4 de febrero de 2024
Hay historias de las que uno no se puede deshacer como periodista y víctimas de la guerra de este país que te persiguen en la memoria durante toda la vida. En diciembre de 2012, me encontré en un archivo del FBI con la foto del cadáver de un niño de tres años. Johnny Castro, decía el reporte que se llamaba. Fue asesinado de dos disparos que volaron en medio de una balacera que tuvo lugar en el Southwest de Miami, el 8 de febrero de 1982. Johnny estaba durmiendo en el asiento de atrás de un carro que iba manejando su papá, un antiguo trabajador de Griselda Blanco llamado Jesús Castro y cuyo paradero la policía de ese país nunca pudo rastrear. Algunas personas a las que entrevisté me dijeron que Castro seguramente también había muerto tiempo después porque nunca más se supo de él.
El de Johnny fue uno de los tres crímenes por los que fue condenada Griselda en Estados Unidos y por los que estuvo encarcelada durante 19 años. Ella aceptó los cargos. La Justicia de Estados Unidos logró determinar que “La Madrina”, como siempre la llamaron, había ordenado el asesinato del padre de Jhonny, para lo cual activó un operativo comandado por dos sicarios. Castro estaba saliendo de su casa para llevar a Jhonny a comer algo. Los sicarios de Griselda lo persiguieron por varios minutos y comenzaron a disparar con metralletas desde la ventanilla en una escena propia de Scarface y ahí fue que se produjo la muerte del niño.
En la foto del FBI, Johnny está vestido con una camiseta amarilla y un mameluco azul oscuro. Jesús Castro terminó dejando el cuerpo de su hijo abandonado en una mezquita para que las autoridades se encargaran del entierro. Esa fue la decisión que tomó después de pasar toda la noche llorando encerrado en un baño, pensando qué hacer con el cadáver del bebé al que acomodó en una tina con treinta y seis bolsas de hielo. A Castro lo estaba buscando la policía de Miami para cumplir con una orden de captura. Y Griselda, por su parte, también estaba dispuesta a pagar miles de dólares para que alguien lo matara.
En la foto, se ve que Johnny llevaba en el pecho su pasaporte para que pudiera ser identificado, al lado había dos rosas rojas. Es una imagen que me quedó sembrada en la trastienda de mis recuerdos y que intenté retratar con palabras en un libro que publiqué sobre Griselda hace más de una década. Pero hay historias que uno empieza a escribir verdaderamente después de que ya están en las calles en las manos de los lectores.
Un año más tarde de la publicación, recibí la llamada de una mujer que decía que uno de los personajes del libro que yo creía muerto estaba todavía en este mundo y que quería hablar conmigo, contar su versión de los hechos. Jesús Castro, Chucho, estuvo escondiéndose de Griselda durante treinta años en un barrio pobre que se formó en la periferia de Medellín. Durante ese tiempo en el que vivió como un monje de clausura se enteró cuando condenaron a “La Madrina” en Miami y también cuando la dejaron libre en 2004. Encerrado en un pequeño apartamento de paredes apenas acicaladas con estuco, sin casi poder moverse por varias heridas que se le asomaban en sus piernas, se enteró de que su antigua jefe había vuelto a Colombia y que se paseaba por las calles de Medellín en un Mazda 3 gris como una señora distinguida que no tenía ya en los registros ningún antecedente judicial, ni siquiera una multa de tránsito. Un día incluso la vio rondando afuera de su casa.
Castro se conoció con Griselda en Barrio Antioquia desde que eran niños, trabajó con ella, y conoció sus secretos en el mundo de la mafia. Fueron amigos, compinches, compañeros de parrandas y luego enemigos. O más bien Castro se consideraba su víctima. Cuando me encontré con él supe que su testimonio llenaba los vacíos del libro que había escrito de Griselda, a quien asesinaron el 3 de septiembre de 2012.
Largas horas de conversaciones con Castro, verlo llorar por Jhonny y por todos los muertos que dejaron las guerras de Griselda, me llevaron a otros testigos y a otros personajes cuyos relatos explicaban el origen de una tragedia que terminó marcando el devenir del país y el de Miami manchando sus calles con sangre, mucho antes de que apareciera en el mapa la figura de Pablo Escobar.
Cuando menos pensé, me descubrí sentado en una peluquería de mala muerte de Medellín haciéndome motilar por el estilista de Griselda, llegué hasta callejones oscuros para conversar con dos de los sicarios de “La Madrina”, viajé hasta Orlando, Estados Unidos, para escuchar la versión de su vida que me dio un amigo suyo y pude hablar con el agente de la DEA que la capturó. En los archivos de la Fiscalía colombiana encontré una entrevista inédita que Griselda dio en el año 2007, en la que hablaba de lo mucho que soñaba con que hicieran una película sobre sus pasos en la mafia. A sus sesenta y cuatro años, y viviendo en el barrio El Poblado de Medellín con un hijo que se había vuelto adicto a la cocaína, descartaba que Salma Hayek pudiera estar a la altura de un personaje como ella para representarla. Hablé con familiares suyos, con los miembros de un combo armado de Barrio Antioquia para indagar en los posibles autores de su crimen, quería saber quién y por qué la habían mandado a matar.
De un momento a otro comencé a saber más de la vida de Griselda Blanco que de mi propia familia. Logré entender por qué el sicariato en moto, un fenómeno que ha arropado a Medellín como una mortaja pútrida —a veces con más, a veces con menos intensidad—, llegó a Colombia de la mano de Griselda Blanco. Ella fue quien creó el método. Y eso fue suficiente para justificar una búsqueda que se extendió por varios años más. Griselda fue la primera patrona de los demás patrones, de todos los que fueron apareciendo con los años —incluido Escobar—, con periodos de vida más efímeros y lánguidos cada vez. Griselda, a diferencia de la mayoría de sus sucesores, llegó a vieja. Tenía sesenta y nueve años cuando fue asesinada, justamente por un sicario en moto, su propia creación.
Muchas veces quise parar la búsqueda pues parecía inviable la publicación de un nuevo libro, uno reformado, reescrito, tachado, vuelto a hacer. Llegué a tener en mis manos información que parecía inútil: el acta de necropsia del cadáver de Griselda, los registros de sus cuentas bancarias, el listado de los bienes que siguió usufructuando hasta el día de su muerte. Sin embargo, sabía que era una historia salida del molde, extraña, a veces desconcertante. O cómo calificar la huella que dejó una mujer que, según los expedientes que pude consultar, tuvo la osadía de intentar secuestrar desde la cárcel a John F. Kennedy Jr., o que compró un anillo que según decía había estado en los dedos de Evan Perón, o que fue capaz de mandar a matar gente solo por sospechas que le sobrevenían mientras estaba de compras. Era una ama de casa y madre de familia que en las sombras traficaba con cocaína.
El problema es que la figura de Griselda, tan deformada y mitificada en relatos de ficción, series de televisión y novelas, había perdido interés, era una historia de la que muchos ya no querían acordarse. Y yo tenía la real, la verdadera, la documentada por los testigos. Sentía que en el fondo tenía un pedazo de la prehistoria del narcotráfico que seguramente no vería la luz.
En 2016, cuando estaba estudiando el máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Planeta Colombia me propuso escribir un segundo libro sobre Griselda, no para publicar, sino para vender los derechos a la televisión para una novela que iba a producir Televisa en Estados Unidos y que protagonizaría la actriz mexicana Ana Serradilla. Me dediqué entonces durante varios meses a desempolvar todo el material que había acumulado. Comencé a faltar a la universidad y a encerrarme otra vez en ese mundo de Griselda que me seguía persiguiendo y que me terminó encontrando frente a un computador en un cuarto de estudiante sin plata del tamaño de una caja de fósforos, camuflado en la fachada de una casa a medio pintar del barrio Collblanc, de Barcelona, una zona alejada del centro turístico, poblada de árabes y latinoamericanos. Cada capítulo que terminaba lo presentaba a mis profesores como ejercicio de escritura, más para matar dos pájaros de un solo tiro y poder cumplir de paso con mis obligaciones académicas. El manuscrito final se perdió entre carpetas y papeles que me acompañaron de regreso a Colombia y que viajaron de trasteo en trasteo en los años siguientes. La verdad es que nunca pensé en rescatarlo de nuevo para verlo convertido en libro, en el final, en el definitivo. Solo hasta 2024 que comenzó a hablarse nuevamente de Griselda a raíz de la serie de Sofía Vergara. Y volvieron los titulares de prensa, la glorificación, las escenas de acción, los actores de reparto, la utilería, el mito.
Un día de enero de 2024 estaba trotando en el gimnasio y escuché la promoción de la serie. Pensé en que a lo mejor ese podía ser un buen momento para mostrar de una vez por todas la cara real de Griselda, y publicarla al menos para dejar un testimonio, como un aporte que ayudara en la revisión del pasado más allá de lo que la industria del entretenimiento seguía fabulando. Diego Garzón, editor de Planeta, pareció haber leído mi mente pues ese día me escribió para preguntarme si acaso no tenía algo escrito sobre Griselda que pudiéramos reeditar. Busqué en cajas y en rincones insospechados hasta que hallé un disco duro refundido en una bolsa con fotos viejas de mi época de estudiante. Ahí estaban los archivos. Durante algunos días leí, releí, y edité el largo texto que había escrito ese otro yo de hace doce años y aquel otro de hace ocho mientras estuvo encerrado en un cuartico en Barcelona viendo por la ventana todos los días aterrizar palomas en el balcón de enfrente, en medio del invierno. Por momentos le agradecí a aquellas manos, que ya no son estas, por haber escrito con tanta furia y dedicación un libro que ahora parecía estar leyendo por primera vez como si no fuese mío. Me cuesta creer por momentos que haya pasado tantos años siguiéndole los pasos a una mujer que muchas veces me visitó en sueños, una señora que, a diferencia de lo que ella pensaba, estuvo lejos de ser la heroína que muestran en la televisión y de cuyo recuerdo quisiera deshacerme por fin con la publicación de estas páginas. Por la memoria de Johnny, por esa foto suya que sigue caminando detrás mío como un perro fiel, es que dejo a ustedes este relato, esta historia que considero real.
Bogotá, 25 de enero de 2024.
Este texto es el prefacio del libro Griselda (Editorial Planeta) de José Guarnizo, que será publicado en las próximas semanas.
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