Esta es la historia de Wendy Vera, la joven que junto a tres mujeres más se arriesgó a montar una biblioteca en el barrio La Cruz de Medellín.
30 de septiembre de 2021
Por: Pacho Escobar. / Ilustración: Camila Santafé
Wendy Vera
1. Una montaña

Wendy Vera quizá no durmió varias noches después de lo que presenció. El niño había bajado a la biblioteca desde un rancho en la montaña y lo notó

triste. Apachurrado. Ella le preguntó si le podía ayudar. Él le dijo que su mamá estaba triste, que lloraba todo el día y que él no sabía qué hacer. Wendy le propuso que la invitara a la biblioteca, pero el pequeño le dijo que era imposible. Con los ojos aguados, aunque brillantes, y la voz entrecortada le pidió a la bibliotecaria que subiera a hablar con ella. Aunque le sugirió un favor más, que le llevaran un libro. 

En Medellín dicen que vivir en el barrio La Cruz es vivir de último. Pero hay familias que viven aún más arriba, más lejos, en la cúspide de esa montaña olvidada. Wendy le prometió al niño que subirían a la media tarde. En punto de las tres apareció él, los ojos atentos, la boca sonriente. Ella supuso que llegarían tras quince minutos de pasos hacia el cielo. Faltaba el vértigo. Se metieron por un sendero donde solo cabía una persona. Estaban en el filo de un barranco con un precipicio al fondo que paralizaba hasta a la señora valentía. Sin embargo el niño caminaba con prisa, ágil, sin miedo. Uno no se cae donde aprende a caminar.

Al llegar al rancho, Wendy supo de la desdicha aún sin ver la escena que le esperaba adentro. La madre estaba acostada. Su primera reacción fue taparse con una sábana, pero la dignidad se asoma cuando Dios olvida. Tenía el rostro calcinado y lo que se le podía ver del cuerpo. Las manos también. Su pareja, en un ataque de celos, la había prendido en fuego. Sólo la quería para él, dijo. No lo logró. El monstruo escupe fuego intentó hacer cenizas su existencia. La madre se sentía fea. Se sentía inservible. Sentía que asustaba. Eso le contó a Wendy. Lo último que quería era salir de ese rancho de tabla. Lo último que quería era, tan siquiera, que la vieran. Lloraron juntas. Lloraron juntos. Wendy, entonces, sacó un libro y comenzó a leerle un cuento. 

2. Una biblioteca

Wendy Vera a los seis años aprendió a leer y escribir en una biblioteca. Su mamá, asustada porque a la niña se le dificultaba aquellos actos vitales, le dio por llevarla un día a la biblioteca del barrio El Raizal en la Comuna 13 de Medellín. Wendy, como la niña del cuento de Peter Pan, encontró alas en los libros para volar. Aquel fue un regalo mágico y todo fluyó: las letras, los números, los signos de puntuación, la vida. Un libro es un universo, lo supo Wendy a los seis años, y descubrió constelaciones en ellos. La niña esperaba salir de la escuela, almorzar a la velocidad de la emoción y correr a ese sitio colmado de cuentos. La historia habla de reyes que invirtieron sus riquezas construyendo bibliotecas enormes. Wendy lo imaginaba, lo sabía sin que se lo contaran. 

Al principio fue la literatura, después los juegos lúdicos, más tarde los cursos, seguiría el cineclub y un sinnúmero de actividades con las que fue formando no solo su carácter, sino el modo de percibir su existencia. Muchos piensan que una biblioteca son solo libros, silencio y lectura, pero a finales del siglo XX, a estas les fueron incluyendo eventos más atractivos para potencializar las habilidades de cada individuo. Lo supo la mamá de Wendy el día que la niña llegó a su casa pidiéndole que la cambiara de escuela porque en la que estaba iban tan atrasados que ella se sentía preocupada. Estaba experimentando el sentido crítico sin saberlo, o tal vez sí. 

A la biblioteca de El Raizal tuvieron que ponerle timbre para que Wendy supiera a que hora debía regresar a su casa. Ni la policía la podía sacar. Un día le hicieron esa broma. Tocaron la campanilla. Ella no quiso salir. Un policía llegó. Le dijo que la iba a poner bajo arresto por no seguir las reglas. Ella no se lo creyó. Todos rieron pero le dijeron que la próxima vez sería verdad. La niña lloró pero aceptó. Estaba furiosa, como cuando Alejandro Magno entró en cólera al saber que sus soldados no querían continuar con su expedición a la India, sembrada de elefantes y de ríos gigantes. Él no quería conquistar tierras y reinos, su apetencia eran los libros, las historias, las bibliotecas.

En la institución José Roberto Vásquez encontró exigencia. Además, ofrecían una educación técnica que la formaba en otras habilidades. Pasar las tardes en la biblioteca de El Raizal divirtiéndose y sumando conocimiento se notaba en las clases del colegio. Nunca se atrasó en ninguna tarea, nunca perdió una materia y nunca necesitó sacar diez en todas las asignaturas. En silencio, navegaba como el rey Ptolomeo, que cien años después de Cristo ya sabía de la redondez de la tierra. Los cambios de niña a mujer no solo fueron físicos. Su mente se expandió y quiso nadar en otras aguas. Wendy supo lo que sería su vida el día que leyó un libro para adolescentes titulado ‘El secuestro de la bibliotecaria’. De modo que su talante y nuevos gustos intelectuales le dieron la capacidad de liderar su propio club de lectura, montar un cineclub y hasta ir diseñando en su diario una biblioteca itinerante. Llevar la biblioteca a las esquinas, a la calle, igual que Napoleón I, esos que salían a encantar nuevos lectores. 

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3. Un regalo

Wendy Vera siguió ganándole a la vida. Tenía quince años cuando, junto a sus compañeros de colegio, la llevaron a la Universidad Eafit. Lo bonito de la vida es dejarse sorprender, sin asombro todo pierde sentido. Ella no solo enmudeció en el camino que la condujo desde Manrique Oriental hasta la sede de aquella institución en la que, al parecer, solo tenían acceso los ricos. Le faltó el aire que produce palabras cuando vio la moderna entrada del lugar. Pero el vacío en el estómago se produjo cuando les enseñaron todo el campus y, además, les contaron las historias de algunos estudiantes que hoy son influyentes por sus profesiones en todo el planeta. “Aquí quiero estudiar”, se dijo Wendy.

No era fácil. En  2013, tan solo la matrícula de un semestre en una universidad de ese nivel costaba alrededor de siete millones de pesos. Con ese dinero la familia de Wendy podía pagar doce meses de mercado, doce de servicios públicos y doce de arriendo. Pero ella no iba a desaprovechar la oportunidad que se había ganado. La Universidad Eafit hizo una convocatoria en la que los cien mejores alumnos del área metropolitana de Medellín competirían por trece becas. El colegio José Roberto Vásquez envió a sus tres estudiantes más destacados. Entre ellos, a Wendy. 

El día que visitó aquella alma mater fue para hacer un primer examen en el que clasificaron los treinta primeros. Sin embargo, seguía otro filtro mucho más largo y exigente. La historia apremia a los disciplinados. Durante tres meses tuvo que ir a clases pre-universitarias cada sábado a doble jornada. Finalmente la universidad becó a los trece estudiantes con los mejores resultados de una docena de exámenes y pruebas. La alegría de Wendy ese día por este merecido regalo, quizás, es solo comparable con la que tuvo Cleopatra el día en que, en lugar de joyas o castillos, Marco Antonio le regaló doscientos mil libros para su biblioteca, la biblioteca de Alejandría.

Wendy Vera ahora tenía un problema. ¿Cómo iba a costear los otros gastos que exigen los estudios universitarios? En  2013, de cada cien estudiantes que ingresaron a instituciones de educación superior -públicas y privadas-, cuarenta y cinco tuvieron que abandonar sus estudios por falta de recursos. Ese mismo año el presupuesto para educación apenas si superaba el de la guerra. Sí, pareciera que el negocio de matar importa igual, o más, que el de educar. Pero aquella adolescente de Manrique no iba a renunciar a su regalo así de fácil. En la biblioteca de El Raizal se había convertido en una tallerista más a la que le pagaban no solo por enseñar, sino por inspirar. Con eso pudo empezar a costear al menos lo de los pasajes para llegar puntual cada mañana a Eafit.

Al no ofrecerle la carrera de literatura se decidió por la psicología. Sabía que la vertiente social la apasionaría. Pero además, muchos seres humanos la necesitaban armada de herramientas para sanar sus almas. El tiempo muchas veces la superaba, de modo que decidió dejar la biblioteca de El Raizal para trabajar en la biblioteca de la universidad. Apenas vieron su hoja de vida, la aceptaron sin dudarlo . Un par de semestres más tarde pudo cuadrar la caja registradora, al convertirse en monitora de clases de estadística. La universidad valoraba el tema con pesos en efectivo. La Organización Estudiantil (OE) también le aportaba fichas para el restaurante y paquetes de fotocopias. Wendy nunca se dejó quitar su regalo. 

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4. Un sueño de papel

Wendy Vera debía realizar sus prácticas. La vertiente social de la psicología era con lo que soñaba, pero las pasantías pagas en esta área eran muy escasas. No le importaba, iba a buscar dónde ayudar a una comunidad con su saber, así no le pagarán. Generosidad se llama eso. Sin embargo, la vida no mide corazones por bondades, a veces parece que ni los tuviera en cuenta. Justo cuando iba a empezar a buscar dónde hacerlas, su hermano, el hombre que ayudaba a sostener la casa, murió. Ni siquiera hubo tiempo para hacerle el duelo. Ella se vio forzada a optar por una práctica paga en psicología organizacional, no era lo suyo, pero pagaban y debía aportar algo en su hogar.  

Un par de meses más tarde Wendy Vera recibió la noticia esperada. Una amiga de la universidad le dijo que estaban buscando voluntarios en psicología social para que trabajaran con la comunidad del barrio La Cruz. Los ojos se le iluminaron y los recuerdos también. Wendy ya había andado esos pasos. Recordó que el Barrio La Cruz solo tiene una vía de acceso, una calle tan empinada y angosta que pareciera que los carros necesitaran quemar todo su combustible para poder treparla. No es fácil tocar el cielo. 

La epifanía llegó pronto. Se vio por esas calles ascendentes enseñando a leer y a escribir, incluso a sumar y multiplicar más que a restar y dividir, prestando libros, leyendo en voz alta, proyectando películas, creando juegos de rol, hablando de cuentos, novelas y escritores, escuchando a los niños y a sus padres, sanando heridas que no se ven con las curas de la psicología social. Conectando la psicología con la literatura. Su mundo ideal. El mundo ideal.

Vivir es insistir. A Wendy se le ocurrió la idea de llevarle una biblioteca al barrio La Cruz. Los sueños son de papel. Los sueños muchas veces se deben escribir en el papel para recordar cada día que hay que Hacer, con mayúscula, y no imaginar, con i minúscula. Recordó, también, que una frecuente asistente a la biblioteca de El Raizal, podría estar interesada. Yesica Mazo no dudó en aceptar la invitación. Comenzaron con lo que tenían. Cada sábado subían zancada tras zancada a La Cruz. No importaba el cansancio, allá llegaban con dos maletines llenos de libros. Los sacaban en una esquina e invitaban a los niños a que las escucharan leer. Algunos libros los prestaban, pero apuntaba el nombre para que los regresaran. Así inició Sueños de papel, con lo mínimo, pero con lo máximo.

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5. Un proyecto

Wendy Vera y Yesica Mazo querían que los vecinos de La Cruz vieran a la biblioteca como un patrimonio. Ya llevaban seis meses de manera itinerante, pero querían tener su nido de vuelos. Los libros son cielos desde donde se divisan siete mil millones de mundos. Un vecino les prestó su sala, pero había un perro Pitbull que, aunque era una adoración, la gente por el mito de su raza prefería quedarse en el andén. Sin miedo, Yesica y Wendy se lanzaron al vacío. Alquilaron una casa por doscientos mil pesos mensuales que costeaban, al principio, ellas mismas. Allá llevaron sus propios libros, una persona les regaló unos estantes y comenzaron a organizar la biblioteca. Cuentan que Aristóteles fue el primero en organizar por volúmenes una biblioteca, ellas dos venían de esa escuela. 

Pegaron volantes en los postes, entregaron fotocopias puerta a puerta, con megáfono en mano pasaron la voz de que La Cruz ya tenía biblioteca, a la salida del colegio del barrio les contaron a todos los niños, a sus mamás y papás para que los llevaran. Que no tuvieran miedo, lo máximo que les iba a pasar era que quisieran ser escritores, pintores, cantantes, bailarines, cineastas, actores, empresarios… niños. Lo máximo que les iba a pasar, citando la frase de Norberto Vallejo, era que si leían un libro, jamás volverían a ser los mismos. Y allá se aparecieron el primer día, treinta niñas y niños con el entusiasmo que da descubrir planetas. 

Los primeros libros fueron los de Agatha Christie, Edgar Allan Poe, G. K. Chesterton y Arthur Conan Doyle, entre otros. Casi todos de novela policiaca porque era lo que leían Yesica y Wendy. Más tarde, gracias a donaciones de amigos llegaron otros, aunque los más difíciles de conseguir fueron los de literatura infantil. En el mundo editorial se sabe que al ser tan escasos los escritores de este género, los libros para niños son más costosos. La biblioteca de la Universidad Eafit hizo su aporte y donó unos mejores estantes. Lo mismo hizo, y sigue haciéndolo, la Fundación Ratón de Biblioteca. Así mismo apareció Comfama, que hizo un aporte casi tan importante como el de Ptolomeo a la Biblioteca de Alejandría con libros, libros y más libros. 

Es probable que hoy sus estanterías contengan más de mil ejemplares, su ilusión es que sean, como el verso, setenta veces siete, infinitos. Así tuvo que haber empezado la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, la más grande del mundo. Por qué no soñar, son sueños de papel y ellas saben que estos se cumplen. Durante los meses críticos de la pandemia del 2020, se vieron obligadas a cerrar. La falta de recursos asfixió hasta a los más ricos. Pero además exponer a los niños y adolescentes era irresponsable. Lo sabían. Metieron todo en un salón de la junta comunal hasta principios de este año, cuando pudieron volver a alquilar otra casa.

El lugar tiene tres espacios. El salón de literatura infantil se llama ‘Letras de Carbón’, como el libro de Irene Vasco, la reconocida escritora de libros para niños y jóvenes que también tiene una biblioteca comunitaria. El salón juvenil se llama ‘Corazón de tinta’, como el libro de literatura fantástica escrito por Cornelia Funke. El salón de mujeres se llama ‘Nosotras que nos queremos tanto’, como la novela de la chilena Marcela Serrano. Y es que todas las mujeres que van a la biblioteca sí que quieren tanto. Se adoran.

Como no solo de letras vive el poeta, Yesica y Wendy deben realizar otros trabajos por fuera de la biblioteca. Es por ello que tienen horarios específicos. Los martes está Daniela Monsalve entre las diez de la mañana y las cinco de la tarde, haciendo talleres sobre la desnaturalización de la violencia y el empoderamiento femenino. Los miércoles y viernes, desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde, funciona un proyecto de la Alcaldía de Medellín denominado Combos. Y los sábados y los domingos Yesica y Wendy realizan diferentes talleres creados por ellas y basados en el entorno de La Cruz. 

El año pasado se ganaron una convocatoria de Iberbibliotecas que tiene como objeto la alianza entre bibliotecas comunitarias, para fortalecerlas. El proyecto les permitió adquirir más libros, tener un rubro para los talleristas, tener caja hasta para lo mínimo que es la papelería y el transporte. También se ganaron otro proyecto de la Secretaría de la No Violencia, que les permitió expandirse hasta un barrio parecido a La Cruz llamado La Honda. Esto en cifras es tener aprendiendo letra a letra, libro a libro, película a película, clase a clase, baile a baile, a más de doscientos niños y adolescentes.

6. Un combo

Wendy Vera, Yesica Mazo, Daniela Monsalve y Valentina Ruíz regresaron a la ladera donde vivía el niño. Allá montaron, con la ayuda de treinta organizaciones más de la ciudad, un evento que llamaron La Fiesta del Libro Comunitaria La Montaña Mágica. Como la historia de Jesucristo, se echaron La Cruz a la espalda y subieron libros, adecuaron espacios para los talleres y convencieron a escritores locales para que hablaran de sus novelas. La gente estaba feliz. Les habían subido la biblioteca a las nubes. 

En esas estaban cuando las llamaron aparte. Un joven del sector les dijo que estaba asustado por ellas. Un rato antes habían mandado a un mensajero del ‘combo’ que controla la zona. Mandaban preguntar a quién le habían pedido permiso para hacer un evento como aquella feria del libro. Mandaron decir que todo lo que se hacía donde las autoridades legales no aparecían ni tenían dominio, se lo debían consultar a ellos. Pero ellas, dignas, no aflojaron el semblante. Ni siquiera quisieron ir a hablar con el líder de esa banda. Lo que sí le mandaron decir era que los esperaban a todos en la feria… para leerles un cuento. 

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