4 de febrero de 2021
El periodismo cumple el rol de ser un contrapoder. Y en un país con altos índices de violencia, corrupción y desigualdad como Colombia, el periodismo está llamado a doblegar sus esfuerzos. Pero, en paralelo a esta responsabilidad, debe igualmente propender por la búsqueda de historias que generen impacto e inspiración en los ciudadanos. No quedarse sólo en el escándalo o la denuncia, sino también en los relatos de aquellas personas que luchan a diario contra la corriente para mejorar las condiciones de su entorno y que, como escribió Eduardo Galeano, “arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear”.
En eso consiste este ejercicio. Las acciones de Víctor, Silvia, Pedro Nel, Ludirlena, Rodrigo y Andrés son algunos de los tantos ejemplos que, sin hacer mucho ruido, logran intervenir positivamente el destino de miles de colombianos. Beneficios colectivos que surgieron a partir de nada más que una buena intención.
La escuela que nació entre las balas
Escuela contra la pobreza (Manizales, Caldas)
A sus 18 años, Víctor Caicedo sabía cómo forzar la chapa de un carro, disparar un arma y abordar sigilosamente a un transeúnte para atracarlo. Las calles de la comuna San José de Manizales, allí donde nació y creció en una numerosa familia en la que las oportunidades eran escasas, le enseñaron a valerse por sí mismo desde niño. Estas circunstancias, arduas pero comunes, de a poco empedraron el camino que lo condujo a fundar una banda con varios de sus amigos; todos menores de edad. Bautizados como “Los Junior” por la policía del sector, rápidamente se ganaron el temor de muchos y la enemistad de otros por sus arriesgadas y decididas formas para delinquir. Un día sacaban a tiros a los policías que intentaban patrullar el barrio y al siguiente organizaban un robo masivo de carros. Fue cuestión de tiempo para que, a finales de 2004, Víctor fuera capturado en flagrancia y privado de su libertad en la cárcel La Blanca, en Manizales.
Los seis meses que duró recluido no fueron de introspección y arrepentimiento. Todo lo contrario, no veía la hora de salir para reencontrarse con el resto de la pandilla y continuar en sus andanzas. Ese, por lo menos, era su plan cuando pisó nuevamente su barrio en abril de 2005. No contempló que un ajuste de cuentas frustraría sus intenciones, lo dejaría postrado en cama y, peor aún, le robaría dos años de su vida. Un disparo, que tenía el claro propósito de asesinarlo, impactó su columna cervical y lo obligó a pasar miles de horas con sus propios pensamientos. A diferencia de su tiempo en la cárcel, esta vez Víctor no pudo evadir los llamados de su conciencia que le pedía revisar las consecuencias que dejaron sus crímenes y malas decisiones. Durante las fisioterapias —necesarias para recuperar su capacidad motora— o mientras veía el techo de su cuarto, concluyó que su futuro se enfrentaba a una dualidad: reincidir o empezar de cero. La mayoría de sus amigos estaban presos o muertos, así que la decisión correcta resultó evidente.
“Yo me dije que tenía que pedir perdón. Pero, eso sí, tenía que ser un perdón desde las acciones, porque sólo en palabras es algo muy simbólico”, asegura Víctor. Ese deseo pronto se convertiría en una intensa motivación que nunca había experimentado. En 2009, reunió a varios jóvenes en los que veía al Víctor de años atrás y les propuso convertirse en actores positivos de la comuna San José. Así surgió la Escuela Contra la Pobreza, una fundación que se dedica a derrumbar las barreras invisibles con las que conviven a diario las juventudes menos favorecidas del país. A través del muralismo, actividades comunitarias, elaboración de planes de vida para madres adolescentes y visitas a cárceles, entre otras actividades, Víctor y sus colaboradores encauzan los sueños de quienes crecieron con pocas o nulas esperanzas. “Lo más importante en la vida es soñar porque si no hay sueños no hay motivos para luchar, y los sueños nacen si nos pasan cosas chéveres. Por eso es tan importante ayudar a estas personas a que sueñen”, añade.
Hoy es común encontrarse en las laderas de San José a Víctor, caminando a paso lento con sus muletas mientras niños y jóvenes lo siguen detrás. Ven en él a alguien que, pese a la adversidad, se levantó, se convirtió en profesional (politólogo graduado en 2018) y ahora le pone alma y corazón a una iniciativa que los tiene como principales beneficiados. Un héroe, de esos que no usan capa y tampoco tienen superpoderes, pero que con tan poco logran que la ciudadanía se integre alrededor de un objetivo común, sin esperar que la caridad se asome.
Fe al servicio del hambriento
Fundación Saciar (Medellín, Antioquia)
Que la fe mueve montañas es una enseñanza bíblica que la mayoría de los católicos, más allá del fervor de su creencia, entienden figurativamente. Una especie de parámetro doctrinario que, si bien procuran aplicar con regularidad, no tiene por qué ser una norma fija que rige cada una de sus conductas. Ese no es el caso de Silvia Llano y Pedro Nel Giraldo, la pareja de esposos detrás de la Fundación Saciar, el primer banco de alimentos que existió de Colombia.
Bajo el estímulo de devolver a la vida las cortesías que ellos recibieron, un jueves en el que se conmemoraba la aparición de la Virgen de Fátima, decidieron fundar el proyecto junto con otras familias de Medellín. Su fe no se limitó entonces al formalismo de un texto, sino que se trasladó al campo de las acciones ciudadanas y cuenta ya con un historial de 22 años sirviendo a la comunidad. En medio de una pandemia que azota al mundo entero, y con particular vehemencia a los más vulnerables, la Fundación Saciar no mueve montañas, pero sí logra que más de 5.800 toneladas de alimentos sean recibidas por 620 mil personas.
Datos de la Organización de Naciones Unidas (ONU) revelan que un tercio de la comida del mundo entero se desperdicia y que un 25 por ciento de esta podría curar el hambre de 870 millones de personas. Es decir, una cuarta parte de los alimentos malgastados serviría para alimentar a toda la población de América Latina y el Caribe. Y aún así sobraría. Silvia y Pedro, así como los cientos de voluntarios y colaboradores que conforman Saciar, lo tienen claro y a diario se esfuerzan por ser ese intermediario que salvaguarda el alimento y lo deposita en los platos de quienes verdaderamente lo necesitan. “Nosotros somos el puente entre la carencia y la abundancia”, explica Silvia.
Dos décadas de sumersión completa en el tema hacen que esté al tanto de cada una de las injusticias que acarrea esta realidad. Recalca que una de cada nueve personas en el mundo se acuesta con hambre y no oculta su incomodidad con la pobre alimentación con la que subsisten los trabajadores del campo que, paradójicamente, pese a ser quienes cultivan las frutas y verduras que llenan las estanterías de los supermercados, son los más propensos a caer en la malnutrición.
Consciente de que la suya es una lucha contra una inequidad milenaria, Silvia madruga de lunes a sábado en búsqueda de recursos, ya sea en dinero o comida, que le ayuden a mantener su propósito de disminuir la cantidad de personas que tienen la escasez como algo iterativo. Y los obstáculos, que están a la orden del día, sólo reafirman y aumentan su perseverancia. Su margen de acción, desde hace más de 15 años, dejó de ser únicamente Medellín y sus municipios aledaños. Los camiones que transportan los víveres recolectados por Saciar han llegado también a Chocó y Córdoba para atender emergencias humanitarias causadas por catástrofes naturales y el mismo coronavirus.
Incluso, como respuesta al huracán Iota que arrasó con los hogares de miles de habitantes del archipiélago de San Andrés y Providencia, Saciar unió esfuerzos con la Asociación de Bancos de Alimentos de Colombia (Ábaco) y prestó ayuda logística para dar pronta respuesta a los apuros de esta población. Porque sí, empezaron solos y rápidamente se convirtieron en pioneros. Fundación Saciar demostró que era posible y hoy existen otros 21 bancos de alimentos en el país.
El perdón más poderoso es el propio
Mujeres víctimas gestionando paz (La Dorada, Caldas)
Cuando Ludirlena Pérez comparte su testimonio es común que sus interlocutores aprieten los puños o arruguen los párpados. Ella, con tono pausado y mirada fija, ya acostumbrada a la reacción de las personas que la escuchan por primera vez, cuenta sin sobresaltos las experiencias que padeció. “Yo soy sobreviviente de dos hechos de violencia sexual. Uno por las FARC y otro por los paramilitares. En este último sufrí empalamiento y eso me llevó a enfrentarme con una realidad de estigmatizaciones y prejuicios en contra de quienes sufrimos estas acciones”. La recapitulación la lleva a cabo con sorprendente naturalidad. Sus palabras son el vivo recuerdo de la brutalidad y desenfreno que alcanzó la guerra en Colombia.
Según datos de la Unidad para la Atención y la Reparación Integral a las Víctimas, los últimos 35 años de conflicto armado dejaron más de 26 mil mujeres víctimas de violencia sexual. Sin duda, un número escandaloso, pero que, en un país con 9 millones de víctimas registradas y una deuda histórica en términos de reparación, pasa dolorosamente inadvertido para muchos.
Sin que nadie se lo propusiera, Ludirlena asumió sin aspavientos esa obligación que en principio debe recaer sobre el Estado. Su primer paso, quizá el que más le costó, consistió en olvidar el cinismo con el que su agresor respondió a sus acusaciones en un juzgado —admitió haberla violado, pero aseguró que entre tantas víctimas no lograba acordarse de ella— e ignorar los 139 puntos que los médicos tuvieron que suturar en distintas zonas de su cuerpo por las graves heridas que le causó. Los años le dejaron claro que no vale la pena dedicar días y noches enteras a cultivar rencor.
“Soltar cargas da vida”, repite una y otra vez. En los momentos difíciles, esas cuatro palabras fueron su salvavidas y decidió adoptarlas como el principio rector de sus acciones. Son las mismas palabras que desde 2010 guían su labor en la organización Mujeres Víctimas Gestionando Paz. Con la ayuda de tres amigas creó este espacio que está concebido como una nueva oportunidad para todas las mujeres que, al igual que ella, llevan la guerra inscrita en el cuerpo.
Mediante acompañamiento psicológico, educación en derechos y generación de proyectos productivos, muchas víctimas reciben un impulso fundamental para comenzar de cero, con la motivación necesaria para abordar el futuro con optimismo y libres de los miedos y dolores del pasado; el trabajo colectivo no borra lo que pasó, pero sí ayuda para lo que viene.
Las lágrimas que no se asoman en sus ojos cuando cuenta su historia, Ludirlena las derrama al responder cuál ha sido el momento más gratificante de su trabajo. Una de las tantas mujeres que atendió (los registros de la organización dan fe de más 5.380 mujeres que han acudido en busca de ayuda) sufrió niveles extremos de crueldad que la dejaron luchando por su vida en un hospital. Contra todo pronóstico sobrevivió y consiguió estudiar enfermería. Años después, la contactó y en un gesto de gratitud le confesó: “Usted era la voz que yo necesitaba”, recuerda Ludirlena mientras llora. Sin embargo, se para, lucha, y sabe que trabajar por los demás no sólo cura el alma, sino que ayuda a construir un mejor país.
Papá, te prometo cuidar el agua y la tierra
Fundación Guanacas (Santa Rosa de Osos, Antioquia)
Rodrigo Castaño supo lo que era el amor a primera vista mucho más temprano de lo normal. Y le sucedió de forma poco convencional. ¿Por qué? Porque no se enamoró de otra persona. A pesar de que han transcurrido 50 años desde entonces, lo que Rodrigo sintió continúa siendo inconcebible y misterioso para sus amigos y familiares. Pero para entender bien sus razones, esas que incitaron aquel vivo afecto que lo sacudió de pequeño, es importante saber cómo fue la crianza que le impartió su padre, Luis Eduardo Castaño.
Nacido en los años veinte y descendiente de los fundadores de Cisneros, municipio del nordeste de Antioquia, Luis Eduardo se radicó en Medellín tras acabar sus estudios de abogacía y de inmediato se incorporó a la Rama Judicial en calidad de juez. Contrajo matrimonio con Isabel Díaz y tuvo cuatro hijos; una mujer y tres varones. A medida que se adaptaba a su nueva vida de familia, dividiendo sus horarios entre hijos, esposa, trabajo y amigos, Luis Eduardo cayó en cuenta de que sus más profundos intereses no los compartía con nadie.
En esa época, la preservación de los ecosistemas y las fuentes hídricas era un asunto que no trascendía por fuera de las esferas de los científicos. Dicho escenario lo llevó a que se propusiera inculcar en sus hijos el valor de la naturaleza. Aprovechó las caminatas dominicales por los parques de la ciudad y las esporádicas invitaciones que recibían a las fincas de otras familias para sembrar esa curiosidad en ellos. No tardó en notar que el más receptivo a su instrucción era Rodrigo, el menor. Ver a Luis Eduardo caminando sobre el pasto, con la mirada hacia arriba, señalando pequeñas aves que descansaban en las ramas, mientras su hijo le seguía el paso y prestaba singular atención a lo que decía, se volvió una imagen recurrente de los fines de semana.
Ese fue el preludio del enamoramiento de Rodrigo. Pero el día que lo cambió todo comenzó con un anuncio de su madre: había llegado el momento de que los niños conocieran Guanacas, la finca de su abuelo Lázaro Díaz. Él, en un envión de ánimo, fue el primero en empacar sus cosas y estar listo en la puerta de la casa. Fueron varias horas de recorrido en bus intermunicipal hasta Santa Rosa de Osos y una vez allí, para poder movilizarse a la propiedad a la que sólo se llegaba por un estrecho camino de herradura, tuvo la oportunidad de montar a caballo por primera vez. Y lo hizo solo, sin su madre o hermanos. Le asignaron un pequeño trotón blanco al que cabalgó por la montaña y cuyo lomo fue la plataforma perfecta para ver, a cientos de metros de distancia, lo más hermoso que hasta hoy ha presenciado. “Yo diría que mi alma hizo un clic, una conexión inmediata. Yo lo digo coloquialmente, pero cuando yo llegué ahí, mi alma decidió quedarse”, expresa con una emoción evidente que le corta la voz.
Ese primer acercamiento ocurrió en 1970. Veinte años después inició acciones de conservación en un predio de 120 hectáreas y, con el paso del tiempo, comprándoles derechos herenciales a otros familiares que también recibirían parte de Guanacas y adquiriendo terrenos colindantes, acumuló cerca de 1.000 hectáreas destinadas a la protección biológica. Pocos pueden decir que preservan el sueño de infancia y Rodrigo es uno de ellos. Al mando de la Fundación Guanacas Bosques de Niebla, en donde cuenta con la permanente colaboración de Isabel, su esposa, Rodrigo mantiene el legado de su ya fallecido padre de conservar la fauna y flora nativa de la región. Sus labores, además, son claves para el cuidado de la reserva de agua del acueducto de Santa Rosa, que abastece a las 38 mil personas que viven en el pueblo y las nueve veredas aledañas.
“Yo rápido entendí que mi misión en esta vida era proteger un rinconcito del planeta y pues eso es lo que hago”. No por nada en sus terrenos existe la mayor cantidad de atlapetes blancae, una especie que permaneció como un enigma muchos años después de su descubrimiento, pero de la que recientemente se encontraron más de 50 especímenes en Guanacas. Rodrigo comenzó todo, pero de a poco son más las manos que han llegado a colaborar para hacer saber que las aves en grupo puedan defender el ecosistema.
Soacha: hogar de las sonrisas y el fútbol
Tiempo de Juego (Soacha, Cundinamarca)
“La verdad es que lo único que yo quería era hacer reír a los niños porque no había risas”, asegura Andrés Wiesner. Ese fue el móvil que lo llevó a acercarse a un colegio de Cazucá, en el municipio de Soacha, al sur de Bogotá, para dejar una invitación abierta a todos los niños que quisieran jugar fútbol los sábados en un potrero. Se enteró de cómo vivían las personas del sector después de que la revista en la que trabajaba le encomendara la elaboración de una crónica en la que retratara la problemática alrededor de los elevados índices de violencia de los últimos años, en los que se habían registrado más de un centenar de jóvenes asesinados.
Y las dificultades iban más allá. El embarazo adolescente y el consumo de drogas también afectaban a esta comunidad, que cada día se hacía más grande debido al alto número de desplazados que llegaban de distintas regiones del país huyendo de la violencia. Andrés fue incapaz de escribir su reportaje y seguir con su vida, una voz interior le exigía que tomara cartas en el asunto. Acogió la primera idea que se le ocurrió —¿a qué niño no le gusta el fútbol?— y dedicó las mañanas y tardes de sus sábados a jugar con ellos para garantizarles unas cuantas horas de alegría en esa agobiante realidad que los rodeaba.
Primero llegaron 20 niños, lo justo para armar dos equipos. La falta de actividades extracurriculares en la zona y el voz a voz fueron claves para que, con el paso de las semanas, el número fuera en aumento. A los ocho días aparecieron 25, después 40, más adelante 60 y Andrés tuvo que echar mano de amigos y conocidos para que le donaran refrigerios, balones y uniformes. Lo que empezó como un plan de fin de semana, se transformó de un momento a otro en una escuela de fútbol. Todo iba bien hasta que se dio cuenta que estaba siendo víctima de su propio éxito.
No paraban de llegar nuevos integrantes y las donaciones que recibía, así como su sueldo de periodista, no eran suficientes para mantener el proyecto andando. Temiendo que fuera a abandonar la iniciativa que tan bien pintaba, padres, madres y los mismos jóvenes le ofrecieron poner de su parte, sin saber que estaban dando los primeros pasos para un modelo de negocio social. Quienes hacían los refrigerios se unieron formalmente y ahora tienen una panadería. Por su parte, los encargados de confeccionar los uniformes no tardaron en explorar por fuera de la comunidad y ya comercializan prendas deportivas.
De esta forma se consolidó Tiempo de Juego como una herramienta que, a través del deporte, permea la vida de más de 5.000 niños y los inspira a ser agentes de cambio. Los mayores del grupo, si así lo desean, pueden recibir educación en técnicas psicosociales y convertirse en los profesores de los más chicos. El imaginario que tenían de liderazgo, el cual se medía por la posición que ocupaban en una pandilla, se transformó completamente y sus sueños hoy se proyectan a ingresar a la universidad para posteriormente, con los conocimientos adquiridos, tener un impacto positivo en el lugar donde crecieron. Y ese es otro logro, Tiempo de Juego se expandió y hoy cuenta con sedes en Timbiquí (Cauca) y Ciénaga (Magdalena). Ese primer partido de fútbol, con la única pretensión de hacer sonreír niños, evolucionó en una potente maquinaria que restaura vidas.
* Este reportaje hace parte de la serie periodística “Ciudadanos de a pie”, realizada por Vorágine con el apoyo de Fundación SURA, que impulsa iniciativas diversas para el desarrollo colectivo en Colombia.