Esta no solo es la historia de Manuel Acevedo, sino la de miles de jóvenes que no tienen futuro en Colombia. A este joven por ejercer su derecho a la protesta, un balazo disparado por uniformados lo dejó parapléjico.
16 de febrero de 2021
Por: Pacho Escobar. / Ilustración: Camila Santafé
Le quitaron el derecho a caminar

A matar

La bala llegó de frente. Atravesó el pectoral y perforó el lóbulo superior del pulmón derecho. El uniformado que disparó, tiró a matar. Su propia sangre desembocada comenzó a ahogarlo a una velocidad de vértigo. Tuvo suerte, aunque no del todo. Los médicos de la Clínica Cardioinfantil que lo atendieron de urgencia lograron vaciarle más de un litro de la sangre que le inundaba el pulmón perforado para devolverlo a la superficie, pero nada pudieron hacer con los trozos de plomo fundido que le destrozaron el nervio torácico a la altura de la vértebra T9. 

Manuel Fernández Acevedo recuerda lo que sintió: un puntillazo en el pecho, un calor que se expandía, el brazo derecho entumecido y a continuación… sentir lo que ya no se siente: en un instante sus piernas se desconectaron. Después llegó el desvanecimiento, la certeza de la muerte. Las voces que decían ‘Manuel no te duermas, Manuel mantente despierto, Manuel no te dejes ir’. 

En la mañana de aquel 9 de septiembre del 2020, varios noticieros abrieron con informes sobre el asesinato del abogado Javier Ordóñez, perpetrado por miembros de la Policía en el CAI de Villaluz, en la localidad de Engativá, al occidente de Bogotá. Mientras la noticia se expandía, Manuel cruzaba la ciudad desde El Verbenal hasta la Avenida Jiménez en su todoterreno. Iba en compañía de un amigo a reclamar un teléfono de segunda que le estaban reparando. Almorzaron en el centro una empanada y una gaseosa. Hacia las 5:30 de la tarde ya estaban de regreso al barrio. Mal contados hicieron 44 kilómetros de puro pedal. Para Manuel eso no era nada, ya estaba acostumbrado, incluso a ir y volver sin dificultad al Alto del Vino en La Vega (Cundinamarca). Dejó la bicicleta en casa, se duchó y volvió a salir. En la calle sus amigos le dijeron que iban a protestar por el bogotano asesinado, clamaban justicia y se resistían “ante un Estado homicida”. La cita: el CAI de la calle 187. 

Los enfrentamientos contra la Policía iniciaron hacia las 7:30 de la noche, pero se agudizaron una hora más tarde. En los videos grabados por los transeúntes se ve cómo mientras los manifestantes lanzaban piedras a los uniformados, estos empezaron a responder con disparos. Bala. Bala y más bala. Hubo un minuto en el que la Policía comenzó a retroceder dejando libre un gran espacio entre el CAI y los manifestantes. Fue ahí cuando Manuel corrió delante de sus compañeros, pero justo en el momento en que sonaron los primeros disparos y los segundos en que el joven de 26 años decidió buscar cubrirse con un contenedor de basura, un balazo derrumbó su vida. 

El portal periodístico La Silla Vacía logró reconstruir el instante exacto en el que cayó Manuel. Eran las 8:39 de la noche y todo indica que las únicas personas que accionaron sus armas fueron los uniformados que acudieron a la retoma del CAI. Así mismo, en un informe milimétrico del medio digital Cerosetenta se pudo establecer que fueron por lo menos 94 tiros los que cruzaron las calles del Verbenal. Una gota mortal de aquella lluvia de balas dejó herido de muerte a Manuel, mientras que la otra tormenta de proyectiles disparados por los uniformados en esta zona asesinaron a Jaider Fonseca (17 años), Andrés Felipe Rodríguez (23 años) y Cristian Hernández (26 años). 

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Un piano

Tal vez sonaba Bach, quizá Schubert o porqué no Chopin. Manuel no lo sabe, pero su memoria precisa que una música bellísima salía de aquella casa a la que su mamá lo había llevado por primera vez. Ella era trabajadora doméstica y la dejaron ir en compañía de su hijo. La casa quedaba en Niza, en el norte de la ciudad, y era tan grande que los dueños podían darse el lujo de tener en la sala un piano de cola del tamaño de un carro. La madre tuvo que decirle que caminara porque Manuel quedó hipnotizado al ver ese instrumento tan bello. La dueña lo llamó a su lado, le puso las manos en las teclas de marfil y dejó que lo tocara. Como todos los niños que cambiamos de sueño cada vez que algo nos sorprende, Manuel aquella noche, aquella semana, aquel año, solo quería ser eso… pianista. 

En la historia universal ninguno de los grandes intérpretes de piano ha sido pobre. Siempre tuvieron recursos, pero Manuel nunca los tuvo. De su papá hay pocos recuerdos. El hombre nunca estuvo. “Hasta lo negó”, cuenta su mamá. A ella le tocó velar sola por sus tres hijos. A punta de lavar ropa ajena y limpiar baños de otros logró que ellos estudiaran. En la escuela, quizá para no dejarse menospreciar, quizá para no sentirse menos que los demás, el pequeño solía mentirles a sus compañeros. Les decía que su papá estaba de viaje, que era millonario, que tenía muchos carros y alguna vez mintió sobre el piano de aquella casa que no era la suya. Sin embargo, la escasez no lo dejó amilanarse y, por el contrario, en el Aquileo Parra el estudiante dicharachero era Manuel, hacedor de amigos, componedor de juegos y líder en las canchas de fútbol. 

En la edad tremenda, esa que va de los 8 a los 12, la mamá también estuvo un tanto ausente. Por fuerza mayor debía dejarlos solos. Los niños muchas veces se iban para la calle, pero al final de la tarde la escena se repetía: doña Dioselina Acevedo se paraba en la puerta del establecimiento donde los chicos iban a ver jugar a sus amigos maquinitas y sentenciaba: “Luisa, Manuel y Javier, para la casa”. Sin chistar, los pequeños corrían a la velocidad del susto. 

Según el Dane, en el 2005 en Colombia 999.895 niños, niñas y adolescentes entre los 5 y los 17 años salían de sus casas a laborar. Uno de ellos era Manuel. Y es que este país ha sufrido de eso durante toda su historia, de inequidad, de un Estado que ha normalizado la pobreza y ha dejado que los niños tengan que ir a cargar bultos a las plazas de mercado en lugar de estar aprendiendo de manera gratuita algún arte, como el de tocar un piano. Y cuando esos niños crecen y salen a protestar porque siguen sin oportunidades, la culpa no es de aquel Estado corrupto, sino de una sociedad que debe aceptar injusticias sin derecho a sublevarse. En aquel 2005, justo a los 12 años el pequeño Manuel debió salir a  buscar su primer empleo. Lo hizo de ayudante en una tienda del barrio como acomodador de víveres y empacando mercados para poder llevar a casa algo de lo que nuestros dirigentes carecen, dignidad.

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El amor

En sexto, séptimo, octavo y noveno en el Aquileo Parra todo iba bien. Pero llegó el amor. El primer amor. Se apareció por la puerta del salón de décimo grado con sus zapatos negros, las medias hasta la rodilla, la falda azul de cuadros en degradé, la camisa blanca y el saco vinotinto. Una sonrisa colgate brillante, piel morena, ojos grandes y un pelo negro azabache. Hasta ahí todo iba bien, pero cuando habló con su acento paisa marcado, el muchacho no pudo evitarlo… se enamoró de sopetón. El chico dejó de lado las matemáticas y la química, materias en las que se destacaba como el mejor, para en las tardes hacer más horas de trabajo empacando mercados y poder tener algo de dinero con qué invitar a la niña de sus pensamientos. La noche la dedicaba para hacerle visita de casa… y las tareas, las tareas que se hicieran solas. Perdió el año. Perdió el año en todos los sentidos. El número de materias sin los logros suficientes fue el necesario para no tener más cupo. 

Su mamá se sintió un tanto decepcionada. No le habló por algunas semanas, esperando a que se le pasaran las ganas de gritarle que ella luchaba en la calle para que él no la defraudara en la casa. Sin embargo, días más tarde lo animó para que siguiera estudiando. Pero lo más doloroso de ese mes no fue el enojo de mamá, sino que la colegiala terminara con el noviazgo. El aire empezó a entrar cortado por los pulmones de Manuel como el primer síntoma del despecho y de ahí se desprendió el diluvio del desamor. Decidió no insistir, ni con ella ni con las directivas del Aquileo, así que se apresuró a buscar un nuevo empleo, ojalá lejos de allí; y también a validar los dos cursos que le quedaban de bachillerato. Qué más daba, el amor es como el agua del mar, va y vuelve.

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14 palos de golf

Catorce palos de golf, más accesorios, toallas y tres litros de agua metidos en una bolsa de cuero pueden pesar entre 11 y 14 kilos. Ese fue el peso que durante siete años llevó en la espalda Manuel Fernández Acevedo. Todo comenzó en 2010 cuando un amigo suyo lo invitó a que lo viera hacer un turno en el Club El Rancho de Bogotá. Manuel ayudó aquella vez y preguntó si podía regresar al día siguiente. En esos primeros años ser el caddie de un golfista -llevando la bolsa por cinco horas y caminando los 18 hoyos por más de 6 kilómetros-, era remunerado con $35.000. La plata caía como hoyo en uno para el adolescente, porque además podía terminar los grados décimo y undécimo por la mañana, ir a trabajar en las tardes de jueves a domingo al club, y  ser un joven independiente, teniendo en cuenta que cuando cumplió los 18 años su mamá tuvo que irse a trabajar al campo en Boyacá. 

En todos esos soles, lluvias, calores y fríos que tuvo que soportar acompañando a golfistas aficionados, aprendices y profesionales, el jovencito se fue culturizando en el tema, le fue cogiendo cariño y hasta se apasionó. Otro sueño de chico llegó a sus duermevelas, quizá y porqué no, soñó en poder llegar a ser un jugador de élite. Pero cuando se fue enterando de lo que podía costar un día de entrenamiento o estar en un campeonato, todo se fue apagando como velas de andén. El golfista promedio por lo menos debe tener una acción en un club y Manuel no tenía ni casa. Sin embargo, lo dio todo para aprender a hacer bien su labor. Dicen los expertos en el tema que un buen consejo del caddie puede ser determinante para un juego. Incluso, hoy un acompañante profesional en un torneo de renombre puede alcanzar un salario de $4.000 dólares mensuales, pero estamos en Colombia y ese salario ni en pandemia se lo gana un buen médico de primera línea. 

Durante aquellos años Manuel pudo trabajar para varios jugadores de buen swing, de hecho estuvo al lado de Marcelo Rozo, hoy uno de los golfistas más importantes de Colombia, quien ha disputado torneos del PGA Latinoamérica y quien en al menos 23 oportunidades ha estado entre los 10 mejores en estos campeonatos. Con tanto talento al lado, Manuel también aprendió a golpear bolas de golf, alguna vez estuvo a punto de comprar su propio juego de palos de segunda mano y cada vez que podía se iba a jugar con sus amigos al Centro de Alto Rendimiento de Bogotá, donde hacer un juego de 9 hoyos era asequible para sus bolsillos. Finalizando esta época de su vida, comenzó a ahorrar con el objetivo de poder hacer, por lo menos, una carrera técnica en el Sena, sabía que entrar a la universidad no solo era difícil sino, para muchachos como él, casi que imposible en un país donde estudiar no es un derecho sino un privilegio. 

Y es que los datos entre 2015 y 2016, cuando Manuel quiso aplicar, son claros, o peor aún, oscuros. De 484.664 estudiantes que se graduaron ese año, tan solo 184.013 pudieron acceder a la educación superior; es decir, de cada 100 estudiantes que como Manuel salían del colegio, solo 37 podían entrar a universidades públicas, privadas y otras instituciones de educación técnica y tecnológica del país. El panorama no ha cambiado, para no ir tan lejos, una investigación de la Revista Dinero dio cuenta de que en 2019 más de 300.000 estudiantes que se graduaron como bachilleres se quedaron sin más estudios. Varados. Tal vez esta sea una de las razones de peso por las que cada vez que podían, Manuel y sus amigos salían a exigir algo de equidad, salían a exigir lo mínimo, acceso a centros educativos teniendo en cuenta que no hay mejor manera de huirle a la pobreza y a la violencia que la superación personal. 

Algunos han dicho que Manuel y sus amigos solo salieron el 9 de septiembre del 2020 por moda y a destruir la ciudad, pero no. Ya habían salido a ejercer su derecho a la protesta de manera voluntaria y consciente antes, el 21 de noviembre del 2019 en el gran Paro Nacional. Como ni teléfonos de alta gama tenían, no les importaba lo que dijeran desde las trincheras virtuales del privilegio los tuiteros de la ‘razón’. “Yo no paro, yo produzco” decían los afortunados a quienes poco les afecta si las leyes y la corrupción dejan cada año a más de un cuarto de millón de jóvenes sin poder educarse. 

Así saliera cansado de la obra de construcción en Cajicá donde Manuel se empleó para pegar ladrillos y poder pagar una pieza donde vivir, a su regreso iba y asistía a algún plantón. Y es que el sueño de ser golfista o de seguir siendo caddie se frustró también porque una de las reglas en el club era que debía estar estudiando, ¿pero dónde? Si Colombia ofrece menos de la mitad de los cupos para quienes se gradúan como bachilleres. Caddie significa niño, el niño que carga los 14 palos de golf, pero Manuel ya no era un niño y le tocaba sí o sí buscar cómo vivir.

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Sin poder caminar

A la primera persona que Manuel vio después de la larga intervención para salvarle la vida en la Fundación Cardioinfantil fue a su mamá. Estaba ahí parada esperando que esos ojos azules la volvieran a mirar. Al verla, Manuel fue fuerte y no lloró para no angustiarla más. Pero un par de días después cuando el cirujano entró solo, cerró la puerta, se paró en frente y le explicó lo que el balazo había hecho en su columna, Manuel se desmoronó. “El 98% de las personas que sufren estas lesiones no pueden volver a caminar”, le dijo. Manuel cerró sus ojos y vio pasar su vida activa en milésimas de segundos: los días en que se echaba a la espalda bolsas de golf para caminar durante cinco horas o seis por el pasto verde del club. Después las pedaleadas hasta Cajicá para ayudar a levantar condominios de los más afortunados, sus juegos de fútbol en el barrio, reunirse con ‘Los osos’, el grupo de ciclistas que iban cada fin de semana a Letras, al Alto del Vino o a Patios. Pensar tan solo en que no iba a poder volver a sostenerse por sí mismo ni para tomar agua le produjo un vacío en el estómago, como cuando uno cae en un abismo de pesadilla y agita las manos tratando de aferrarse de lo que sea para no dejarse ir.

Un mes duró en la Cardioinfantil. Salió en silla de ruedas. Sus piernas, que eran gruesas, de músculos pronunciados, ahora tan solo eran un par de delgadas extremidades que no respondían a ningún impulso. Por los días del balazo, Manuel estaba viviendo donde su hermana. Meses antes la obra en Cajicá se había paralizado por la pandemia y el muchacho había quedado a merced de unos pocos pesos ahorrados. No pudo seguir pagando el cuarto en el que vivía y su hermana lo recibió porque eso es lo único que hay, familia. Su mamá regresó a Bogotá, dejó su trabajo de labriega en Boyacá y vino a tratar de empujar a su hijo. Tuvieron que alquilar en el Verbenal un apartamentico del tamaño de un balcón para acomodarse los dos y empezar de nuevo. 

El 15 de diciembre pude conseguir el teléfono de Manuel. Lo llamé, le puse un par de mensajes, no contestó. Me tomé el atrevimiento de irlo a buscar por todo el barrio, pero nadie me dio razón. Un mes después le volví a insistir y pudo responder. Le pedí una entrevista, aunque por las preguntas que me hizo noté que en él, había miedo. Le propuse ir a su casa; en la mañana me dijo que sí y en la tarde que no. Me pidió que nos viéramos en un sitio público, que su mamá se encargaría de empujar la silla de ruedas pero ojalá fuera un lugar cercano en el extremo norte de Bogotá. Nos vimos en el Centro Comercial Santafé. 

De entrada lo vi altivo, nunca con la cabeza gacha ni con pose de víctima, de eso no hay una sola pizca en Manuel, más bien en su humanidad hay mucha dignidad. “No por favor”, dijo cuando traté de ayudar a subirlo por la rampa del café. “Yo puedo”, recalcó y sonrió.  Acudió con una testigo, una abogada de la oenegé DH Colombia. Yo no entendía su prudencia hasta que me contaron que algunos de los jóvenes que habían sobrevivido al vendaval de balazos hechos por los uniformados ese día estaban siendo amenazados respecto de cualquier intento por reclamar. Al principio, cuando nos dejaron solos para conversar, Manuel no me quiso recibir la invitación a un café. Hablaba sereno, despacio, y podía describir a la perfección lo que su memoria guardaba. Yo volvía  a repetir preguntas de vez en cuando y él en detalle volvía a rememorar lo que ya me había dicho. 

Un par de días después le planteé un escenario a Manuel. Le dije que si hubiese de nuevo una protesta en el Verbenal como la de aquella noche, esta vez quizá por las 13 personas asesinadas, los 54 heridos por arma de fuego como él y los más de 200 heridos por golpes venidos de uniformados aquel 9 de septiembre en Bogotá, él, Manuel Fernandez Acevedo, ¿volvería a salir a reclamarle al Estado? Sin dudarlo me dijo que sí. Que la dignidad no se la habían quitado, que le habían quitado las piernas, pero no el cerebro ni el corazón. 

En ese momento entendí que este jovencito no hablaba solo por él, sino por los miles de manueles que una noche se gradúan con el sueño de seguir superándose, pero que al día siguiente se levantan con la noticia de que de los 900 mil bachilleres recién graduados, más de 300 mil no tendrán oportunidad de seguir estudiando. Pero además, de esos afortunados que logran hacerse a un cupo en una universidad, un año después casi la mitad tendrán que abandonar sus estudios porque en sus casas no hay recursos ni para las fotocopias. Valiente Manuel que no se dejó ir, no se dejó morir, y de manera simbólica aún sigue en pie de lucha, aunque le hayan quitado… hasta el derecho a caminar. 

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