¿Qué pasa cuando se denuncia el acoso sexual en Colombia? ¿Por qué se minimizan las denuncias? ¿Hasta cuándo insistir? ¿Por qué algunos piensan que el acoso verbal no es tan grave, que solo son comentarios jocosos? Columna de opinión.
14 de junio de 2022
Por: Catalina Trujillo-Urrego*

Suena en la radio Las cuarenta, y mientras Rolando Laserie canta «cuando grité una injusticia, la fuerza me hizo callar», pienso en la historia de Camila**. Se las voy a contar.

A principios del 2021 la llamaron para trabajar en un proyecto como freelance en una entidad del sector privadoAllí conoció a Fabián, quien en términos de funciones y cargos vendría siendo su jefe. Hasta 2022 siempre trabajaron telefónicamente, no solo por la pandemia, también porque el trabajo que realizan no exige presencialidad. Solo se encontraban ocasionalmente a almorzar y en esos espacios se fortaleció un vínculo profesional en el que ella sintió que podía aprender de la experiencia de este hombre, pues lleva varias décadas más que ella en el sector. Un día él le propuso almorzar y luego ir a su casa a terminar la entrega que tenían pendiente. 

En medio del trabajo, como era costumbre, hablaron de temas aleatorios, uno de ellos fue el síndrome de ASIA —una condición médica autoinmune asociada a sustancias ajenas al cuerpo, como las prótesis de silicona—. Camila le dijo a Fabián, en chiste: «Menos mal yo era pobre cuando quise ponerme tetas porque luego crecí y me di cuenta de que no las necesitaba». La respuesta de Fabián fue: «Yo no sabía que estabas inconforme con tus senitos. Yo los hallo tan hermosos. Hasta los he imaginado». Camila, que carga consigo el recuerdo del abuso sexual infantil, sintió pánico en ese momento y no dijo ni hizo nada; quedó paralizada ante la mirada lasciva de un hombre mucho mayor que ella que estaba saltando la barrera de la relación laboral que hasta ese instante los unía. Unos minutos después Fabián se acercó y trató de abrazarla diciéndole: «Es que hoy tengo como unas ganas de estar cerquita de ti». Camila lo esquivó, procuró terminar rápido el trabajo y se fue. 

Días después, acongojada por el peso de esa experiencia y por todo lo que se removió de su pasado, decidió hablar con los superiores de Fabián en la entidad. Sin embargo, no pasó nada. Tras varias semanas el director del proyecto llamó a Camila  para contarle que habían citado a Fabián para conocer su versión y que este no negó lo ocurrido. Durante la llamada el director fue reiterativo en que Fabián había quedado muy afectado y compungido y le comunicó que iba a contactarla porque quería aclarar las cosas con ella.

¡Todo mal! No hubo sanción para él ni propuesta de reparación para ella. El director del proyecto menciona en la llamada la afectación de Fabián como si Camila tuviera que sentir compasión por él. Ni siquiera la cuidaron para que el acosador no volviera a estar en contacto con ella, le informan que la va a llamar, algo que debe evitarse mientras no haya una denuncia penal que los enfrente ante la autoridad que lleve el caso. Debieron frenar el impulso de Fabián por llamarla, tenían que protegerla de un nuevo contacto. Centraron la atención de la denuncia en el acosador y en su compunción y olvidaron a la víctima. Con una reunión y una llamada dieron por cerrado el caso. Una vez más se repite la historia para quien se atreve a hablar: el silencio cómplice, la solidaridad de género entre hombres a cargo de una denuncia por acoso, la protección del amigo que «metió las patas» y el desconocimiento sobre qué hacer en estos casos.

Ante esta respuesta informal que no contemplaba las acciones mínimas que deben implementarse tras una denuncia por acoso, Camila pensó en dejar el proyecto, no solo por evitar un posible encuentro con Fabián, sino por la decepción de no haber recibido el apoyo esperado. Sin embargo, consideró dar otra batalla y decidió insistir con su caso. En este segundo intento no lo hizo con una comunicación verbal, escribió en una carta no solo lo que había ocurrido, también consignó allí su historia, lo que había sentido al pasar por ese episodio y su inconformidad con el tratamiento que la entidad le dio a lo ocurrido. Esta vez sí tuvo eco su denuncia, llegó a las instancias debidas y activaron los protocolos propios para estos incidentes.

Aunque esto pareciera entonces haber tenido buen término, a mí me quedan varias inquietudes: ¿por qué tienen que pasar las víctimas tanto trabajo para ser oídas?, ¿por qué deben una y otra vez contar su historia y revivir en cada narración lo que les sucedió en búsqueda de alguien les crea y actúe? Y no, no hay aquí buen término, hay un procedimiento ajustado para atender lo que pasó, pero el buen término nunca satisfará a la víctima, pues, una vez superado el asunto administrativo por todos los demás, en la memoria de ella quedará el recuerdo de un acto deleznable. Solo ella llevará consigo ese peso y deberá enfrentarse a un proceso de sanación y superación.

¿Denunciar el acoso en Colombia? ¿Para qué? ¿Para repetir lo que le pasó a Camila? ¿Palmadita en la espalda para Fabián y a ella que sea berraquita y siga como si nada? Eso que llaman por ahí «pasar la página»; una frase cargada de egoísmo, pues niega hasta el derecho a sentir rabia. ¿O insistir e insistir hasta ser oída? ¿Hasta que te crean? Y a eso sumemos que no faltan los que piensan que no fue tan grave, que solo era un comentario jocoso. Que ni siquiera la forzó o la violó. Nada para alarmarse. «Es que ya no se les puede decir nada».

Todo esto que le pasó a Camila me recordó el caso de otro famoso jefe en Medellín que era —o es— muy manilargo y «en broma» solía tocar a sus empleadas, a la vista y risa de todo el mundo, porque «él es así», «no lo hace por morboso». Y mientras las mujeres sentían la vergüenza de ser tocadas en sus partes íntimas, los amigos del tipo miraban para otro lado y lo premiaban con su silencio cómplice. Porque «no hay de qué quejarse», «ahí no hay nada», «ni que él necesitara de eso para conseguir “viejas”», «él tiene un hogar respetable», «no sean tan exageradas»…

Sin embargo, no es tan poca cosa, porque en la sección 03 de la Clasificación internacional de delitos con fines estadísticos, de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, «Actos lesivos de naturaleza sexual», en el numeral 03012 se explica que una agresión sexual es un «acto sexual no deseado, intento de conseguir un acto sexual, o contacto o comunicación con atención sexual no deseada que no equivalen a violación». Según eso, la historia de Camila no fue tan bobadita.

Veamos algunas cifras a ver si dejamos de pensar que estas son solo «anécdotas» —bobaditas— y les damos el peso que deben tener. Según Medicina Legal, entre enero y octubre de 2021, 15.644 mujeres fueron valoradas por presunto delito sexual. La Defensoría del Pueblo informó el 24 de noviembre de 2021 que durante la pandemia, en el 2020, aumentaron los casos de violencia sexual en un 31 %. El Registro Único de Víctimas informó que, en 2021, el 91,8 % de los abusos sexuales en Colombia se cometieron contra mujeres. Según las Naciones Unidas, una de cada tres mujeres sufrirá violencia física o sexual durante su vida. Según la Fiscalía, desde 2020 hasta lo corrido de 2022 hay 5.284 indagaciones registradas por acoso sexual.

El riesgo de que en las denuncias por acoso y abuso pase lo que inicialmente ocurrió con el caso de Camila es muy probable. Hemos visto en varias oportunidades a las víctimas señaladas y marginadas, mientras que los acosadores y sus amigos se abrazan afectuosamente en cocteles, brindan y posan para las fotos. Para las víctimas siempre quedará la condena de seguir cargando el peso de la falta que otro cometió sobre su humanidad, mientras a los otros les queda el vago recuerdo de una «anécdota».

Falta mucho por entender respecto al acoso y al abuso sexual. Es importante seguir educando para que se reconozcan conductas que no están bien y no son normales, para tener una idea de qué hacer si pasa, a quién llamar, qué ruta seguir. Que si los exponemos en redes, que si la justicia opera, que si no hay pruebas, que si prescribe la denuncia, que si hay contrademanda por injuria y calumnia, para todo eso hay que prepararse. Qué hacer con excusas tipo: «no nos entienden», «era un coqueteo inocente», «fue un malentendido», «yo jamás acosaría a alguien; mi mujer me mata si hago algo así», «¿entonces ahora cómo coqueteamos?»… Y falta que las entidades, públicas y privadas, refuercen —o creen— protocolos de atención y capaciten a todo el personal para reconocer estos casos y darles el tratamiento adecuado.

Menciono al principio de este texto una frase de Las cuarenta, esa fuerza que hace callar la injusticia. La fuerza representada en la complicidad entre los amigos, el silencio, la incapacidad para atender estas denuncias, el desconocimiento de las rutas de atención, la minimización de los hechos, la vergüenza de la víctima, el temor a ser juzgada, el miedo a ser expuesta.

Que no les pase a más mujeres lo que le pasó a Camila, pero, como sabemos que sigue pasando, que no les pase a más víctimas lo que le pasó a Camila al levantar su voz. Hay que empoderar y acompañar a las víctimas, ya que del otro lado siguen sin poder dejar la manito quieta y la boquita cerrada.

* Comunicadora social-periodista y correctora.
** Nombre cambiado.

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