que parecieran de las Farc o del ELN, una identificación como guerrilleros».
Una campesina de Boyacá que entró al grupo Madres de Soacha luego de que su hijo, de 16 años, apareció en una fosa común de Ocaña (Norte de Santander) en febrero de 2008, identificado como “guerrillero muerto en combate”. Por investigar y denunciar lo que pasó comenzó a recibir amenazas y salió al exilio en Suecia, en 2018. «El 6 de marzo del 2009 recibí la primera amenaza. Yo iba por mi nieta a la escuela cuando vi dos tipos en una moto oscura azul, que no tenía placas […] y se bajó el parrillero y me tomó del cabello y me pegó contra la pared: “Vieja no sé cuántas, vieja triple no sé cuántas, se queda callada ¿o es que quiere quedar como quedó su hijo, con la jeta llena de moscas?”. Me puso un arma aquí en la frente y la corría para un lado y otro. Y yo decía, ¿a qué hora me va a disparar? […] Después me tocó quitar el teléfono fijo que tenía en la casa, porque eso era una llamadera y una amenazadera, a cualquier hora de la noche, uno contestaba y se oían diferentes ruidos como pidiendo auxilio, como gritando, se oían cosas horribles. Ya después en el celular me entró un mensaje que decía: “Mamita te quiero mucho, atentamente cadáver ya”. Yo no me quería venir, pero viendo que ya no podía más, me tocaba salir, tenía que hacerlo, por mis hijos».
Rubi, que tenía una tintorería de textiles en Medellín con su esposo, y por el cobro de extorsiones, amenazas y hostigamientos por parte de las Águilas Negras salió hacia Ecuador con su familia. «Qué pesar uno vivir en un albergue. Era una cosa súper pequeñita… muy duro. O sea, se les agradece en el alma acogernos, pero había que cumplir un horario si uno iba a salir, había que estar a una hora exacta para comer, la comida era así como una mortadela, por ejemplo, con un arroz y un juguito. También había muchas familias y los cuarticos eran pequeñitos. A nosotros nos dieron un solo cuarto para los dos niños y nosotros dos: un solo cuarto con dos camas pequeñas. Uno en ese momento agradece mucho porque es un lugar dónde estar y, finalmente, donde uno se siente un poco protegido».
Francisco de Roux, el presidente de la Comisión de la Verdad, que salió del país en 1990 ante la inminencia de un atentado en su contra. Alfredo Molano, quien murió en octubre de 2019, siendo comisionado de la Verdad, y también fue forzado a vivir en el exilio entre 1998 y 2005, primero en Europa y luego en Estados Unidos. Saúl Franco, médico y doctor en salud pública, otro comisionado de la CEV, que tuvo que irse a Brasil en agosto de 1987, tras el asesinato de sus colegas y amigos Pedro Luis Valencia, Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur. Franco dejó su testimonio en el capítulo: «El exilio es una cosa muy curiosa: uno no se puede exiliar con la familia, tiene que salir a la carrera y no alcanza a irse con todos. Yo tenía dos hijos. El menor tenía seis años, y el mayor, once. Mi esposa también es médico y trabajaba en Medellín. El plan era salir un mes, pero ese mes se extendió a casi cinco años […] Uno cree que se va a acabar muy pronto, pero lo duro del exilio es justamente que es una realidad que se sabe dónde empieza, pero no cuándo termina».
No ha sido en vano, ha salvado verdades y ha salvado vidas. Pero como dicen en la Comisión de la Verdad, “el exilio es la mitad del camino hacia ninguna parte entre Colombia, un país al que no pueden volver, y otro, el de llegada o acogida, del que nunca terminan de ser: una enorme zona gris por la que deambulan mucho tiempo después de la huida y en la que la incertidumbre es el suelo cotidiano”.
* Nombre cambiado.