1 de octubre de 2023
Según el diccionario de la RAE, borrego es una “persona que se somete gregaria o dócilmente a la voluntad ajena”. Darles ese calificativo a los miles de indígenas que participaron en la marcha del 27 de septiembre en Bogotá, si no es una forma blanda de racismo, sí demuestra desconocimiento de los procesos organizativos que, desde principios de los 70, desarrollan los pueblos indígenas, especialmente en el Cauca, donde los once pueblos originarios de mi jodido departamento han demostrado rebeldía contra todo intento de dominio y de menoscabo de la autonomía territorial. Han ideado formas de resistencia en 60 años de guerra, han creado políticas públicas propias y planes de vida premiados, a nivel internacional. Los indígenas del Cauca se han enfrentado a todos los actores armados, incluso a la fuerza pública, participan de manera permanente en foros e instancias de diversas áreas dentro y fuera del país e, históricamente, han organizado marchas multitudinarias, a Cali y Bogotá, y se han metido a las selvas del Caquetá y Nariño para liberar a un alcalde secuestrado por las Farc o para rescatar los cadáveres de sus hermanos awa asesinados también por esa guerrilla.
Los casi doscientos mil indígenas del Cauca son el grupo social más organizado del país. En los 22 resguardos del norte he sido testigo, durante años de reportería, de que todos los días, de manera simultánea, funcionan hasta cinco y más asambleas, talleres, encuentros de memoria y otros espacios, para discutir temas fundamentales o reafirmar su autonomía. Tienen emisoras y otros medios de comunicación propia (con fundamentos diferentes al periodismo y la comunicación social), en uno de los cuales, por ejemplo, mientras escribo estas líneas, a las 7:41 de la mañana, el área de Comunicaciones del Plan de Vida Proyecto Nasa retransmite un programa con especialistas de la comunidad (a los que un periodista no les aguanta un debate) sobre los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET).
A los urbanitas, caóticos por naturaleza, les resulta sospechosa su disciplina y milimétrica organización, ignorando la historia política y organizativa del pueblo Nasa, desde las derrotas militares infligidas a las tropas de Sebastián de Belalcázar hasta la creación de la Guardia Indígena, pasando por la lucha política de Juan Tama y Manuel de Quilo por sus resguardos; la participación de guerreros paeces (nasas) en el ejército libertador y en las guerras civiles; la creación de La Quintinada (que hizo temblar a la aristocracia patoja de principios del siglo pasado); las autodefensas (Cajibío, Gaitania, en el Tolima, y el Movimiento Quintín Lame) contra las Farc y los ‘pájaros’ y un largo etcétera.
Rebeldes y no borregos han sido los indígenas del Cauca en su trayectoria de “Guerreros milenarios”, como se llaman a sí mismos, pero, desde el centro del país aún se ejerce la mirada colonialista, que se mantuvo en la República con la ley 89 de 1890 (“Por medio de la cual se determina la manera como deben ser gobernados los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada”) y, ahí sí, como borregos, bajo la tutela de las misiones religiosas, pues para efectos civiles y penales eran considerados “menores de edad”, incapaces de tomar decisiones propias.
“De lejos parecen borregos. Se acerca uno, como le sucedió a esta oyente… y se descubre que es gente”, dice el trino del periodista Gustavo Gómez, de Caracol Radio, sobre la fila de manifestantes que marcha, disciplinada, por una acera de la capital.
De lejos, parecen borregos. Se acerca uno, como le sucedió a esta oyente de @6AMCaracol, y se descubre que es gente. ¿A dónde los llevarán hoy? pic.twitter.com/Ipi9H4lV2D
— GustavoGómezCórdoba (@gusgomez1701) September 27, 2023
Es el ojo citadino, fugaz, lejano y superficial (la imagen fue hecha desde un automóvil en marcha), desacostumbrada a la interacción con las actividades cotidianas de la ruralidad, donde los caminantes (o los comuneros, en este caso) andan por trochas, desfiladeros, cuchillas y caminos de herradura, en los cuales sólo es posible andar de uno en uno. Caminar en fila es parte de los usos y costumbres del derecho propio. Es una herencia de siglos. En fila entran a la tulpa ceremonial, en fila reciben los alimentos durante las asambleas, en fila recorren, desde niños, los linderos de sus resguardos. De lejos, semejan hormigas, animal más cercano a la identidad del indígena.
Quienes consideran que los indígenas son una manada de jóvenes corderos sin voluntad, dispuesta para el arbitrio de sus líderes, también desconocen la forma de democracia que impera en sus territorios, sobre todo, entre los del Cauca. Según esta forma de gobierno, sus líderes tradicionales y los funcionarios de su etnia elegidos por voto popular, “mandan obedeciendo”. ¿A quién? Obedeciendo a la Asamblea General, un organismo multitudinario conformado por esa hilera de hombres y mujeres que, desde la lejanía del pavimento, asemejan con borregos, pero que, de cerca, allá en sus territorios, son un organismo vivo y dinámico (con subdivisiones) que analiza, discute, cuestiona, toma decisiones y empuja a sus líderes. Sí, los empuja, los regaña y hasta los ‘armoniza’ y los ‘juetea’, como hicieron con Jesús Piñacué y Feliciano Valencia, aunque por ahí hay otros dirigentes con merecimientos hasta para llegar al cepo, porque los mismos vicios que imperan en la sociedad occidental florecen en los resguardos.
Es lo que he visto (de cerca, muy cerca, no “de lejos”) en casi cuarenta años de intentos por ejercer un periodismo de calle y trocha, en los que, incluso, he sido parte de esas hileras, tan denostadas en la capital, a pesar de que, por generaciones, los colombianos las hemos conocido como “fila india”, una forma de caminar tan antigua como las expediciones prehistóricas para cazar animales o recoger frutos. Y sigue siendo la forma más efectiva para desplazarse en grupo. Acaso cómo esperaban que se movieran con agilidad líquida miles de indígenas sobre los estrechos andenes bogotanos. ¿En montonera?
Quizá, con una mirada distinta, esa misma fila india habría sido ejemplo de cómo los transeúntes bogotanos pudieron caminar sin tropiezos hacia sus lugares de trabajo, en medio de la esquizofrenia matutina de la capital.
NOTA: horas después de haber entregado esta columna se produjo el ingreso a la fuerza, al edificio de la revista Semana, de un puñado de indígenas que se desprendieron de la minga del 27 de septiembre, y seguían en Bogotá dos días después de que los mingueros habían retornado a sus resguardos.
El acto, que es inaceptable bajo todo punto de vista, y que merece rechazo, fue realizado por los ocupantes de una de las más de sesenta chivas que llegaron a Bogotá con el objetivo de respaldar las reformas propuestas por el gobierno. Pero, así haya sido un pequeño grupo, para los medios capitalinos y para las redes sociales, que con dificultad saben que en Colombia existen 115 pueblos originarios, el “ataque” fue cometido por “los indígenas”, así en general, de modo que ahora todos cargan con el estigma de atentar contra la libertad de prensa.
También culpan del reprochable acto a la Minga, a pesar de que la minga había levantado su campamento 48 horas antes del parque Tercer Milenio y se había marchado de Bogotá. Los señalamientos recayeron, además, sobre el Consejo Regional Indígena del Cauca, Cric, aunque quienes irrumpieron en el edificio hayan sido miembros de Autoridades Indígenas del Sur Occidente, Aiso, un movimiento que mantiene discrepancias históricas con el Cric.
Aiso agrupa a indígenas misak, pijaos y nasas del Cauca, Tolima y Huila. Aunque tiene una trayectoria política y organizativa de medio siglo, el nombre Aiso comenzó a sonar a nivel nacional entre 2020 y 2023 debido al derribamiento de las estatuas de Sebastián de Belalcázar en Cali y Popayán, y de Gonzalo Jiménez de Quesada, en Bogotá, por considerarlos símbolos del genocidio de miles de indígenas durante el periodo conocido como la Conquista.
Los indígenas argumentan que la gran prensa desinforma sobre los pueblos indígenas y los estigmatiza. Y, en muchos casos, es cierto. Pero lo sucedido en la sede de Semana, además de reprochable, fue una torpeza del tamaño de una montaña. De inmediato, el periodismo y sus agremiaciones cerramos filas (como era debido) alrededor del medio agredido, aunque en voz baja muchos colegas lo califican de mentiroso e incendiario. Los líderes de Aiso deberían hacer un análisis con sus mayores sobre ese episodio.
Cuentan que, por allá, hacia 1920, el poeta Guillermo Valencia, yerno del terrateniente Ignacio Muñoz y enemigo acérrimo de Quintín Lame, fue a la cárcel con la expresa intención de darle un puñetazo al indio rebelde, quien se hallaba encadenado de pies y manos. Lame, recién capturado en El Cofre, y a quien el autor de Anarkos llamaba “asno montés”, le respondió: “Maestro, usted debería ser más caballero”.
Siguiendo esa enseñanza del gran líder de los paeces (nasas), habría sido mejor que, en lugar de agredir y gritar consignas contra “la mala información”, hubieran organizado un ritual de armonización, a las puertas de Semana, para pedir por una mejor información.
* Periodista de ascendencia indígena, desde 1985 ha trabajado el tema del conflicto en zonas indígenas del norte del Cauca y es autor de “La fuerza del Ombligo, crónicas del conflicto en territorio Nasa”, de Editorial Unicauca, publicado en 2015.