26 de junio de 2021
—Murió anoche.
Fue la respuesta que escuché al llegar a la casa y gritar para que saliera el padre Federico Carrasquilla.
Este sacerdote se convirtió en toda una leyenda como exponente de la llamada Teología de la Liberación desde inicios de la década de 1970, cuando ayudó en varias invasiones en el barrio Popular, en la apenas naciente comuna nororiental de Medellín, enfrentando muchas veces a la Policía y a las jerarquías eclesiásticas de la ciudad por defender a ultranza su opción de estar del lado de los pobres.
Yo supe de él hace unos 20 años, cuando escuché de sus hazañas y decidí hacerle una entrevista. Entonces, él vivía en El Playón de los Comuneros, un populoso barrio ubicado entre Medellín y Bello, a orillas del mojón inicial de la autopista que conduce hacia Bogotá, a donde lo habían trasladado desde el barrio Popular.
En el primer piso de su casa había unos salones para impartir formación a la comunidad y en el segundo, varios dormitorios para el descanso del padre Fede, como le decían, y de los jóvenes venidos de pueblos a estudiar en la universidad, a los cuales él albergaba. La tercera planta la ocupaba un taller de carpintería donde todos trabajaban, con él a la cabeza, y ayudaban al sustento del albergue.
Ya para entonces recibía una jubilación que no pasaba del salario mínimo y comentaba de la manera más natural que le bastaban 70 mil pesos para pagar la salud, y el resto lo dedicaba a sus obras, porque todo el que lo visitaba le llevaba algo. Además, casi a diario celebraba eucaristías en sitios distintos y se “pegaba” de la comida, según decía sin asomo de vergüenza.
Lo que más me atrajo fue una cruz metida dentro de una vasija de barro, en una sencillez que se oponía a los sagrarios que suelen ser lo más lujoso de los templos, con sus copones bañados en oro o plata.
—Es que Jesús tiene que estar como están los pobres, en la olla —me dijo. Con eso me hizo pensar que así hasta se le podían perdonar a la Iglesia católica los pecados cometidos en dos mil años de historia.
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En el 2013 tuve de nuevo noticias de él, porque miembros de la poderosa banda delincuencial ‘Los Triana’ lo habían amenazado; desde entonces perdimos contacto y me asaltaba la duda acerca de si todavía existía, y hace unos cuatro meses me di a la tarea de ubicarlo.
Un amigo mutuo que me ayudó me contó su última hazaña: “Como ya no podía subir las escalas de la casa del Playón de los Comuneros, unos sobrinos “de plata” le cedieron una finca en Llanogrande (la zona vecina a Medellín que concentra a los más ricos de esta capital), para que viviera con su hermano, también sacerdote. Pero cuando aquel falleció, el padre Fede se bajó a vivir en una casa de una de las dos corporaciones populares de vivienda que ayudó a crear y dejó la finca para que la gente del barrio fuera a pasar vacaciones”.
Luego de varios intentos fallidos, el padre me contestó la llamada y concertamos una cita, pero me tocó aplazarla dos días debido a las dificultades de movilidad ocasionadas por el paro nacional. Por eso, cuando escuché el “murió anoche”, aunque incrédulo, alcancé a dudar y maldije la ‘mala pata’ de haberle cancelado.
De pronto, del pasillo emergió lento el dador de la mala noticia. Era el mismísimo padre Federico Carrasquilla, risueño por el gesto de humor negro, apoyado en un caminador con rodachinas silenciosas. Nos indicó –yo iba con mi pareja, Ana María– que pasáramos y se instaló para recibirnos en la sala. Lo vi como cinco centímetros menos alto y unas dos tallas más gordo que la última vez. Al fin y al cabo, la ‘línea’ es algo a lo que poco se le pone cuidado cuando uno tiene 86 años.
Le pregunté por el sagrario de barro y madera y me hizo dirigir la mirada hacia una repisa colgada de la pared más central. Encima había un velón apagado y a su lado el mismo recipiente de arcilla, pero esta vez con una aureola de luces de neón que le daban a la pieza artesanal un aspecto un tanto discotequero.
En el muro lateral, aprecié la foto a blanco y negro que debió alimentar el orgullo de la familia de Fede: resalta al papa Juan XXIII en el centro con su túnica blanca, rodeado por cuatro sacerdotes, todos de negro impecable. El del extremo izquierdo, el más alto, blanco y de gafas, es Federico, quien casi no se reconoce porque quedó mirando hacia el pontífice.
—Fui tan bobo que no miré a la cámara —dijo burlándose de sí mismo.
En otro lado de la sala-estudio había un escritorio, un computador y muchos, muchos libros, algunos de ellos en francés.
Mientras manipulaba un celular al que cada minuto le llegaban mensajes y cancelaba llamadas inoportunas –por lo menos para el propósito de darle continuidad a la entrevista que yo quería hacerle–, me contó que ya se vacunó contra el covid-19.
—¿Eso no es desconfiar de la voluntad de Dios? —le riposté.
—Sí, es que yo desconfío de la voluntad de Dios, por lo menos como muchos la entienden —contestó, creo que queriendo referirse a quienes le dejan a ese “otro” toda la responsabilidad sobre lo bueno y lo malo que les pasa.
El padre Federico ha andado casi toda su vida pastoral a contracorriente; aunque él lo niega, al decir que los que han ido contracorriente son otros, que él ha tratado de ir es con la corriente de Jesús y ha aplicado las leyes de la Iglesia en beneficio de la gente. Esa forma de concebir su misión pastoral le granjeó contradictores en el clero, incluido uno tan poderoso que llegó a ser papable y hasta determinante, según expertos, en que Benedicto XVI se sentara en el trono de Pedro: el cardenal Alfonso López Trujillo. El purpurado se le atravesó cada que pudo al padre Fede, pero este jamás le agachó la cabeza.
Mientras muchos sacerdotes se quejan de la falta de fe en Dios que hay en la actualidad, Carrasquilla dice vivir fascinado de la manera como hoy se asume la espiritualidad.
—Lo único que lamento es que este camino se me esté acabando —me dijo con tanta naturalidad como si se refiriera al regreso a casa después de un paseo.
Cada pregunta que uno le hace a Fede desemboca en una disertación teológica o filosófica sin mezquindades de tiempo, porque a estas alturas de la vida no carga afán; con toda la rigurosidad académica, pero siempre en un lenguaje que cualquiera entiende, con ejemplos extraídos de la vida cotidiana y comentarios desabrochados.
Con la gracia de un abuelo pícaro, me contó que nació en 1935 en una familia acomodada de Itagüí, cuando este municipio aún no era la capital de la confección del país sino un pueblito al lado de Medellín. Pasó desde los 13 años en un seminario porque su papá quería un hijo sacerdote y allí él se amañaba debido a que podía hacer las tres cosas que más le gustaban en ese momento –jugar, estudiar y rezar–, no porque en realidad tuviera vocación religiosa.
—Cuando llegó la teología sí hubo una crisis, pero duraría ocho días, porque descubrí que ser cura era dedicarle toda la vida a Jesús y al pobre, y dije: ‘Eso me gusta’.
Una vez ordenado, por sus méritos académicos lo mandaron a estudiar a Roma (Italia) y Lovaina (Bélgica), donde se doctoró en Teología en 1963, cuando las personas con doctorado en Colombia se podían contar con los dedos de las manos. Justo hacía poco, Camilo Torres había pasado por las mismas aulas, dejando fama por su fe revolucionaria que luego vendría a poner en práctica en la Universidad Nacional, en la plaza pública y en las filas del ELN, donde murió.
Al retornar Fede al país, de inmediato lo pusieron a dictar clases. Los auditorios de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB) de Medellín se llenaban para escuchar las ideas de avanzada que trajo. A la par, lo nombraron en el triunvirato de rectores del Seminario Menor, pero a los cinco años ya lo habían echado de ambos puestos por desafiar todo lo tradicional, incluyendo la reverencia con que los profesores se hacían tratar.
Así, propuso algo que para sus jefes en la Arquidiócesis podía equivaler a una pena de destierro, que lo mandaran para el barrio Popular, un sector de barrizales y tugurios, sin calles, luz ni acueducto ubicado en la zona nororiental de Medellín, que apenas se estaba formando por la vía de las invasiones. Allí permaneció dos décadas.
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Al padre Federico Carrasquilla lo han matriculado en la Teología de la Liberación, corriente que surgió en la Iglesia católica y protestante de América Latina luego del Concilio Vaticano II (1962-65) y de la Conferencia del Celam celebrada en Medellín (1968). En Colombia se aglutinó alrededor del movimiento de La Golconda, de posturas muy críticas frente al capitalismo, por ejemplo. La esencia de La Golconda fue esbozada magistralmente por el exsacerdote y periodista Javier Darío Restrepo en el título de su libro ‘La revolución de las sotanas’.
Pero mucho antes de eso, desde 1962, Fede había dado sus primeras puntadas hacia la opción por los pobres. Su tesis de doctorado en Lovaina se llamó “El marxismo de Sartre” (1963) y, empezando la década de 1970, formuló la teoría llamada Antropología del Pobre, que reeditó en el 2017.
Él, sin embargo, explica que tuvo sus puntos de coincidencia y otros de divergencia con la Teología de la Liberación, pues en su seno se manifestaban dos tendencias: una que planteaba “un interés por la dimensión política del evangelio y otra por la dimensión evangelizadora de la política”. La suya era la primera.
También hizo parte de un movimiento de mayor duración al anterior, llamado Sacerdotes de América Latina (SAL), pero siempre les ha huido a los encasillamientos.
Recuerda que en una reunión del SAL un sacerdote se paró a increparlo con sorna porque llevaba sotana: “Me dijo: ‘Carrasca, ¿y usted por qué no se quita esos trapos? Quíteselos o diga honradamente por qué no lo hace’, y yo le dije: ‘Mire, por diez razones, primera porque no me da la hp gana, ¿le interesan las otras nueve?'”.
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Adriana Diosa, hoy socióloga, artista escénica y activista de derechos humanos, era una niña cuando Fede llegó al Popular. Rememora que el cura se instaló en un cuartucho frente a la iglesia, apenas con un catre cubierto por una colcha de retazos coloridos, y que comía lo que le daban en las casas. Para solventar sus gastos se hizo aprendiz de carpintero y empezó a contratar trabajos de torno, ya que nunca aceptó reconocimiento económico por un oficio religioso.
Con la plata que le donaban colaboraba para hacerles casitas a los que no tenían. Una de las beneficiarias fue justamente la familia de ella.
“Un día llamó a mi mamá y le dijo que la veía sufriendo mucho, porque éramos muchos niños y mi papá consumía licor. Ella no lo creía. Allí vivimos 17 años y ahí me hice como ser social”, apunta Adriana.
“No sé por qué, pero la obsesión desde que yo llegué allá era que la gente tuviera su propia casita, porque vi rapidito que la necesidad más grande del pobre es la vivienda. Los animaba a que consiguieran un terrenito y les ayudaba en la manera en que yo podía”, relata el sacerdote.
Fede asegura que la experiencia fue muy confrontadora, pero se sentía feliz porque era como llegar a la tierra prometida. Aun así, notó que en la comunidad hacían cábalas acerca de cuánto aguantaría.
Como a los tres meses lo tumbó una enfermedad intestinal, al parecer producto del agua poco potable que se tomaba en el Popular. Ya no tenía el seguro médico que les daba la curia a los sacerdotes, porque él mismo lo había rechazado.
—Padre, ¿lo llevamos al hospital? —le proponían los feligreses.
—¿Ustedes qué hacen cuando se enferman? —les contrapreguntó.
—Tomamos bebidas caseras.
Y eso hizo él, sin hallar mejoría. Cuando no pudo más con los desvaríos de la fiebre y los retortijones en el estómago, lo quisieron obligar a ir al médico e intentaron buscar un carro particular para llevarlo. Entonces él preguntó de nuevo:
—¿Ustedes a dónde consultan, y en qué se van?
“Todavía veo a dos señoras empujándome a mí, a pie, como 20 minutos hasta Villa del Socorro (un barrio vecino) y después ayudándome a subir por la puerta de atrás del bus”, rememora.
Al llegar a Policlínica Municipal, desde la puerta de un salón inmenso lleno de gente en el suelo escuchó que alguien gritaba “llegó el padre del barrio Popular, llegó el padre del barrio Popular…”.
De inmediato y por más que lo quiso evitar, un médico y una enfermera lo montaron en una camilla y lo ubicaron en una habitación “a cuerpo de rey”.
Esta fue la raíz de una crisis vocacional, porque lo llevó a pensar que todo lo que estaba viviendo era una pantomima, al pretender ser como los pobres; pero la resolvió tras una temporada con los Jesuitas. Ahí, dice, descubrió dos cosas: “Que el compromiso mío como cristiano no era con el pobre sino con Jesús que había sido pobre, entonces no tenía por qué acomplejarme por no ser como ellos; y la segunda es que en la universidad me habían repetido cuatro años que hay que partir de la realidad, y yo había llegado a hacer todo lo contrario”.
A los ocho días volvió al Popular renovado y claro.
El padre organizó acciones comunales y grupos juveniles, animaba convites y acompañaba invasiones de tierra para construir vivienda de la mano del sacerdote Vicente Mejía, precursor de este tipo de luchas en la comuna nororiental.
Óscar Castaño, quien fue acólito del cura Fede y miembro de otra familia a la que este le dio casa, dice que el recuerdo más bello que tiene de él son las eucaristías interminables que a veces celebraba. Todo porque operaba una tal “hora judicial”, tiempo máximo que podía durar una diligencia legal de desalojo a los ranchos de tabla; sino, se debía reagendar.
“Cuando se anunciaba, llegábamos y Federico se vestía de sotana y clériman. Eran misas y rosarios de tres horas. Hacía arrodillar hasta a los policías que iban a hacer el lanzamiento. Imagínese que a veces eran hasta cinco lanzamientos a la vez, o sea cinco misas en el día”.
También recuerda las protestas contra el alto precio del pasaje en las cuales los jóvenes se acostaban en las calles empinadas para bloquear el tránsito.
Lo que sí queda claro es que jamás ha defendido la violencia, y la demostración más vehemente, según Castaño, es que la guerrilla urbana pensaba matar a López Trujillo, entonces obispo, por sus posturas consideradas retardatarias, pero Carrasquilla lo impidió.
“El obispo programó una ida a la zona para hacer quedar mal a Fede delante de toda la gente y el ELN le tenía montado un operativo ese día; aún con las diferencias que tenían, Federico bajó por él hasta Villa del Socorro y lo sacó después para que no le hicieran nada”.
Posteriormente, en medio de las disputas con el ya cardenal, lo trasladaron a los barrios La Gabriela y el Playón de los Comuneros, de Bello, donde continuó con su trabajo comunitario.
En la página web del colegio que lleva el nombre del sacerdote Federico Carrasquilla por iniciativa de la comunidad del Popular, resaltan las obras sociales que nacieron con el auspicio de Fede, como la Cooperativa Integral Popular, la Fundación para la Educación Popular y la Pequeña Industria (FEPI), la Asociación Popular de la Industria y la Confección (APIC), la sala-cuna del Grupo Juventud Popular que luego se convertiría en el centro de salud del barrio, talleres de ebanistería, el Comité de Deportes Pablo VI (CODEPAVI), la Corporación de Vivienda Popular (Corvideco); la corporación Monseñor Arnulfo Romero, del Barrio El Playón de los Comuneros; la edificación de la Escuela Divina Providencia, y el anexo IDEM Moscú (hoy Institución Educativa Federico Carrasquilla).
Además, mal contadas, son alrededor de 200 soluciones de vivienda las que se han originado en las dos ONG de vivienda popular que ayudó a formar.
No obstante, él afirma que no hizo ninguna obra sino que fueron los habitantes y las organizaciones quienes las hicieron, sugiere que es exagerado el cuento de las misas kilométricas para frenar desalojos y niega además el cuento más reciente de la finca que supuestamente le donaron en Llanogrande, así como el traspaso a la comunidad.
“Me encanta hablar con la gente porque a mí mismo me cuentan cosas que supuestamente hice, que con seguridad no corresponden a la realidad. ¿Están diciendo mentiras? No, ese es el mito”.
* Periodista