En el norte del Guaviare, las comunidades integran un corredor ecológico de 109 mil hectáreas para la protección del jaguar y la Amazonía. Ganaderos, campesinos, operadores turísticos y firmantes del acuerdo de paz hacen parte de una apuesta colectiva por la reconciliación con la naturaleza y con los habitantes de un territorio históricamente afectado por la guerra.
23 de marzo de 2023
Por: Luis Bonza Ramírez / Fotografías: David Borda. Este reportaje es una colaboración periodística entre Vorágine y Mongabay Latam.

Después de que termina la finca de Alirio Becerra, y el potrero donde tiene sus vacas, aparece un caño, y después del caño sigue el piedemonte, donde la sabana y la selva espesa se abrazan en una pequeña vereda de San José del Guaviare, en el sur de Colombia. Cuando llueve, los caminos anaranjados y opacos de la zona, llenos de polvo, pasan a ser un lienzo café brillante en el que quedan plasmadas las huellas de lo que sea que atraviese el camino. Fue justo allí, al borde del potrero, adentro y por los caminos que llevan a él, donde hace años Alirio Becerra encontró las huellas de un animal que no había visto nunca; no eran de una vaca ni de una danta y tampoco de un perro.

Ese día, de madrugada, el campesino acompañaba a su hijo a cruzar el caño que conecta la finca y la escuela de la vereda. El sonido de la lluvia y los pasos de padre e hijo ambientaban el recorrido hasta que Alirio, de regreso a su terreno, escuchó un movimiento en el agua del caño. Pensó que era un venado de los que usualmente se encontraba cerca a la finca y se quedó quieto para no espantarlo; detuvo su andar para verlo salir sin asustarlo. Pero cuando el animal que chapaleaba se asomó entre la vegetación, el asustado fue Alirio. 

Era un jaguar de pelaje amarillo con manchas oscuras, patas cortas y ojos redondos que se le quedaron mirando fijamente. Sostuvieron la mirada por un instante. Alirio primero pensó en cómo defenderse. Tenía un machete pequeño que llevaba para abrirse paso entre las ramas del camino. Algo más grande tampoco hubiera sido de utilidad porque se quedó atónito ante la presencia del animal. Pasaron un par de segundos o una hora, no tiene cómo saberlo, hasta que el jaguar rompió el contacto visual para dar vuelta y continuar con su camino. Cuando Alirio salió de su aturdimiento, hizo lo mismo.

Las amenazas que comparten el jaguar y la Amazonía

El jaguar (Panthera Onca) es el tercer felino más grande del planeta, después del tigre asiático y el león africano, pero su mandíbula es la más fuerte de todas: es capaz de atravesar el caparazón de una tortuga. Habita 18 de los 21 países de América, desde el sur de Estados Unidos hasta Argentina, en ecosistemas que están por debajo de los dos mil metros sobre el nivel del mar: bosques tropicales, bosques de montaña, sabanas tropicales y manglares. 

La Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) es el inventario más reconocido sobre el estado de amenaza de las especies de animales y plantas a nivel mundial. De acuerdo con esa lista, el jaguar es una especie “Casi Amenazada” (Near Threatened), su población se encuentra severamente fragmentada, la tendencia indica que la cantidad de individuos de la especie sigue decreciendo y ya se encuentra extinto en El Salvador y Uruguay.

En Colombia, el área que habitan los jaguares se ha reducido en un 39%, de acuerdo con información recopilada por WWF. La destrucción del hábitat del jaguar y el conflicto de esa especie con los seres humanos son las dos principales amenazas para la permanencia del jaguar en Colombia, según Silvia Vejarano, bióloga y especialista en conservación que desde hace 10 años trabaja en WWF Colombia. 

Las mayores poblaciones de jaguar están en los ecosistemas más alejados de la intervención humana, pero en departamentos como el Guaviare -puerta de entrada a la Amazonía y donde las vacas y los cultivos son la principal fuente económica de los campesinos, y una causante importante de la deforestación- las personas y los jaguares comparten un mismo hábitat, una misma casa. El caño por el que Alirio ayuda a cruzar a su hijo de camino a la escuela es el mismo en el que el jaguar bebe agua y se alimenta de venados, chigüiros y, cuando no tiene otra opción, del ganado de sus vecinos campesinos.

Las comunidades han construido maneras de movilizarse en la selva, que comparten con el jaguar y otras especies. / David Borda

De acuerdo con datos recopilados por el sistema de monitoreo Global Forest Watch, el departamento del Guaviare perdió 276 mil hectáreas de bosque primario húmedo entre 2002 y 2021. En extensión, el tamaño del bosque perdido sería equivalente a sumar la superficie total de Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla, las cuatro ciudades más grandes de Colombia. 

A la deforestación para cultivar y hacer potreros, se suma la cacería como una de las amenazas que ponen en riesgo la permanencia del jaguar en el Guaviare y su conectividad con los otros ecosistemas donde también habita la especie en Colombia y el resto de América. Según Vejarano, “la gente no sólo tumba monte para ampliar sus potreros sino que además están acostumbrados a comerse las presas del jaguar, pequeños animales herbívoros que andan en el bosque, como cerdos de monte y chigüiros. La gente no solo está invadiendo las áreas donde vive el jaguar, sino que se está comiendo su alimento, entonces el jaguar tampoco tiene muchas más opciones que amenazar el ganado de las personas y ahí se producen  conflictos”.

Rosa Umaña es la presidenta de la Junta de Acción Comunal de la vereda La Ataguara, en San José del Guaviare, y lleva 25 años trabajando por la protección del medio ambiente en el departamento. Ella misma se reconoce como “ambientalista de tiempo completo” y, por adentrarse en los espesos bosques para poner vallas en contra de la caza de animales, ha sido blanco de amenazas. 

Su experiencia le ha permitido hacer un análisis que explica, de manera sencilla, el conflicto que genera la caza indiscriminada de la fauna: “Si yo le violo la despensa de su casa, usted tiene que ir a buscar cómo alimentarse. No digo que un campesino no pueda matar un gurre, una lapa o un saíno para la comida, pero cuando hablamos de tres o cuatro para ir a vender, eso es otra cosa. Hemos roto la cadena alimenticia de nuestra fauna y nos venimos a quejar de que se nos comen una vaca, pero nosotros somos los únicos culpables de que eso pase”.

Alirio Becerra vive desde hace veinte años en Sabanas de la Fuga, una vereda que hace parte de la zona rural de San José del Guaviare. Tiene una finca de 50 hectáreas, 33 cabezas de ganado y cultivos de yuca. Aunque él mismo no ha sufrido la pérdida de su ganado, cada vez es más común el relato de los vecinos que encuentran los restos de sus vacas porque se las ha comido el jaguar. Becerra cree que es cuestión de tiempo para que sea su turno. “Ahora es un delito matar al jaguar, pero si usted lo único que tiene es una vaquita que consiguió con tanto trabajo y se la come un jaguar, usted se encuentra ese animal con ira y lo mata. Tenemos que buscar una solución, porque ahora lo que hay es un problema”, explica.

Entre las espesas selvas del Guaviare, los senderos comunican a las distintas comunidades en el territorio. / David Borda

Un corredor para proteger la casa del jaguar 

La preocupación de los campesinos que han perdido sus cabezas de ganado, gallinas y hasta perros llegó hasta la Corporación de Desarrollo Sostenible del Nororiente Amazónico (CDA), que es la autoridad ambiental en el Guaviare. De acuerdo con Orlando Castro, director de la seccional Guaviare de la corporación, de ese conflicto surgió la creación de un corredor ecológico que incluye la participación de la ciudadanía. 

Un corredor ecológico es un espacio de la naturaleza que conecta distintas zonas boscosas o ecosistemas para que los animales puedan moverse. “Esto es especialmente importante para especies tan demandantes de un buen hábitat como el jaguar porque este felino necesita moverse y si atraviesa paisajes que se han transformado [como fincas ganaderas, por ejemplo] va a poner en riesgo los medios de vida de las personas y a él mismo”, afirma Jimena Puyana, gerente nacional de Ambiente y Desarrollo Sostenible del PNUD. Según ella, en la selección geográfica del corredor del jaguar se tuvieron en cuenta criterios científicos y comunitarios: “Nosotros hemos sido simplemente facilitadores para que la comunidad llegue a sus propios acuerdos”. 

Además, los corredores ecológicos son importantes porque aunque haya jaguares en los fragmentos de bosque más grandes, “es difícil garantizar el futuro de esos animales en el largo plazo si esos bosques no se conectan entre ellos”, complementa Silvia Vejarano, de WWF Colombia. Lo que sucede es que los corredores les permiten a los jaguares reproducirse entre familias distintas y no entre miembros de su manada, y eso asegura una descendencia más fuerte en términos genéticos y menos expuesta, por ejemplo, a enfermedades.

El Corredor de Protección del Jaguar en Guaviare, nombre oficial que recibe la iniciativa que une a la comunidad y a las autoridades ambientales en un mismo propósito desde febrero de 2021, hace parte del proyecto Amazonía Sostenible para la Paz, que a su vez forma parte de un programa regional más ambicioso: Paisajes Sostenibles de la Amazonía, financiado por el Fondo Mundial para el Medio Ambiente y ejecutado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Además, se trata de un esfuerzo que se enmarca en el Plan Jaguar 2030, un plan regional de los países del sur y el centro de América para garantizar la protección de la especie y su conectividad por los ecosistemas del continente.

Actualmente, cinco zonas integran el Corredor de Protección del Jaguar en Guaviare. En total, son 109 mil hectáreas que se extienden principalmente por la ribera del río Guaviare.

Específicamente, este corredor conecta varias áreas protegidas: la Serranía de La Macarena, la reserva forestal protectora de La Lindosa, la Reserva Nacional Natural Nukak y el Parque Nacional Natural Serranía de Chiribiquete. Sin embargo, el corredor ecológico del jaguar en Guaviare no solo tiene como objetivo conectar los paisajes naturales, sino lograr que los paisajes que ya están intervenidos, es decir, las propiedades privadas en las que hay fincas, cultivos y ganado, también mantengan o establezcan áreas de protección para el jaguar. Para Puyana, ese es el verdadero corredor. “Es un tema ambiental, pero también un tema de gobernanza, un tema organizativo, de quienes están ahí y hacen un acuerdo para que el manejo de ese espacio recoja consideraciones ambientales”.

La elección del jaguar como especie a conservar no solo tiene que ver con el conflicto que los campesinos alertaron, sino con que es una especie sombrilla, clave si se entiende la protección de arriba hacia abajo. “El bioma de la Orinoquía y el de la Amazonía, si bien son diferentes, deben mantener la conectividad ecológica, o sea, que haya flujo de genes, de especies, de energía, esto es lo que mantiene la funcionalidad de los ecosistemas. Las especies focales nos dan un indicador de cómo están esos flujos porque requieren hábitats y áreas de acción bastante grandes”, explica Vejarano, de WWF Colombia. “Eso quiere decir que si mantenemos el jaguar, estamos manteniendo también a las especies que están debajo de él en esa pirámide que tiene el gran depredador en la parte más alta, y otro montón de especies más pequeñas debajo. Así protegemos todas las poblaciones de las que el jaguar depende y los bosques en los que viven”, agrega.

Las comunidades están en el centro de la consolidación de ese corredor ecológico por dos razones: la primera es que son justamente ellos los encargados de implementar las acciones enfocadas a la protección del jaguar, porque son quienes habitan el territorio. La segunda es porque un corredor ecológico no es una figura jurídica incluida en el ordenamiento legal colombiano (como las reservas y parques nacionales naturales) y su sostenibilidad en el tiempo depende, al final, de la voluntad de las comunidades.

Churuco avistado en las inmediaciones de Cerro Azul. / David Borda

Monitoreo, luego cuido

La carretera polvorosa que lleva a El Edén es un camino anaranjado que a lado y lado está estrechado por paredes verdes de árboles y arbustos. El calor que rebota del suelo seco contra el cuerpo de quienes andan sudorosos, agotados y tostados, se queda atrás con solo poner un pie en el bosque. La selva ofrece un abrazo de frescura y sombra, una obra orquestada por las sombras del cedro, la ceiba, el yarumo y el cumare, dirigida por el sol que se filtra entre hojas y ramas y compuesta por la brisa del río Guaviare.

Dentro de esa selva espesa, en algún punto que Jonathan Torres podría identificar con los ojos cerrados, está una de las 55 cámaras trampa que hacen parte del corredor del jaguar, instaladas por la comunidad con el apoyo y capacitación de WWF Colombia. Torres  guía el grupo con determinación y cuando encuentra la cámara amarrada a un tronco, se detiene y pide la atención de quienes lo escuchan.

Él es el presidente de la Asociación de Flora y Fauna del Guaviare (Asoflofagu), de la que hacen parte familias de las veredas El Limón, El Edén, Cambulos y Campoalegre, todas ubicadas en la mitad del corredor de protección del jaguar y vinculadas directamente a su monitoreo. Para confirmar la presencia del jaguar y su fauna asociada, WWF Colombia se unió a organizaciones y comunidades para instalar cámaras con sensores que activan la captura de fotos o videos cuando captan el movimiento de cualquier animal que pase por su campo de visión. 

Mientras Jonathan quita la cámara que contiene la memoria con el registro de los animales que han pasado por exactamente ese mismo lugar, se respira una mezcla de humedad y emoción. ¿Qué especies esconde la memoria? Revisar las fotografías es como destapar láminas para pegarlas al gran álbum de la biodiversidad. La más difícil de conseguir, la lámina dorada, es la del jaguar.

Jaguar fotografiado por una cámara trampa ubicada en la vereda Sabanas de La Fuga, en el predio de la familia Tolosa Beltran. / Cortesía de las Comunidades Monitoras Corredor del Jaguar. 

Chaqueto, chigüiro, morrocoy, cajuche, saíno, danta. Las fotos de los animales aparecen entremezcladas con imágenes vacías, del paisaje, porque el sensor de las cámaras se activa también por la caída de una hoja o incluso un cambio en la luz. Entre octubre de 2021 y noviembre de 2022, las 55 cámaras del corredor registraron doce especies presas del jaguar y cuatro especies de felinos silvestres: jaguar (Panthera onca), puma (Puma concolor), yaguarundí (Herpailurus yagouarundi) y tigrillo (Leopardus pardalis).

Gracias a esa estrategia, en el corredor ecológico del Guaviare han sido identificados 26 jaguares distintos, que se diferencian porque sus manchas, sus rosetas, son como las huellas dactilares: son distintas en cada individuo. 

Sandra Pérez es habitante del corredor del jaguar, antropóloga y activista ambiental y social. Hace parte de una corporación que lleva el mismo nombre del corredor del jaguar, precisamente porque tienen el mismo objetivo: la protección de la especie para la conservación de la Amazonía. 

La Corporación Corredor del Jaguar busca aprovechar el monitoreo para hacer pedagogía entre la comunidad, principalmente con la niñez. “Desconocemos el lugar en el que vivimos, y el monitoreo es una estrategia muy importante para eso, para hacer no sólo investigación sino educación ambiental. Nos ha permitido conocer más nuestro territorio, quererlo, valorarlo. Hay niños en San José del Guaviare  que no saben que hay un saíno, una danta. Los niños aprenden a escribir con j de jirafa y no con j de jaguar. Esto tiene que transformarse en juegos, en material pedagógico y curricular que empiece a generar otra visión del territorio en los niños y niñas”. 

Los dueños de las fincas donde se realiza el fototrampeo han recibido capacitaciones para que sean ellos mismos quienes programen las cámaras y puedan extraer los registros que de allí resulten. De esa forma se procura, además, que la comunidad continúe con el monitoreo a largo plazo y que las personas se sumen a la conservación no por obligación, sino porque conocen mejor la fauna que los rodea. 

Nosotros nunca tendremos los recursos para monitorear jaguares en todo el país y no creo que ninguna ONG los tenga, ni el Estado”, dice Silvia Vejarano. Por eso “este tipo de monitoreo y la conservación hay que hacerla con la gente, que a la gente le interese y le vea un beneficio a hacerla. De lo contrario eso no funciona, y va a seguir habiendo cacería, y va a seguir habiendo retaliación contra el jaguar de algún tipo”, añade. 

Cuando un habitante del corredor ve las fotografías del jaguar, se da cuenta de que su casa no es solo suya, sino que ahí habita alguien más. Darse cuenta de que la casa no es propia, sino compartida, implica pensar en formas de convivencia, no sólo entre los seres humanos y la fauna del territorio, sino entre las mismas comunidades que comparten casa entre ellos y con el jaguar.

Jaime Cabrera, especialista en monitoreo comunitario de WWF Colombia, ve el monitoreo como una herramienta para reconocer y apropiarse del territorio, más que un objetivo en sí mismo. “Sobre todo, es una apuesta de convivir con el otro y ese otro es la naturaleza, el jaguar, pero también los vecinos. La paz es una gran apuesta que tenemos en Colombia, que no es fácil. Entonces, convivamos con ese otro que son los firmantes de paz que están viviendo al lado de nosotros y que, como al jaguar, no los conocemos, o les tenemos miedo, o les tenemos una rencilla que ni siquiera es nuestra sino de nuestros papás y abuelos”.

El jaguar reconciliador

En uno de los extremos del corredor del jaguar, cerca de la Reserva Nacional Natural Nukak, está el centro ecoturístico Manatú, Maravillas de la Naturaleza. Se trata de una agencia de viajes y servicios turísticos de firmantes del Acuerdo de Paz que se selló en 2016 entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC. 

De Manatú hacen parte doce excombatientes que vieron en el turismo una alternativa productiva después de la guerra. Su representante legal es César García, un hombre de 30 años, hijo de campesinos, convencido de que la reconciliación tiene que incluir, necesariamente, a la naturaleza y los animales. “La reconciliación de los seres humanos con el jaguar y con el ecosistema engrana una práctica de aprender a cultivar, de aprender a compartir. ¿Qué vamos a compartir? El territorio. Los animales no conocen de límites ni de geografía, para ellos todo es igual, todo es su paso, todo es su casa, van para donde van”, cuenta sentado en una silla de plástico con el horizonte sobre sus hombros y el cielo infinito rodeando su cabeza. De espaldas al bosque y de frente a la sabana, Manatú se presenta como el centro de un domo en el que el sol, cuando los pájaros anuncian el amanecer, pinta las paredes de cristal con todas las variedades de naranja y amarillo que tiene en su paleta.

César García, firmante del Acuerdo de Paz, instalando una cámara trampa. / David Borda

Además de prestar servicios de alojamiento y alimentación a turistas, Manatú tiene un sendero interpretativo de 1200 metros que incluye una recreación de un campamento guerrillero. En ese camino hay dos cámaras trampas que son operadas por los mismos excombatientes. “El que sabe manejar la tecnología simplemente le dice a uno ‘esta cámara se prende así y se programa así’ y ya queda lista, pero el que sabe los pasos de los animales es el campesino que está en el territorio. Se adhieren los dos conocimientos, el empírico y el profesional”, explica García. 

“Es bastante gratificante llegar a una cámara trampa y cuando aparece un felino entonces digo: esta foto la tomé tal día, la tomé yo porque soy el que instaló la cámara, el que hace todo el proceso, y sé por dónde pasó el felino y a qué hora”, agrega.

Freddy Campo, firmante del Acuerdo de Paz de 2016 entre el Gobierno y las FARC, y miembro del proyecto ecoturístico Manatú, instalando una cámara trampa. / David Borda

Manatú también hace parte de la Red de Turismo, Paz y Reconciliación por la Defensa de los Territorios y del Pulmón del Mundo, una iniciativa que surgió de la unión de doce espacios donde se reunieron los exguerrilleros, que busca articular y fortalecer los proyectos de turismo que han surgido del proceso de paz, ubicados en la Amazonía y su área de influencia. 

El objetivo de esa red es aprovechar el turismo que ha sido posible gracias al proceso de paz. Departamentos como el Guaviare han logrado desarrollar apuestas turísticas que antes de la firma del acuerdo eran impensables, porque allí la guerra fue protagonista por décadas. Según registros de la Unidad de Víctimas, 48.350 personas han declarado hechos victimizantes en el marco del conflicto armado en Guaviare: el 58% de los habitantes del departamento.

La reconciliación que ha propiciado el jaguar hace que este proyecto turístico de excombatientes se articule, además, con otros emprendimientos turísticos que hacen parte del corredor. 

Del jaguar a otros animales

Econare, Villa Lilia y Asopronare son tres empresas turísticas que tienen su propia maravilla de la naturaleza en la vereda Damas de Nare: un espejo de agua que refleja todo lo que ocurre en el cielo. Cuando atardece, el techo de nubes que recubre la selva es también una alfombra en el agua. En ese encuentro, los pájaros vuelan y los peces nadan en el cielo cuando el sol se pone sobre el horizonte de la laguna, anaranjado arriba y abajo. En invierno, el río Guaviare reclama la laguna y la hace parte de su caudal ancho y desbordado. En ese cuerpo de agua de 81 hectáreas, quieto y apacible en los días de sol, habitan delfines rosados de agua dulce (Inia geoffrensis), también conocidos como toninas, que ofrecen un espectáculo e incluso interactúan con los turistas que los visitan. Las tres empresas turísticas de la vereda hacen parte del corredor del jaguar, han sido capacitadas en turismo y están comprometidas con la conservación. 

Delfín rosado, también conocido como tonina, en la laguna Damas del Nare. / David Borda

“Tatis, mis amores, vinieron a visitarlas”. Así es como Francisco Amaya, representante legal de Econare, les anuncia a las toninas la llegada de los turistas, para que preparen su espectáculo. Los delfines no han recibido ningún tipo de entrenamiento, tampoco son alimentados por la comunidad, y aún así, cuando el bote se adentra en la laguna, sacan sus cuerpos del agua y saltan ante la mirada de quienes fueron a verlas. Los turistas también tienen la posibilidad de sumergirse en el agua y, cuando eso sucede, los delfines nadan alrededor de los visitantes y tocan a quienes tienen buena energía, según Pacho, como es conocido el representante de Econare en la comunidad.

Villa Lilia Agroecoturístico es la empresa que opera Belisario Cifuentes junto a sus dos hermanos zapateros, Diego y Horacio. Los tres llegaron desde Bogotá desplazados por la industria creciente que dejó sus pequeños talleres relegados y en la quiebra. Ese emprendimiento recibió más de dos mil turistas entre 2021 y 2022. 

Para llegar de Villa Lilia hasta la laguna, basta con hacer una caminata de unos 20 minutos por un sendero lleno de vegetación, aves y primates que saltan de un lado al otro del camino, entre los árboles más altos. “Aquí la idea es hacer turismo de naturaleza en general: con delfines, con pájaros, con monos. Lo que pasa es que estamos muy desvalidos, esto es esfuerzo de cada familia, de cada persona. Aquí hemos recibido infinidad de cartones, apoyos no. Queremos que nos ayuden a desarrollar instrumentos, estructuras para operar el turismo, nosotros a la vez subsistimos, conservamos, protegemos, evitamos la cacería y evitamos tumbar árboles”, explica Belisario.

Para atravesar la laguna Damas del Nare, hogar del delfín rosado, los habitantes utilizan canoas con motor que les permiten transportarse de manera rápida. / David Borda

Por su parte, Asopronare es una asociación de campesinos y agentes ecoturísticos organizados que integraron 1800 hectáreas en las que tienen ganado y cultivos de plátano y yuca. Es un proyecto liderado mayoritariamente por mujeres que cuidan, siembran y conservan el territorio. Claudia Cocuy Duarte es una de ellas y piensa que el corredor del jaguar la ha ayudado a “saber que él no es enemigo sino que hay que cuidarlo, que si está acá es porque todavía tenemos una buena biodiversidad en nuestras fincas, en nuestros territorios”. Claudia lo tiene claro: antes de la asociación, “la economía de nosotras era nada, ahora vendemos el turismo de naturaleza y cada una tiene su platica. ¿Los dueños de la tierra quiénes son? Los hombres. Pero ahora cada una tiene su economía aparte, todo es más diferente”.

Aunque la fauna se ha convertido en un atractivo turístico muy importante para el Guaviare, el destino más reconocido del departamento son las pinturas rupestres de Cerro Azul, una vereda ubicada a 47 kilómetros del casco urbano de San José del Guaviare. Dentro de la vereda existe un afloramiento rocoso que pertenece al escudo guyanés y que es conocido como Cerro Pinturas, un tepuy, que es un cerro catalogado como uno de los lugares con mayor concentración de arte rupestre en el mundo: aproximadamente 1100 metros cuadrados.

Pinturas rupestres de Cerro Pinturas. / David Borda

Subir Cerro Pinturas es hacer un viaje en el tiempo. Al principio del recorrido hay una cámara trampa que hace capturas del jaguar, un animal que, de manera paralela, está representado en los murales que fueron pintados hace más de siete mil años por las comunidades que habitaban Cerro Azul. Ambas son formas de conocer y dejar evidencia para el futuro de la riqueza que alguna vez habitó el planeta.

Precisamente esa cámara les ayudó a Norbey Rojas, su papá José Noé y su hermano William Alexander a tomar decisiones que minimicen los impactos del turismo en Cerro Pinturas. Ellos hacen parte de la asociación que hace los recorridos y que hoy emplea a 22 guías. “Aquí se hizo un estudio de capacidad de carga que arrojó que podríamos hacer el recorrido con 169 personas por día, pero nosotros veíamos que el lugar se alteraba, los terrenos se dañaban, entonces decidimos que vamos a manejar la carga sobre 120 personas. El objetivo es que sea un turismo sostenible, que no sea masivo. Entre un grupo y otro se deja un intervalo de veinte minutos y con la cámara vimos que en ese intervalo pasan los animales por el sendero. Nos dimos cuenta de que sí se genera un tipo de equilibrio y creemos que lo estamos haciendo bien”, afirma Norbey.

¿Y el ganado?

A Raúl Tolosa el jaguar se le comió más de veinte cabezas de ganado en dos años. Otros tantos animales desaparecieron y algunos otros fueron heridos y aún conservan la marca de las garras del jaguar en su cuerpo. Las Colinas, su finca, tiene mil doscientas hectáreas y poco más de cuatrocientas reses. Ante la imposibilidad de cercar las mil doscientas hectáreas, Tolosa implementó una de las medidas que el PNUD ha validado en otras regiones del país para proteger el ganado de los ataques de jaguar. Rodeó un área más pequeña, de 53 hectáreas, con una cerca antidepredatoria de cuatro líneas de alambre eléctrico y otra de alambre de púas en la parte inferior, para evitar que el jaguar se arrastre, pero separada veinte centímetros del suelo para que puedan pasar animales más pequeños sin lastimarse, como el armadillo, el gurre o el cachicamo.

Cerca eléctrica antidepredatoria instalada en los predios de Raúl Tolosa. / David Borda

En la zona cercada puso a los animales más vulnerables a un posible ataque del jaguar: los terneros y los que están heridos, enfermos o débiles. Tolosa construyó en su finca, además, un acueducto ganadero con energías alternativas: una bomba tipo lapicero que funciona con paneles solares y extrae agua del caño y la bombea de manera automática al tanque, a medida que beben las vacas. 
De esa manera, el ganadero convirtió la suya en una de las cuatro fincas que sirven de modelo para que la comunidad conozca las medidas que pueden tomar para protegerse de los ataques del jaguar. Este es un ejercicio que hace parte de las Escuelas de Promotoría Campesina implementadas por el PNUD para la socialización de estrategias que fortalezcan el corredor ecológico del jaguar.

Raúl Tolosa, habitante de la vereda Sabanas de la Fuga, montado en un caballo arreando su ganado con un zurriago. Raúl es uno de los campesinos que se dedican a la ganadería en el Guaviare. / David Borda

Aprovechar sin destruir

Proteger el jaguar implica pensar en modelos de producción responsables con los ecosistemas, que a la vez sean económicamente rentables para los campesinos. No se trata de no tocar el bosque, sino de aprovecharlo para que siga siendo habitable por el jaguar. Miguel Mejía, coordinador del proyecto Amazonía Sostenible para la Paz, piensa que “es importante pasar de la lógica que considera los bosques como áreas intocables o prístinas e inhabitables, al reconocimiento de los ejercicios de gobernanza, tenencia, dominio y propiedad de las comunidades, el uso sostenible y una economía de la biodiversidad para las comunidades, por ejemplo, con el turismo de naturaleza, el agroturismo y el aprovechamiento de los frutos del bosque”.

Víctor Mario Sánchez es el representante legal de Comguaviare, una cooperativa de jóvenes del Guaviare que trabajan por el aprovechamiento sostenible de los productos no maderables del bosque en la vereda Caño Blanco 2. Tienen una planta de transformación de moriche, el fruto de un tipo de palma con la que se elaboran aceite, helado, galletas y productos artesanales.

Comguaviare es una cooperativa que se preocupa por proponer medios de vida alternativos, aplicados a la realidad del territorio y que tengan en cuenta la conservación del bosque. De acuerdo con Sánchez, “la deforestación y la expansión de la frontera agrícola se debe a los medios de vida que utilizamos, entonces nosotros buscamos una compensación entre lo productivo y lo ambiental. Cómo le recuperamos el área al felino pero también cómo garantizamos que las familias sean productivas en el territorio, con unos modelos nuevos que generen utilidades y mejoren las condiciones de vida. Así es como negociamos con los productores: qué podemos aportar desde los proyectos para mejorar las unidades productivas de los campesinos y qué aportan ellos a la conservación del medio ambiente, qué se comprometen a dejarle al mundo de la diversidad amazónica”.

Víctor Mario tiene 28 años y desde los 19 está buscando recursos para fortalecer la cooperativa, que es un proyecto de vida personal. Está convencido de que es posible generar medios de vida sostenibles que, además, contribuyan a conservar el bosque y el jaguar.  “Tenemos claro que queremos cambiar los modelos que se han venido implementando en la Amazonía, cambiar la forma de producir, cambiar el chip de la juventud de que las oportunidades están en la ciudad y no en el campo, aquí tenemos miles de oportunidades”, concluye.

Las juntas de acción comunal, entendidas como la forma de organización por excelencia de las veredas y corregimientos en Colombia, han sido fundamentales para encaminar las propuestas y estrategias de protección del jaguar entre las comunidades que habitan su corredor ecológico. 109 mil hectáreas es un territorio pequeño entre la vasta extensión de los departamentos de la Amazonía colombiana, que suma más de cuarenta millones de hectáreas, pero es enorme en iniciativas para la protección de la naturaleza.

Para poder ver las imágenes de las cámaras trampa, los campesinos tienen que llevar la memoria a sus fincas, donde tienen dispositivos en los cuales reproducirlas./ David Borda

Hace años, después de que Alirio Becerra se encontró al jaguar, otro de sus hijos, el más pequeño, también se lo cruzó en el camino, cuando iba para la escuela. “Yo lo miré y él se fue, no hace nada”, recuerda Alirio citando a su hijo. Aunque reconoce que siente miedo por la posibilidad de que su familia sufra un ataque, no existe en su cabeza la posibilidad de matar al jaguar, más bien busca que tanto su finca como sus hijos puedan estar protegidos mientras el felino los rodea.

Como él, hoy cada vez más vecinos que viven en el corredor están hallando la forma de cuidarse y cuidar al jaguar. Algunos se lo han encontrado y lo han mirado a los ojos, otros han visto sus huellas y unos más han escuchado su voz. Todos, de alguna manera, han entendido que jaguar y seres humanos comparten la misma casa.

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