En alianza con Comfama, Vorágine resalta el espíritu emprendedor de mujeres en la pandemia. En esta primera entrega, la vida de María Orfilia Moreno, una madre que con las uñas sacó adelante una de las academias de belleza más importantes de Urabá.
19 de octubre de 2020
Por: Sophía Gómez / Ilustración: Camila Santafé
Orfelia

La primera clienta que atendió Orfilia llegó a su salón de belleza cuando el espacio estaba prácticamente vacío y con la primera capa de pintura verde recién aplicada en las paredes. No había tiempo qué perder. Era 1988. La joven de 21 años se había comprometido a pagar, hacia el final del día, los 14.000 pesos restantes del arriendo del local. De tanto insistir, obtuvo un préstamo por 16.000 pesos para pisar el negocio, pero el dueño del lugar, temeroso de que no reuniera la suma, contaba los minutos para venir a cobrarle el dinero faltante o, en su defecto, sacarla de ahí.

Orfilia era conocida en el barrio Fundadores, en pleno centro económico de Apartadó (Antioquia), por su pulida técnica de alisado de cabello y por el impecable trabajo que realizaba en corte, color y manicura. Desde la adolescencia, ella ejerció como estilista a domicilio para costearse el estudio y reafirmó su buena reputación en una peluquería alterna, tres meses antes de abrir su salón de belleza. Por esa razón, la clienta no dejó que Orfilia soltara los tornillos y el cemento que compró en la ferretería para adecuar su local, cuando ya le estaba pidiendo el primer servicio de tintura.

La habitación de dos metros de frente por tres de fondo se empezó a llenar mientras el albañil aún instalaba el lavacabezas y los muebles de madera que Orfilia misma tapizó y diseñó en la ebanistería de uno de sus tíos. Los transeúntes de la calle 96 con carrera 97 —acostumbrados a ver en ese punto una vivienda y no un negocio de belleza— se asomaban curiosos por la ventana que daba hacia la calle y cuando notaban quién era la joven que atendía, ingresaban sin dudar.

—Ese día le pagué al albañil, pagué el arriendo y me quedó platica— recuerda.

María Orfilia Moreno Mosquera nació el 12 de octubre de 1967. Orgullosa cuenta que tiene más años que su natal Apartadó, que fue inaugurado oficialmente como municipio un año después. Aunque su familia provenía del Bajo Baudó, en el departamento del Chocó, la corriente del río los arrastró por Istmina, Riosucio y Tagachí, antes de asentarse en un ranchito en el barrio Pueblo Nuevo en Apartadó, donde finalmente vivió y creció Orfilia, como prefiere que la llame.

— Me cuentan que mi mamá sufría de insuficiencia cardíaca. Nací y ella duró más de un año enferma. En octubre pareció mejorar, pero en diciembre falleció. Yo pasé toda la noche pegada al cuerpo de ella y me dicen que mi padre no se dio cuenta de su muerte sino hasta la mañana siguiente.

Esa pérdida desintegró la familia de Orfilia. Su padre biológico se devolvió al Chocó y la pequeña niña, junto a su hermano mayor, quedaron a merced de doña María Inés y José Américo; abuela y tío materno, quienes se negaron a dejarlos partir. Pese a que su padre reapareció años después, la relación solo mejoró notablemente en la adultez.

Para Orfilia, María Inés y José Américo son sus verdaderos papás.

El amor nunca faltó, pero el dinero escaseaba. El barrio Pueblo Nuevo surgió como una invasión en los años sesenta que luego formaría parte de la comuna tres del municipio. Por consiguiente, quien llegaba vivir allí construía su vivienda al margen izquierdo del río Apartadó. Las calles eran polvorientas y lo siguen siendo, seis décadas después. La violencia y los enfrentamientos entre pandillas se han intensificado en los últimos años del mismo modo como ha sucedido en gran parte de la subregión de Urabá.

Eso sí, cuando Orfilia era tan solo una niña su panorama era distinto. Más mágico y tranquilo que la cruda realidad.  Al ser una zona parcialmente rural el ranchito de la familia Mosquera fue creciendo a la par de los árboles de guanábana, manzana, limón y banano que cultivaba doña María Inés. Un espacio que hoy, a sus 53 años, Orfilia añora y sigue imaginando como un lugar majestuoso con mucho terreno para correr.

José Américo dice que su hija siempre ha sido buena muchacha, responsable y decidida. “Ella me dijo ‘papá, no consigo un novio, no me caso y salgo de esta casa hasta que no estudie”. Y así fue. Orfilia tenía gran sed de conocimiento, pero la academia también era la excusa perfecta para evadir los quehaceres hogareños que le asignaban y que tanto detestaba realizar. Lavar no era lo suyo y cocinar, menos. Mientras que el arte de la peluquería, mecanografía, pintura en tela y modistería las aprendió con destreza.

—Mi abuela decía ‘algo de todo lo que está estudiando algún día le va a servir’— recuerda Orfilia entre risas.

Si las ganas y el conocimiento están, no se necesita gran capital para emprender. Ese es el lema que ha trazado la vida de Orfilia. Desde cuarto de primaria vendía papas chorreadas, maíz tostado con leche y refresco ‘Moresco’ para reunir dinero y pagarse los cursos que realizaba después del colegio. En su adolescencia, y cuando las ventas no eran suficientes, se valía de su osadía para obtener el dinero a como diera lugar. “La mensualidad para estudiar peluquería costaba 4.000 pesos y como en mi casa no había plata, yo sabía que nadie me la daría. Entonces, sin pena, yo le pedía a mis amigos que en vez de invitarme a tomar refresco me dieran el dinero para reunir la mensualidad”, recuerda.

Con los años, las sabias palabras de doña María Inés se cumplirían a cabalidad. Orfilia ejerció varios oficios, pero fueron los tratamientos de belleza los que le dieron la independencia económica que tanto anhelaba. Hacia la década del ochenta, Pueblo Nuevo no estuvo ajeno a la violencia. Las fronteras invisibles y las guerras que se daban entre las Farc, el Epl y los paramilitares muchas veces pasaron por el lado de Orfilia. Apartadó fue una de las regiones del país en las que más salió a flote el conflicto con todos sus dientes y eso hizo que salir adelante fuera más duro. En Orfilia y en sus vecinos nació una resiliencia que los terminó volviendo más fuertes.     

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Mientras hablamos, Orfilia juega con una regla al otro lado de la línea y supervisa de lejos lo que es hoy su reconocido negocio. No puede quedarse quieta y siempre está maquinando ideas para mejorar los servicios que ofrece en ‘Maor’s Instituto y Centro en Belleza’. Del ímpetu y la constancia, nace su prestigio como empresaria. Esta mujer negra es ejemplo a seguir para cientos de estilistas en Apartadó que la buscan para aprender de su arte.

Lo que comenzó siendo un salón de belleza donde los clientes aguardaban por un turno a las cinco de la mañana -sentados sobre el andén de la calle, por lo pequeño del espacio- terminó por convertirse en una empresa con el kit completo. En el lado derecho de la casa, se ubican los tocadores y las sillas color azul destinadas a la peluquería. Al lado contiguo, el área de masajes y manicura. Mientras que en el fondo se encuentra la estantería de vidrio, de piso a techo, con los productos cosméticos y para el cabello que conforman el almacén.

— Mi papá dice: ‘no le corra jamás a la inversión porque quien lo hace pierde las ganancias’— menciona Orfilia, mientras describe el lugar.

Lo que resta de la casa está destinado a la academia ‘Corporación para la Belleza Maor’s Estilo’, una institución educativa una institución técnica que nació en 2010 y, pese al coronavirus, aún mantiene a 25 de las 68 estudiantes que se inscribieron en marzo de este año a los cursos de cosmetología, peluquería, tricología y estética.  Los ahorros se fueron en la pandemia, pero Orfilia -que estudió y se certificó en cada una de estas temáticas que instruye- actualmente sigue brindando trabajo a tres profesoras, igual número de auxiliares, una contadora, una secretaria y una vendedora.

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En 1989, Orfilia dividía sus fuerzas entre terminar sus estudios como tecnóloga agroindustrial por las noches y sacar a flote un salón de belleza en el que ningún miembro de su familia creía. Ni siquiera su padre José Américo, quien confiesa que le dio su bendición para arrendar el local, pero reconoce que tenía un temor que lo carcomía por dentro: sentía miedo de que fracasara y se desilusionara, en vez de terminar la carrera con la que seguiría sus pasos como contratista en una finca de la región. 

No obstante, su hija le demostró lo contrario. Las manos dolían y el cuerpo pesaba. Orfilia casi no dormía, pero aun así terminó su carrera en el Politécnico Colombiano Jaime Isaza Cadavid, aunque nunca la ejerció. En cada trabajo que le ofrecían le pagaban el salario mínimo de aquella época, unos 32.000 pesos, monto que ella ganaba en tal solo dos días laborando como estilista.

El negocio creció tanto que la joven tuvo que arrendar otra habitación de la casa, contratar una, cuatro y luego diez ayudantes para atender la demanda de clientes que le llegaban a diario. En 1999, el espacio seguía siendo insuficiente y por eso Orfilia viajó a Cartagena a negociar con los herederos de la propiedad para que se la vendieran en su totalidad y así continuar con la expansión del proyecto. “Usted sabe que a veces la gente a los árboles buenos les tira”, afirma. Muestra de ello es que cuando le hicieron la primera oferta por la casa de 270 metros cuadrados le pidieron 11 millones de pesos. Tres meses después, mientras Orfilia tramitaba los recursos para comprarla, los dueños pelaron el cobre y le pidieron cinco millones más. El local daba más ganancias de lo esperado y ellos lo sabían.

—En una sola palabra podría definir a mi mamá: integralidad. No solo ha trabajado por lo suyo, sino que ayuda a los demás. Mi mamá es una persona honesta, obra de la mejor manera en su negocio y en todos los aspectos de su vida. Sus valores y creencias son los pilares de su éxito, sumado a la motivación que mi hermano y yo representamos para ella — dice Carlos Alberto, el menor de sus hijos.

El paseo para conocer a mamá

Salir de madrugada y regresar en la noche tenía que traer consecuencias. Con algo de tristeza, Orfilia cuenta que en algún momento sus dos hijos le reprocharon el poco tiempo que les dedicaba. Sentían que no los quería lo suficiente y que el trabajo en el salón de belleza se anteponía en su relación maternal. Eran niños, incapaces de comprender que detrás de una infancia al cuidado de empleadas había toda una batalla interna de su madre por sacarlos adelante sin ninguna ayuda.

Orfilia duró nueve años de novia con quien sería el papá de sus hijos. El 16 de octubre de 1994 le dio el sí y, tal como lo prometió en la adolescencia, salió de su casita en Pueblo Nuevo. Ya tenían su propio lote y la construcción de la vivienda estuvo lista antes de poner el anillo en su dedo. En esa ocasión, la recursividad brotó nuevamente en ella. En busca de economizar, aplicó el conocimiento adquirido en aquel curso de modistería para diseñar su propio vestido de matrimonio, viajó a Medellín a comprar la tela, lo creó al estilo ‘sirena’ y lo decoró con flores y perlas blancas en la parte frontal.

Boris fue concebido a los tres meses de casados y Carlos Alberto, un año y medio después. Sin embargo, Orfilia los crio en solitario desde que el primero cumplió los cuatro años y el siguiente, apenas dos. “A un hombre le puedes aguantar pobreza, enfermedad, pero la infidelidad es un irrespeto”, dice.

De ese modo, mientras el negocio iba viento en popa, a Orfilia le tocó asumir el papel de madre estricta, compensando su ausencia, para que sus hijos no se desviaran del camino mientras ella trabajaba de domingo a domingo. No los dejaba salir a la calle a jugar sin supervisión y los metía a cuanto curso podía para afinar sus talentos. Hacía lo que podía, lo que estaba en sus manos…

A los diez años, calcula Boris, conoció realmente a su madre o al menos a esa edad captó el recuerdo más significativo que tiene de su infancia junto a ella y que cambió su forma de percibirla. Por primera vez y durante semana y media, Orfilia dejó de lado su faceta como empresaria, abandonó su elegante vestimenta y se transformó en la versión mejorada que sus hijos buscaban.

La familia emprendió un viaje en carro por toda la costa caribe, paseando por Barranquilla, Cartagena, Santa Marta y Tolú. El joven, a sus 25 años, revive la imagen de su mamá vestida con camiseta, chanclas y pantalones cortos. Orfilia reía y reía, mientras chapoteaba a orillas del mar y el sol se ocultaba al atardecer. “Fue una oportunidad para conocerla, verla con otros ojos, verla diferente”, dice Boris.

El crecer trajo consigo la madurez y la comprensión de los hermanos hacia su madre. Boris es comunicador social y periodista. Carlos Alberto está en onceavo semestre de medicina y hoy dan gracias a Orfilia por los sacrificios que hizo para formar los seres humanos que son.

—Yo nací en el ambiente laboral de mi madre. Desde que tengo conciencia ella ha sido una persona ocupada y perseverante en sus negocios. He crecido con ese ejemplo de tenacidad. Recuerdo que se iba muy temprano, pero cuando ella llegaba siempre había el respectivo regaño (ríe). Cumplió de la mejor manera su papel de madre con el apoyo moral, económico y educativo que estuvo a su alcance — señala Carlos Alberto. 

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El 10 de febrero de 2007 ocurrió quizás la prueba más dura y compleja de sobrellevar para Orfilia y aun así sus hijos no la vieron desfallecer.  Además de sus múltiples certificaciones en el terreno de la belleza, Orfilia decidió estudiar contaduría pública para manejar a la perfección la parte contable de la academia, que recién surgía como un proyecto a futuro. Ese día dejó su camioneta parqueada en el negocio y optó por irse caminando a la Corporación Universitaria Remington. No había forma de sospechar que ese sería uno de los peores días de su vida, un episodio que casi la hace tocar fondo.

Su pareja sentimental de ese entonces, de quien omite su nombre y solo deja saber que era un pensionado, tomó sin su permiso el vehículo para llevarlo a casa y tuvo un accidente en el que falleció una persona.

“Por ser dueña del carro me tocó pagar 77 millones de pesos”, recuerda Orfilia. Fue una prueba dura para ella también por lo que implicaba el dolor y el duelo de la familia afectada. En principio, la indemnización para las víctimas ascendía a 55 millones, pero como no hubo un documento firmado, sino la palabra empeñada de que los intereses los pagarían después; la familia de la víctima demandó de nuevo y un juez ordenó 22 millones adicionales.

Hubo proveedores del salón de belleza que comprendieron la situación, otros cayeron como buitres a cobrar y las deudas se fueron acumulando. El autor material del hecho respondió, pero a medias. Cuando Orfilia terminó la relación entre ambos el hombre dejó de pagar las cuotas mensuales de millón y medio y desapareció de su vida. Han pasado trece años desde el accidente y ella todavía tiene impuestos atrasados por cancelar.

Boris tiene grabado que su mamá siempre huyó de los conflictos y los malos sentimientos. Él y su hermano eran muy pequeños para comprender la magnitud de lo ocurrido, pero si algo los hace sentir orgullosos es la resistencia con que Orfilia asumió esta y otras tantas adversidades. Nunca agachó la cabeza, mantuvo su mirada en alto y perdonó a quienes en el camino le hicieron daño. A su padre biológico, su exesposo y hasta el hombre que casi la deja en la quiebra por su crimen, no les guarda rencor.

En concordancia, ella también entrega todo de sí a quienes la han apoyado y han hecho posibles sus sueños. La vida le permite a Orfilia en la actualidad contar con un negocio próspero, pero sobre todo valora tener dos hijos bien educados, dos padres -uno de sangre y otro de corazón- que aún la acompañan. Sumado a dos madres que desde el cielo comprueban que tanto curso y estudio sí sirvieron de algo.

Orfilia creó una empresa, un legado que es ejemplo para miles de personas en Apartadó. Y aun así quiere asumir el reto de patentar un tratamiento capilar único que ha inventado. El proceso será largo, pero ella dice tener la vitalidad para aguardar y, porqué no, mientras espera, tomar un nuevo descanso junto a sus hijos en alguna playa cuando la economía y la pandemia se lo permitan.

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