26 de diciembre de 2020
Una mañana de 2013, Hilda Domicó Bailarín —Ponothuma en emberá— sintió que la muerte le rozaba por el lado. Había tomado un taxi junto con varios compañeros de trabajo. Iban para la sede de la Organización Indígena de Antioquia (OIA). De camino, cuatro hombres en dos motos le cerraron el paso al automóvil y, en cuestión de segundos, obligaron a uno de los acompañantes de Hilda a bajarse. Sobre el asfalto, lo encañonaron y ahí mismo lo asesinaron.
La víctima era un líder que solía recorrer las calles de las comunas de Medellín y que se había postulado a un cargo dentro de un cabildo indígena. En medio de aquellos instantes, que parecieron eternos, Hilda pensó que también le había llegado su hora. Pero no le tocaba, aunque tuvo que vivir más situaciones que, en sus palabras, todavía la enferman. Por esos días, ella dirigía y gestionaba un proyecto para atender a dos mil indígenas residentes en Medellín, al mismo tiempo que era directiva de un cabildo.
“Después de eso a mí me nombraron gobernadora (del cabildo), ¿y para qué fue eso? Vea, recién muerto el compañero nos empezaron a llamar, nos mandaban cuadros a la oficina, nos hacían panfletos y nos los tiraban en la puerta. Un día llegamos y encontramos la oficina abierta y nunca supimos cómo entraron”, relata Domicó.
Hilda ha luchado por su comunidad desde muy joven. En 1997, año en que la guerrilla, los paramilitares y la fuerza pública tenían al Urabá antioqueño como un campo de guerra, ya hacía camino como líder social del pueblo embera eyábida. Vivía en Mutatá: la puerta de entrada al Urabá, o “la tierra prometida”, según la lengua katía. Era una actividad de alto riesgo pedir que se respetaran los derechos de una comunidad en una región en la que campeaban los asesinatos, los desplazamientos forzados y las amenazas. Durante los primeros años de esa década, el Urabá contabilizó 18 masacres y Colombia empezó el pico más alto de ese tipo de asesinatos múltiples hasta el 2000.
Para la época, y con solo 21 años, Hilda había logrado avanzar con las comunidades en el reconocimiento de 18 cabildos indígenas de la zona. Todo eso se frustró ante el asesinato de su padre y un hermano. Otros familiares, un tío y un primo, también murieron con las balas de la guerrilla. “Igualmente (fueron asesinados) otros líderes que venían construyendo los sueños en la causa”, cuenta.
Después de esto, tanto ella como otros de sus compañeros sobrevivientes se desplazaron a departamentos como Córdoba y Chocó, el vecino Panamá y Medellín.
El desplazamiento forzado ha sido una problemática de violencia política muy frecuente en Antioquia. La antigua Agencia Presidencial para la Acción Social (hoy Departamento para la Prosperidad Social) señaló en 2006 a ese departamento como el que más desplazamientos forzados presentó (el 17 %), según su informe “Protección de tierras y patrimonio de la población desplazada” Por su parte, cifras de la Defensoría del Pueblo en 2016 señalaron que Antioquia tenía la segunda mayor cantidad de víctimas por este delito de lesa humanidad, con 14.554.
Actualmente, a sus 44 años, Hilda vive en Medellín y estudia en la Universidad de Antioquia una licenciatura en pedagogía de la madre tierra. En su hablar hay una combinación de cautela y calma. No alza el tono de su voz y siempre habla pausadamente, pensando muy bien cada frase que va a decir. Una palabra que repite frecuentemente es “visibilizar”, aludiendo al trabajo que desde la Organización Multiétnica de Antioquia y el Colectivo Eumara han hecho para reflejar la defensa de los derechos de las comunidades indígenas y el rechazo a todas las formas de violencia contra las mujeres.
Tras salir de su territorio y sufrir la pérdida de varios miembros de su familia, los años le han permitido superarse y abrirse al mundo. En 1999, apenas un par de años después de dejar Mutatá, tuvo la oportunidad de viajar a Ecuador becada para formarse en liderazgo y género; luego, en 2007, otra puerta se le abrió en España. Allá intervino en un curso con mujeres indígenas de diversos lugares del mundo. En 2010 fue becada por el Gobierno de Israel para participar en otro evento internacional, como reconocimiento a su trabajo comunitario y social.
Estas experiencias generaron en Hilda más interrogantes, pero también nuevos caminos que recorrería en los años siguientes. Descubrió, por ejemplo, que en países como Bolivia se trabaja más por la participación social y política mientras que en Colombia la lucha es por la tierra. Ponothuma fue ganando confianza.
Amenazas y desarraigo en la nueva vida
Según cálculos de la Unidad para las Víctimas, más de 1 millón de indígenas y afrodescendientes han sido afectados por delitos como desplazamiento forzado, amenazas, homicidios, atentados y pérdida de bienes. Además del contexto de violación de derechos humanos en el que se dan, estos crímenes de guerra no terminan cuando una persona es obligada a salir de su lugar de residencia, es amenazada, asesinada, es blanco de un ataque o pierde sus pertenencias; sino que continúan a lo largo del tiempo causando daños en la dignidad y calidad de vida de comunidades enteras.
La historia de Hilda reúne casi todos esos delitos catalogados como de lesa humanidad. Después de dejar el territorio y de llegar a Medellín como desplazada, ha tenido que sortear tres amenazas contra su vida en razón de su activismo.
Y no es este un hecho aislado, pues tiene una dinámica de sistematicidad abrumadora. Según el informe “¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad” del Centro Nacional de Memoria Histórica, los perjuicios que las comunidades afrocolombianas e indígenas han sufrido en la guerra tuvieron la intención de socavar y atentar contra su existencia. El mismo informe señala que, de acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, los indígenas representan el 3,4 % de la población desplazada interna. Y el Informe de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas dice que entre 1996 y 2009, 1.190 indígenas fueron asesinados en Colombia.
Hilda Domicó es una mujer entregada a la lucha por la recuperación de la identidad de su etnia en un departamento y un país en el que la población a la que pertenece ha sido victimizada y revictimizada históricamente. El destierro la dejó sola en una ciudad que desconocía, sin sus seres queridos, sin sustento y apartada de su territorio.
Llegó a Medellín a la sede de la OIA, sin conocer a nadie y con el peso emocional de tener que despedir a su familia. En este lugar, que no contaba con las condiciones necesarias para servir de posada, solo podía permanecer tres meses, tiempo que aprovechó para contactar a una vieja amiga del colegio que le ayudó durante otros seis meses, hasta que pudo ubicarse en un lugar que sí está adecuado para ser vivienda. Aún así, con nostalgia y resignación, reconoce que no ha encontrado la estabilidad completa, sobre todo emocional. “Pienso que apenas estoy en ese camino después de 23 años, porque yo siempre viví soñando que volvería a mi tierra”, dice.
Es consciente de que volver es casi imposible por la situación de orden público que ella describe: “la permanencia de lo colectivo en las comunidades indígenas es lo que está costando vidas en este momento por la defensa del territorio, la organización, la autonomía y la visibilización”. Y sin más remedio, ya se hizo a la idea de que “difícilmente puedo soñar que dentro de un año o dos voy a estar en mi territorio porque veo que la cosa se está complicando mucho más”.
Lo único que no le pudieron arrebatar fue la valentía, y esa curiosidad de niña que empezó a experimentar de la mano de su padre cuando tenía apenas cinco años. En la selva, en su pueblo, conoció los procesos de organización de los pueblos indígenas.
Desaprender para el cambio
Ponothuma ha ido más allá del liderazgo por la preservación de la identidad cultural y étnica de los indígenas. Por esta razón, no pone en práctica el viejo refrán de “en casa de herrero azadón de palo”, pues las mujeres y la igualdad de género en esta población también son objeto esencial de su trabajo social.
Empezó por entender que no se podían normalizar violencias enquistadas en su comunidad. “En aquel entonces, yo no sabía diferenciar una cosa de la otra. ‘Ah, que mataron a una mujer’, eso era normal. O que una mujer que estaba en la política la aislaran, también era normal. Todo eso, antes de yo llegar a tomar esos cursos, no lo identificaba”, narra, mientras recuerda su viaje a Barcelona.
En tierras catalanas escuchó la historia de una joven boliviana -un par de años mayor- que no se identificaba a sí misma como indígena y que estaba en exilio en España. Este relato, de tantos que conoció, le dejó muchas reflexiones por lo paradójico del caso, pues aquella indígena boliviana fue víctima de persecución política en su país y la razón por la que no se reconocía con su etnia era por la discriminación hacia ellos. Una situación que refleja antiguas tensiones étnicas en un país en el que el 40 % de su población es indígena.
Reconocer hechos victimizantes que para ella -así como para muchos- eran paisaje en la cotidianidad significó un nuevo campo de acción para poner manos a la obra y darle un enfoque más a su lucha. De ahí en adelante, las mujeres empezaron a tener un papel más protagónico y determinante para Domicó, incluso si eso significaba objetar las dinámicas internas de los pueblos indígenas en cuanto al trato hacia las mujeres.
“Si bien las mujeres en Colombia han hecho un gran aporte, como el voto de la mujer, el derecho a la salud digna y lo que tiene que ver con la participación en política, en lo interno aún hay que seguir caminando porque todavía hay mujeres a las que les limitan la participación”, cuenta Hilda explicando lo que para ella ha sido el papel de las mujeres en la protección de sus derechos.
Pero no se queda ahí. Hace una pausa y pone el dedo en la llaga sobre una situación que ocurre dentro de comunidades como la suya con el acceso a los puestos de participación e incidencia política: “En nuestras comunidades puede que un hombre haya estado en un cargo, haya cometido un error y después está en el mismo cargo o en otro. Pero cuando a una mujer le pasa eso, a ella la aíslan, la persiguen y le hacen de todo, porque eso es una realidad”.
Lo siguiente que describe, refleja que ni los indígenas son ajenos a los roles de género que se les han impuesto a mujeres y hombres. “En cuanto a la subsistencia, la mujer tiene que hacer el doble para poder estar bien. ¿En qué sentido? En que si la mujer quiere salir adelante, tiene que hacer doble trabajo: poder responder en un hogar, pero también poder responder en lo social y político”, dice.
Hilda también cuestiona las concepciones de equilibrio y espiritualidad que han sido impuestas en la sociedad y la comunidad. Asegura que la espiritualidad de su pueblo tiene como principio la búsqueda del equilibrio con la madre tierra, pero que hacia adentro las mujeres sienten que no hay tal y que falta trabajar mucho más ese aspecto. “Llegamos a un resguardo o a una comunidad, y así una mujer haga parte de una junta del cabildo, tiene menos espacios para participar y discutir”.
La ‘cancha’ que le dio haber conocido de propia voz las luchas de los pueblos indígenas de otros países de América Latina y su contexto le dan autoridad para saber que la persistencia es la que logra cambios.
Desde entonces, ha enfilado su cometido hacia la reivindicación de las mujeres indígenas y su incidencia y participación en la construcción de políticas públicas. Así el 2020 le haya impuesto nuevos retos y la haya enfrentado a otras realidades desconocidas. “Antes solo nos encontrábamos en un espacio, pero no se sabía qué pasaba en las casas o en qué trabajaban los esposos de las compañeras. La pandemia nos metió a las casas de las mujeres y pudimos ver más cosas, como cuántas personas viven y cómo viven los niños”.
Solidaridad, la enseñanza del 2020
Hilda suelta risas mientras se pregunta si la tan mentada vacuna contra el covid-19 será la salvación para esta pandemia que cambió al mundo. Luego, después de un silencio, menciona cuatro palabras: solidaridad, hermandad, escucha y palabra. Estas, para ella, son lo más importante que aprendió durante el 2020. Así muchos no lo bajen de nefasto, para Hilda fue un año de aprendizaje frente a los cambios drásticos de la vida.
El trabajo de acompañamiento que realiza actualmente con el colectivo de mujeres indígenas Eumara y con la Gerencia Indígena de la Gobernación de Antioquia, la ha acercado a mujeres indígenas desplazadas de distintas regiones que residen en Medellín. Y aunque el inicio de la pandemia y las medidas de confinamiento estricto para frenar la expansión del virus las tomara por sorpresa, sortearon la crisis para salir adelante y tomar el coronavirus como una oportunidad para reflexionar, acompañar a las familias y tener la voluntad de, en palabras de Domicó, “cuidarnos unas a las otras”.
“Esto fue una lucha, pero un aprendizaje interesante”, así resume Ponothuma todas las acciones, actividades y reuniones en las que ha estado en los últimos nueve meses -sobre todo los seis de cuarentena estricta-. Durante este tiempo, vio de frente la vulnerabilidad de esta población en la ciudad: la baja o nula preparación académica de las familias hace que el sustento tenga que provenir de la informalidad. Además viven en condiciones precarias. Y si pagan un arriendo no tienen asegurados los servicios de acueducto y energía.
Fueron noches largas y jornadas extenuantes para lograr que el covid-19 no truncara en unos cuantos meses una lucha de muchos años. Hilda cuenta que tuvieron que doblarse en trabajo, trasnochar y conocer en sus hogares a las mujeres con las que antes solo trataban en reuniones de oficina . En ese proceso idearon un sistema de apoyo de alimentación para las familias que más lo requerían, pues el hambre acechó duro. “Teníamos en el día que ir a tocar puertas y en la noche juntarnos a plantear, a recopilar información, a identificar familias y así sucesivamente”, explica.
De ese trabajo lograron una base de datos de casi mil personas en Medellín que necesitaban ayuda económica, alimenticia, cultural y familiar, pues en el transcurso de estas iniciativas se hizo énfasis en que había que juntarse como mujeres a pesar de estar encerradas y aisladas.
“Acá no tenemos un territorio, no tenemos una organización sólida que nos apoye, sino que nos toca a nosotras mismas implementar esas acciones que vemos en la región y en los encuentros para integrarnos como familias y armonizar nuestros saberes. Es un aprendizaje bonito en medio de la crisis que estamos viviendo”, relata con orgullo esta valiente emberá eyábida.
Toda esta vida de labor social al servicio de las comunidades indígenas y de sacrificios que han puesto en riesgo su vida después de perder a varios miembros cercanos de su familia, le han merecido reconocimientos a nivel regional y hasta mundial -además de las becas-. En 2005 estuvo entre las nominadas al Premio Nobel de la Paz y en 2008 fue premiada como Antioqueña de Oro por la Gobernación de Antioquia.
Ponothuma, como se nombra a Hilda Liria Domicó Bailarín en lengua emberá, es una mujer cuyo espíritu luchador y decidido ha sobresalido durante la pandemia. Le sobran vida y ganas de seguir luchando por fortalecer la identidad cultural de los pueblos indígenas por medio del conocimiento ancestral, la armonización y la consejería, aspectos que califica como “una de las medicinas que podemos tener para poder vivir en armonía”. Y mientras trabaja para ello, seguirá dignificando a una minoría que en Colombia es sistemáticamente estigmatizada de ser aliada de grupos armados ilegales y hasta de concentrar la tierra rural, y que carga a cuestas con 316 de sus miembros asesinados desde la firma del Acuerdo de Paz con la extinta guerrilla de las Farc en 2016.