Una suma de injusticias laborales hicieron que Paola Cala tomara el camino del sindicalismo. Hoy son casi 500 empleados los que luchan desde Sintracom para mejorar sus condiciones de trabajo.
29 de abril de 2021
Por: Sara Padilla / Ilustración: Angie Pik
Paola Cala D1

Las primeras horas del 10 de octubre del 2020 no le suscitaron sospecha de nada. A las 5:40 de la mañana, Paola Cala, la sindicalista, fue a trabajar. Y al mediodía terminó su turno y agarró sus cosas para volver a casa. Pero algo ligeramente distinto, como ligeramente distintos son los días, se plantó sobre la capa de la monotonía: Paola había olvidado subir las actas de destrucción de mercancía, un trámite obligado en su labor como supervisora. 

Afortunadamente, la compañera que recibía su turno por las tardes prometió corregir esa leve alteración de la rutina con un gesto: ella misma le haría el favor de montarlas al sistema. Paola le dio las gracias y se fue. El acontecimiento era tan primario que los pensamientos que dedicaba a su regreso a casa los centró en su bebé y no en lo que había acabado de suceder.

Pero, unas horas después, Paola sentiría que no aguantaba más. 

Esa tarde habría de llevarse los últimos escombros de injusticia laboral que, desde meses atrás, recibía y, acto seguido, escondía en el rincón más alejado de su silencio. Contrario a ocasiones anteriores, esta vez Paola no se encontraba en el trabajo, sino en su casa, a punto de amamantar a su hijo. Probablemente fue esa diferencia la que subió el volumen de su desespero hasta el punto de ponerse a llorar. En esencia, aquella última injusticia no pesaba un gramo más que las anteriores: varias veces, mientras hacía sus funciones en la tienda, una mirada grasosa se le había pegado al cuerpo impidiéndole caminar, agacharse, moverse como lo hacían libremente los demás empleados sobre sus propios cuerpos; y varias veces, el hombre de esa mirada, no pudiendo mirarla más, la había llamado al teléfono por las noches. Como Paola no le contestó nunca, el hombre de la mirada, para ese entonces ya su jefe, le hizo una invitación cubierta con la misma grasa: «¿quieres salir conmigo?», «vamos a salir», le dijo en más de una ocasión. 

Entre cada invitación Paola puso un “no” tan firme y derecho que el hombre no pudo quitar. Entonces, en una especie de desquite, al jefe no le quedó más que echarle el agua sucia de un balde llamado modelo capitalista: le disminuyó los sábados de descanso, impidió algunos traslados a su tienda, ignoró sus pedidos, le quitó personal, hizo lo que pudo y lo que no para que a ella le saliera muy mal su trabajo.

Diez minutos después de llegar a su casa, Paola recibió un mensaje de su reemplazante: tenía que devolverse y subir las actas ella misma, el jefe se había negado a que su compañera o cualquier otra persona le hiciera el favor.

Aquella mañana en el trabajo, el agotamiento había marcado las pausas del pensamiento y de las ganas de Paola. En resumen, el tiempo le había tomado la ventaja. Eso pasa porque entre las posibilidades del azar cabe un día en el que no somos tan dueños de nosotros mismos como quisiéramos. Pero, además, desde hacía cinco meses, Paola tenía un hijo que venía doblándole el cansancio. 

—Cuando regresé de mi licencia, los procesos de enviar documentación, pedido, entre otras cosas, cambiaron y a mí ese día, precisamente, se me olvidó enviar algo que tocaba mandarlo hasta las 12 del mediodía. Yo no me acordé, mis compañeras no me acordaron, mi jefe no tuvo, pues, esa de decir: ‘Paola está aquí, venga, acordémosle de eso’.

Llamó a aquel jefe de la mirada y le explicó que no podía regresar. Era madre lactante y no había tomado su hora de lactancia durante la jornada de la mañana: los senos se le estaban estallando. «Pero me decía que yo era la responsable, que yo tenía que ir y que si yo no la subía no me las valían. Y yo le dije, ‘pero si ella es mi segunda y ella me puede hacer el favor ¿no entiendo por qué no?’». 

Le rogó. 

Una hora después de oírla suplicar, llorar y pedirle que la entendiera, el hombre dejó ceder el ruego por alguna abolladura minúscula de compasión.

Paola empezó a trabajar a los 15, cuando quiso tener algunas cosas  que su padre frenó con un «no, mija, no hay». Como no había, ella misma buscó la manera de garantizarse los «sí hay» haciendo de niñera todos los sábados: compró cositas, ahorró dinero y ganó más para gastar y guardar. Fue mesera y vendedora de ropa mientras estudiaba en el colegio. Antes de llegar a once tomó dos cursos en el Sena: asistencia administrativa y salud ocupacional. Después de graduarse, en 2013, empezó una tecnología en procesos químicos e industriales, en la misma institución. Tres años después terminó materias con un promedio acumulado de 4,2. Tendría que haberse graduado y haber trabajado en lo que estudió, pero de haber sucedido, no estaría hablando de la sindicalista, sino, quizá, de la analista química. Los dos proyectos de tesis que presentó a la institución se los rechazaron: «Tumbar esos proyectos es un negocio, solo una persona de los que cursaron conmigo se graduó». El resto ha tenido que posponer o nunca terminar. Ella prefirió guardar cualquier decisión sobre su carrera junto al resto de incertidumbres que le corresponden a una mujer que recién comienza sus 20 y, mientras tanto, se puso a trabajar. 

La contrataron por un año como microimpulsadora en Mondelez, una multinacional estadounidense dedicada a la industria de la alimentación, confitería y bebidas. Cuando acabó su contrato con la multinacional comenzó a buscar trabajo en Bucaramanga. En febrero de 2017 entró a trabajar en Tiendas D1 como asistente de medio tiempo, el cargo mínimo, el fundamento de los trabajadores que están por encima: eran 4 horas de trabajo y ganaba entre 900 mil y 1 millón de pesos, dependiendo de las horas que hiciera al mes. En casi todos, la matemática y el azar le jugaron a favor: «como me tocó una tienda donde hubo dificultades, como que se incapacitaban todo el tiempo, entonces me daban hasta 10 horas al día, lo máximo que puede hacer una persona son 10 horas. Entonces, como las 10 horas valían casi 6.000 pesos, 4.000 pesos, en ese entonces, te iba mejor que una persona con puesto fijo de 8 horas. Yo me hacía 60.000 el día y la persona normal, que tenía contrato de 8 horas, se hacía 30.000, 40.000 pesos».

Un ‘todo pasado fue mejor’ se le descuelga en la voz. Paola se detiene sobre su historia, revisa los últimos tres años de su cronología, encuentra un ‘pero’ en la narrativa y dice: «es que no fueron siempre así. Al principio era distinto». Distinto cómo, le pregunto, «estaban pendientes y le preguntaban a usted cómo se sentía, si quería cambiarse de tienda, cómo está su ambiente laboral. Como había poquitas tiendas, era más humano».

A principios de 2017, cuando Paola ingresó a trabajar, en las conversaciones de los colombianos se interponía el comentario de que había un supermercado pequeño, blanco, nuevo y barato que, entre su austeridad inaugural, lo tenía todo. Las fuerzas del chisme los empujaron a comprobar la verdad o la mentira de lo que sonaba a exageración.

Llegaban, entraban y veían que todo sí era básicamente blanco, pequeño y nuevo. Después se detenían a ver: vinos Carmenere o Cabernet Sauvignon. Jamones y quesos, arepas y pan. También un arrume cuadriculado de leche y docenas de huevos. Luego, pollo, carne, y un resto de cosas más, y terminaban con los detergentes. Cada producto, todavía sobre la caja de fábrica, era más barato de lo que sabían que podía ser. Parecía imposible no comprar. Entonces, daban la espalda a la sospecha y esa desconfianza parroquial que les suscitaba el escenario y pagaban 40%, 50% o 60% menos de lo que siempre habían pagado. 

La prensa se encargó de explicarles. Tiendas D1, una marca de Koba Colombia S.A.S, llegó a Medellín en 2009 bajo el modelo de negocio Hard Discount, un formato alemán que surgió a partir de las necesidades de la posguerra. Los bajos precios, el número limitado de productos, la rotación de inventario acelerada y la oferta con marcas del distribuidor son algunas de las características que los hacen diferentes. Sin embargo, lo esencial ahí es que todo sea barato. Por eso la sobriedad estética, la cartulina amarilla para los precios, las cajas abiertas, las cajas cerradas, ningún sonido musical desde ningún parlante, y los apenas dos o tres escasos trabajadores para hacerlo todo.

En octubre de 2020 abrieron la tienda número 1.500 en San José del Guaviare, han asegurado el mercado en casi 300 municipios de Colombia y sostienen el liderazgo en los llamados almacenes de descuento duro, por encima de Ara y Justo y Bueno, con ventas anuales de $7,8 billones de pesos y una participación en la canasta de bienes de consumo masivo en Colombia del 17%, según datos de Kantar Worldpanel. 

En su página web la negrilla resalta el número 11.677, el aproximado de personas que emplean. El texto continúa diciendo que promueven la equidad de género y la inclusión de personas con discapacidad.

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Después de esa buena temporada en el D1 de Bucaramanga, Paola se trasladó al nuevo almacén de Lebrija, Santander, el pueblo donde residía. No duró mucho: lo que ganaba no le dio para vivir y renunció. Consiguió un trabajo, pero de eso no tiene nada por decir pues, en ese momento, lo relevante es que una serie de asuntos personales la obligaron a trasladarse a Barrancabermeja, su ciudad de origen y donde ocurren todas las situaciones que ocupan sus palabras.

—Yo, obviamente, quedé con mis contactos, mis compañeros del D1 de Bucaramanga que le comentaron al gerente que yo estaba aquí. El gerente me llamó y me dijo, «Paola, ¿quiere volver a trabajar?» y, como las cosas quedaron en buenas condiciones, nos trataban bien y me ofrecían un sueldo fijo, entonces, dije, “listo”.

Empezó como asistente de tiempo completo en el D1 Torcoroma de Barranca. Tenía que hacer aseo, atender al cliente, surtir, impulsar, vigilar. Como la estructura de negocio lo aplastaba todo al mínimo, ellos, los trabajadores, acotados a dos o tres por jornada y por tienda, debían expandirse al máximo de sí mismos para bastar: 

—Ellos le dicen a uno que uno tiene que ser multifuncional. Si no estabas pendiente, que por qué no estás pendiente; si no haces el aseo, eso es una porquería; y si tú estás surtiendo y llega una persona y tiras pa’ la caja a atenderlo, o sea, nunca puedes hacer las cosas completas, y la empresa no entiende eso.

Porque vieron que podía hacer más a Paola le enseñaron a hacer pedidos, a abrir la tienda y a cerrarla. En eso se iban los días hasta que despidieron al supervisor encargado del Torcoroma. Inmediatamente, la línea vital de Paola se elevó sutilmente hacia el orden del progreso: le pidieron reemplazarlo y manejar una tienda que facturaba entre 600 y 700 millones de pesos al mes. Tuvo que dejar de comer, doblar las horas de carga y aguantar. 

Como en esos días no era madre y era soltera había elegido vivir a unas cuadras de la tienda para llegar puntualmente a las 4:30 a.m. Abría la tienda junto al asistente de turno y mientras llegaba el camión, amarraban y separaban las estibas que iban a devolver. El camión les dejaba mercancía y se ponían a “detraer”: ver si lo que habían pedido les había llegado. A las 7:00 a.m abrían al público, y Paola se encargaba de realizar pedidos hasta las 9:00 a.m. Llegada esa hora la asistente tomaba su descanso y ella la reemplazaba. A las 9:30 a.m, cuando ella volvía, Paola seguía con el resto de papelería hasta que daban las 12 del mediodía y terminaban con el aseo. De acuerdo a ese orden de actividades, Paola no tenía ningún espacio para el descanso, pero «según ellos sí lo hay, solo que nunca lo podemos tomar porque siempre estamos ocupados. Si usted está comiendo, es comiendo y en el computador». 

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La temperatura del dolor se había expandido por toda la casa. El cuerpo obeso de la injusticia tenía a Paola aplastada. Su marido, quien yacía a su lado para que supiera que ahí estaba él, buscaba algún quehacer por todos los rincones de su pensamiento, que sirviera para sacar a Paola de ahí. Un hombre como él, creyente de las causas perdidas, podía ver todas las puertas cerradas excepto la de la justicia. Así que le dijo a Paola que entrara y buscara ayuda ahí. Allí dentro, seguro, estaba Edwin Palma, el presidente nacional de la Unión Sindical Obrera (USO). «Las vendedoras de chance de Apuestas La Perla formaron su sindicato con la ayuda de él y si las ayudó a ellas a usted también le pueden ayudar, búsquelo», le dijo. 

No es posible describir el gesto, ni la ropa, ni el color de las circunstancias del momento en que Paola decidió levantarse, abrir el Facebook y poner el nombre ‘Edwin Palma’ en el buscador, pero es posible enunciar que ese instante reunía las condiciones necesarias en las que el ser humano se levanta y decide continuar. 

«Hola, Edwin, soy trabajadora del D1, soy supervisora, me gustaría comentarte un tema sobre el trabajo acá», escribió en el chat.

Edwin no tardó ni cinco minutos en responderle. Hablaron y ella le contó todo: el acoso de su jefe, las horas duplicadas sin remuneración, la presión de la empresa por la mercancía vencida, el trabajo sin descanso, la desatención con su embarazo. Lo que oía Palma era un conjunto común de síntomas que reconocía en la práctica y en la teoría de sus estudios. La solución, en ese caso, le dijo Edwin, era el sindicato. La solución casi siempre es el sindicato. Si alguien le pregunta a Edwin Palma por qué, él lo explicará con el máximo desdén que merece la injusticia.

—Si aquí en Colombia hubiese inspección laboral fuerte, entonces se respetarían las jornadas de trabajo, la liquidación de los dominicales, no habría retención ilegal de salario. Pero aquí la inspección laboral es nula. La inspección laboral, que debe estar en manos del Estado o el Ministerio de Trabajo, aquí no funciona. Entonces, como no funciona, pues se activan los mecanismos de autotutela: el sindicato, la protestas, la huelga. Nos toca presentar pliego pa’ que se cumpla la ley, nos toca montar sindicatos pa’ que haya fueros sindicales y no despidan a los trabajadores sin justa causa, nos toca protestar para reclamar derechos laborales.

Lo que hizo Paola fue buscar gente. A sus amigos y conocidos les escribió por Whatsapp contándoles lo que estaba haciendo. A los compañeros de trabajo les comentó, pero ninguno quiso unirse: «Por el miedo a perder el trabajo, por el miedo al jefe. ¡Le tienen un miedo a ese señor! horrible». Buscando, encontró una red de personas en un grupo de Facebook llamado: ‘Trabajadores D1 (sindicalízate)’, se unió y unió a Edwin. También le preguntó a Ana*, una conocida que trabaja en otra ciudad de Santander que si quería sumarse. Fue la segunda que aceptó. Ella también estaba cansada, habían violado varios de sus derechos laborales y quería protegerse de que la despidieran injustamente. 

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En la voz de Ana no se oye la interferencia del miedo, por eso, la rabia, sujeta entre las costuras de su sensatez, se escucha tan claramente entre el teléfono: 

—A mí me ha servido mucho meterme al sindicato. Yo hablo con los compañeros y los muchachos de la tienda, les he comentado cómo ha cambiado mi situación, pero ellos están reacios. Y venía de que mi jefa de zona me había suspendido, entonces yo sabía que en el momento en que yo volviera, ella iba a hacer lo que fuera para despedirme. Y me metí no tanto para evitar que me despidieran, sino para que alguien velara para que, por lo menos, mi liquidación fuera justa y me pagaran lo que de verdad me corresponde. Y la verdad es que yo me sentía acosada por mi jefa, pero a partir de que me afilié al sindicato yo siento que todo paró ahí y cambió. No puedo decir que me trató mal, pero sí que me acosaba y, prácticamente, sentía que mi trabajo no servía para nada, pero ahora por lo menos maneja el tono y me habla con respeto. 

Ana dejó vencer unos productos en el punto de venta justo antes de que la tienda cerrara por un caso de covid-19 entre los vendedores. La suspendieron por dos meses estando en embarazo. Lo ve como una sanción exagerada, pero, en realidad, lo ve como lo que fue: un castigo ejemplarizante para que nadie deje vencer, dañar, perder ningún producto más porque, aunque en parte era culpable, era por primera vez culpable. «Como nunca había tenido una falta grave, yo no pensé que eso fuera para tanto». 

Antes de ser culpables, los trabajadores ya son culpables de lo que se va a perder. Es casi que una culpa tácita que el sistema de la compañía, astutamente, les traslada a sus vendedores bajo el argumento de que si se vence, las ventas no se impulsan lo suficiente. «Pero a veces mandan hasta seis productos con una semana de vencimiento, y si tú no alcanzas a impulsar eso…ay». 

Tiendas D1 usa bonos de merma: un premio que llega a la cuenta  del trabajador si en el punto donde labora cumplen con el mínimo de mercancía vencida, perdida o dañada. Como es imposible cumplirlo, los trabajadores compran la merma. Una vez Paola pagó 300.000 pesos de productos dañados. 

Le digo a Paola que eso no tiene sentido y ella ríe y asiente. Yo insisto en detenerla ahí, le pido que repase y me explique por qué, para qué ganar lo que ya te cuesta algo del salario. Pero ella corrige mi suposición: «no es ni siquiera por el bono…». Paola pausa la respuesta para dar con un porqué, pero todos los que se le ocurren están igualmente desvertebrados de lógica… «cómo te explico, ellos no quieren que se les dañe nada, eso era algo que nos metían en la cabeza».

Ana dice que todo el tiempo les están midiendo por merma. Eso lo controlan a través de las ‘actas de destrucción’, un documento que recoge la suma de las pérdidas semanales y fue el que precisamente Paola olvidó subir ese día aciago. Para Tiendas D1 una merma es buena si está debajo de los 100.000 pesos. Sin embargo, según Ana el promedio inevitable, por bajito, es de 120.000, 150.000 pesos. Y eso depende: «hay productos que no rotan, hay quesos costosos que el común de la gente no compra, y más si es una tienda entre estratos 1, 2, 3. Si se te vence una caja de queso fácilmente se pueden ir 200.000, 300.000 pesos de merma».

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Hay una serie de hechos anteriores al despido de Paola: el 24 de octubre de 2020 envió una carta denunciando al jefe por acoso laboral. El 25, la citó el comité de convivencia para una conciliación para el día 27 a las 2 de la tarde. El mismo 27 cancelaron la cita y el 28, un día antes de que se formara el sindicato, se encontró con que el gerente de ventas tenía su carta de despido. Por un día, Paola no se salvó. 

Hasta el 29 de octubre, cuando llevó el primer pliego de peticiones, los afiliados del sindicato eran nada más que cuatro: una mujer de Bogotá, un muchacho de Medellín, Ana y Paola.

Desde entonces siempre hay alguien sumándose al sindicato. Palma calcula que pronto van a ser 500, «todavía somos chiquitos, pero bueno, yo soy de los que siempre he considerado que las transformaciones históricas de la humanidad, las hacen las minorías y no las mayorías». 

Hace unas semanas acabó la etapa de negociación colectiva con la empresa. Discutieron por 40 días, pero no llegaron a ningún acuerdo. Quise conocer qué tenía por decir la compañía y su posición frente el petitorio de los afiliados a Sintracom (Sindicato Nacional de Trabajadores del Comercio) y las denuncias repetidas entre los trabajadores: me enviaron un correo sin sustancia en el que anunciaban que se abstenían de responderlas, arguyendo que muchas de las preguntas hacían parte del nudo de la controversia. Palma cuenta que, en el marco de la discusión, ellos solo se limitaron a decir que cumplían la ley: 

—Me gustó mucho algo que pasó al final de la negociación, porque la comisión negociadora del sindicato, es decir los trabajadores de la empresa, dijeron «vea este conflicto se originó no por un tema económico, sino porque nos traten como personas, porque ahí realmente no los tratan como personas».

Como personas es que liquiden los dominicales como la ley dice, que les cumplan las jornadas de 8 horas, máximo 10 (si hay autorización del Ministerio de Trabajo), que no les hagan firmar contratos de dirección, confianza y manejo (un mecanismo contractual para no pagar horas extras) y que detengan las retenciones de salario por descuento. Todo eso está en el pliego de peticiones al lado de un aspecto muy importante: el reintegro de los despedidos, incluido el de la sindicalista que los tiene a todos allí. Pero como no hubo acuerdo, el sindicato solicitó que el Ministerio de Trabajo convocara un tribunal de arbitramento para que dirima el conflicto. 

Paola dice que quiere volver a D1: «Me gustaría dar la batalla desde allá, aunque yo sé que va a ser difícil mi reintegro». Ha perdido dos tutelas, pero todavía tiene de dónde agarrarse: la futura decisión del tribunal frente al pliego y, según Edwin Palma Egea, la sentencia SL194-2021, que acaba de salir. «Esta puede jugar en favor del caso porque dice que el fuero de protección se activa en cuanto se hace la denuncia y no cuando se prueban las conductas. Porque venía sosteniéndose una tesis que decía que para que operara el fuero de protección debían de estar comprobadas las conductas por parte de las autoridades».

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La sindicalista espera en su casa, cuida a su hijo de 11 meses y sueña con graduarse para irse a vivir a Canadá. Es sindicalista, pero no tiene trabajo. Nació en San Vicente de Chucurí, Santander. Es más joven que la suma de toda su experiencia vital: apenas tiene 24 años. No es posible saber si fue ella quien se apuró a crecer o si la madurez le cayó temprano. Dice tener algo que suelen tener los niños o los viejos: mucha autoestima. Yo le creo. Alguien que se quiere, puede ver el cuadro torcido de la realidad y plantearse una afirmación como esta que plantea: «yo trabajo, lo hago bien, no entiendo por qué tengo estas condiciones, las condiciones deben ser mejores porque yo entrego lo mejor de mí». Alguien que se quiere, lucha.

*Por cuestiones de seguridad, Ana pidió que no se revelara su nombre completo.

** Con el apoyo de la Friedrich Ebert Stiftung en Colombia (Fescol). Esta crónica es el resultado del trabajo periodístico de Vorágine. La Fundación Friedrich Ebert Stiftung no comparte necesariamente las opiniones vertidas por la periodista ni por las fuentes consultadas.  

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