1 de octubre de 2021
Didier Ramos tenía 10 años cuando se vio rodeado de pinos y eucaliptos en una finca a la que se fue a vivir con su familia en La Florida, cerca de Pereira, en Risaralda. Sus padres eran campesinos y cuidaban un lote de propiedad de Cartones de Colombia, en el que los patrones adelantaban un proyecto de aprovechamiento forestal. Esos troncos, la mayoría con cortezas de color marrón y grisáceo, no significaban mucho para Didier. A lo sumo le servían como guarida para jugar con sus hermanos a las escondidas. Los árboles eran sombras que se mecían en las noches y nada más.
Más de diez años habrían de transcurrir para que Didier un día volviera a su casa, ya convertido en técnico forestal, y se diera cuenta de que había pasado la mayor parte de su infancia en un paraíso. Fue como haberse descubierto sobre una montaña de oro, y no precisamente por el valor del metal, sino por lo que significaba conocer, a ciencia cierta, la importancia de los árboles en el planeta. Y en su casa había cientos, se podían ver hasta donde alcanzaba la vista.
En un instituto en Pensilvania, Caldas, Didier había aprendido que los árboles actúan contra el calentamiento global gracias a que absorben del aire el CO2, un gas con propiedades de efecto invernadero, y que además dan alimento y refugio a insectos y aves, mantienen el paisaje, evitan la erosión del viento y del agua, purifican el aire en las ciudades, hacen más lenta la escorrentía de agua frente a posibles inundaciones, disminuyen la contaminación auditiva, embellecen los espacios y la vida en general. Y, por si fuera poco, ayudan a combatir el efecto de isla de calor en las ciudades. Didier vio desde entonces el mundo con otros ojos.
Ahora tiene 32 años. Está sentado sobre un pretil de la finca San Agustín, un caserón puesto sobre un promontorio verde de la vereda San Antonio, de Támesis, Antioquia. Desde esta montaña es fácil amar a la humanidad, al menos momentáneamente, en tiempos de industrialización desbordada, caos por efecto de la contaminación en las ciudades y pandemias. Aquí la mano del hombre nunca llegó arrasadora y destructiva, como ha sucedido por siglos en otros cielos. En San Antonio se han juntado para todo lo contrario: para plantar árboles que durarán en pie cincuenta, sesenta, setenta años, y que verán los nietos de los nietos de quienes los sembraron y aquellos cuyos padres aún no se han encontrado ni siquiera en el camino de la vida para engendrarlos. Alrededor de la casa que hoy está visitando Didier para supervisar la siembra de nuevos árboles huele a boñiga de vaca, a algarrobo, a flores silvestres. Hay besos, geranios, rosas, tulipanes y cartuchos desperdigados en materas, como si se tratara de un jardín de ensueño de esos que las ciudades sepultaron hace años.
Didier es de cara ancha, cejas delgadas, piel del color del cobre. Tiene rasgos indígenas y una cierta humildad para reconocer que en sus años como técnico forestal ha participado en la siembra, bajita la mano, de unos 400.000 árboles. Mientras habla se cierra la chaqueta. Hace frío. Podemos estar a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar.
Didier trabaja para Reverdec, un proyecto de Celsia, la empresa de energía del Grupo Argos, que tiene como meta sembrar entre 2016 y 2025, nada menos que 10 millones de árboles en Colombia. No es una apuesta solo por plantar sino por algo que los especialistas llaman restauración ecológica participativa, que significa recomponer y reparar el paisaje para que vuelva a su condición original, alrededor de cuencas hidrográficas de la mano de la comunidad. Es una intervención que busca la recuperación de un ecosistema que ha sido degradado por diferentes factores. El Instituto Humboldt lo define así: “Los colores y los pinceles de la restauración ecológica son las plantas, que se pueden acomodar de tal manera que llaman a otras plantas y animales, también ayudan en la recuperación del suelo y, en general, juegan un papel fundamental en la salud del ecosistema”. En los años noventa se hizo muy famoso un programa de televisión que se llamaba Las aventuras del profesor Yarumo. El protagonista era un hombre de bigote espeso que visitaba fincas como esta de San Agustín y les enseñaba a los campesinos a mejorar sus cultivos, en una Colombia todavía muy rural. La canción que acompañaba los periplos del profesor por el campo se parece mucho a los efectos de la restauración: “La gente al verse sin agua, matas de monte sembró, volvieron los pajaritos y el agua también volvió”.
El programa ReverdeC, cuenta Didier, llegó a San Antonio en 2019. La idea era impactar a toda la cuenca del río Cartama. Ese año sembraron 205.000 árboles en La Ermita, El Globo y las Minas del Guayabo. Lo dice levantando el dedo índice para señalar los filos de las montañas más altas. En 2020 se vino la pandemia del coronavirus y se aplazaron un poco las metas. Aun así, pudieron dejar 85.000 árboles en la parte alta de San Antonio y otros 27.000 en los bajos de la vereda. Ese año quienes llevaron a cabo el proceso con sus propias manos fueron los campesinos de la comunidad.
El propósito de ReverdeC para 2021 en esta zona es dejar 100.000 árboles sembrados. En mayo llevaban 15.000 y ya tienen predios, marcaciones en los terrenos y todas las intervenciones iniciales para el trabajo que se viene. No deja de ser curioso que Didier cuente semejantes cantidades de árboles con tanta naturalidad como si se tratara de un juego de niños y no de un aporte con repercusiones para toda la humanidad. Birvany Moreno Jaramillo trabaja para Tekia, también empresa filial de Grupo Argos, que acompaña la gestión social del proyecto. Ella hace una claridad. Dice que este es un programa de inversión voluntaria de Celsia, que sobre todo busca un beneficio a largo plazo, para las futuras generaciones, no para intenciones de aprovechamiento a los dos o tres años. Nunca antes la palabra sembrar había servido tanto para describir una acción y al mismo tiempo para plantear una metáfora: sembrar para cosechar luego.
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Este nudo de picos montañosos se conoce como La Cuchilla Jardín-Támesis. Es una portentosa estrella hidrográfica del Suroeste antioqueño. La llaman así por ser un macizo donde nacen afluentes de agua hacia distintos flancos, como una estrella. Y es así como brota el río San Antonio o la quebrada La Mendoza, que se convierten en el sustento de los acueductos de los municipios de Támesis y Jardín. Es un nacedero de cualquier cantidad de quebradas en las que se podría beber agua sin miedo a enfermarse. Entre ellas están Juntas, San Agustín y El Tacón. En esta misma cuchilla, que desde el aire se ve como un cojín verde y arrugado, serpentea el río Cartama que nace en el Alto de Morro Plancho, a unos 3.000 metros sobre el nivel del mar. Los ríos Claro, San Antonio y Frío, que vienen de Támesis, son sus principales afluentes. La cuenca del río Cartama fue justamente la que atrajo a ReverdeC con la restauración ecológica y la siembra.
Liliana del Socorro Álvarez Berrío tiene 36 años y hace parte de una de las once familias que viven en San Antonio. Aquí todos se conocen como nadie y tienen algún tipo de parentesco. Viven en casas aisladas la una de la otra. Las separan los senderos por donde es posible ver pollos de engorde, gallinas ponedoras, lagos con truchas, cultivos de papa, lulo, tomate, mora, arveja, maíz, fríjol, arracacha, aguacate, tomate de árbol, y una larga lista de tubérculos que salen de la tierra directamente a la olla de las casas.
Liliana, que terminó convirtiéndose en una experta sembradora de árboles con este proyecto, está en la vereda desde que tenía 7 años y la vida en el campo era más dura y más sana, al mismo tiempo. “Éramos muy pobres”, dice. Doña María Jael Galvis, la tía de su mamá, tuvo mucho que ver en su crianza. Fue su partera, incluso.
Ella evitó varias veces que Liliana se fuera a la cama sin un sorbo de agua de panela o sin un pan. Por eso se le escurren las lágrimas cuando menciona que falleció hace cuatro años, cuando aún no habían comenzado la siembra de árboles. Muchos de esos troncos que día a día se estiran hacia el firmamento, Liliana los ha enterrado pensando en María Jael. Es una especie de homenaje que le ha rendido por no haberla abandonado nunca. Ni a ella ni a sus nueve hermanos.
—Tenía 86 años cuando murió. Ella no era muy enferma, le dio un infarto fulminante. Dios se la quería llevar. Fue la que nos levantó. Cuando en mi casa faltaba la comida, ella llegaba con un pedacito de carne, arroz, ropa, era la que nos vestía.
Resulta un tanto extraño ver llorar a Liliana cuando ella, dicen todos alrededor, es solo risa durante el día. Pero la vida está llena de esos matices. Su papá, don José de Jesús Álvarez, se dejó tentar muchas veces por el alcohol y se desentendió de sus hijos cuando eran niños. Se iba un viernes para el pueblo y solo regresaba tres o cuatro días después, sin plata en el bolsillo y con unas resacas que apenas le daban para seguir durmiendo. En esos espacios insoportables aparecía doña María Jael con sus cuidados. Si a Liliana se le rompían las botas para ir a la escuela, ella se las remendaba con otro pedazo de caucho para que no se le metiera el agua en los días de lluvia. Le hacía vestidos con retazos, le armaba muñecas con pedazos de ropa vieja y le cosía con pedacitos de tela la ropa interior.
Volvieron los osos
Antes de que esta fuera declarada una zona de reserva, unos veinte años atrás, solían verse cazadores deambulando por San Antonio. Por esta misma finca se han asomado recientemente, paseándose como si estuvieran de visita para el almuerzo, osos de anteojos. Los describen como animales pacíficos y tímidos, de hábitos nocturnos, solitarios, que huyen de los humanos. Son unos hermosos mamíferos de pelaje marrón y café, que tienen unos ojos enormes que caen hacia los costados como si los invadiera la tristeza. La llegada de cientos de miles de nuevos árboles se ha convertido también en una oportunidad para que este animal, cuya existencia es catalogada como vulnerable, pueda vivir en las mejores condiciones posibles. Y pasa lo mismo con la diversa fauna que habita estas montañas. Aquí pueden aparecer en cualquier momento tigrillos, loros orejiamarillos, nutrias, perros de monte y gallitos de roca, unas aves exóticas, rojas de la mitad para arriba y azules y moradas de la mitad para abajo. Es como si llevaran vestido y sombrero para una noche de gala.
El conflicto, aunque tímidamente, también se asomó por San Antonio a comienzos del 2000. Nunca los grupos armados se ensañaron con la comunidad como ocurrió en vastas zonas rurales del país. Sin embargo, también se padecieron las tensiones por los enfrentamientos entre la guerrilla, los paramilitares y el ejército. Muchas veces caminaron por aquí grupos ilegales llevando secuestrados. No fueron pocas las noches en que la gente pasó en vela escuchando combates a lo lejos.
Pero el tiempo pasó y San Antonio fue tomando forma de paraíso. En cada casa cultivan más de la mitad de los alimentos que necesitan para vivir. Entre familias hacen trueques. Siempre hay un tinto humeante de olla para ofrecer, un sancocho de gallina criolla para el que venga de visita de otra vereda. Hay aire puro, agua limpia. Es imposible encontrar una basura en el suelo. “Vivimos sanos gracias a la naturaleza y por eso nos debemos a ella. Los animales y los árboles se necesitan y necesitan de nosotros, es como un círculo”, dice Liliana.
Cuando Celsia llegó con ReverdeC, ella comenzó prestando el servicio de alimentación a los trabajadores. Eso fue en la primera temporada. En el 2020, sin embargo, se dio cuenta de que ella también podía organizarse para plantar masivamente con su familia. El año pasado sembró con sus allegados nada menos que 25.000 árboles. Aprendió a platear, que es hacer con un azadón un círculo en la tierra de unos 80 centímetros. También a hoyar, que no es más que alistar el terreno, quitarle la grama alrededor y hacer un hueco de 30 por 30 centímetros.
Al final comenzaron a trabajar en lo que ya, por la propia experiencia que llevaban a cuestas en el campo, sabían hacer. Raúl Antonio Suárez, un joven campesino de 25 años, se alistó con ocho ayudantes, todos familiares. La cuadrilla de Liliana estaba compuesta por seis personas, casi todas mujeres: su cuñada, Lina Marcela Usma; sus hermanas, Blanca Nohemí Álvarez y Margarita Álvarez; su esposo, José Alonso Galvis; y su hijo, José Daniel Galvis. Y ella misma, que fue la líder y la responsable de poner a marchar a cada uno como un relojito.
Durante meses, los hombres salían de la casa a eso de las 4 de la mañana y trabajaban hasta las 2 o 3 de la tarde. Las mujeres solo podían hacerlo desde las 6 de la mañana. “Porque nosotras somos un poquito más ocupaditas”, dice Liliana. Se refiere a que ellas tienen más labores a cargo en el núcleo familiar y en el hogar. La preparación de los alimentos —y parece un tema cultural— es de su responsabilidad. Aún así, cuando se trata de labrar la tierra y de jornalear, como dicen allá, se miden hombro a hombro con los hombres.
Pero no es solo sembrar árboles sino garantizar el sostenimiento hasta que estén fuertes para que se adapten a las condiciones de cada suelo. Y por eso el compromiso de Liliana y de su familia implica visitar constantemente los árboles, echarles ojo, mirar la evolución de los palos. En ReverdeC cuentan que han usado 96 especies para los procesos de restauración, la mayoría de ellas nativas. “De ahí que en las cuencas intervenidas se siembren árboles tradicionales como arrayanes, nogales, vainillos, nacederos y guadua. Estas especies son protectoras de las cuencas, aportan nutrientes a los suelos, producen forrajes ricos en nitrógeno y otras son frutales”. Y añaden: “Para contribuir con la preservación de los ecosistemas, este año se pasó de sembrar 7 a 9 especies de árboles que se encuentran en categoría de amenaza: algarrobo, roble, cedro negro, comino, caoba, cedro de altura y rosado, sangretoro y pino colombiano. En los viveros también se están produciendo semillas en espuma fenólica, elemento que reemplaza el uso de la bolsa plástica, está libre de hongos y bacterias, y se usa para el desarrollo de raíces de plantas de alta calidad. El programa también busca emplear otros materiales biodegradables”.
En San Antonio plantaron chagualos, salvias, camargos, robles, palmas y canelos, entre muchos otros adecuados para este tipo de altura. Sin embargo, tanto para Didier como para Liliana hubo tres especies que, por su encanto, representaron una motivación adicional. Ahí estaban los alisos, que crecen rápido y se avivan con hojas anchas acartonadas de un verde oscuro intenso. También los amarrabollos, de tronco cuadrado, flores violetas y opacas. Y el chaquiro. Algunos lo llaman romerón o diablo fuerte. Es el único pino nativo colombiano. De tallo recto y poco ramificado, puede llegar a los 45 metros de altura. Sus flores son de color crema, casi transparentes, de una elegancia prodigiosa.
Luego de un día de siembra, José Alonso, el esposo de Liliana, reunía a la familia, sacaba la guitarra y comenzaba a tocar, así como hace veinte años cuando se conocieron y se enamoraron. No hace falta en esta casa ni en esta vereda eso que en las ciudades llaman lujos. Aquí la suntuosidad viene en forma de río. Muy cerca pasa el Guayabero, que se entierra por seis kilómetros debajo de una caverna, que se formó de un cono volcánico durante miles de años. Liliana a veces lo cruza sumergida, agarrándose de piedra en piedra. “Son como toboganes, uno se mete y eso es frío, frío, como para entiesarse”, dice ahora dejando salir toda la sonrisa que se le conoce. Lo suele hacer sola y con algunos turistas que se avientan a conocer estos paisajes insospechados.
Para qué tecnología, para qué los afanes de la urbe si dentro de la misma vereda está el Manto de la novia, una cascada de más de diez metros de altura, cuyos chorros de agua se precipitan blancos y en caída abierta como si se tratara del velo de una recién casada que acaba de salir de la iglesia. Para qué centros comerciales si muy cerca están la Cueva del oso o la Cueva del cura, formaciones rocosas que cargan sus leyendas. O el cerro Cristo Rey, desde donde es posible divisar terrenos que pertenecen a los municipios de Santa Bárbara, La Pintada y Caldas, en Antioquia.
A veces pareciera que Liliana y las once familias de San Antonio no fueran realmente tan conscientes del aporte que con sus manos le hacen al planeta plantando los miles de árboles que apoya Celsia con su programa ReverdeC. Raúl Antonio Suárez, uno de los jóvenes que más se echó al hombro el proceso, está sentado frente a Didier planeando la nueva temporada de siembra masiva. Sus mejillas enrojecidas delatan su vida de campo y la altura de las montañas. Se sabe privilegiado de vivir en un lugar adonde todavía no ha llegado el coronavirus ni la contaminación con sus fauces que todo lo devora. La respuesta que da a la pregunta de cuál es su mayor sueño en la vida lo resume todo: “Dedicarme al campo, a cultivar tomate, mora, seguir viviendo aquí libre, ese es mi sueño”. Y es lo que ya hace, el tesoro que ya tiene.
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Sobre ReverdeC
ReverdeC es el programa voluntario de restauración ecológica de Celsia. Su meta es sembrar 10 millones de árboles nativos en 10 años para restaurar las cuencas hidrográficas de Colombia de la mano de aliados y de las comunidades. Comenzó en 2016 y en sus primeros 5 años ha restaurado más de 4.300 hectáreas con 7 millones de árboles cultivados y cuidados en Antioquia, Valle y Tolima.
Sobre Celsia
Celsia (empresa de energía del Grupo Argos) es una empresa apasionada por las energías renovables, con presencia en Colombia, Panamá, Costa Rica y Honduras. Genera y transmite energía de fuentes renovables (agua, sol y viento) con respaldo térmico. Además, presta el servicio de energía a más de un millón 100 mil clientes los departamentos del Valle del Cauca y Tolima. Tiene una cultura empresarial innovadora y ofrece un amplio portafolio para que sus clientes de hogares y empresas disfruten de una energía sostenible y eficiente.