23 de febrero de 2021
Primero le dejaron morir a su mamá. ¿Cómo no llorar? ¿Cómo no gritar? ¿Cómo no luchar? ¿Cómo no pedir justicia? ¿Cómo no levantar la voz? ¿Cómo no buscar que jamás se repita? ¿Cómo no ser ese muchacho que se le enfrentó hasta a Álvaro Uribe Vélez? Su madre se habría salvado si Buenaventura hubiese tenido la infraestructura hospitalaria de un puerto de su calado. Cuando ella sintió el estallido en la cabeza, no lo dudó. Llévame al médico, le dijo. Llegaron a la puerta de la sede alterna del Hospital Luis Ablanque De La Plata. Creían que allí estaría a salvo. Quince minutos eternos esperaron a que apareciera una camilla. Veinte minutos mortales estuvo tendida en un pasillo. El médico de turno apareció agotado por tantas horas de trabajo. La metieron a una sala de reanimación sin reanimadores. Era un hospital sin medicinas. El médico salió y dijo que había que trasladarla a la sede principal. Al Central, gritó. Un enfermero dijo que no había ambulancias, que la tenían que subir en otro taxi.
Leonard salió con el desespero del que se le está muriendo la mamá. Vio una ambulancia afuera y entró a reclamar. Es para otro paciente, le aseguraron. Su papá ya había llegado y aunque con una trombosis a cuestas y el lado izquierdo inservible, el viejo ayudó al muchacho a subirla en el primer carro que les paró. Los 14 minutos dentro de aquel vehículo fueron como 14 horas en el fondo del mar. Apareció el miedo. Aguanta mamá ya vamos a llegar, le decía. Respira, le susurraba. Aquí estoy mamá, la tranquilizaba. Justo pasando el puente del Piñal, sintieron que ella se desvaneció del todo y no volvió a responder. La entraron tumbando puertas, pero ya era muy tarde. María Del Socorro Vallecilla falleció por eso, porque no tuvo el socorro necesario. Murió con apenas 44 años, era el 2 de abril del 2009.
Leonard Rentería Vallecilla apenas tenía 18 años. Y aunque pareciera muy temprano, era un joven que ya había procesado datos sobre la inmensa riqueza que generaba el principal puerto marítimo de Colombia. Por eso la partida de su madre no solo dejaba en él una cicatriz indeleble, también representaba un caso indignante, de no creer… mucho más, de no aceptar. Sabía que por la época en que murió su madre, entre los años 2008 y 2009, por Buenaventura había transitado el 49% de todo el comercio de Colombia y que esto le había dejado ganancias al país por 1,5 billones de pesos, los ceros no cabían en su calculadora; por eso era increíble que mientras familias como los Parody, miembros de la sociedad portuaria, habían comprado avión propio, o que en un solo contenedor la policía hubiera incautado 21 millones de dólares en efectivo, su mamá se hubiera muerto por la falta de una bendita ambulancia.
Un funeral
En el funeral Leonard no pudo salir de sus recuerdos. Recordó su infancia en aquella humilde casa hecha en palafitos, levantada sobre las aguas del mar Pacífico, pero que su madre y su padre sólo habían podido construir hasta la mitad. Para un niño como Leonard su casa era inmensa, aunque ahora en la edad de la razón supo que aquel espacio de un solo ambiente donde compartían cama cinco personas no medía ni siquiera 20 metros cuadrados. También recordó que su mamá pensaba que alguna maldición les habían echado porque cada vez que querían levantar la otra mitad pasaban cosas: o el mar se llevaba la nueva madera recolectada, o alguno de sus tres hijos se enfermaba o alguien los robaba. Palafitos significa palos hincados, y así siguió la familia: con la cabeza en alto y firmes así el salitre se les metiera hasta en los huesos. Por esos días el barrio San Francisco era apacible y se dejaba vivir, pero la buena mar no duraría mucho tiempo.
Viendo el ataúd Leonard recordaría también los días en que solo esperaba la campanada de la una de la tarde en la escuela para salir corriendo por aquellas diez cuadras de tierra y piedra (que muchos años después siguen haciendo barro cuando llueve), hasta la casa donde su mamá trabajaba como empleada doméstica. Allá le pedía que lo dejara ayudarle a lavar o juagar ropa, o lo que fuera porque su misión era que ella pudiera salir temprano y pasar más tiempo en casa. Cuando el chico salía a deshoras de la escuela, bien fuera porque no había agua o por cualquier razón inverosímil como sucede en ese puerto olvidado, su mamá siempre atinaba a repetir tres verbos que al niño se le quedarían grabados para siempre y que ha hecho valer hasta el día de hoy: estudiar, trabajar y luchar. Estudia Leonard, que la única herencia que yo te puedo dejar es eso, el estudio, y con esa herramienta podrás trabajar, luchar para salir adelante.
María Del Socorro no tuvo problemas de rebeldía con Leonard en la primaria, más bien era un niño callado, cumplidor en las tareas y con notas sobresalientes. Pero cuando la realidad se junta con el despertar de la consciencia las cosas cambian. Tal vez por eso desde el bachillerato el muchacho comenzó a ser un joven contestatario, crítico y que no se resignaba a aceptar el mundo que cinco familias millonarias y un Estado corrupto le han querido imponer a un puerto de 400 mil habitantes, el 66% de ellos viviendo hoy en la miseria. Su primera protesta casi que masiva fue en un salón de clases de la jornada de la tarde en la Institución Educativa Juan José Rondón. La maestra no dejó entrar a un alumno que había llegado 10 minutos tarde. Para Leonard esto además de arbitrario era querer esconder el contexto de la mayoría de estudiantes en ese colegio. Si no lo deja entrar, nos salimos todos, le dijo Leonard a la educadora. Los llevaron a la coordinación y allá les explicó algo que muchos sabían pero que todos callaban: somos tan pobres que algunos venimos sin desayunar y sin almorzar, por eso en las mañanas algunos no tenemos tiempo ni de hacer tareas porque primero tenemos que resolver cómo subsistimos. Esa quizá fue su primera lucha ganada.
Es probable que en la sala de velación muchos le hubiesen recordado a Leonard la tenacidad de su mamá para tratar de sacarlos adelante. De hecho, cuando él salió con buenas notas del bachillerato y le dijo a ella que quería estudiar arquitectura, ella ni siquiera midió si económicamente era sostenible aquel sueño. En el acto lo animó a que se matriculara. El inconsciente del bonaverense lo había llevado a escoger de entrada esa carrera porque había crecido con un objetivo: construirle a María Del Socorro una casa digna, así fuera en la mitad del océano y soportada por palafitos, pero que no fuera de 20 metros cuadrados, sino infinita; que no se le entrara el agua cuando lloviera, y que además tuviera cuartos para cada uno y por lo menos un baño decente. Finalmente la economía de la casa en hombros de Socorro, porque el padre había sufrido una trombosis, no soportó el peso de una carrera que exigía casi 100 mil pesos semanales en materiales para el muchacho; aunque la madre no daba el brazo a torcer fue Leonard el que dijo no más, me retiro y me voy a poner a trabajar. Así lo hizo en jornadas de pesca, en obras de construcción y de voluntario en organizaciones de derechos humanos. Ya habría tiempo de estudiar.
Eleggua
Ciento veintisiete pepas rojas más ciento veintiocho pepas negras intercaladas tiene el collar que protege a Leonard Rentería. Que lo cuida, así lo ha sostenido él desde que llegó a sus manos. A su vida. Dentro de la religión yoruba, un collar de estas características simboliza a Eleggua; Eleggua es un dios Orisha. Eleggua traduce: Dios de los Caminos. Y en varios caminos Leonard ha visto en peligro su vida, pero asegura que se ha salvado de morir por los dioses que lo rodean, incluido el que siempre lleva en sus bolsillos, al que aprieta duro cada vez que se ve desfallecer. El collar se lo regaló un profesor que había vivido en Cuba, aunque Rentería había conocido a la religión yoruba por sus lecturas sobre historia africana, la historia de sus ancestros, la historia negra.
Un ejemplo. Era septiembre de 2014. Leonard había ayudado a organizar un encuentro juvenil regional. Se trataba de capacitar en derechos humanos a jóvenes del Pacífico colombiano. Naciones Unidas era quien ponía el dinero para el transporte y la alimentación de los asistentes. Algunos adolescentes debían embarcarse hasta 8 horas en lanchas por mar abierto. Como eran lugares tan apartados había un trato. Los muchachos se conseguían en sus pueblos y veredas lo del transporte. Al final del evento se les regresaba el dinero en efectivo. Todo pareció transcurrir de manera normal. Pero llegó el pánico.
Dos hombres armados entraron al Centro de Atención Integral para la Juventud. Sabían a lo que iban. Encañonaron directamente a los organizadores. La plata, gritaban. En ese momento quizá por instinto Leonard metió su mano al bolsillo, pero para apretar su collar eleggua. Para solicitar protección a su dios Orisha. El control se apoderó de él, y no dejó que nadie se enfrentara a los malhechores. El muchacho tranquilizó a su compañera, quien se aferraba al bolso con la plata. Con los ojos le dijo que dejara que se llevaran aquellos cuatro millones en efectivo porque eso valía menos que cualquier vida. Se habían salvado, aunque no de lo que vendría. Los bandidos al parecer creyeron que Leonard los reconoció. Durante la semana siguiente varios hombres en moto comenzaron a merodear el barrio. Un mensaje de muerte llegó a casa de los Rentería Vallecilla. Eran los días en que las autoridades habían “descubierto” lo que por años habían gritado los bonaverenses. Que había casas de pique, donde se descuartizaba por menos de lo que valía un pescado.
Leonard más que nadie lo sabía. En un especial periodístico del periódico El País de Cali del 2013 se puede leer que el barrio San Francisco de Buenaventura era uno de los más afectados por la barbarie. Robos, extorsiones, sicariato, cobros por ‘gota a gota’, secuestros, guerras entre bandas como La Empresa y Los Urabeños, reclutamiento forzado y hasta grupos expertos en desaparecer, eran (o son) los dueños de la vida de los habitantes de este sector ubicado en la comuna 12. Ante semejante panorama la familia del muchacho le pidió que se fueran porque lo iban a matar. La Unidad Nacional de Protección de realizó un estudio y le dieron a Leonard un teléfono móvil, un chaleco antibalas y un botón de pánico para protegerlo. Pero eso no era suficiente, elementos de ese tipo más bien lo ponían en la mira de los delincuentes, de modo que cogieron la ropa que pudieron y se fueron para Cali.
Llegaron a la Unidad de Víctimas. Allá les asignaron un hogar de paso en el barrio San Fernando. Debieron compartir habitación con otras tres familias de líderes sociales. También debían compartir el baño comunal con la veintena de personas que estaban en esa casa. Ese año, según un informe del Centro de Memoria Histórica, se registraron 5.495 casos de desplazamiento forzado en Buenaventura. Cómo no huir si en el puerto estaban matando hasta por sonreír. Pero Leonard no soportó el irse de su ciudad y regresó un par de meses más tarde, mientras que a su familia la dejó viviendo donde una tía en el barrio Bretaña de Cali.
Otro ejemplo. Cuando los 18 asesinos ingresaron al barrio, Leonard volvió a echar mano de eleggua. En lugar de alterarse por los insultos, los golpes y las humillaciones, una calma indescriptible se apoderó de él. Eran las 10 de la noche del 13 de noviembre del 2015. Tal vez la indignación no dio pie para que su cuñado Romerio Ramírez Olaya hiciera lo mismo. A él por el contrario lo sacaron arrastrado por las calles de polvo del barrio Juan 23. Mientras tanto, los jóvenes que se habían reunido en esa casa para preparar un proyecto de pruebas académicas tiraron a esconderse hasta debajo del barro.
Leonard no recuerda cuántos minutos pasaron hasta que sonó su teléfono. Al otro lado una voz le decía que el marido de su hermana y padre de sus dos sobrinas estaba grave en el Hospital Santa Sofía. Pero en ese hospital nada pudieron hacer. Los dos tiros que le habían pegado en la cabeza fueron mortales. Romero fue asesinado cuando apenas iba a cumplir 22 años. Los Orishas son dioses de un ejército que comanda un dios más poderoso, un dios omnipotente. Leonard siempre ha echado mano de este tipo de conexión espiritual, incluso, hoy varios pastores de otras religiones lo llaman para decirle que están orando por él. Tal vez aquel día a Romerio le faltó haber tenido a eleggua más cerca.
Mi Buenaventura
Aquel domingo 4 de septiembre de 2016, Leonard Rentería pensaba sentarse a escribir algo de hip hop y además descansar del arduo trabajo social que había realizado en la semana. Sin embargo, un amigo suyo le contó que el expresidente Álvaro Uribe estaba en Buenaventura para dar una charla donde impulsaba el NO a la firma de los acuerdos de paz con la guerrilla de las Farc. Tenemos que escuchar sus argumentos, tenemos que saber qué piensan ellos, le dijo Leonard a su amigo, tenemos que ir, sentenció. Su presencia había pasado desapercibida. Él, de apenas 1,60 de estatura, 56 kilos de peso y manos de pianista, no solo se perdía en medio de los asistentes, sino del Ejército de escoltas del, en ese momento, senador de la República.
Pero las armas que rodeaban al hombre más custodiado de Colombia nunca lo amedrentaron. Más bien se cubrió del coraje que tienen los bonaverenses. El coraje de a quien se le ha muerto la mamá por falta de una ambulancia; de a quien también se le murió el papá tras sufrir tres trombosis, -un hombre que jamás pudo conseguir un empleo digno en un puerto por donde circulan miles de millones de pesos-; el coraje de a quien le mataron a su cuñado por alzar la voz; el coraje de quien ha dormido casi toda su vida en casas de madera encima del mar, sabiendo que tal vez la violencia de la avaricia estaba picando la vida de un hermano un par de ranchos más arriba; el coraje de quienes ponen los muertos de una guerra fratricida que les llena los bolsillos de sangre y plata a los innombrables.
Tal vez por eso fue que de frente y no por medio de trinos, le dijo al expresidente lo que muchos le hubiesen querido decir sin reparos: “Es importante que las comunidades de Buenaventura no sigan sufriendo, ni sigan siendo envenenadas por el odio (…) Usted, señor senador Uribe, anda con escoltas, tiene su casa en Bogotá y vive tranquilo. A mi persona o a cualquiera de ellos, que vivimos en casas de madera y en zona de bajamar, nos han matado. Nos merecemos el perdón, porque ustedes desde el poder no han hecho otra cosa que acabarnos”, le dijo.
Además remató: “Ellos (señalando a Uribe y a su comitiva) se van del territorio hoy, pero los que vamos a seguir en el territorio sufriendo las secuelas de la guerra somos nosotros, porque nosotros hemos puesto y seguiremos poniendo los muertos (…) Los hijos de los ricos no van a la guerra, a la guerra vamos nosotros, los pobres, yo he sido víctima directa de la guerra, del conflicto armado, pero a pesar de eso, si yo tengo que darle la mano a los victimarios estoy dispuesto a hacerlo porque creo en el perdón”, les dijo Leonard con la pausa de un rapero social. El primer ataque al muchacho vino desde una miembro del Centro Democrático quien puso una foto de Leonard en Twitter y lo acusó de ser un castrochavista, casi que de ser un aliado de la guerrilla de las Farc por defender un proceso de paz para una zona en guerra.
Han pasado cinco años después de ese día imborrable. De todo lo que expuso y argumentó Uribe nada ha ocurrido. La guerrilla no se tomó al país, Colombia no se convirtió en otra Venezuela; al contrario, el Centro Democrático se hizo al poder absoluto del Estado, políticamente las Farc han sido derrotadas y, peor aún, de los más de 10 mil guerrilleros que se desmovilizaron y firmaron la paz ya han matado, según la Justicia Especial para la Paz, a 249. El gobierno de Iván Duque, a pesar de llevar 30 meses al mando del barco, no ha podido contener a las bandas criminales que se apoderaron del territorio que dejaron las Farc libres en Buenaventura, el municipio más grande del Valle del Cauca después de Cali. Y hay datos más certeros: según un informe de la Gobernación del Valle entre 2013 y 2017 -tiempo en el que se estaba negociando y firmando la paz con las Farc-, los homicidios en Buenaventura se redujeron en un 68%. Una cifra histórica. Pero lastimosamente, en el gobierno Duque regresó la barbarie. En el 2020 Buenaventura regresó a la penosa cifra de 24 asesinatos por cada 100 mil habitantes.
Bello puerto del mar
El segmento fue apoteósico. Medio país lo escuchó porque se volvió viral. La periodista Paola Ochoa, desde los micrófonos de Blu Radio, le recriminó a Leonard Rentería su propuesta de bloquear por al menos dos días el puente del Piñal en Buenaventura, que es por donde entra y sale el 50% de la carga comercial del país, para que el Estado por fin volteara a ver a un pueblo olvidado. Paola Ochoa, que venía de vivir una larga temporada en Washington le dijo a Leonard que si él no pensaba en el resto de habitantes del país, en esos 50 millones de colombianos.
Tal vez ella no esperaba que un muchacho como Leonard estuviera tan bien preparado y le argumentara porqué Buenaventura aún siendo una de las cinco cajas registradoras que más suena del país, tiene a un pueblo sumido en la más deplorable pobreza como si en cambio fuera una caja pero de ratones. Al parecer lo único que les interesa por lo que acabo de escuchar es que la mercancía entre y salga, pero ¿quién piensa en los negros y las negras, en los indígenas y mestizos que están acá trabajando para que ustedes tengan todo en sus hogares?, le contrapreguntó Leonard.
Y es que los datos son indignantes, desiguales, increíbles. Del estudio del Centro de Memoria Histórica se puede sacar un axioma vergonzoso: de cada 100 bonaverenses, 80 viven en la pobreza, 63 no tienen empleo, 25 son analfabetas, 94 no tienen aseguramiento en salud y, como si fuera poco, de los 37 que tienen empleo, 31 trabajan de manera informal, 24 no reciben agua potable y a 90 le llega agua potable de manera intermitente. Cómo no enojarse, cómo no gritar, cómo no protestar. Mucho más cuando se pueden rastrear las multimillonarias sumas de dinero que le produce diariamente el puerto al país. Leonard lo sabe y lo grita: no es justo que de las ganancias que genera Buenaventura, el 80% se vaya para el resto del país y solo el 20% se quede, pero además se pierda en medio de la corrupción que azota a su territorio. De cada millón de pesos, 800 mil son para el resto de Colombia y solo 200 mil para el municipio ¡y se pierden!
Vorágine consultó con un experto en los números del puerto. Por seguridad nos abstenemos de dar su nombre. Por ejemplo, en 2020 se movilizaron 1.004.354 contenedores de mercancía, asegura la fuente que subir o bajar cada contenedor tiene un costo básico (no se cuentan impuestos) para las compañías de 130/140 dólares; haciendo sumas y restas, quienes hoy manejan este negocio se ganaron más de 140 millones de dólares (casi 500 mil millones de pesos). A esto hay que sumarle lo que la DIAN cobra en aranceles por cada bien que entra o sale. El senador Alexander López tiene en su cuenta que en el 2020 Buenaventura le rentó 7 billones, sí, 7 billones de pesos en impuestos al país. ¿Dónde están?, se pregunta con repudio Leonard cuando uno habla con él sobre esta capacidad económica. Y justo entonces dice que espere un momento, y al fondo se escucha que un conocido le pide 2.000 pesos, pero Leonard le dice: manito no tengo, estoy seco. Oiga me contaron lo de allá, no vaya para ese barrio, lo matan. Apuntá mi teléfono manito y me llamás para que hablemos de eso. Perdón dice, así es mi Buenaventura.
Una beca, una Vaki
El pasado miércoles jugó una rifa que hizo Leonard Rentería de 300 mil pesos. La hacía para poder reunir los 3.800.000 pesos que le debe a la Universidad Antonio Nariño del semestre anterior. Si lo cancela se podrá matricular al noveno semestre, que también se lo fían. De hecho, el séptimo y el octavo semestre también los pagó así, a punta de rifas y de una Vaki. En el año 2014 pudo ingresar a estudiar psicología, nunca más insistió con la arquitectura por los costos. Una organización lo pudo mantener becado los primeros semestres, pero debido a sus desplazamientos por amenazas, incluidas las recibidas por haberle cantado la tabla de frente a Álvaro Uribe, lo obligaron a suspender sus estudios y a perder la continuidad. Cómo no ser un crítico del sistema, si el mismo Leonard pudo leer en una investigación de María Elvira Bonilla, que cinco familias se habían repartido la Sociedad Portuaria de Buenaventura, pero además que ninguno de los empresarios viven en el puerto ni soportan, por ejemplo, que el agua potable les llegue cuatro horas al día, como ocurre en siete comunas del municipio. “Los grandes inversionistas, directivos y propietarios no viven allí. Llegan en sus aviones privados a las juntas y toman los vuelos de regreso en la tarde, sin contaminarse, sin involucrarse con la tragedia local ni con el gobierno de turno”, dice el informe periodístico.
A la rifa se apuntaron 160 personas con un costo de 7 mil pesos, eso quiere decir que reunió 1.120.000 pesos. Quien ganó, generosamente le dijo que también le aportaba los 300 mil pesos para que siguiera estudiando, porque como la mamá de Leonard, sabe que eso no se lo puede quitar nadie, que estudiar es quizá una de las maneras más sabias y sanas de ascender, de incidir, de trascender.
Vorágine consultó a Ray Charrupi, líder afro que ha estudiado minuciosamente las condiciones de Buenaventura, y el abogado asegura que una de las vías para llevarle empleo, educación de calidad y progreso al puerto, además de arrebatarle los jóvenes al narcotráfico y a la delincuencia, está en tratar de copiar lo que en puertos similares a este en el Pacífico se ha hecho: que se cree una junta público-privada que ejecute cada peso que entra, pero además premiar a las maquilas nacionales y extranjeras que se ubiquen en el municipio para al menos emplear dignamente a 50 mil bonaverenses.
Leonard tiene un pensamiento igual. No pide que les regalen, sino que les den por lo menos empleos dignos y bien pagos. Piensa que si se emplea a los bonaverenses en mano de obra para mejorar su acueducto, sus calles, sus vías terciarias, su educación con más colegios y su salud con mejores hospitales, la propia capital del pacífico colombiano puede andar sola. Un ejemplo desastroso pudo demostrar que en Buenaventura hay mucho dinero, pero que se ha recepcionado mal y sin pudor: Jenny Ambuila, hija de un simple empleado de mando medio en la Dian, con sus excentricidades destapó parte de la corrupción que lideraba su padre en el puerto. Esta mujer de 20 años se daba el lujo de andar en un Lamborghini valorado en 300.000 dólares, pero además se pavoneaba en sus redes sociales comprando bolsos de lujo; uno de ellos, verbigracia, costaba lo que debe Leonard Rentería de un semestre de universidad.
Mientras tanto Leonard sigue recorriendo las calles de barro de las comunas a las que puede entrar. Inspirando a muchachos. “Si de diez, al menos dos quieren estudiar como yo, eso es ganancia, aunque da tristeza”, dice. La UNP todavía no le ha dado el tipo de protección que necesita, tal vez por eso Leonard no se despega de su collar eleggua, lo lleva siempre consigo. Así mismo, en su delgado cuello exhibe otro collar africano de pepas grandes y de colores, pero de diferentes tonalidades porque sabe que la vida está llena de eso, de colores, de muchísimos colores donde cabemos todos y no solo unos pocos y poderosos blancos.
*Mientras escribo esta crónica pongo a sonar la canción Coca por coco, su letra de alguna manera me recuerda el mundo que debe soportar Leonard Rentería y en el que debe batallar. La escucho y la garganta me aprieta y trato de abrir los ojos un poco más para no llorar: