En Sosúa, República Dominicana, los viejos verdes no necesitan tener vergüenza, caminan junto a niñas a las que triplican en edad y se apoderan de los bares, las playas, los hoteles. Crónica de una visita agobiante al paraíso perdido del Caribe, un país donde las cifras más conservadoras calculan que hay unas 200.000 prostitutas.
4 de mayo de 2022
Por: Juan José Jaramillo, texto, fotos y video Especial para Vorágine
el Burdel al aire libre más grande del mundo

La cuatrimoto roja va a baja velocidad, pero igual el viejo se siente un renegado, un Hell Angel, un dios. Rubio y gordo, parece un camarón. Es uno de los cientos de turistas-depredadores que hay en Sosúa, Puerto Plata, en el norte de República Dominicana. Acá la colonia cambió su dinámica. Ya no son los señores en traje que oprimen al local mientras viven aislados tras rejas y vallas para mantener la distancia. Ahora son señores en pantalones de colores que se precian de coger a las niñas y niños de la mano cuando están en público, sin importarles lo que sucederá después de un fin de semana que para ellos resulta dionisiaco. Nuevas formas de opresión. 

En el escalafón de colonias gringas, República Dominicana ocupa un lugar especial. Y eso es mucho decir en una región azotada por la maldición de las cristalinas aguas caribeñas.

Las mansiones son apoteósicas. Por sus calles rugen las Harleys. Trotan decenas de viejos dorados, que saludan a todo el mundo. Se saludan entre ellos y hasta saludan a los haitianos que medio balbucean español, los que cuidan casas, limpian piscinas, los negros que tienen el privilegio de ponerse un overol, un uniforme, porque han sido tan afortunados que son explotados con estabilidad. Ellos se pueden dar el lujo de quitarse sus camisas descoloridas, roídas por trabajar 12 horas al día, y ganarse lo suficiente para alimentar un estómago y medio, y pagar una pensión de mala muerte. 

En Sosúa, en Puerto Plata, pareciera que esos negros sin nombre y los viejos dorados de los mil nombres ni odio se tienen. 

***

Pasé dos horas en la playa. Cuando llegué encontré dos parejas. Un viejo dorado con un negro esculpido, y una pareja de amigas. A una de ellas se le habían olvidado unas gafas cerca mío -o eso creí ingenuamente- y cuando se las entregué al negro de cuerpo tallado a cincel, este me respondió que si quería que la llamara, que ella volvía, las recibía y se quedaba la tarde conmigo. 

Se fueron definitivamente. No fui cliente. Adiós al mejor culo que he visto en mi vida. 

Nunca he estado con una prostituta, nunca lo he considerado por una mezcla de culpa, cristianismo y seudohumanismo raro, pero en Sosúa ese acto está tan normalizado que es extraño decir que no.

El agua marina, prístina, azota la playa. Duro. Como si intentara limpiarla. Limpiarnos. 

Aquí irrumpe el arquetipo de viejo depravado. Mide más o menos un metro con sesenta centímetros. Su piel es dorada con visos color rojo intenso. Lleva camisa de manga corta con estampado hawaiano, claro está, sin abotonar. Calvo en la frente y con coleta de caballo que recoge tres pelos amarillo pollito. Una barriga prominente, que no le deja ver sus pies, pero redonda y estirada, sin pliegues, sin gordos. En la mano, una botella de ron blanco metida en una bolsa plástica. 

Escolta a una niña, tendrá 19 años, una niñota que mide al menos veinte centímetros más que él, abundantes crespos tinturados, flaca, fibrosa. Ella entra dando saltos a la playa, lo que acentúa el rebote de sus nalgas, que se dejan entrever justo en el borde del short rosado. “Yo me voy a meter”, canta falsamente para sí, brincando para un lado. “Ya, ya mismito me voy a meter”, canta mientras se va para el otro.

El viejo está concentrado en poner los vasos plásticos sobre la arena para poder servir el trago. Le toca a ella acercarse y hacerlo. Se retira hacia el mar otra vez saltando, y cada paso parece una reafirmación: “Necesito el trabajo”. 

Puerto Plata fue el primer paraíso turístico de República Dominicana. A comienzos del siglo pasado estas tierras fueron plantaciones de la United Fruit Company y en 1938, ad portas de la Segunda Guerra Mundial, cerca de 645 judíos alemanes llegaron al país, y en su gran mayoría a Sosúa, por la mano amiga que les tendió el dictador Rafael Leonidas Trujillo. Venían huyendo de la demencia supremacista y se asentaron en este pequeño pueblo selvático, donde atracó por primera vez Cristóbal Colón 450 años atrás. Poco a poco lo convirtieron en un enclave semi-industrial con dos fábricas nunca antes vistas en la región para producir embutidos y productos lácteos. 

Así fue como el pueblo apareció en el mapa. 

Los europeos construyeron su comunidad en la bahía de Sosúa, a un par de kilómetros de donde vivían los nativos. Treinta años después, alrededor de 1970, comenzaron a llegar los primeros visitantes, los hoy tan deseados turistas, y diez años más tarde ya se veían más foráneos que locales. 

Pero en los años 80 Punta Cana comenzó a surgir como un destino paradisiaco y, para finales de la década, con la recién inaugurada carretera que conectaba este destino con Santo Domingo, se consolidó como el predilecto de los viajeros. Allá se levantaron más hoteles y más grandes, y así Sosúa principalmente, y en menor medida Punta Plata, perdieron el sex appeal que mantuvieron durante décadas.

A mediados de los 90 la competencia era muy desigual. En Sosúa, las edificaciones, gigantescas, se empezaron a llenar de humedad. La sal marina se tragó millones de dólares de magnates -incluso el primer resort construido, Hotel Sand Castle, se encuentra hoy completamente abandonado- que ya no veían rentable mantener allí sus propiedades u hoteles. Algunos cerraron del todo, otros solo ciertas torres.  

Hasta que a mediados de los años 90 comenzó el boom del turismo sexual. 

***

El bar del hotel funciona como un Tinder de carne y hueso entre viejos dorados y chicas carbón. Solo que esta noche no son rubios gordos. Son otros negros, jóvenes, musculosos, negros gringos.

Ellas saben cómo inflar su ego, su virilidad. Se les acercan a la mesa y en una especie de conductismo turístico, revelan un seno cada vez que el negro alfa hace un paso de baile ridículo, exagerado, de película adolescente de Hollywood.

Pero les traen la cena y los tres cabros prefieren centrarse en saciar su estómago. De todas formas, para ellos habrá decenas de oportunidades más en la noche.

Una joven guarda su seno dentro de la blusa verde fosforescente, mueve la cabellera crespa y se va. El gigantón clava la mirada en el abismal plato y, con el mismo movimiento de hombros, comienza a devorar.

María es la mesera esta noche. Joven, con rizos planchados, sonríe en cada mesa y cada tres o cuatro canciones, baila. Está sola en la mitad de la pista. Me puede la curiosidad. 

—María, ¿cómo es el tema de la prostitución acá? 

Ella se ríe.

—Yo creo que esto, Sosúa, tiene que ser la capital mundial. ¿Ya fuiste a la calle principal? Ni siquiera vas a poder ver los negocios, solo vas a ver una barrera de chicas. Y si te descuidas, hasta te agarran el paquete.  

—Pero es que se pasa. María, ahí en la mesa de enfrente una chica le peló un seno al gringo…

Se vuelve a reír. 

—Papi, no has visto nada. Hoy han entrado unas 18 o 20 chicas, pero en un fin de semana pueden entrar 40 o 50 y en el Superbowl les toca meterse hasta en la piscina. 

Yo me quedo mirando. Contándome a mí, somos 11 hombres en el lugar. Pero 5 llegaron emparejados. O sea, pasaron 18 prostitutas para 6 hombres. 

—¿Y sabes qué es lo peor? Que les dio por prohibir la prostitución. Ahora cada policía para a la chica que quiera, joven o vieja, solo por estar mostrando alguito de carne, te llevan a la estación y te encierran un rato. 

Pasa lo mismo. En la mente masculina se va construyendo una equivalencia perversa: las mujeres dominicanas se venden. Todas. 

Sosúa es un pueblo de casi 45.000 habitantes, según el último censo oficial del 2002, y es el segundo municipio de la provincia de Puerto Plata. Pero al día de hoy no existe un censo de cuántas prostitutas trabajan en las calles del pueblo y menos del país y la única cifra medianamente confiable es la emitida por la oenegé Centro de Orientación e Investigación Integral, que recogen todos los medios de comunicación: según su director, Santo Rosario, en República Dominicana hay más de 200.000 prostitutas. El hombre reconoce, sin embargo, que se trata de una cifra conservadora, pues las contadas son las que de alguna manera han sido registradas en talleres, foros o asesorías.  

Desde 2019 se ha intentado reglamentar y controlar la prostitución en Sosúa. La iniciativa Rescatemos nuestro paraíso estaba impulsada por el gremio de hoteleros y comerciantes agremiados en el Clúster Turístico del Destino Puerto Plata y fue puesta en marcha por la Procuraduría General de la Nación. El plan de choque fue declarar ilegal la prostitución en el centro de Sosúa, pero pronto fracasó. 

Según denuncias de algunos políticos locales y del mismo clúster, las redadas a los bares en los que se ejercía la prostitución eran un fracaso porque los negocios sabían de antemano que iba a llegar la ley. ¿El resultado? La prostitución sigue campante en las calles, pero los intentos de prohibirla les han dado una especie de aval tácito a los policías de Sosúa para chantajear y violentar a las prostitutas. Las amenazan, les cobran extorsiones, les quitan el equivalente a una semana de trabajo o les cobran con sexo. 

Aprovechando la pandemia se intentó desplazar el eje central del negocio: de la zona rosa a la periferia. El plan ahora es construir negocios, bares y burdeles en el sureste de Sosúa, para convertirlo en zona de tolerancia. Pero claro, sus habitantes no han aceptado que levanten la primera viga. 

Además, la policía no acosa a todas las trabajadoras sexuales. “Usted sabe cómo son. Ellos tienen su rosca, su combo. Las putas les pagan con plata o servicios, y ellos a ese grupo no lo molestan”, me dice Juan, el conductor que me transportó dos días. Juan sabe de lo que habla. Acude a las mismas prestadoras del servicio, así que ellas le han contado de primera mano cómo se quitan el acoso de encima.  

***

Noche dos. La última. El mismo revuelo. Siento que estoy en un burdel al aire libre. Salgo a fumar en el balcón y veo a la dueña. Camina hacia las habitaciones. En menos de una hora se me presenta dos veces. Las dos me dice lo mismo: “Hola, soy la dueña. Bienvenido”. Al final siento que tiene una mirada ausente, muerta, una mirada que te ve pero no te registra.

Ella es judía, de Rusia. Lleva tres años con el hotel. Lo maneja parcialmente. Vuelve hacia la zona social y baila con Ricky. Él se presenta como el manager pero en realidad es el todero: lleva las cuentas, sube la comida a los cuartos, coquetea con los invitados y da órdenes a todo el personal. Ricky es venezolano —“manejo esto pero en realidad soy stylist”, dice— y es quien ha organizado todo desde el día uno en este sitio.  

La pareja baila frente a la barra de la recepción, detrás de la cual está el marido de la dueña. Él también es ruso, es mucho más joven que ella y es, según Ricky, el otro manager. Ellos tres están en su fiesta privada, no prestan atención a quién entra o sale del hotel. El ruso está tranquilo. Al final, por lo que entendí después de husmear desde el balcón dos días, el que duerme y convive con Ricky en la habitación del primer piso es él. 

A mí me cuesta entender.

Solo percibo una estela de dolor, putrefacto, por donde pasan esos viejos y viejas doradas. 

Veo a María, “pero me excita que me digas Esther”, coquetear en el bar con un rubio transparente, que enfundado en una camisa polo negra y un jean oscuro, resalta con su blancura. Lo hizo frente a mi ventana cuando salió de mi cuarto, mientras se acomodaba todavía el brasier. 

Ella es la mesera del hotel y habíamos estado lamiéndonos sin pudor durante las últimas dos horas en periodos cortos e intermitentes. Cada 20 minutos fingía que yo quería una cerveza, subía a mi habitación y entraba moviendo el culo con una alegría genuina y contagiosa. Ahora creo que, siendo la mesera del hotel, tal vez estaba obligada a venderme cerveza.

Ese es el problema de la explotación sexual. Siento que cada dominicana con shorts cortos o camiseta recortada que veo es una prostituta en ejercicio. En potencia.

Puerto Plata es una cosa de locos.

Una semana después.

Cartagena.

Un hotel de encanto.

“Amiga, vente para acá. Si necesitas, yo te presto para el tiquete, ya después me lo pagas. Y no te preocupes por hospedaje, te quedas en mi casa”. Habla una mujer joven, 25 o 26 años, bajita. Muy arreglada. Rubor rojizo en los pómulos, pero lo suficientemente suave para dejarle ver las pecas en los cachetes. Pestañas curvas, postizas. Labial rosado pastel. Un vestido de baño amarillo concreto.

Habla por videollamada mientras remoja los pies en una piscina, en la terraza de un hotel de la ciudad vieja de Cartagena. Acompaña a un europeo del este, o ruso, o algo así, se me ocurre. Él llegó dos días antes y se registró solo. Ahora están hospedados como pareja, pues la política del hotel es de no visitas. Es parte de su campaña contra la prostitución. Pero durante el desayuno queda claro que a esta pareja le cuesta un montón entenderse en español.

“Amiga, eso depende mucho de ti. En un excelente mes te puedes hacer hasta diez millones. Ya depende cuánto gastes y ahorres. Yo ayer salí de shopping y me gasté dos. No sabes cómo estaba”, alza el teléfono, se mira en el recuadro pequeño de la videollamada y se ríe. Sí, está bonita, y ella lo sabe.

El hotel, tradicional, pequeño y boutique, es casero. Es familiar. Aún así, la compañía sexual en Cartagena es una niebla imparable. El ruso o eslavo, que estaba en la habitación, llega a la piscina. Ella da dos vueltas más hablando por teléfono, se acerca a un borde de cemento y pone ahí el celular. Se inclina dándole la espalda a su compañero temporal, mueve las caderas mientras se despide de la amiga. “De verdad quiero ya tenerte acá. Te quiero mucho amiga”, se despide enfatizando su acento cundiboyacense. 

Se abrazan. Él empieza a mostrarle fotos de viajes anteriores en su celular. Ella comenta cada una. Se ríen. Golpetea la pantalla del celular con las uñas, sin miedo a que se dañen. Le acaba de contar a su amiga que pagó el equivalente a treinta dólares por arreglárselas en el centro histórico de Cartagena y que, una hora después, se le habían dañado. Igual, si trabaja al ritmo que describe podría hacerse las uñas todos los días si quisiera, así le haya dicho a su mamá en otra llamada -no por video, solo audio- que el tiquete de avión está muy caro y que por eso, por ahora, no puede regresar a su tierra natal.

Avasalladoras dinámicas del turismo. 

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