2 de julio de 2023
—Tiene la palabra el soldado Juan David Aguirre.
El militar se levanta, toma el micrófono, pero no mira a las cámaras. Gira su cuerpo grueso y se dirige a las gradas del coliseo de Dabeiba. Se toca el cuello para encontrar las palabras. “Reconozco que ayudé a retener a la señorita María Zenaida Areiza”, dice, y se acomoda la camisa blanca. “Reconozco también que ayudé a asesinar a la señorita ya mencionada”.
Doralina Guisao se lleva las manos al rostro, Beatriz Bedoya se aprieta el pecho y María Guisao emite un quejido seco. Las cámaras de televisión no las muestran.
El soldado sabe quiénes son. Ellas también lo recuerdan.
Aguirre termina de hablar después de ofrecer información que ha ocultado por décadas y entrega el micrófono al soldado profesional Osvaldo Manuel Arrieta. Alto, calvo, corpulento, este habla de forma indirecta sobre el asesinato que cometió. No dice maté, dice “se dio muerte a”, y menciona tres nombres que vuelven a sacudir el dolor en las gradas. El asesinato cobarde de Diofanor Guisao Río, Isidoro de Jesús Cardona y María Zenaida Areiza.
Es la primera vez que Doralina escucha a los asesinos de su hermano, a soldados del Ejército Nacional de Colombia, reconocer por fin y en una audiencia judicial que además es pública, lo que pasó ese 14 de julio de 2005 a las 9 de la noche en su casa, a orillas de la carretera del municipio de Dabeiba. Doralina se tapa los ojos como si esa voz fuera un disparo a su recuerdo, a las últimas palabras de su hermano que les suplicaba a los militares que no lo mataran, al golpe con un fusil que le pegaron a su papá cuando les rogó que no asesinaran a su muchacho, al mayor, al que les daba estudio y comida a todos los hermanos, a Diofanor, que había trabajado todo el día llevando papayas de una cañada a la carretera.
Dónde está el hijuetantas, recuerda ella que gritaban los militares mientras encañonaban a sus padres y los niños, ella de 14, una de 9 y otro de 3, gritaban y lloraban. Todos estaban durmiendo cuando los militares tumbaron la puerta, entraron a la fuerza, los humillaron y se llevaron a Diofanor envuelto en una cobija, aporreado. Tenía 17 años.
Por un mal juego del recuerdo, a pesar de los asesinatos, estas mujeres tienen vivos los insultos, las humillaciones de esa noche. “Te callás gran hijueputa”, le gritaron los soldados a uno de los niños pequeños de Beatriz cuando fueron a secuestrar a Isidoro. No me aporreen a mi niño, se les enfrentó ella. No le dijeron nada. “¿Usted vio cómo nos miraba ese muchacho en la audiencia? Se siente culpable”, dice la mujer que decidió ir a escuchar a ocho militares reconocer ejecuciones extrajudiciales, aunque temía que le fallara el corazón. “Mejor que la mamá de María Zenaida no vino, no hubiera aguantado”. María Zenaida tenía 13 años y dicen que estaba embarazada. También, que la torturaron y la violaron, cuenta Beatriz. “Le habían quitado un seno”.
La identidad de estos tres campesinos habría quedado en una fosa común si María Guisao no se hubiera enfrentado a los militares que se apostaban en el cementerio Las Mercedes de Dabeiba. Cuando ella llegó, ya tenían el hueco abierto y a su hermano, Diofanor, lo iban a sepultar como guerrillero. Le dijeron vieja loca, pero insistió. “Llevaba cinco días desaparecido y lo encontré en la morgue, con botas remendadas, los soldados decían que habían tenido un enfrentamiento en un llano, pero eso no era cierto”, dice María. A pesar de todo, decidió perdonarlos.
Dabeiba es un nudo de montañas filosas y ríos, enclavado sobre la carretera que conecta el centro de Colombia con el mar Caribe y con Chocó, un municipio con un cañón llamado La Llorona, eje de la guerra más cruenta contra las extintas FARC. Y es, también, el epicentro de una práctica criminal que, en un país de eufemismos como Colombia, se ha conocido como falsos positivos. En rigor, ejecuciones de civiles inocentes presentados como guerrilleros por parte de miembros del Ejército.
En 2020, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), creada tras la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC cuatro años antes, recibió información de un testigo y comenzó a abrir fosas. Hasta ahora ha encontrado 49 cuerpos con ataduras, amarres, vendas o mordazas que indicaban signos de indefensión de las víctimas, todas civiles reportadas como muertes en combate. Una ventana al horror, una caja de pandora que el magistrado Alejandro Ramelli piensa que es apenas el punto de partida.
Este 27 de junio, el municipio vivió un acto judicial inédito. Veinticinco militares entre oficiales, suboficiales y soldados volvieron a esa tierra a reconocer públicamente que asesinaron a esos civiles y mancharon sus nombres. Solo en el cementerio se han recuperado y entregado a sus familiares once víctimas de los batallones 26 y 79, adscritos a las Brigadas 17 y Móvil 11, respectivamente. La JEP identificó en este caso tres patrones criminales: asesinaron campesinos que ellos estigmatizaban como guerrilleros, trasladaron habitantes de calle y personas desempleadas de Medellín para matarlas en Dabeiba y desaparecieron a otros sepultándolos en el mar profundo de los no identificados.
El caso de Diofanor, Isidoro y María Zenaida lo cambió todo.
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El Vuelo 79
Todos los caminos conducen a Ituango, se escucha decir en la audiencia judicial durante la tarde. Allí comenzó todo, ha dicho el soldado profesional (r) Levis de Jesús Contreras Salgado. Los falsos positivos, para que no queden dudas, comenzaron de la mano de los paramilitares, enfatiza.
Fue también el inicio del Vuelo 79.
El nombre remite de forma inevitable a los vuelos de la muerte durante la última dictadura militar argentina, pero en Colombia se trató de un eufemismo de muerte. Otro más.
“No era un vuelo real, sino la manera de decir que quien se montó en este vuelo 79, ya no iba a aparecer más. Se decía ‘este va para el vuelo 79’ y entendíamos que ese era su final”, me explica el sargento retirado Jaime Coral mientras aprieta la mano largamente. Coral es un hombre de ojos achinados y apariencia afable que, sin embargo, ha confesado asesinatos brutales. Ha admitido, para vergüenza de su pasado campesino, asesinar a cambio de un viaje al exterior y dice estar arrepentido.
En el auto de la JEP también aparece la referencia. “Durante la comandancia del mayor David Guzmán era usual hacer uso de la expresión “vuelo 79” para dar orden de matar, y se afirma, sin que haya inconsistencia sobre este punto, que “vuelo 79” era también el nombre que se le daba a un grupo especial no oficial bajo órdenes del mayor David Guzmán Ramírez para el reclutamiento y la ejecución de las víctimas creado con hombres de la compañía Brasil en Santa Rita (Ituango)”.
Contreras lo detalla a su manera. “Era un grupo especial encargado de generar terror, de llevar personas vulnerables. Es por el nombre del batallón, el 79 (que se creó en 2004 en Ituango), y vuelo porque era el adiós”, me dice en una breve conversación en la que insiste en estar arrepentido. “Me he quitado el silencio de tantos años”. Contreras, un viejo conocido de los paramilitares, era el encargado de conseguir las víctimas. “Así se engrosaba la lista de homicidios que perpetraba el 79. Sé que es muy temprano, pero espero que llegue el momento en que los familiares puedan darnos el perdón”.
—¿A cuántas víctimas inocentes reclutó? —le pregunta el magistrado Ramelli.
—A Dabeiba traje 7.
—¿Y a otros lugares?
—Llevé a Apartadó, a Carepa y a Turbo.
—¿Cuántas víctimas en total?
—Más de 40.
Estar desempleado es morir
El cambio del patrón de matar campesinos de Dabeiba a trasladar habitantes de calle y desempleados desde Medellín comenzó cuando la familia de Diofanor denunció y evitó que a su familiar lo sepultaran como NN.
Los militares ahora hablan en el Terminal de Transportes del Norte de Medellín, donde los integrantes del Batallón 79 y otros como el 26 Arhuacos y la Brigada Móvil 11 comenzaron ese segundo patrón criminal, el de reclutar a habitantes de calle y a personas desempleadas con falsas promesas de trabajo. El primero fue Jhon Jarvy Cano Cañas, se escucha en el auditorio durante la audiencia.
Amparo Cano está sentada en la primera fila de las víctimas, en frente del sargento viceprimero retirado Fidel Ochoa. Lleva en su pecho la imagen de un muchacho alto, acuerpado, de cejas gruesas casi juntas, vestido de soldado, a su hijo Jhon Jarvy Cano.
Y escucha en silencio con la boca apretada. Tiene las manos heladas.
Quizá está recordando cuando lo parió en su casa de La Sierra, un corregimiento de Puerto Nare, y trajo a la vida a ese muchacho grandote y que comía tanto. O tal vez vienen a su memoria las humillaciones que sufrió buscándolo, de un cementerio a otro, intentando recuperar su cuerpo, aún sin éxito. Al final, me dice que ha sido duro, pero se siente aliviada. Los militares han dicho que el cuerpo fue sepultado en el cementerio de Carepa, en Urabá. “Si Dios quiere este año tengo los restos de mi muchacho”.
Ella quería detalles, entender por qué lo eligieron a él. Coral le ha contado que a Jhon Jarvy lo encontraron dormido, con un maletín al lado, en el segundo piso del terminal de transportes, que le ofrecieron unas monedas para una llamada, comida y un trabajo falso. Que el muchacho aceptó, y llegando a Dabeiba lo asesinaron, le quitaron los documentos y los quemaron. Lo dejaron sin identidad.
El llamado escuadrón de la muerte repitió ese método con habitantes de calle que creían que nadie extrañaría. La desaparición en Colombia es tan brutal -se cifra en 120.000 personas- que un grupo de madres buscadoras ha decidido adoptar a esos desaparecidos y apersonarse de la búsqueda de aquellos que la sociedad colombiana llama gamines o desechables.
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El ocultamiento
El sargento segundo (r) William Capera llevaba años soñando con muertos. En la pesadilla recurrente, mientras estaba detenido en una guarnición militar los muertos que él conocía, los que sembraban el cementerio de Las Mercedes, se levantaban y lo acechaban.
Y decidió hablar.
“Pienso que eran las voces de ellos, que se encontraban en un limbo, que me empujaron a hacerlo. Pedían que les diera sepultura”, dice en un receso de la audiencia, mientras se prepara para hablar ante las víctimas.
Capera estaba siendo investigado en un caso de ejecuciones extrajudiciales en Huila, en el sur de Colombia, cuando soltó la información sobre el horror que se ocultaba en Dabeiba, a casi 700 kilómetros de distancia, donde él había estado asignado en el Batallón 79. A los magistrados les costó creer tal barbarie.
El sargento estaba decidido a mostrar dónde habían sido enterradas decenas de personas y fue llevado hasta el camposanto. Con memoria nítida señaló la ubicación de los cuerpos. La sorpresa, sin embargo, es que el cementerio había sido intervenido en 2019 supuestamente por otros militares, que se ofrecieron a “embellecerlo”.
Capera, más que nadie, sabía de las estrategias de ocultamiento. Era él quien verificaba que las botas de las víctimas no estuvieran al revés, que la ropa coincidiera con la trayectoria de los proyectiles. Quien se cercioraba de que las huellas de las víctimas hubieran estado en las armas. Lo habían preparado como forense y estaba haciendo un curso de policía judicial. “Yo accioné el disparador contra dos personas, pero mi trabajo era que no hubiera fallas”, dice ahora. Durante un acto simbólico en el cementerio él permaneció resguardado detrás de una columna, casi escondido por temor y también por vergüenza.
Pero si él no hubiese hablado, Dabeiba seguiría a oscuras.
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El iceberg del horror
Una audiencia de reconocimiento es uno de los momentos más importantes dentro del sistema de justicia transicional que tiene Colombia y produce sensaciones ambivalentes: el país por fin escucha de viva voz a los victimarios narrando sus crímenes y pidiendo perdón, pero a cambio de eso, ellos pueden someterse a sanciones propias que no necesariamente les dan cárcel. Al menos 3.582 militares se han sometido a la JEP, muchos nunca habían sido investigados; otros salieron de prisiones y guarniciones militares donde estaban detenidos.
En este caso llamado 03 y en el caso 04, que prioriza lo que la guerra produjo en Urabá, los magistrados Ramelli y Nadiezhda Henríquez investigan ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas cometidas entre 2002 y 2006. Hasta el momento, de los diez militares imputados por la JEP como máximos responsables de estos crímenes, ocho han reconocido su culpabilidad, pero dos coroneles no aceptaron los cargos e irán a juicio. Jorge Alberto Amor Páez, quien fue comandante de la Brigada Móvil 11 entre el 2005 y el 2006, y el coronel retirado David Herley Guzmán, que tuvo a su mando el Batallón de Contraguerrillas 79, el del llamado Vuelo 79, son los grandes ausentes de la verdad que tanto esperan los que llevan décadas sin saber nada de sus familiares.
El escenario de la audiencia está dispuesto para que las víctimas se ubiquen frente a los victimarios, quienes deben esforzarse por hacer reconocimientos honestos y aportar información concreta. Ambos han pasado por meses de preparación: ellas con acompañamiento sicológico; ellos para evitar frases que justifiquen sus hechos o revictimicen. Un día antes de la audiencia de Dabeiba preparan también la voz, que debe escucharse alto y firme para la televisión.
Y aunque muchos victimarios, llamados comparecientes, van con hojas repasando sus declaraciones, la atrocidad de sus voces resuena incluso entre quienes han negado la existencia de estos crímenes. “Todo el que vistiera de negro, o de blanco y negro era guerrillero y tenía que morirse”, dijo uno. “Autoricé el homicidio de un joven que se me reportó como capturado”, dijo otro. “Me convertí en asesino”.
Los militares han lanzado la verdad en la cara de quienes no quieren escucharla.
“No éramos casos aislados. Esta práctica se vuelve sistemática con la llegada del general (Mario) Montoya a la Séptima División. Este general efectuaba programas radiales donde nos decía: Yo no necesito litros de sangre, necesito carrotancados de sangre”, relató el sargento Fidel Ochoa, que teme que sus palabras le cuesten la vida. Montoya fue el comandante de esa división entre 2004 y 2005 y el comandante operacional de la Cuarta Brigada entre 2000 y 2003, cuando el Batallón Arhuacos fue asignado a esa Brigada con sede en Medellín. Luego, en 2006 llegó a ser comandante del Ejército Nacional. Su nombre ha sido mencionado en 24 versiones rendidas por comparecientes que están vinculados al caso 03.
El coronel (r) Efraín Prada resopla, pide agua y tiembla con un listado de asesinatos en su mano. Pero sus palabras sacuden a don Jesús, un hombre de bigote espeso y gorra negra que está en la fila de las víctimas. “Me acobardé. Si hubiera denunciado no estuviera de este lado, sino del lado de ustedes como le pasó a mi teniente Suárez”, dice el coronel.
Hubo sí, otros militares que no se acobardaron e intentaron parar el horror mientras ocurría. Pero su destino fue la muerte.
Jesús Suárez tiene 75 años. Todavía recuerda la llamada. Su hijo, el teniente Jesús Javier Suárez, lo llamó el 17 marzo de 2005 a las 5:30 de la tarde y le dijo que quería escapar. “Papá, tengo miedo porque me dijeron que me iban a matar. Qué hago, me vuelo esta noche o qué”. El teniente saldría en 15 días a permiso y ya había decidido denunciar las ejecuciones. El viejo, que también había sido militar, le dijo: “usted tiene que quedarse frente a sus soldados. Un comandante muere de pie”.
El teniente Suárez murió humillado. Según varios testimonios ante la JEP, fue asesinado por la espalda, arrodillado, a manos del coronel David Guzmán. Falleció a las 8 de la mañana un día después de hablar con su papá, a quien le reportaron que había caído en un supuesto combate.
Desde entonces, el viejo se había dedicado a restaurar la honra de su hijo. Viajó por todo el país, recorrió seis fiscalías, oficinas de derechos humanos, sin éxito. Solo hasta que Levis Contreras confesó la verdad ante la JEP, el señor Jesús confirmó su sospecha de siempre. “Casi me da un infarto. El día que murió mi hijo no lloré, pero cuando Levis dijo que mi hijo cayó arrodillado y el mayor le pegó el otro tiro, que mi hijo no accionó el arma, ahí me dolió el corazón”.
Su caso sigue en el limbo porque Guzmán no ha reconocido ese crimen, aunque el resto de los militares lo mencionen y la JEP tenga varias pruebas en su contra. Igual que el de los campesinos Diofanor, Isidoro y María Zenaida Areiza. Aunque el soldado haya confesado esa mañana en el coliseo de Dabeiba y haya golpeado el corazón de la familia, la verdad aún está incompleta.
Lo que ha destapado Dabeiba es, como repite el magistrado Ramelli, un iceberg del horror.