30 de enero de 2022
La Ley de Comida Chatarra es, en sí misma, un cocinado, un potingue. Y es literalmente para tragarse. Quienes concibieron su receta inicial confían que aún pueda ser saludable, a pesar de las muchas variaciones de último momento que le impusieron los legisladores defensores de los intereses de la industria de comestibles ultra procesados, algunos de ellos inmersos en evidentes conflictos de interés, una indecencia peligrosa, semejante a la de quienes manipulan alimentos con las manos sucias, sin ningún recato o sentido de la limpieza. Las organizaciones defensoras de los derechos nutricionales y alimenticios de los ciudadanos admiten, con mal sabor de boca, que el articulado final resultó muy disminuido luego de su tránsito legislativo, de su tránsito digestivo.
Del total de artículos propuestos sobre el etiquetado de advertencia nutricional, solo algunos sobrevivieron hasta la promulgación final del presidente de la República, hace seis meses. En general, todos esos artículos convertidos en ley transitaron un proceso comparable al de las materias primas en las fábricas de comida chatarra, por ejemplo las papas, que son transformadas con adiciones ingentes de sodio, grasas saturadas y saborizantes artificiales. Propuestas fundamentales del proyecto inicial, como la prohibición de publicidad televisiva de comestibles basura en horarios infantiles y familiares, desaparecieron del articulado definitivo.
Según las organizaciones ciudadanas, ese ultra procesamiento de los artículos que ellas investigaron, sustentaron y redactaron, fue obra del gigantesco poder económico de las azucareras y de las fábricas de gaseosas, golosinas y embutidos cárnicos, que contrataron a las mejores empresas de cabildeo del país para tutelar a sus congresistas alfiles en el Senado y en la Cámara. Es un hecho innegable, dice Esperanza Cerón, directora de Educar Consumidores, una de las organizaciones qué más apostó por la aprobación del proyecto de etiquetado de advertencia nutricional. En ciertos momentos, advierte ella, la interferencia de los industriales en el ejercicio legislativo fue descarada, desvergonzada.
Sus legisladores más amigos, pagados y promovidos por las fábricas de comestibles basura, lograron suprimir las definiciones de conceptos como aditivos alimentarios, ambientes obesogénicos, ingredientes culinarios, productos comestibles o bebibles procesados, entre otros, que permitían una identificación y una regulación más rigurosa, menos laxa. Esos conceptos, según las organizaciones defensoras de los derechos nutricionales y alimenticios de los ciudadanos, constituían el estómago, nunca mejor dicho, del proyecto de ley inicial. A cambio de ellos, los legisladores promovidos por los industriales mediante una estrategia de lobby parlamentario, impulsaron las definiciones de otros conceptos como alimentación saludable, inocuidad de alimentos y comestibles o bebibles clasificados según su nivel de procesamiento, todos benévolos con la fabricación de comestibles chatarra.
Lo cierto, sin embargo, es que el lobby o cabildeo no es un delito y la Constitución incluso lo permite en su artículo Segundo: “facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación”. Entonces, ¿por qué es una actividad vergonzante, oculta, disfrazada, ejercida en puntas de pie, la mayoría de las veces de manera anónima? Para Rubén Orjuela Agudelo, nutricionista e investigador de Educar Consumidores, lo reprochable del lobby empresarial no es lo que muestra sino lo que oculta.
Orjuela Agudelo reconoce que él y sus compañeros ejercieron una presión ciudadana para convencer a los legisladores de la necesidad de defender y apoyar el articulado sobre la comida chatarra, pero advierte que la diferencia fundamental con la presión que ejercen las grandes empresas de comestibles ultra procesados es su carácter preferencial, de privilegio y lucro recíproco. La sociedad civil no hace lobby, explica el nutricionista, ejerce la incidencia política. E insiste que ellas, las organizaciones civiles, no financian las campañas electorales de los senadores ni de los representantes, ni estimulan su cercanía ni amistad con regalos de ningún tipo, como sí hacen los empresarios. Está claro: si el enfrentamiento parlamentario fuera dialéctico, contraargumentativo, la lucha legislativa sería más justa y ecuánime. Pero ese no es el caso.
Esperanza Cerón calcula que en las fechas más perentorias, cuando se decide la promoción o el hundimiento de un proyecto de ley, por los pasillos del Capitolio llegan a deambular más de cien recaderos lobistas, casi como una cámara legislativa en paralelo, con más de un miembro por cada tres de los 280 senadores y representantes del Congreso. ¿Cómo pueden ser tantos, qué hacen allí? Un legislador lo enumera: llaman, abordan, presionan, recuerdan, cobran, ofrecen, todos verbos que dan cuenta de una relación de subordinación que, llegado el caso, se atiranta y da lugar a reclamaciones, incluso ofensivas e intimidantes, si es necesario.
Ese legislador, uno de los más jóvenes del Congreso, revela una expresión tremebunda que le ha oído decir a algunos de sus colegas más veteranos: vómito negro. El suyo es un relato en voz baja, sentado en las escalinatas entapetadas de rojo carmesí que suben al segundo piso del edificio de la Cámara de Representantes. Hay parlamentarios, dice el legislador, que pactan sumas de dinero por adelantado a cambio de apoyar o de derribar proyectos de ley, o de artículos específicos, en beneficio de un sector empresarial o comercial. Suele tratarse de sumas enormes que se destinan al pago de varios senadores y representantes. El vómito negro ocurre cuando esos apoyos o derribos no se concretan, por unas razones o por otras, y los pagadores reclaman el reintegro de su inversión.
¿Alguna vez han sido identificados los recaderos lobistas en el Congreso? Muy raras veces. Una entre tan pocas es luminosa y merece ser recordada con detalle. Ocurrió el 25 de octubre de 2016, en la plenaria de la Cámara, en medio del debate de un proyecto de ley sobre advertencias sanitarias al consumo del tabaco, una iniciativa comparable al de advertencias al consumo de productos comestibles ultra procesados. El entonces representante Oscar Ospina Quintero señaló a un hombre que iba y venía entre las curules, vestido de traje y corbata, instigando a los legisladores para que modificaran su voto en contra de las tabacaleras, empecinadas en volver humo los esfuerzos por reducir la venta de cigarrillos en Colombia. Aquella denuncia, hecha en voz alta y con el dedo señalando al aludido, se oyó así:
“Este señor que anda allá se llama Diego de La Ossa, ¡mírelo! (…) Ha andado todo el día de curul en curul. Señor, usted tiene que salir de esta plenaria de la Cámara, usted viola la ley. Usted rompió el cuórum de la Comisión Séptima. Y cada que lo vea aquí lo voy a denunciar. Usted no tiene ningún derecho, no es ningún parlamentario para estar en esta plenaria volteando los votos. Este es un proyecto de ley que mejoran la salud pública de los colombianos, ¡no sea abusivo! Usted representa a la industria del tabaco”. Pero a pesar de su contundencia, la denuncia del representante Oscar Ospino Quintero no provocó ninguna respuesta de las tabacaleras, ni de ninguna autoridad, y pocos medios la reseñaron. Diego Fernando de la Ossa Jaramillo, el lobista señalado con el dedo, desapareció de las plenarias. Otros lo reemplazaron.
El legislador sentado en las escalinatas entapetadas de rojo carmesí que suben al segundo piso del edificio de la Cámara le da paso a un grupo de jóvenes que visitan el Congreso por primera vez. Ellos aprovechan la ocasión y se toman fotografías delante de los bustos y de las estatuas. Algunos lo hacen con las manos en el corazón, otros con las manos en los genitales. Varios llevan pancartas en las que reclaman justicia, honestidad, decencia, otros llevan camisas con mensajes. Arriba los de abajo, se lee en el pecho de uno de ellos.
Una de las empresas lobistas más poderosas del país es Econcept. En su página web dice que ofrece análisis macroeconómico para inversionistas en Colombia, además de investigación microeconómica, estudios sectoriales y análisis experto para litigios. Tres de sus socios son Juan Carlos Echeverry, exministro de Minas y expresidente de la Empresa Colombiana de Petróleos, Ecopetrol; Mauricio Santamaría, exdirector de Planeación Nacional y exministro de Protección Social; y Andrés Escobar, exviceministro técnico del Ministerio de Hacienda. Se trata de asesores que, además de su alta cualificación académica, conocen la letra menuda de los tránsitos legislativos, cuentan con información estatal clasificada y tienen una larga lista de contactos, entre ellos funcionarios parlamentarios, que les contestan el teléfono llamándolos todavía por sus antiguos cargos: presidente, ministro, director…
No es una casualidad que Juan Carlos Echeverry, propietario de Econcept, se oponga al impuesto a las bebidas gaseosas. El exfuncionario suele repetir argumentos, supuestamente infalibles, cada vez que las organizaciones defensoras de los derechos nutricionales de los ciudadanos proponen un gravamen a las bebidas azucaradas como medida eficaz para reducir su consumo. Unas declaraciones del ahora empresario en Caracol Radio fueron reproducidas de inmediato por La República, diario económico propiedad de la Organización Ardila Lülle, dueña de la mayor industria azucarera y de gaseosas del país.
El título del artículo, al lado de una fotografía del exministro de Minas y expresidente de Ecopetrol posando delante de un mapa de Colombia, fue una frase entre comillas con un gazapo de escritura por un error de concordancia: “La evidencia extranjera demuestra que los impuestos a las bebidas azucaradas es fallido”. En ese artículo, Juan Carlos Echeverry sostuvo, al parecer en tono categórico, que esas bebidas representan menos del tres por ciento de las calorías totales que consumen los colombianos, por lo que el impacto sobre la salud de un impuesto a las gaseosas, jugos y refrescos sería intrascendente. “No se vería el beneficio”, sentenció el empresario, controvirtiendo la opinión sustentada de la Organización Mundial de la Salud, que insiste que los impuestos al consumo de comestibles azucarados sí tienen un efecto positivo en la salud general de la población. Juan Carlos Echeverry miente sin sonrojarse, y lo hace mientras sonríe.
Según cifras del Ministerio de Salud, un impuesto del 20 por ciento a las bebidas azucaradas reduciría los litros de consumo promedio anual de los colombianos, de 57 a 46, lo bastante para disminuir el riesgo de los padecimientos asociados a su ingesta: diabetes, accidentes cerebro cardiovasculares y numerosos tipos de cáncer: de endometrio, de ovarios, de mama, de próstata, de colon… ¿Qué sustenta las opiniones concluyentes de uno de los dueños de Econcept en contra de un impuesto al azúcar? La ciencia lo desmiente: a las células cancerosas le encanta la glucosa de las bebidas azucaradas, y la metabolizan a un ritmo doscientas veces superior al normal. Las tomografías por emisión de positrones, una herramienta diagnóstica de precisión, están diseñadas para detectar cánceres mediante la ubicación de zonas con alto consumo celular de glucosa. ¿Lo sabe Juan Carlos Echeverry, experto en exploración de hidrocarburos?
Dos de los clientes que han contratado los servicios de asesoría de Econcept son Coca Cola y Asocaña, ambas opuestas al proyecto legislativo de comida chatarra, por obvias razones. Los estudios dicen que estampar una advertencia elocuente, no apenas testimonial, en los sobres y empaques de bebidas gaseosas reduciría su consumo, y cualquier reducción porcentual de ese negocio representa fortunas en contra de los empresarios y a favor de los ciudadanos. En 2016, el Ministerio de Salud y Protección Social calculó que los comportamientos insalubres de los colombianos, entre los cuales está el consumo de comestibles ultra procesados, le costaban 24 billones de pesos al año al sistema público de salud. Esa cifra no ha hecho más que crecer.
En sus informes sobre las declaraciones de Juan Carlos Echeverry en contra del impuesto al azúcar, ni Caracol Radio ni La República les informaron a sus oyentes y lectores que aquellas eran las opiniones de un lobista pagado por la industria azucarera y de gaseosas. ¿Cuánto dinero les costó a los empresarios de comestibles chatarra financiar su estrategia en contra de las restricciones nutricionales propuestas por la sociedad civil?
Carolina Piñeros, directora ejecutiva de Red Papaz, organización ciudadana que apoyó el tránsito legislativo sobre el etiquetado de advertencia, compara el reciente lobby de las industrias de comestibles ultra procesados con el que perpetraron las multinacionales tabacaleras, hace cinco años. Aquel, como este, fue un plan minucioso para evitar la concreción de restricciones, o al menos para disminuir su alcance. ¿Cuánto dinero gastaron? Ella calcula que los empresarios invirtieron miles de millones de pesos, en todo caso mucho menos de los cientos de miles de millones de pesos que seguirán recibiendo con el actual consumo de comestibles azucarados y ultra procesados. La esperanza de Piñeros es que la ley ya sancionada, a pesar de no garantizar mayores restricciones, sí sea útil para advertirles a los ciudadanos lo que comen y beben, y de los riesgos para su salud de la basura que la industria les ofrece disfrazada de comida.
Una pregunta parece necesaria: ¿hasta dónde se alarga el poder intimidante de la todopoderosa industria de comestibles ultra procesados? ¿Cuál ha sido el costo personal de los defensores de los derechos nutricionales y alimenticios que promovieron la Ley de Comida Chatarra? La respuesta es categórica y las escenas que la sustentan parecen numerosas y diversas. Quizá baste un ejemplo, entre tantos.
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Oigan a esta vieja hijueputa. El insulto se oyó nítido e indiscutible, como un estrépito. Fue durante una reunión virtual del Grupo Electrónico de Trabajo para la Revisión del Estándar de Fórmulas de Seguimiento, un grupo técnico sobre nutrición, adscrito al Ministerio de Salud y Protección Social, en el que participan los representantes de las industrias más poderosas de alimentos ultra procesados del país, y la Asociación Nacional de Industriales, ANDI; el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, ICBF; el Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos, INVIMA; y dos representantes de la sociedad civil, una de ellas, una nutricionista e investigadora de la Red Mundial de Grupos Pro Alimentación Infantil, IBFAN.
Ella acababa de hacer una pregunta incómoda sobre un producto ultra procesado para bebés, uno de esos polvos azucarados que se ofrecen para que las madres, si lo desean, dejen de amamantar a sus hijos. Como otras veces, la nutricionista les recordó a los representantes de la industria, y a las autoridades de regulación y vigilancia, que la idealización de esos productos sucedáneos es costosa para la salud de los recién nacidos por una razón categórica: la leche materna, está demostrado, es irreemplazable. Según la investigadora, los comerciales de esas supuestas leches, con bebés sonriendo en sus empaques, acompañados de soles y de animalitos de caricatura, son una estafa económica y nutricional. Fue cuando se oyó, diáfano, el insulto. El agresor fue el subdirector ejecutivo de AmCham Colombia, la Cámara de Comercio Colombo Americana.
Nadie, ninguno de los presentes, hizo algún comentario. Todos permanecieron en silencio, expectantes. La líder de la reunión, una funcionaria de la Subdirección de Salud Nutricional, Alimentos y Bebidas del Ministerio de Salud y Seguridad Social, pretendió seguir de largo. Bueno, dijo, continuemos. La nutricionista e investigadora de IBFAN pidió entonces la palabra y exigió que quedara constancia de la agresión que acababa de sufrir, después recordó que el respeto era innegociable y que la presencia de la sociedad civil en esas instancias de discusión técnica era un derecho constitucional que todos allí debían acatar y resguardar.
Preguntado por Vorágine sobre esa agresión, si le había pedido excusas a la representante de la sociedad civil después de la reunión, el subdirector ejecutivo de AmCham Colombia respondió: “Respecto al tema de la expresión que haya salido desde mi micrófono, no tengo presente que haya sido así, razón por la cual no hubo conversación posterior al respecto. No tengo la grabación de la sesión que usted menciona”.
En el acta de esa reunión, fechada el 11 de junio de 2020 y elaborada por un contratista de la Subdirección de Salud Nutricional, Alimentos y Bebidas del Ministerio de Salud y Protección Social, se lee esta única línea de lo ocurrido: “Solicita que las intervenciones de todos los miembros se realicen con respeto”. Se trata de una constancia muda que nada dice, que nada consta. Parece pensada para proteger al agresor, no para denunciarlo, como solicitó la agredida.
En opinión de la nutricionista e investigadora de IBFAN agredida, esa única línea, que cumple sin cumplir, se parece a las advertencias circulares que las empresas de comestibles ultra procesados ya imprimen sobre las envolturas y empaques de sus productos y que, se supone, son claras y efectivas, pero no es así. La experta afirma categórica lo mismo que las organizaciones defensoras de los derechos nutricionales y alimenticios: que esos sellos actuales sobre las concentraciones altas de azúcar, sodio y grasas saturadas, justo por su forma circular y no octagonal, son ineficaces porque las personas no los entienden como advertencias. Son igual que esa línea muda en el acta, así parece, que pretende enmendar sin corregir, avisar sin informar, prevenir sin advertir. Disimular, no descubrir.
Twitter del autor: @JACastanoHoyos