¿Sabía que en Colombia capturan hipopótamos pequeños para venderlos? Conozca cómo es ese tráfico ilegal, historias de ataques de estos animales, el sabor de su carne, y cómo va invadiendo el país esta especie que fue traída, en los años ochenta, por Pablo Escobar.
9 de junio de 2021
Por: Diana María Pachón
Hipopótamos

Uno

—¿Usted se ha imaginado a un perro jugando con un hipopótamo? —me pregunta el hombre T.

—Creo que el hipopótamo lo mataría de un pisotón, y adiós al perro —respondo.

—Espere tantico, ya va a ver.

Hace una llamada. Al otro lado de la línea contestan.

—Hermano, páseme las fotos del hipopótamo, del chiquito que tenían en la casa — deja de hablar, quizá al otro lado de la línea le preguntan el motivo. 

—Es para meterlo a la cárcel —dice el hombre T y suelta una carcajada. Nadie responde al otro lado de la línea, luego me mira con el rostro serio. 

—Mami, espere que mi hermano se asustó y me colgó. Es que, con tanto rollo con la policía, usted sabe, esta vaina es ilegal.

 —¿Qué es lo ilegal? —en ese momento, desconocía el motivo por el que tenían las imágenes.

—Pues capturarlos y venderlos a gente con mucha plata, ¿me entiende? Mi hermano ya ha vendido cuatro. 

Esperanzados en que llegaran las fotos, nos sentamos a tomar una gaseosa en el barrio que él consideró más adecuado para llevar a cualquier turista o recién llegado: La Aldea, sector construido en los años ochenta. Algunos habitantes ya viejos, que vieron cómo se levantaba esa belleza mediterránea en la tropicalidad colombiana, aseguran que fue obra de Pablo Escobar. Humberto Cadavid, quien lideró la creación de ese lugar con la empresa Doradal Ltda, dice que el narcotraficante nada tuvo que ver. Con o sin plata oscura, lo que es innegable es que allí se encontraba la taquilla en donde se regalaban las boletas para que las familias ingresaran gratis a la Hacienda Nápoles, la réplica del jardín del Edén construida por Escobar en el mismo corregimiento.

Mientras que el resto de Doradal está levantado de acuerdo al gusto, el dinero y los afanes de cada habitante, con casas dispares y de distintos materiales; este barrio parece importado, piedra por piedra, de alguna isla griega. Las casas blancas, de ventanales y puertas color turquesa, están tan limpias como si sus fachadas fueran inmunes al clima, el polvo y el tiempo. Las calles están empedradas, rodeadas de materas con cayenos y buganvilias. Para completar la obra erigida en la ladera de una montaña se construyó un lago artificial en la parte baja para representar, de manera minúscula, el mar Mediterráneo. En ese lago ubicado a un costado de la autopista Medellín-Bogotá, se zambulle libre, durante el día, y desde hace un año, un hipopótamo. Hay testimonios de conductores sorprendidos al ver a la bestia cruzar la autopista en el ocaso del día, y hay fotos y videos que validan las palabras.  

Aunque graciosos en el agua, con sus bufidos y rechonchas carotas que los hacen ver como si tuvieran una eterna sonrisa bonachona, cometen sus delitos en la noche. Según Magdalena Torres, exdirectora de la Unidad de Gestión Ambiental de Puerto Triunfo, cabecera municipal de Doradal, en la alcaldía reposa una denuncia interpuesta en 2019 por el robo de dos bultos de zanahoria por parte de un delincuente paquidérmico en las inmediaciones de La Aldea. El denunciante solicitó en su momento que algún estamento ambiental o gubernamental le devolviera lo robado. Ni fue reparado el hombre, ni apresado el delincuente que sigue nadando en la charca y dándose sus escapadas en busca de comida y unos nuevos costales de zanahorias.   

Al mediodía, al lado de ese lago, una pareja de jóvenes intenta divisar al animal. No hay rastro, solo se ven algunas aves hambrientas que remueven las aguas para capturar algún insecto. 

—¿Pero si está? —pregunta el hombre T al joven.

—Bróder, claro que sí. Lo vi hace como dos días.

***

Después de una espera, el celular del hombre T vibra anunciando la llegada de nuevos mensajes; eran varias fotos y un video. Al desplegar el video aparece un hipopotamito batiendo su cola detrás de un perro del mismo tamaño. Le da topes, todavía suaves, para llamar su atención. El uno ladra y el hipopótamo hace una especie de gruñido, similar al de los cerdos. Quizá, después de casi tres meses de vivir en esa finca se haya creído un perro.  

—¿No le parece una ternurita? —dice con los ojos clavados en la pantalla y esbozando una sonrisa triunfal. Parece un niño presumiendo un juguete ajeno. —No me lo va a creer, pero ese animalito era todo consentido, uno le hacía quisquisquisquis, y se iba detrás de uno para pedir tetero. 

Si es raro que existan hipopótamos sueltos navegando por el Magdalena Medio amenazando pescadores, sorprendiendo motos y asustando niños, es aún más extraño ver a uno olfateando el trasero de un perro, y ver a los dos animales jugando como si no se dieran cuenta de que no son de la misma especie. A estas alturas, el tamaño del paquidermo apenas llega a las rodillas de un ser humano y se mueve torpe y lento, el perro lo sobrepasa en agilidad y rapidez. En unos meses, cuando se transforme en una bola enorme de tonelada y media, con unos colmillos de unos 50 centímetros y la capacidad de correr a 30 o 40 kilómetros por hora, podrá levantar una de sus patas y aplastar a su amigo, o en un juego de mordidas triturarlo como un chile. Menos mal el perro tendrá una muerte distinta porque el hipopótamo dejó de gruñir y tomar tetero en ese humilde hogar de campo, para hacerlo con todos los privilegios en una charca privada, en la hacienda de un excéntrico dueño con ínfulas de Pablo Escobar. Quince días antes de ver el video, el hipopótamo fue trasladado en una camioneta hasta una finca oculta de las autoridades.   

—La gente que gobierna llama a esto dizque tráfico de especies, pero ¿acaso han hecho algo con los hipopótamos? Sería peor matarlos ¿cierto? Allá no entienden nada y nos acusan y nos persiguen. Mira, nosotros vivimos de la tierra, somos campesinos; si en mi finca crecen tomates, vendo tomates, ¿me entiende?, si da cacao, vendo cacao, y si hay hipopótamos y gente con harta plata y ganas de comprarlos, pues se le hace. 

—¿También busca crías al igual que su hermano?

—Vea mami, eso es muy berraco, yo lo intenté hace como un año y el susto fue muy hijueputa. 

Él recuerda que estaba con otros tres cazadores: un vendedor de Doradal, un campesino, y un paramilitar que se quejaba constantemente de tener que desperdiciar sus noches picando gente y llenando bolsas con dedos, piernas y cabezas. Dice que el paramilitar contaba las historias de descuartizamientos sin sentir culpa, más bien se quejaba de agotamiento. 

Los cuatro, de perfiles distintos, pero socios en la travesía, se armaron de piedras y, escondidos en medio de los pastizales, vieron a la hembra y al hipopotamito acercarse a la orilla para salir a pastar. Los cazadores, con gritos de ahuyentar ganado, corrieron y lanzaron las piedras. La hembra, en vez de correr o escabullirse en las aguas dejando a su retoño solo, como suelen hacerlo algunas al sentirse atacadas, persiguió con fiereza a los enemigos. 

Uno fue alcanzado y revolcado (T no recuerda si fue el vendedor o el campesino) con la buena fortuna de quedar ileso y solo con unos cuantos moretones y raspaduras. El paramilitar, según él mismo les contó, cuando iba a ser embestido escuchó una voz muy clara en la cabeza con una advertencia: “tírese al agua”, y él se lanzó. El hombre T asegura que ese paramilitar era aliado del diablo y hasta se había mandado a rezar con unos brujos para ser custodiado por espíritus malignos. Meses después de la cacería, al parecer los espíritus se descuidaron porque el paramilitar apareció muerto, con varios disparos.

***

Pablo Escobar, con la capacidad financiera de transformarlo todo a su antojo, dejó un legado en Doradal visitado por miles de turistas interesados en la historia mafiosa del país. “Duélale a quien le duela, si no fuera por Pablo esto por acá sería un moridero”, afirmó el dueño de un bar. 

Cuando el narcotraficante tenía 29 años, y con tal cantidad de dinero que solo se podía calcular el valor en kilos (tenía que pesar los fajos al ser imposible contarlos), compró 3.000 hectáreas, a las que bautizó Hacienda Nápoles, para cumplir su capricho de construir el paraíso terrenal, con clima infernal. Ante la llegada de ese joven excéntrico que no pedía rebaja y pagaba en efectivo, la gente lo buscaba para venderle cualquier objeto, animal raro o los mejores árboles que tuvieran. El hombre lo compraba todo. 

El rumor del multimillonario paisa se extendió por todo el Magdalena Medio llegando a los oídos de prostitutas, comerciantes y rebuscadores. Doradal, que en 1979 apenas era un montoncito de casitas regadas alrededor de la autopista Bogotá-Medellín, en las que vivían unas 200 personas, se llenó de forasteros que construyeron hoteles, restaurantes, burdeles y cantinas. Ante la oleada de desconocidos nadie se quejó, la repentina bonanza daba para alimentar a los antiguos y a los nuevos. 

En la Hacienda Nápoles las manos no alcanzaban para la construcción y mantenimiento de las obras, y el dueño debió importar trabajadores de pueblos vecinos. Tuvo que contratar alrededor de 1.500 para levantar una plaza de toros, seis piscinas, una pista de aterrizaje, helipuerto, hangares, habitaciones, caletas y 27 lagos artificiales. Pero el dueño de la hacienda no solo importó empleados, también animales exóticos procedentes de mucho más lejos.

En aviones Antonov, similares a bodegas, llegaron al país, procedentes de Asia, África, Australia y Estados Unidos, animales nunca vistos en estas tierras: rinocerontes, jirafas, canguros, elefantes, camellos, flamencos, grullas, antílopes, venados, avestruces y cuatro hipopótamos (tres hembras y un macho). Los huéspedes extranjeros fueron recibidos por entrenadores capaces de atender sus necesidades a cambio de desfilar y divertir a los hijos del patrón, los amigos, visitantes y amantes.

Al parecer, con los hipopótamos la transacción iba más allá de las atenciones y cuidados a cambio de posar para los turistas. En varios medios de comunicación nacionales y extranjeros se expandió el rumor, no confirmado por las autoridades, de que las heces de estos animales servían de camuflaje para transportar cocaína sin ser descubierta por los perros antinarcóticos en los aeropuertos. Normalmente los perros, cuando olfatean la cocaína, avisan de su presencia dirigiéndose al sitio donde se encuentra: maletas, zapatos, ropa, instrumentos musicales, etc., pero cuando además de la cocaína detectan, por medio de las heces, la presencia de una bestia mucho más grande, son incapaces de avisar al pensar que serán atacados, y se hacen los desentendidos con la droga. Primero la vida que el deber. 

Por la más primaria necesidad humana y animal, como es defecar, los hipopótamos alcanzaron el estatus de cómplices, y fueron bautizados por la prensa como “los hipopótamos de la cocaína”. 

Inocentes de su dueño y del uso que se le daba a lo que salía de sus traseros, comían, nadaban y copulaban felices y sin los peligros que corren sus congéneres en el continente africano, como las sequías y los depredadores. 

En diciembre de 1993, el creador del paraíso terrenal fue abaleado en una terraza en Medellín tras una persecución policial (esa es la versión oficial), y los animales importados quedaron huérfanos. La mayoría fueron adoptados por zoológicos, otros más inofensivos se extraviaron, y los hipopótamos se siguieron multiplicando en ese reino en decadencia. Con los nuevos nacimientos los animales se dieron cuenta de la estrechez de los afluentes de la hacienda y empezaron las disputas. A mordiscos y topes los más fuertes atacaron a los más débiles, los unos trituraban las crías de los otros para demostrar fiereza y dominio (como ocurre en el territorio africano), y los desterrados, algunos solos o con su manada, buscaron nuevas aguas en esa tierra que satelitalmente parece marcada de múltiples venas azules que desembocan en la arteria principal del país, el río Magdalena. 

En toda la región se empezaron a contar historias de monumentales bestias bramando en las aguas y asustando pescadores. Los rumores llegaron hasta Barrancabermeja, a 200 kilómetros del inicio del peregrinaje. Y aunque no se creía que llegaran tan lejos, la Corporación Autónoma Regional de las Cuencas de los Ríos Negro y Nare (Cornare), confirmó las palabras de los pescadores.

¿Y qué se hizo cuando quedaron a merced de la naturaleza? El Ministerio de Ambiente de Colombia quizá pensó que alguna bacteria colombiana desaparecería de la faz del país a los intrusos, y prefirió esperar con los brazos cruzados en los escritorios. Luego, ya con el problema tan grande como las toneladas de los animales, pensó en el sacrificio, la esterilización, la demarcación de una zona especial o regalarlos a cualquier país que levantara la mano. Se ensayaron los métodos y concluyeron que cada uno requería una inversión que acabaría con el presupuesto del Ministerio. La única entidad que ha estado pendiente del problema es Cornare. Desde 2006 los ha contado y mapeado -se estima que hay una población libre de unos 60-. Además, para proteger a los habitantes ha puesto señales de tránsito con esos animales pintados en los lugares donde tienen presencia, dicta talleres a las comunidades sobre los riesgos de la cercanía y, ante la omisión del gobierno, no les queda más que rezar para que no aparezca un campesino muerto o un extranjero molido a golpes que en ocasiones es un escándalo mundial.

El 20 de mayo de 2020, cuando el mundo estaba confinado por la bestia invisible del covid, otra bestia de tonelada y media atacó a Luis Enrique Díaz en el corregimiento Estación Pita. Según dijo el hombre, estaba llenando de agua una bomba para fumigar cuando del río emergió un hipopótamo resoplando de furia al sentir invadido su espacio. El campesino intentó correr, pero fue embestido. 

Después de un año del ataque, el hombre apenas sale de su casa para recibir el sol, y se oculta rápido para evitar la mirada de los curiosos que desean ver cómo queda un hombre después del singular ataque. No puede trabajar. Su hermano lo cuida de las entrevistas y por eso nuestro diálogo es corto. Luis recuerda el peso de las patas sobre su cuerpo, las costillas rotas, el pulmón perforado, el rompimiento de una pierna. 

En todos los estudios científicos sobre hipopótamos los describen como seres territoriales que son capaces, a pesar de ser vegetarianos, de triturar a quien penetre sus dominios. En el continente africano, la mayoría de los ataques suceden en las aguas cuando algún turista desprevenido navega en lancha o canoa, hasta que es sorprendido por algún hipopótamo que le voltea la embarcación y lo sepulta en las aguas.  

Fue por ese miedo que unos turistas transportados en lancha en el río Magdalena entraron en pánico cuando vieron salir de las aguas a uno de estos animales. En el video, publicado en redes sociales en enero de 2021, se muestra a la enorme mole mostrando su carota, y se escuchan de fondo gritos histéricos, y la voz clara de una mujer pidiéndole al conductor arrancar. Menos mal el animal, luego de mirarlos se volteó lento, y se marchó. 

Hay otras personas que, a diferencia de los asustados turistas, cuando ven a un hipopótamo hasta le pegan nalgadas. Sucedió en el barrio Villa Javier de Doradal. Allí los habitantes cuentan de un animal que merodea en las noches, no solo por el campo aledaño sino por las calles, al lado de las casas. Cuando lo ven, la mayoría de los habitantes corre a refugiarse tras las puertas, y otros, en cambio, se animan a tocarlo de manera rápida por la curiosidad de sentir esa extraña piel o simplemente para retar el coraje entre amigos. 

El año pasado circuló un video, grabado en una zona desconocida del Magdalena Medio, en el que un grupo de hombres le lanza piedras a un hipopótamo. El animal, al principio tranquilo sobre un pastizal, se volteó hacia ellos dispuesto a vengarse si continuaban el ataque. Los hombres, ante la reacción, emprendieron la huida entre carcajadas nerviosas y festivas que quedaron grabadas.

Dos

Desde la distancia suenan como enormes marranos acompañando sin ritmo una triste balada de los años setenta que sale de los parlantes de la tienda Brisas del camino, al frente del lago donde viven seis hipopótamos. También allí se encuentra una escuela sin estudiantes a causa del covid. Los hipopótamos llegaron hace nueve años, y los campesinos, impotentes, vieron cómo esas aguas para refrescar las reses dejaron de pertenecerles por culpa de los nuevos y peligrosos dueños. También los estudiantes, en los recreos, miraban de lejos a los nuevos moradores.  

En las noches los animales, sin vigilantes ni muros, se pasean orondos para pastar en las fincas y asustar a uno que otro borracho, motociclista o niño extraviado. Benjamín Duarte, un campesino de la vereda relata que su hija de siete años permaneció en la escuela hasta el anochecer debido a que la madre pensaba que la recogería la tía, y la tía pensaba que llegaría la madre. Ya con hambre, la niña tomó camino intentando encontrar su casa. En esa oscuridad sin alumbrado ni farolas, la niña se cayó, y al tratar de levantarse se agarró de una coraza cuarteada y tibia. Al darse cuenta de que la textura no correspondía con una piedra sino con las nalgas de un hipopótamo, corrió pegando alaridos. El animal, que no había sentido las pequeñas manos en sus posaderas, solo se alertó por los gritos y también se fue espantado en dirección opuesta. 

Al frente de Brisas del camino, una escultura blanca de una virgen María marca la línea entre la humanidad y la no humanidad, entre lo que está al frente de sus ojos sin vida y lo salvaje que está a sus espaldas: una pequeña sucursal africana en esta tierra en la que varios paisajes se convirtieron en pequeñas sucursales reales o irreales: las islas griegas en el sector de La Aldea, la versión incipiente y turbia del mar Mediterráneo, y el Jardín del Edén en la Hacienda Nápoles.

Mientras me acercaba al lago, mantenía la vista al frente y los oídos alerta para percibir las amenazas que los ojos no alcanzaban. El eco de la música proveniente de la tienda se fue desvaneciendo y quedó el sonido de las chicharras, el zumbar de los mosquitos cruzando rápido, el pasto seco quebrarse con las pisadas, y siempre el ronquido de los invasores. 

De lejos se veían como grandes rocas flotantes que aparecían y desaparecían en las aguas revueltas. Una vaca, más dueña de ese lago y de esa tierra por tener el permiso de estar allí, se acercó a la orilla para consumir los pastos más húmedos. Un hipopótamo emergió, abrió su bocaza, y la vaca, al ver esa mole que la triplicaba en tamaño y la sobremultiplicaba en peso, se fue sin comer ni mugir.   

En un intento por ser muy ligera, me fui internando en la vegetación, que llegaba a cubrir gran parte de las piernas. Me fui acercando a la orilla con sigilo, sintiendo el cuerpo temblar levemente. Ante las pisadas, los seis hipopótamos suspendieron sus jugarretas, aguzaron los oídos y se agruparon para ver la pequeña amenaza. “Tranquilos”, me dije como diciéndoles a ellos; “me quedaré quieta, muy quieta”, y quieta me quedé con el cuerpo agachado en un intento por mimetizarme entre la vegetación. Me vigilaban para atacar por si invadía sus aguas, y yo no los perdía de vista para gritar y alcanzar la única ilusión de refugio, el árbol más cercano. A él acudiría en caso de ser perseguida, y correría alrededor del tronco hasta cansar al perseguidor. Ante ese abandono me aferraba a la idea de tener una única ventaja sobre esa especie, la de girar en círculos con mayor agilidad al ser más ligera. Ese consejo lo aprendí del hombre T.

Dos días antes de estar en ese lago habló de un compadre suyo que tratando de matar a un hipopótamo para tener su cabeza se equipó con una escopeta y un revólver. Al tener al frente al hipopótamo empezó a disparar, pero las balas de la escopeta no lograban penetrar su gruesa piel. El animal, ante el estallido y el escozor de las balas corrió tras el enemigo. El hombre dio vueltas rodeando un árbol mientras seguía gastando las municiones de la escopeta. Al acabar las balas, también disparó las del revólver. Cuando ya se estaba resignando a morir aplastado o triturado, el animal se cansó de correr inútilmente y regresó a su charca. El cazador se dio cuenta de que para matar a esa bestia tenía que invertir en un arma más poderosa, y ni loco volvería a arriesgar la vida por una cabeza.

Magdalena Torres, la exdirectora de la Unidad de Gestión Ambiental, mencionada antes, y también dueña de Brisas del Camino, contó que su hermano tenía como pasatiempo acercarse al lago, descalzarse un pie y golpear con la suela de la chancla las piedras de la orilla para alertar a los hipopótamos. Cuando veía que uno o más se aproximaban por encima de las aguas, con los ojillos puestos en él, recogía la chancla y a correr se dijo. Orgulloso de cada aventura regresaba a la tienda donde lo aguardaba Magdalena para regañarlo por esa inútil exposición. Él, como los demás temerarios, consideraba las palabras como exageraciones de ambientalistas, y quizá veía a los hipopótamos como perros enormes que ladran, pero no muerden.

Un día él llevó al lago a un cuñado suyo para mostrarle a las exóticas criaturas, prometiéndole que las vería muy de cerca. Usando el método acostumbrado se descalzó y empezó a golpear el suelo. Un hipopótamo, que ya sabía la maña, nadó por debajo, sin ser visto, y ya cerca a la orilla, donde continuaba el ruido, salió a flote y abrió la bocaza. Los visitantes corrieron espantados monte arriba seguidos de la bestia enojada. Como pudieron saltaron o se metieron entre el alambrado de púas y llegaron a la tienda sucios y pálidos. Magdalena se ríe al relatar la anécdota y da gracias a Dios porque podría estar llorando.

—¿No han sido agresivos? —le pregunto a Jair, esposo de Magdalena.

—Pues yo no me meto con ellos, ni ellos conmigo.

—¿Y con los demás?

—Antes de responderle, dígame una cosa, ¿si se le meten a la casa usted cómo se pone?

—¿Por qué?

—Pues se pone brava, ¿verdad? —responde a su propio interrogante en tono ofuscado. —La gente se cree con el derecho de molestar a los hipopótamos, lanzarles piedras, corretearlos.  

—…

—¿Qué pasaría si llega un desconocido a su casa y la obliga a hacer piruetas o le avienta piedras? —tampoco da espacio para la respuesta.

—Claro que se ofusca —el hombre parece desahogarse. 

—Aquí siempre vienen a preguntar las mismas cosas, que si los hipopótamos atacaron, que si estamos atemorizados, que si se comieron una vaca. No entienden nada y quieren hacerles mala fama.

***

En el Magdalena Medio, donde en los veranos los afluentes apenas bajan el nivel y los hipopótamos pueden gozar de agua durante todo el año, no existe la muerte por deshidratación, durante las sequías, como ocurre en el continente africano. Aquí, en este país tropical y húmedo, no solo viven y chapalean felices en las albercas naturales, también al no tener que preocuparse por alimento o pocetas donde revolcar el cuerpo durante el día, las ganas de procrear maduran más rápido que al otro lado del mundo. Entran en una luna de miel perpetua y sin preocupaciones hasta que mueren de viejos después de expandir su progenie. 

Pero los accidentes ocurren así no tenga depredadores. Otro hombre de Doradal que prefirió ocultar su nombre, habló de un hipopótamo que murió electrocutado por una cerca eléctrica. Son varios los campesinos que conocen esa anécdota. Según el hombre, los voltajes penetraron por una herida abierta que tenía en la barriga y, ante los quejidos que daba, a todo volumen, algunos habitantes acudieron. Ya muy tarde para salvarlo, y considerando que era mucha carne para los buitres, los campesinos tomaron la medida salomónica de repartir los restos. Se comió carne de hipopótamo en la región, se hicieron asados de carne exótica en distintas casas. En el caso del hombre solo la puso en un sartén, sin condimentos, y de ahí al plato.

—¿Y el sabor?

—¿Usted ha probado un lomo de buena calidad, bien blandito, jugoso y llenito de sabor? 

—Sí, algunas veces —respondí.

—Bueno, el hipopótamo es mucho mejor que eso —el hombre saborea el recuerdo y pasa saliva, luego piensa. —Y qué tal si en vez de matarlos nos dejan hacer una especie de ganadería, pero no de vacas sino de hipopótamos para exportar a Europa y Estados Unidos. Eso nos daría fama mundial. 

—Están en vía de extinción —le advierto. 

Según la lista de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), desde los años noventa se ha presentado una disminución de estos animales por culpa de las fuertes sequías y la cacería. 

Suelta una carcajada. 

—Y aquí nos están invadiendo, no lo puedo creer; entonces que se los lleven a donde no hay.

Para el señor y algunos habitantes de Doradal, la idea de montar hipopótamos en varios aviones de carga, y llevárselos a África en un vuelo sin escalas, suena simple. Pero, después de casi 30 años de la muerte de Pablo Escobar, y más de 40 años desde que el narcotraficante los mandó a traer de manera ilegal a su hacienda, devolver a los hipopótamos ahora resulta imposible. Los que viven aquí ya no son hipopótamos africanos, ya son nuestros. Los que nacieron aquí ya tienen la panza y el cuerpo repletos de bacterias y enfermedades del ambiente colombiano, y llevarlos a su hábitat original acarrearía un intercambio nocivo que terminaría por extinguir la especie. Nacieron en esta tierra y se considera que es aquí donde deben morir, pero ¿cómo?

A principios de 2021, un grupo de científicos de la Universidad Javeriana, liderado por Nataly Castelblanco, bióloga y doctora en Ecología y Desarrollo Sostenible, concluyó que la mejor alternativa para acabar con la epidemia es esterilizar una parte, y sacrificar de la manera más indolora y humana a la otra. Aunque suena sanguinario matarlos a bala o con inyecciones, asegura la bióloga que la esterilización de algunos pocos no es suficiente porque no frena la tasa de natalidad de aquellos que andan sueltos embarazando varias hembras al mismo tiempo.

El estudio de la Universidad Javeriana, en conjunto con el Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt, estima que para el 2034 la población de hipopótamos podría alcanzar los 1.500 ejemplares, llegando a ocupar una extensión de más de 13.000 kilómetros cuadrados. Para poner en contexto la cifra, es como si todo el territorio de las Bahamas fuera colonizado por hipopótamos.

—¿Pero no me acaba de decir que están en vía de extinción? —dice el hombre que sueña con vender carne de paquidermos. 

—Esa es la propuesta que se está discutiendo.

—Entonces, ¿por qué en vez de dárselos a los chulos más bien nos dan los cadáveres para hacerlos trocitos?

—…

—Aquí la gente no quiere que los maten. Mire, ya la hacienda es un parque de diversiones como cualquiera. Antes los turistas visitaban ese parque por la historia de Pablo y ahora, ¿qué queda? Pues los hipopótamos. Está bien que quiten algunitos, pero no todos —esta vez la respuesta es de Albeiro Villegas, dueño de Donde Pablo, una tienda de carretera atiborrada de artículos alusivos al narcotraficante.

En la entrada hay una escultura de tamaño real de Escobar, con un fajo de billetes y un revólver. Detrás de esa escultura, una muñeca inflable espera, con los labios en forma de O, a un cliente (también hay un pequeño mostrador con artículos sexuales). Y en una vitrina, cerrada con llave, un plato blanco, con bordes dorados, que, según el vendedor, fue parte de la vajilla original de la Hacienda Nápoles. Tiene un precio de 10 millones de pesos. 

—¿Quién hizo la valoración?

—Quién más va a saber sino yo, eso es lo que vale el plato —responde Albeiro.

La omnipresencia de Escobar y de los hipopótamos se percibe en el parque donde hay varias esculturas de los animales, también en un lugar de comidas rápidas donde un hipopótamo construido con fibra de vidrio se traga una hamburguesa gigante. Se refleja en las conversaciones sobre las hazañas del creador de la hacienda y en la música que sale de los parlantes de los bares. 

En el bar Alaska, donde las melodías suenan más alto que en cualquier otro sitio, se escucha una canción que menciona en algunas partes al famoso narcotraficante. Al preguntar al tendero del lugar el nombre de aquel corrido, dijo que se trataba de ‘La vida de Don Berna’ de la banda Los Mercenarios. Don Berna fue narcotraficante, paramilitar, líder de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), y uno de los fundadores de Los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar). 

Pepe también es el nombre del hipopótamo abaleado en 2009 por unos cazadores contratados por el Estado, y exhibido luego en unas fotos donde una docena de soldados del Ejército Nacional posa triunfante y feliz con los fusiles en la mano. Imagen que recuerda la foto del cadáver de Pablo Escobar rodeado de hombres uniformados con la misma expresión de victoria.

Conocí a Pepe cuando estaba vivo. Quince días antes de su muerte, guiada por los rumores de los campesinos y pescadores, acampamos con el fotógrafo Julián Lineros durante una semana para confirmar el mito de la existencia de un hipopótamo libre y lejos de Nápoles. Lo buscamos en Puerto Berrío y en Puerto Murillo; en paisajes cenagosos, en el río Magdalena, y en otros afluentes menos profundos y menos caudalosos. Una madrugada por fin apareció de frente mostrando su voluminoso cuerpo de manchas rosadas y grisáceas sobre un barrizal. La bestia nos miró sin moverse, atenta a nuestros pasos. Nos quedamos quietos, también alertas por si nos tocaba correr, o más bien intentar hacerlo en esa tierra fangosa. Cuando el hipopótamo percibió que éramos tan inofensivos como las vacas de las fincas que encuentra a diario a su paso, nos dio la espalda, con movimientos lerdos, y se lanzó al caño. 

En ese momento ya se estaba fraguando su cacería. Después de nuestra partida, miembros del batallón de Puerto Berrío, con el aval de Corantioquia y el Ministerio de Ambiente, acordonaron la zona. Con ellos iban dos cazadores profesionales, de aquellos con experiencia en selvas africanas y trofeos por sus hazañas. Cuando se encontraron de frente con Pepe, uno de los cazadores levantó el arma e hizo un disparo certero en los ojillos reventándole el lagrimal derecho. Luego vinieron otros disparos que le perforaron la piel y las entrañas. 

Aseguran algunos habitantes de la región donde se le dio muerte, que a veces lo veían en los pastizales acompañado de una hembra y una cría. A raíz de la muerte del macho, la gigante viuda huyó con su bebé y no se les volvió a ver. No se pudo comprobar la romántica historia de la familia y el desplazamiento de la viuda por culpa de la violencia. Lo cierto es que Pepe fue exhibido como un trofeo de caza que se convirtió en noticia y conmocionó a los ambientalistas, ¿qué culpa tiene el pobre? Se quejaban.

Mientras los animales se procrean y el Ministerio continúa pensando en alternativas cada vez más inviables por el crecimiento del problema, los nuevos mafiosos o hacendados con presunciones de traquetos aprovechan para tener parte de la herencia de su más grande líder, Pablo Escobar. Y esa herencia materializada en crías de hipopótamos, son como guacas escondidas que saben dónde hallar los campesinos. Hace unos 10 años empezó a correr el rumor de gente capaz de pagar entre 3 y 8 millones de pesos por cría viva (dependiendo del bolsillo del comprador). Los comerciantes, motoristas, lancheros, pescadores, trabajadores de fincas y hasta amas de casa lo saben. Al parecer los únicos que ignoran el rumor son los policías de la Estación de Doradal, para ellos ese tráfico es un mito porque “sería descabellado que se llevaran un hipopótamo en nuestras narices”, afirmó uno de los uniformados. En realidad, sí ha sucedido, y no una o dos veces, sino seis, como mínimo.

El traficante más conocido se llamaba James Torres Vera, un campesino conocedor de las rutinas de los hipopótamos y de las mañas para cazarlos. Sabía dónde parían las hembras, dónde pastaban, a qué hora lo hacían, el tamaño de sus huellas y de las huellitas del crío. Después del seguimiento, que tampoco le quitaba gran parte del tiempo porque los hipopótamos crean rápidamente sus rutinas, se armaba de piedras y luego se las lanzaba a la hembra para espantarla y dejar abandonado a su retoño. Luego lanzaba una red y lo arrastraba hasta la orilla. Siendo la cría más inofensiva que un cachorro, lo llevaba cargado hasta su finca. Con la mitad de la tarea hecha avisaba a los clientes para completar la transacción. Alcanzó a vender unos cuatro. James falleció hace tres años en un accidente de tránsito; si estuviera vivo nadie mencionaría su nombre porque en la región se protege al amigo y al vecino.

Se sabe que la cacería de hipopótamos, vivos o muertos, es un delito que se paga con penas entre los 4 y 9 años de cárcel y una multa  que puede llegar a los 35 mil salarios mínimos mensuales vigentes (artículo 328 del Código Penal Colombiano, modificado por el artículo 29 de la Ley 1453 de 2011). La cárcel es el mayor miedo de los traficantes. Por ese motivo muchos borraron las fotos de los celulares, desaparecieron las imágenes de las redes sociales, y así, cuando Cornare indagó sobre el rumor de la venta de animales, nadie soltó palabra, no se halló prueba alguna, y cómplices y culpables quedaron exonerados.

Bajo el amparo de ese silencio cómplice, el hermano del hombre T cazó la cría que aparece en el video, y se la llevó a su casa. Hizo una llamada y pidió tres millones. Unos días después, un emisario del cliente llegó a su finca y generosamente le dio, no tres, sino cinco millones en efectivo con la condición de que mantuviera a la mascota un par de meses en su humilde finca para asegurar su supervivencia en la lujosa morada que le esperaba. Como la manutención de tan exótica especie cuesta otros millones, el cliente envió alrededor de 45 tarros de leche especial, cada uno por un valor de 70 mil pesos, y periódicamente mandaba a un veterinario para hacer exámenes y aplicar inyecciones. Mientras el pequeño se robustecía se amañó en esa casa donde vivían perros, gallinas y los hijos del cazador. Se dormía en las piernas o se recostaba en la cama de los provisionales dueños, pedía el biberón por medio de sus ronquidos, jugaba a darse topes con los perros, y en el día se revolcaba en su charca. Ya con unos cincuenta kilos de peso, y luego de tres meses de convivencia con su nueva familia humana, llegaron los escoltas del comprador y se lo llevaron en una camioneta. 

El hombre T dice que hay tres crías en uno de los lagos aledaños a la Hacienda Nápoles. Ya su hermano les tiene el ojo puesto y solo espera el momento oportuno para atraparlos, y espera que nadie se adelante a sus planes. De capturar otro, sería el quinto en comercializar de manera ilegal.

Mientras en el centro del país las alternativas se discuten, pero no se hace nada, los hipopótamos seguirán procreándose y los traficantes continuarán vendiendo retoños a los generosos e incógnitos compradores. No será raro ver, en poco tiempo, las fauces colosales de los hipopótamos llegando a Barranquilla luego de contaminar ríos con sus heces y espantar pescados y pescadores. Y la muerte, que por suerte no ha sucedido, seguirá latente hasta que algún campesino, pescador o turista la encuentre en los colmillos de estos animales que llegaron a este país por el narcotráfico, y hoy se extienden por el abandono. 

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