Una incógnita llamada Rodolfo Hernández
20 de mayo de 2022

Cuando Rodolfo Hernández le dijo a su mamá que quería ser presidente, ella reaccionó igual que cuando le dijo que quería ser alcalde.
“Dizque presidente… presidente de los piojos será”, dice la señora Cecilia Suárez, de noventa y siete años. Al igual que su hijo y muchos santandereanos, al hablar manotea, alza los hombros y abre los ojos. En cada frase, hay una palabra que pronuncia con un tono de voz más alto, para acentuar su idea. “Pero ¿pa qué se va a meter en eso si tiene buena plata y vive bien? ¡No joda!”.
Rodolfo entró a la política como uno de los constructores de vivienda más importantes de Santander, y con la situación económica resuelta varias décadas atrás.
Es el hermano mayor de Humberto, Alfonso y Gabriel. Nació el 26 de marzo de 1945 en Piedecuesta, municipio del área metropolitana de Bucaramanga (Santander), cuando era un pueblo pequeño y lejano, que vivía de producir panela y tabaco. Su papá, Luis Jesús Hernández, era el sastre del pueblo. Cecilia administraba la fábrica de tabaco Montecarlo, que le heredó en vida su mamá, Ana Dolores Suárez.
Rodolfo fue criado por la abuela Lola. De niño, pasaba las vacaciones en su casa en Bucaramanga. Cuando salían a caminar juntos, ella se detenía frente a la iglesia y, con el brazo extendido, le señalaba a su nieto con insistencia la torre del campanario, como mostrándole algo digno de admirar. “¿Por qué no se cae la torre?”, le preguntaba. Él dice que esta pregunta y luego la arquitectura de los edificios lo impulsaron a ser ingeniero civil.
A la abuela Lola le heredó los ojos azules y su ser metódico. Pero, sobre todo, de ella aprendió el refrán que, según él, lo hizo un constructor exitoso: “Mijo, trabaje con los pobres y se hará rico”.
A finales de los cincuenta, cuando los conservadores correteaban y mataban liberales, la familia de Rodolfo, que era liberal, se refugió en Medellín durante un año. Al volver a Piedecuesta, Cecilia vendió la fábrica de tabaco, compró una finca de cuarenta hectáreas y montó un trapiche.
Luis Jesús pretendía que sus hijos se dedicaran a la tierra. Su mamá, en cambio, quería que estudiaran. Luego de terminar el bachillerato en el Colegio Santander en Bucaramanga, Rodolfo, el consentido de su mamá y de su abuela, se presentó a la Universidad Nacional en Bogotá, porque en Bucaramanga no había Ingeniería Civil.
Pasó raspando.
Contradiciendo a su esposo, Cecilia embarcó al joven de veinte años en un bus rumbo a Bogotá, con una maleta de ropa, un colchón y una almohada.
Rodolfo no era el estudiante de los 5,0, pero nunca perdió una materia. Dormía y comía en las residencias que había dentro de la universidad y a los cinco años terminó la carrera. Hacer vida en Bogotá nunca fue opción para él: le daba muy duro el frío y, según dice, “usted allá no tiene tiempo ni de mear”. Incluso hoy piensa que, si llega a ser presidente, se las arreglaría para seguir viviendo en Bucaramanga e ir “cuando sea necesario”.
De modo que apenas se graduó en 1970, volvió a su casa en Santander. En 1972, Rodolfo se casó con Socorro Oliveros y tuvieron cuatro hijos.
En 1994, la extinta guerrilla de las FARC secuestró a su padre, y Rodolfo pagó cincuenta millones de pesos por su rescate. Diez años después, en un episodio rodeado de rumores, el ELN secuestró a Juliana, su hija adoptiva, quien tenía una relación difícil con la familia. Esa vez, la extorsión fue por dos millones de dólares. Aunque tenía cómo pagar, decidió no hacerlo, porque, según él: “Es que después cogen otro, y son otros dos. Luego cogen otro y ya van seis… A usted lo arruinan. Entonces dije que no, no”.
Hace varios años que no sabe nada de ella. Recientemente, inició el trámite para declarar su muerte por desaparición. Dice que lo más difícil fue aceptar que ocurrió: “Usted se siente totalmente indefenso”.
Si hoy el tema de su hijo Luis Carlos es su espada de Damocles en esta campaña, el secuestro y la desaparición de Juliana en 2004 es un episodio doloroso respecto al que tomó una decisión muy difícil, que también revela su talante.
Su lado empresarial
Su vida laboral se inició como la de muchos de sus colegas: recomendado para un cargo del Estado. Según él, lo recomendó un amigo suyo. Según su mamá, un primo de ella. En todo caso, Rodolfo entró a trabajar en el Laboratorio de Suelos de la Secretaría de Obras Públicas de la Gobernación de Santander. Era un cargo que no tenía presupuesto, pero él, inquieto por la plata, se puso a conseguir contratos para alimentar la caja de esa oficina.
Consiguió treinta mil pesos de la época. Gracias a eso, el entonces gobernador, Jaime Serrano Rueda, lo postuló para el cargo de director del Fondo Nacional de Caminos Vecinales. Fue un salto de garrocha para el recién graduado. Nombrado directamente por el presidente, ganaba igual que el gobernador.
Pero solo duró un año. Hubo cambio de gobierno y el nuevo mandatario, Jaime Trillos, pidió su cabeza. Le había ordenado poner a funcionar de inmediato una maquinaria en un sector donde tenía simpatizantes, lo que significaba dejar unas obras a medias en otro lugar, y Rodolfo no aceptó. Un típico caso de favoritismo político que el mismo Hernández combatiría cuarenta años más tarde como alcalde.
En ese entonces, no era influyente, y tampoco le iba a dar la razón al gobernador. Un lunes recibió el telegrama con la noticia de que había sido declarado insubsistente. Ahí se frustró la carrera de ingeniero en el sector público y, a su vez, germinó el espíritu de empresario.
Recién echado, Abelardo Serrano Tello y Guillermo Gómez, dos comerciantes de Zapatoca que vivían en Piedecuesta, invitaron a Rodolfo a asociarse para construir cinco casas. Ellos pondrían la plata y el lote, y Rodolfo, el trabajo. “Nos quedó utilidad de sesenta mil pesos, como doscientos millones hoy. ¡Eso era cocaína!”, recuerda.
En 1972, Rodolfo se casó con Socorro Oliveros. Ese mismo año, fundó junto con sus socios la constructora Hernández, Gómez y Serrano. Apenas un año después, el último apellido desapareció con una pelea de Rodolfo como telón de fondo.
Un vecino de uno de los proyectos en construcción lo había amenazado con un arma, y él lo enfrentó: “Pégueme el tiro hijueputa, ¡pero de aquí no pasa!”, recuerda Rodolfo que le dijo, mientras abre bien los ojos y hace el gesto de una pistola con las manos. “El tipo se mamó y no fue capaz de pegarme el tiro”, dice, y suelta una carcajada de satisfacción.
Cuando su socio Abelardo se enteró, prefirió retirarse para ahorrarse más problemas como ese, que no le han faltado a Rodolfo. Cuarenta años después, al iniciar su período como alcalde de Bucaramanga, se filtró el audio de una conversación telefónica en la que discutía con un cliente, y esta vez, era él quien amenazaba: “Me hago deshuevar, hijueputa, si usted sigue jodiéndome. Le pego su tiro, malparido”.
Tres años después de la renuncia de Abelardo, Guillermo, el otro socio, murió de cáncer. Rodolfo nunca le quitó el “Gómez” al nombre de la empresa, en señal de gratitud.
Con ella, resultó urbanizando prácticamente toda su natal Piedecuesta. En dieciséis hectáreas del trapiche de su familia, hizo siete etapas de ochocientas casas. En otro sector construyó una ciudadela de más de seiscientas. Bautizó los barrios con nombres como Palermo, Junín, Bariloche, Buenos Aires y de otras ciudades argentinas, en honor a su afición por ese país.
La meta que se trazó fue construir viviendas cómodas y con buen diseño, pero baratas, para vendérselas a los pobres. Según lo que le había enseñado su abuela Lola. Y su negocio se catapultó gracias a una idea que nació de dos de sus obsesiones: ahorrar y comunicar.
A principios de los noventa, su empresa tomó vuelo por cuenta de la construcción de vivienda subsidiada, promovida por César Gaviria. Pero en 1994, cuando el Gobierno modificó el sistema de corrección monetaria conocido como UPAC, los números angustiaron a Hernández. Según él, por culpa de la inflación, su constructora no vendía ni una casa. La gente no tenía plata para endeudarse más con los bancos y, en cambio, él ya estaba hasta el cuello con préstamos para financiar sus proyectos.
Los intereses corrían. “Debía veintisiete mil millones, pagaba casi mil millones mensuales de intereses”, recuerda. Hernández tiene una manía por no deber plata y alcanzó a hacer los pagos. Sin embargo, veía el saldo en rojo pisándole los talones.
Rodolfo se puso a analizar cómo era que la gente compraba en urbanizaciones piratas y pagaba tan rápido. Echó números y creó un plan de autofinanciación para que las personas le compraran las casas a cien cuotas, sin la intermediación de los bancos.
Para ejecutarlo, buscó a Hugo Vásquez y Guillermo Meque, dos asesores argentinos en publicidad y mercadeo. Hernández había escuchado que su agencia había sacado a la concesionaria Mazda de una crisis financiera.
Llegó a contarles su problema y su idea para resolverlo, que ya había bautizado como “Plan 100”. Ellos le pidieron que comprara la primera página del segundo cuadernillo de cincuenta y cinco ediciones dominicales seguidas en Vanguardia, el periódico de Santander.
Aunque su fortuna aún no era tan grande, como constructor Rodolfo ya se codeaba con la clase política regional. Alejandro Galvis Ramírez, político liberal y el dueño del diario, sabía quién era, y accedió a venderle las cincuenta y cinco páginas, con todo y el riesgo de que no vendiera ni una casa, quebrara y no pudiera pagarle.
La página entera estaba en blanco y solo había un pequeño recuadro con un párrafo compuesto por frases cortas que, aunque no explicaban a fondo en qué consistía el método de financiación, buscaban emocionar; así lo cuenta Hernández, que aún las recita de memoria.
“La puerta de la oficina era de vidrio, ¡y la partieron de la cola tan hijueputa que se armó! Quinientas casas vendidas. A los tres meses, no tenía ni una”, recuerda Rodolfo.
Con el mismo pragmatismo con el que denuncia la corrupción, simplificando los gastos del erario público a su equivalencia diaria o incluso por horas, Rodolfo estima que, a finales de los noventa, su constructora levantaba una casa cada hora hábil.
“Eran entre mil quinientas y dos mil casas al año. ¡Gané plata como un putas!”.
Hoy, Hernández supera las dieciocho mil unidades de vivienda —en su mayoría de interés social— construidas en Santander, Bogotá, Villavicencio y Atlántico. Y su empresa, que actualmente gerencia su esposa, Socorro Oliveros, cuenta con activos avaluados por ciento diecinueve mil millones de pesos, y utilidades anuales de diecisiete mil millones de pesos, es inmobiliaria y además ofrece créditos hipotecarios.
Así, de la mano de Hugo y Guillermo, el hoy candidato presidencial sorteó la crisis inmobiliaria de los noventa, entró al negocio de financiación de vivienda y se hizo millonario. Y la campaña de comunicaciones del Plan 100 plantó la semilla de la que germinó su modo de hacer política que, como él mismo reconoce, se trata de vender emociones.
De amigo de la clase política a su rival
A finales de los setenta, Cecilia Suárez se paseaba por Piedecuesta con botas pantaneras y sombrero, conduciendo volquetas cargadas de caña para procesar en su trapiche, que no dejaba de producir un solo día al año. Que una mujer hiciera eso en esa época era impensable. Mientras tanto, su hijo mayor, Rodolfo, compraba tierras baldías o pedazos de fincas paneleras para construir más y más casas.
Los Hernández Suárez habían alcanzado un estatus tal en Piedecuesta que el cuadro del Partido Liberal le pidió a Rodolfo que se lanzara al Concejo. Salió elegido con la mayor votación del partido, novecientos votos (hoy los concejales se eligen allí con poco más de mil votos).
En ese momento, Rodolfo quería hacer plata, y participar en política no lo seducía como hoy. Pero como él y su familia eran
prósperos y reconocidos, aprovechó su capital social para hacerse reelegir. Como en su primer período, esta vez tampoco asistió a las plenarias y dejó al suplente a cargo. Aunque le había metido la ficha a la campaña, en realidad no le interesaba ser concejal. Estaba tan concentrado en su empresa que ni siquiera hizo el trámite básico de renunciar al cargo, sino hasta el final del período. Eso le valió para que la Procuraduría lo destituyera, pues durante ese tiempo su empresa firmó un convenio con la Alcaldía, en contra de la prohibición legal.
Tras ese episodio con el Concejo, Hernández llegó a la conclusión que hoy define su participación en política: para él, quien manda es el alcalde, el Poder Ejecutivo. Ser concejal, como el Poder Legislativo, resulta “inocuo”.
Terminada su participación política, Rodolfo dejó de ser protagonista en lo público, pero no de relacionarse. En 1996, durante el gobierno de Ernesto Samper, llegó a ser su delegado en la junta directiva del Instituto Nacional de Vivienda de Interés Social y Reforma Urbana (Inurbe). Según él, llegó recomendado por el entonces fiscal general, su coterráneo Alfonso Valdivieso. Pero si bien reconoce su amistad, este niega haberlo recomendado.
En el cargo, se peleó con el entonces ministro de Desarrollo, Orlando Cabrales, quien hoy está investigado por el escándalo de Reficar. Su versión es que no estaba de acuerdo con un negocio que Cabrales y el resto de la junta promovían: la inversión de cerca de cuarenta mil millones de pesos en cooperativas que, años después, resultaron ser de papel.
“Yo sí le decía: ‘Cabrales, ¿usted qué tiene en esa puta cabeza?’. Siendo ministro, le decía eso”, cuenta Rodolfo, acentuando las palabras con un tono de voz cada vez más alto y, otra vez, los ojos bien abiertos.
No recuerda cuánto duró en el Inurbe ni cómo salió, pero sí que gracias a la pelea con Cabrales logró que lo conocieran en círculos de poder de Bogotá. “‘¿Qué? ¿Me van a echar? ¡Échenme! ¡Me importa un culo!’, pero todo el mundo me conocía…”.
Continúa…
Nota: los perfiles completos de Rodolfo Hernández, Gustavo Petro, Federico Gutiérrez, Sergio Fajardo y los otros candidatos a la Presidencia de Colombia se pueden leer en el libro Los Presidenciables, que ya está en las principales librerías del país.