El crimen de este líder ambiental en 2020 dejó al descubierto que mafias del oro y la madera han venido explotando sin control el Parque Nacional Farallones de Cali, una fábrica de agua y oxígeno en el Pacífico colombiano.
14 de mayo de 2021
Por: José Guarnizo / Ilustración: Camila Santafé, / Vorágine: Especial Tierra de resistentes
Jaime Monge

Una semana antes de que lo asesinaran, Jaime Monge Amann le preguntó a su hija Alexandra si sabía si él estaba afiliado a la funeraria junto con su grupo familiar.

—Claro, papá, todos en la casa estamos afiliados. ¿Por qué me pregunta esas cosas? —le contestó Alexandra en esa llamada telefónica a mediados de agosto de 2020, que ella ahora considera premonitoria. En su momento no le paró muchas bolas.

No era que Jaime estuviese enfermo. Desde hacía 25 años había dejado las comodidades que le ofrecía la ciudad para irse a vivir al corregimiento de Villacarmelo, en la entrada del Parque Nacional Natural Farallones y a 14 kilómetros al occidente de Cali. 

El terreno adonde llegó era puro monte y así prácticamente lo conservó. Jaime levantó apenas una cabaña cerca al río Meléndez y se dedicó a cultivar la tierra y a explorar la montaña. Luego montó un hospedaje, un restaurante y le dio forma a lo que hoy se conoce como Pachamama, una finca ecoturística desde donde ofrecía a los visitantes caminatas ecológicas y talleres para conocer el tesoro ambiental de los Farallones, que son las formaciones rocosas más jóvenes de la cordillera Occidental, y que conecta a Cali con el Pacífico colombiano, así como la importancia de las culturas indígenas nasa y yanacona, pobladores ancestrales de la región. Unos seis meses antes de la llamada a Alexandra, Jaime había sentido que su presencia en la zona se hacía insostenible y generaba incomodidades. Le llegaban comentarios.  

 —Es muy duro que él haya expresado eso, que supiera que algo le iba a pasar. Y recuerdo que me dijo que, aún así, iba a dar la lucha. Y a veces uno no cree que las cosas sean tan peligrosas, tan duras. Esas fueron nuestras últimas conversaciones —recuerda Alexandra, sentada en la oficina en la que trabaja como abogada de recursos humanos. En sus ojos verdes se alcanza a percibir un aire de desasosiego.

A comienzos de agosto de 2020, cuando la gente salió de nuevo de sus casas tras una larga cuarentena en el país a causa de la pandemia, a Jaime se le notó con nuevos ánimos. Estaba feliz porque los visitantes habían vuelto a Pachamama, ese lugar que había ideado para que los citadinos se untaran de naturaleza, sembraran árboles y acamparan. Jaime llegó a contar unos 160 senderos alrededor de la finca, en muchos de los cuales se descubren cascadas y nacimientos de agua. 

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En el Parque Nacional Farallones, que se extiende por casi 196 429 hectáreas dentro del perímetro de los municipios de Cali, Dagua, Jamundí y Buenaventura, nacen 30 ríos y 84 quebradas. Allí hay picos que alcanzan los 4 100 metros sobre el nivel del mar. Se trata de un tesoro a solo quince minutos de la caótica ciudad de Cali, esa que cuenta con 2,2 millones de habitantes.

Habían regresado por esos días los niños a cursos en la Pachamama. La finca tuvo vida de nuevo. Jaime pudo volver a dar talleres, a cultivar aguacates de variedad Lorena conocidos como papelillos y a encontrarse con amigos que hacía meses no veía.

El 18 de agosto, a eso de las 10 de la mañana, un hombre llegó a Pachamama y buscó a Jaime entre varios campesinos que a esa hora estaban conversando sobre la cosecha de aguacates y la idea de venderlos en la ciudad. Le disparó por la espalda.

Ni siquiera Alexandra era consciente de la cantidad de personas que querían y sabían de la labor de Jaime, quien quedó tendido boca abajo, muerto al instante, en una escena que a lo mejor él temió alguna vez que pudiera ocurrir.

Las preocupaciones de Jaime se habían acentuado aún más con el asesinato de Jorge Enrique Oramas, otro gestor ambiental al que le tocó enterrar meses antes. Eran vecinos. A Oramas lo mataron el 16 de mayo con un disparo a quemarropa, durante la cuarentena nacional por COVID-19, y en circunstancias aún no esclarecidas por las autoridades. En el mundo del ambientalismo y de los derechos humanos del Valle hubo una gran perturbación por el crimen.

La Asociación Colombiana de Sociología declaró en un comunicado algo que dio pistas sobre lo que estaba ocurriendo en el entorno de Farallones. “Como parte de su liderazgo, Oramas denunció e impugnó a los grandes monopolios de las empresas multinacionales de abonos, semillas y defoliantes totalmente favorecidas por las élites gobernantes del país desde hace décadas. Era un claro defensor de la biodiversidad de los Farallones de Cali, opositor irreductible de la explotación y el extractivismo minero”, decía.

Juan Bello, jefe de la oficina de ONU Medio Ambiente en Colombia, también reaccionó al asesinato a través de un trino. “Luchemos por un mundo en el que defender la naturaleza y preocuparse por un ambiente sano, no cueste la vida”, escribió.

Oramas tenía una asociación llamada Biocanto del Milenio. Era una especie de granja ubicada en la vereda La Candelaria, donde cultivaba cereales ancestrales, como la quinua y el amaranto, frutas, raíces y plantas medicinales orgánicas, con la filosofía de que los alimentos nutren el cuerpo y curan enfermedades. Lo que reunía de la comercialización lo destinaba a un apoyo nutricional solidario para los mismos campesinos que trabajaban la tierra.

Cuando la cuarentena apenas estaba iniciando, Oramas grabó un video en su celular. Allí quedó plasmada, en pocos segundos, su forma de ver el mundo. Estaba vestido con una camisa rosada, mochila indígena terciada a la espalda y un sombrero rojo. Se alcanzaban a apreciar en las imágenes sus profundas ojeras y su lunar sobre el párpado izquierdo. Atrás, la finca, los palos de plátano, el sonido de los bichos y del agua. “Hay que respetar los derechos que la misma tierra tiene para que nosotros podamos vivir y ella pueda vivir. Ella está feliz porque está recuperándose de tantas afrentas que le hemos propiciado una mano de locos que hoy estamos confinados”, se le ve decir. 

Monge y Oramas tenían mucho en común. Lo primero es que eran contemporáneos. El primero había cumplido 62 años, el segundo tenía 70. Ninguno de los dos se quedó callado cuando vieron que la minería del oro ilegal comenzó a horadar irremediablemente la parte alta de los Farallones. 

No guardaron silencio al ver que gente extraña entraba a la montaña para cortar árboles de maderas finas sin autorización alguna. Lo hablaban abiertamente con la comunidad, según varios testimonios recogidos en la zona. Monge y Oramas ejercían un liderazgo. Los indígenas y campesinos solían consultarles cuando tenían problemas, desde el más cotidiano como una pelea de vecinos, hasta las amenazas que circulaban para quien se atreviera a hablar de las minas de oro.

¿Qué está pasando en los Farallones, como para que estén matando a sus líderes?

—El gran problema es el enorme saqueo a este paraíso natural, y es un saqueo por parte de gente muy prestante de Cali y de ilegales en temas de madera y oro. Es un saqueo contra natura, porque no hay permisos ambientales. Y al que denuncia, lo ‘pelan’ (lo matan). Estos no son los únicos crímenes, hay más muertos, de hace tiempo —dice otro líder ambiental de la zona que lleva años viviendo en los alrededores de la montaña. No se atreve a dar su nombre por temor a correr la misma suerte de sus conocidos.

—Estoy absolutamente seguro de la conexión entre situaciones graves en el parque y el asesinato de líderes. Es evidente. Los matan por eso. Es que llegan camiones y en 15 días tumban 20 hectáreas de selva sin ningún control. Y no tumban en un solo lugar para evitar que se vea el espacio, lo hacen selectivamente. Son filibusteros, piratas, no respetan nada —añade.

Según lo que ha podido percibir este hombre a lo largo de los últimos dos años, en el Parque Nacional Farallones actúan mafias que extraen maderas finas de forma ilegal, a pesar de que los parques nacionales gozan de protección constitucional y que actividades como la deforestación y la minería están tajantemente prohibidas en su interior. El alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, ha dicho que grupos armados están detrás de este negocio. Aunque de manera extraoficial las autoridades mencionan al Clan del Golfo, Las Águilas Negras y Los Pelusos como los actores armados ilegales que tendrían el negocio del oro, no hay una identificación clara de cara a la opinión pública. Solo se dice que son paramilitares.   

Esas amenazas también han estado dirigidas a los funcionarios públicos que cuidan Farallones. Entre 2012 y 2018 se registraron ocho amenazas contra guardaparques, según información de Parques Nacionales incluida en este otro reportaje de Tierra de Resistentes.

—Un árbol puede costar 25 o 30 millones de pesos. Y vaya conviértalo en un mueble, el precio se dispara. Colombia tiene de las maderas más preciosas del mundo, ahí usted ve nazarenos o robles negros que tienen mucha demanda en el mercado negro— prosigue la fuente. Según Parques Nacionales, entre las especies de árboles más representativas se cuentan roble, zapote de monte, media cara, encenillo, azuceno, yarumo blanco, carbón y balso.

Si bien las fincas de Oramas y Monje están fuera del perímetro del parque nacional, sí aparecen en el mapa como a la entrada del área protegida. Las actividades ilícitas que han podido detectar las autoridades se están dando en las partes altas del parque, más exactamente en un sitio conocido como el Alto del Buey, una zona de difícil acceso que está a más de seis horas de camino en ascenso desde el corregimiento de Villacarmelo. 

Al finales de enero de 2021, el alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, dijo que la minería ilegal en los Farallones había continuado durante los días de pandemia causada por COVID-19: “Seguimos teniendo irresponsables que están deteriorando nuestro ecosistema, poniendo en peligro la provisión de agua para futuras generaciones”, dijo Ospina a la prensa, añadiendo que era su responsabilidad buscar el acompañamiento del Gobierno nacional por tratarse de una jurisdicción de Parques Nacionales que supera la capacidad de la alcaldía municipal. La jefatura de prensa del Departamento Administrativo de Gestión del Medio Ambiente (Dagma), la autoridad ambiental del municipio, no respondió a las preguntas hechas para este reportaje sobre las acciones adelantadas en la zona.

Según Robinson Galindo, director de la oficina territorial del Pacífico de Parques Nacionales Naturales, suman 700 las hectáreas devastadas por la minería en las últimas dos décadas. 

 La minería ilegal de oro en el Alto del Buey no solo ha traído daños irreparables al medio ambiente, sino también violencia.

 —Las amenazas a los líderes y los asesinatos son preocupantes. Y el asunto clave es que Monge y Oramas tenían un nivel de conocimiento alto de la problemática ambiental. No matan al que no sabe nada. Matan al que tiene conocimiento de lo que pasa allá arriba —dice otro ambientalista que vivió en los Farallones hasta cuando comenzó la pandemia, en marzo del año pasado. 

Se devolvió para Cali porque se dio cuenta de que su vida ya estaba comprometida. Después de Oramas y Monge sentía que el siguiente en ser asesinado podría ser él.

En la entrada a los Farallones se han visto últimamente perros de monte o quincajú, unos mamíferos carnívoros del tamaño de un mico, electrocutados, colgando de los postes de la luz. Son como osos pequeñitos, parientes de los mapaches y de los coatíes. Después de cinco minutos de subir por la carretera destapada desaparece el cemento y se ven pájaros barranqueros y mariposas azules merodeando cerca de las cuerdas de electricidad. Es inevitable pensar que los animales se han visto amenazados por el crecimiento de la ciudad hacia la montaña. Los quincajús muertos son una muestra de ello, según me cuenta un joven guía que vive no muy lejos de allí. Como muchos entrevistados, prefiere que su nombre tampoco aparezca en este reportaje. 

El Parque Nacional Farallones de Cali es una cadena montañosa de la cordillera Occidental de los Andes, que desde 1968 protege más de 196 000 hectáreas que conectan a Cali con el Pacífico colombiano. Esos majestuosos y famosos picos azules, que se pueden ver desde la ciudad en días de poca nubosidad, son las formaciones rocosas más jóvenes de los Andes. 

En ese paraíso —que abarca cuatro ecosistemas distintos: selva húmeda tropical, bosque subandino húmedo, bosque altoandino y páramo— habitan 109 especies de mamíferos, según Parques Nacionales. Se pueden ver pumas, panteras, tigrillos, zorros y osos de anteojos. Hay marsupiales, cinco especies de primates, osos hormigueros, perezosos, ardillas, conejos sabaneros, nutrias, pecaríes, tatabros, venados, guaguas, guatines, armadillos, cusumbos.

Con ellos conviven cerca de 540 especies de aves, que representan más de la cuarta parte del total en el país que tiene un mayor número de ellas en el planeta. Además, es una reserva de especies únicas y en peligro de extinción en Colombia y en el mundo. La Asociación Calidris, que estudia y protege las aves acuáticas, reseña a la pava caucana (Penelope perspicax) como una de esas 55 especies de aves que son a la vez endémicas a Colombia y que se encuentran amenazadas. 

Tomás Muñoz es un campesino y ambientalista que lleva 45 años viviendo y estudiando la fauna y la flora de los Farallones. Su experiencia ha sido de mucha ayuda a biólogos y a expediciones que han ido a la zona a estudiar los ecosistemas y los animales. La barba blanca y el sombrero de explorador son su firma inconfundible. A la hora de hablar de fauna en la punta de su lengua aparecen pumas, ocelotes, osos de anteojos y algunos marsupiales de los que no se tenía noticia veinte años atrás. Con la Universidad Icesi está estudiando a un ave propia de la zona conocida como la tángara multicolor, cuyas plumas parecieran la paleta de un pintor: son verdes, naranjas, azules, amarillas. Es un animal majestuoso. 

Farallones es, sobre todo, una fábrica de agua y oxígeno. En esas montañas nacen más de 30 ríos y 80 quebradas que irrigan el suroccidente colombiano. Seis de esos afluentes desembocan en Cali. El acueducto de esa ciudad, de las más importantes en Colombia, tiene como fuentes los ríos Cauca, Meléndez, Pance y Cali. Este último nace en el Alto del Buey, justamente el punto donde se está llevando a cabo la minería ilegal de oro. El río Anchicayá, el más extenso del parque nacional, es uno de los afluentes que sirven a la represa de Bajo Anchicayá, operada por Celsia, para la generación de energía. Esta planta está ubicada dentro del perímetro del parque, según lo reseña Celsia.   

Además de su valor hídrico, Farallones es una reserva natural que contribuye a mitigar el cambio climático por dos razones. En primer lugar, cumple la función ecológica de almacenar gases de efecto invernadero, algo que solo está en capacidad de hacer si se conservan a largo plazo sus ecosistemas. 

A eso se suma que, según Parques Nacionales, “es evidente que la altura de la formación Farallones genera una regulación climática importante que puede verse representada en la disminución de la temperatura incluso en varios grados centígrados para toda la región andina del parque, en especial para los municipios de Santiago de Cali y Jamundí”. Esto es fundamental para evitar eventos climáticos extremos, en un país que es altamente vulnerable a los efectos sociales y ambientales de sequías e inundaciones. De hecho, en las tardes Cali recibe los vientos que llegan del Pacífico a través de los Farallones y eso sirve como una especie de bálsamo que limpia el aire.

Tomás Muñoz enfatiza en los musgos de páramo o briofitas, que han sido poco investigados en los Farallones. “Esos musgos son los héroes naturales porque absorben el agua y forman una especie de colchón”, explica. 

Es, en suma, un territorio biodiverso y sumamente valioso para la ciudad y la región del Valle del Cauca. 

Toda esa riqueza está siendo devorada por la minería ilegal y las mafias de la madera.

—Con la pandemia se disparó. No había nadie arriba y pudieron hacer lo que quisieron. Reclutaban a los mismos jóvenes del territorio para subir a la montaña —cuenta uno de los ambientalistas, cuya identidad guardamos.

La concejala Ana Erazo, del Polo Democrático Alternativo, es una de esas pocas voces que en Cali han puesto el dedo en la llaga de la minería ilegal y han levantado la voz alrededor de un problema que genera peligros y riesgos a la vida. Ella es joven, morena, delgada y no tiene pelos en la lengua. Sentada en el centro del vacío y ceremonial recinto del Concejo en tiempos de pandemia, saca una lista de denuncias que ha venido haciendo a lo largo de los últimos meses.      

Según lo que ella ha podido documentar, en la montaña hay 406 socavones ilegales de oro, de los cuales siguen activos 37. Están exactamente en un sitio conocido como minas de El Socorro en el Alto del Buey, muy cerca de los ríos Felidia y Pichindé.

—Hemos encontrado que no son solo personas de la ciudad de Cali las que están ejerciendo esta actividad, están viniendo del Cauca y el Tolima a extraer el oro. Están socavando tanto la montaña que pudiera venirse abajo, eso sin contar la deforestación. Se están llevando los animales, afectando las cuencas hídricas con el cianuro, los ríos se están secando por estas acciones en el territorio. Esto es lamentable —dice.

Sus advertencias coinciden con lo que denuncian otras personas.

—Esto es grave porque se trata de una cadena montañosa joven y muy frágil. Son suelos flojos. Si se cargan de agua, se derrumban. La minería ilegal no solo ha afectado la biodiversidad, también hay un deterioro social, ha lastimado familias —dice otra persona que lo ha visto de primera mano.

Hace unos meses, con el acompañamiento de soldados del Batallón de Alta Montaña No. 3 del Ejército, Erazo pudo llegar a una de las cimas más altas de los Farallones. En un recorrido de solo un kilómetro vio cinco socavones. Las imágenes que tomó muestran los boquetes que han quedado de la extracción del oro y que desde lo alto se ven como manchas arcillosas rodeadas de lo que los expertos llaman parches lunares, lagos contaminados con mercurio y cianuro. Son suelos irrecuperables, son como heridas que supuran la tierra, la Pachamama que tanto luchó por proteger Jaime Monge.

¿Qué están haciendo las autoridades? Hacia mayo de 2020, el Ejército, con el apoyo de Parques Nacionales, contaba en ocho las personas que durante ese mes habían sido sorprendidas presuntamente realizando actividades de extracción ilegal de oro en área protegida. A finales del año, el Ejército aseguró haber capturado al “máximo cabecilla” de la minería ilegal de los Farallones. Sin embargo, hoy está libre, al igual que los demás capturados. Así lo reconoció el teniente coronel Andrés Valencia Velásquez, comandante del Batallón de Alta Montaña, en un debate de control político que la concejala Erazo citó el pasado 7 de diciembre. El oficial dijo en este escenario que dicha situación se dio porque en Colombia no existe un delito para quien no sea sorprendido en una mina de forma flagrante. “Los dejan libres y los tenemos que volver a capturar. Hay personas que hemos capturado cuatro, cinco y hasta seis veces, desafortunadamente”, dijo. Sobre la declaración del oficial valdría la pena decir que, aunque es cierto que no existe un tipo penal que permita detener estas actividades salvo en casos de flagrancia, sí hay delitos consagrados contra el medio ambiente. 

Controlar una zona tan quebrada e inaccesible es una tarea compleja. A más de 3200 metros sobre el nivel del mar incluso se interrumpen las comunicaciones del Ejército. Las bajas temperaturas no son un asunto menor para los soldados que allí acampan. Y no son muchos los que custodian el Alto del Buey. Solo quince uniformados suelen vigilar la zona donde están las minas de El Socorro. Esta fuerza cuenta con otras dos unidades con el mismo número de uniformados, más un puesto de control en las zonas bajas.  

Y este no es un tema nuevo. Minería ilegal hay allí desde hace más de cien años, según cuentan los campesinos. Vale anotar que en Colombia desde 1977 está prohibido desarrollar cualquier tipo de actividad minera en las áreas del Sistema de Parques Nacionales, según el artículo 30 del Decreto 622 de 1977.

Los Farallones han sido, además, un lugar en el que tuvo lugar una parte importante del conflicto colombiano. La guerrilla del ELN, las Farc y las Autodefensas Unidas de Colombia dominaron el territorio hasta mediados de la década del 2000, cuando se fundó el Batallón de Alta Montaña. Muchos recuerdan que la operación de secuestro de 12 diputados del Valle por parte de las Farc, en 2002, tuvo a los Farallones como paso de escape de los guerrilleros y como escenario de las marchas forzadas a los que obligaron a los secuestrados, once de los cuales fueron asesinados por esa guerrilla cinco años después. Tras la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno y la hoy desmovilizada guerrilla de las Farc en 2016, a los Farallones volvieron los paramilitares con más fuerza.

 En esta parte de la cordillera hay incontables entradas y salidas que llegan al Pacífico colombiano. Son caminos y rutas laberínticas, que conocía bien la guerrilla y que ahora dominan los nuevos grupos.

—Perseguir aquí a alguien es muy berraco, se te meten por un lado y salen por otro sin que el Ejército se dé cuenta. Acá te embolatan. Los que no son de aquí se pierden. En cambio, ¿cuándo ha visto que un ‘diablo’ se pierda? Nunca —relata un habitante de la zona.

Las estrategias de camuflaje para la actividad minera ilegal han venido cambiando también con los años. Algunos consultados cuentan que las ganancias del oro han incluso modificado la propiedad de las tierras.

—El oro mueve la plata y la plata mueve la tierra. Si acá hay negocio de oro, compran una finca, la ponen a producir, siembran algunas cositas, es una forma de camuflaje. Mientras tanto se resguardan. Parques Nacionales, entre tanto, confisca madera todo el tiempo, son lotes que se mueven en las noches y en el amanecer. Durante estos periodos de control de las autoridades, estos nuevos dueños de fincas se ponen a cultivar y pasan por campesinos. Y cuando todos se van, suben a la mina. Es la misma táctica que utilizó la guerrilla. Cuando llegaba el Ejército cogían el azadón y guardaban esos fierros (armas) debajo de la tierra —cuenta un hombre de la zona de los Farallones.

**

Hace veinte años, cuando Alexandra Monge estaba en séptimo de bachillerato, fue a Villacarmelo, donde su papá vivía solo, para que le ayudara con un experimento de física que tenía que entregar al día siguiente. 

Jaime, que años antes en Cali se había dedicado a la electrónica arreglando televisores y radios, construyó durante esa noche una casa de madera en miniatura. Alexandra la recuerda como una estructura sofisticada en cuyos cuartos se prendían bombillos gracias a vidrios e imanes.

Desde ese día Alexandra supo que su padre era un inventor recursivo, autodidacta, que leía desde historia universal hasta física y biología, y que tenía un corazón incorregible de explorador. Sus cinco hijos siempre recuerdan que el plan al que los invitaba era a caminar por la montaña. Alguna vez Jaime subió a acampar con un hermano a un pico alto y frío. Cuando estaban a punto de dormir, a temperaturas bajo cero, se dieron cuenta de que habían olvidado las cobijas y las chaquetas. Jaime, en pocos minutos, hizo unas colchas con hojas que encontró en el bosque. Hoy en la familia se ríen al recordar que ese día durmieron más calientes que si hubiesen tenido calefacción.

Muchos no entendieron hace veinticinco años esa decisión intempestiva de Jaime de irse a confinar a una selva que no tenía nada, cuando en Cali lo tenía todo: un taller, unos clientes, una familia.

—Nos preguntamos por qué ese cambio tan abrupto, y yo pienso que a él se le presentaron unas circunstancias puntuales y entonces tomó decisiones. Él desde niño siempre buscó la naturaleza, entonces se le dio la oportunidad de adquirir esa finca. Dejó su otra vida atrás, su negocio, y empezó a darle forma al proyecto. Era lo que siempre había querido, vivir en un entorno donde hubiese aire puro —cuenta Alexandra.

La llegada de Jaime a Villacarmelo estuvo atravesada por preguntas tan existenciales como cotidianas: “¿Y ahora qué? ¿En qué puedo ser útil? ¿A qué me voy a dedicar?”. Desde que se fue a vivir allá comenzó a involucrarse con la comunidad. Primero —y sin que le pagaran un peso— fue profesor de educación física de los niños de la escuela del corregimiento. Luego los vecinos comenzaron a buscarlo para aplicar inyecciones o para arreglar algún transformador cuando se quedaban sin energía.

—Él siempre tuvo mucho dominio para hablar, para expresarse, le gustaba mucho que lo escucharan, tenía muchas ideas, leía mucho. A pesar de que no fue tan estudiado, conversar con él era un privilegio, te hablaba de los egipcios, de los sumerios, de árboles, de plantas, y la gente se quedaba como ‘¿este señor qué?’. Y la comunidad de allá hizo de mi papá un referente, decían ‘él entiende, él nos ayuda’ —recuerda su hija—. Jaime se convirtió de manera natural en un líder. Al final terminó lidiando con los asuntos más cotidianos de los vecinos.

El primer problema que tuvo Jaime en Villacarmelo fue con la guerrilla del ELN, en una época en la que esta se paseaba por el corregimiento como si fuera dueña y señora. Hace quince años, Jaime tuvo que abandonar la finca con ayuda del Comité Internacional de la Cruz Roja.

—Me acuerdo mucho que ese día yo me vi con él en la avenida Quinta, en la sede de la Cruz Roja que queda cerca al Éxito (en Cali). Estaba muy triste, decepcionado. Le dieron unas ayudas y se fue a vivir a otra ciudad. La finca quedó sola y la invadió un señor y a él le tocó regresar, tiempo después, a recuperarla —dice Alexandra.

Cuando volvió, tuvo que comenzar de cero. Con su hijo Andrés se puso en la tarea de irse a las trochas a conocer. A mirar qué posibilidades había allí para llevar personas que se empaparan de la inmensidad y la riqueza de los Farallones. La idea era hacer ecoturismo consciente. Cuando la guerrilla de las Farc liberó la zona con la firma del Acuerdo de paz en 2016, Jaime ya se había convertido en guía. Aunque los turistas le pagaban poco, las caminatas le servían de entrenamiento. La selva era su enciclopedia. Se volvió experto en aves y en árboles, se alió con Asocampesinas. Fue su época más feliz, dice Alexandra. A la Pachamama llegaron grupos de colegios de Cali a recibir talleres y charlas. Unos iban en bicicleta, otros acampaban.

Jaime era noble y malgeniado. Se enojaba cuando le llevaban semillas para sembrar árboles que no eran las que había pedido. “Don Jaime, pero hicimos lo que pudimos, ¡no se ponga bravo!”, le decían. Él tomaba aire y luego se reía. “Bueno, sembremos estos a ver qué”, respondía. Entonces los niños visitantes hacían un hueco en la tierra y, mientras se embadurnaban de lodo, aprendían de los tesoros que estaban alrededor de la Pachamama. 

Marina Torres era una de las amigas entrañables de Monge. Cuenta que él llegó a sembrar 2500 árboles, entre los que se cuentan guaduales, nogales bogotanos y sabaneros, nacederos y robles. De estos últimos alguna vez un hombre tumbó varios para construir una cabaña y Jaime se enfureció. 

Monge sentía que su discurso ambiental, que se oponía a la minería y a la deforestación, molestaba. Y en la zona dicen que sobre todo esto generó la reacción de los grupos armados que manejan el multimillonario negocio de las minas de oro en las partes altas de la montaña. A Monge le dolía la contaminación de los ríos y no pocas veces habló del tema con la comunidad.

Y lo mataron. A febrero de 2021 las autoridades no habían reportado ninguna captura relacionada con el crimen. El asesinato de Monge está impune. Durante más de un mes buscamos al secretario de Gobierno de Cali, Jesús Darío González, pero no respondió sobre las acciones de las autoridades en el caso. 

En Villacarmelo los campesinos guardan silencio por su propia seguridad. 

—Estamos en un país bañado por la sangre que han derramado quienes ven en la tierra intereses distintos a los naturales, que ven allí un modelo de desarrollo económico y no de vida. Los movimientos sociales hemos venido denunciando esta sistematicidad de crímenes. Las víctimas son quienes están dando esas luchas en los territorios —dice la concejala Ana Erazo, refiriéndose a Oramas y Monge.

—Quienes conocemos el tema ambientalista en Cali sabemos que estos asesinatos tienen que ver con conflictos por la tierra, pero sobre todo con las constantes denuncias por la minería ilegal en el territorio. Las investigaciones tienen que apuntar hacia allá. Ellos hablaban sobre lo que está pasando en el parque natural y en el corregimiento. Jaime era una persona que estaba intentando dar la pelea por los impactos que estaban sufriendo los ríos, para él eso era muy importante —añade.

Otra de las fuentes que conoció a Monge, que prefiere guardar su nombre por miedo a las consecuencias, hizo esta reflexión:

—Está confirmado que en Colombia la defensa de los bosques, páramos, ríos y humedales comporta un alto riesgo. ¿Por qué? Porque son territorios apetecidos, tienen una importancia estratégica desde la economía. Los conflictos están donde hay riqueza, no donde el territorio es pobre.

El mayor problema es que el oro es ilegal en la montaña, pero se vuelve legal en la ciudad. Y Farallones, desde Buenaventura hasta Cali, es una cordillera de oro.

—Por eso el cañón del río Dagua lo volvieron mierda sacando oro. Acabaron con ese río. Destruyeron el cauce sacando millones y millones de pesos —cuenta un conocedor de la zona.

En Colombia, añade el ambientalista que tuvo que irse de los Farallones hace diez meses, matan a quienes piensan, a quienes hablan.

—Póngale el nombre que quiera: Galán, Gaitán, Pardo Leal. O póngale el nombre de los líderes del campo, que dan la cara, que tienen ideas, que discuten y defienden el territorio, o critican el abuso de la colonización o la explotación de nuestro medio ambiente. Son los que piensan, los que tienen voz, esos son los que se mueren.

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