Kennedy es la localidad de Bogotá con más casos de contagio de covid-19 y hoy está en cuarentena total, mientras las demás regresan a la normalidad poco a poco.
6 de junio de 2020
Por: Laila Abu Shihab Vergara / Ilustración: Angie Pik
Portada Kennedy 2

De un día para otro a Nicol, Johan y Tamara les cambiaron el sonido de la campanita del carrito de helados, los gritos de los deportistas y el ruido de los silbatos que sale de las canchas de fútbol y de baloncesto, por un silencio que los aburre y los asusta y que solo se ve interrumpido por las sirenas de las ambulancias. Sirenas que no pasan lejos. 

Nicol tiene 15 años. Johan tiene 13. Tamara tiene 9. Viven en el barrio Nueva Marsella, en Kennedy. 

Kennedy es como una ciudad. Una ciudad dentro de otra ciudad. Una ciudad grande. Tan poblada como Barranquilla. Con más habitantes que Cartagena. 

Bogotá envuelve a 20 localidades y Kennedy, en el suroccidente, es una de ellas. Según las cifras oficiales de la Alcaldía, 1’187.315 personas viven en sus 426 barrios.  

Hoy, Kennedy es la localidad con más casos de contagio de covid-19 en Bogotá: el 6 de junio tenía 3.114 de 12.185 (25%). Bosa y Suba le siguen lejos, con 1.136 y 1.134 casos, respectivamente. En Kennedy, el coronavirus ya ha matado a 83 personas (28% del total de la ciudad). Tan grave es la situación, que la alcaldesa Claudia López ordenó cerrar la localidad del 1 al 14 de junio. Con ello, prohibió la entrada y salida de personas y de vehículos, a menos de que se trate de un servicio esencial, y suspendió allí toda reactivación económica y los permisos para los comercios y las empresas de construcción y manufactura que ya tenían todo listo para abrir, como en el resto de localidades. Cualquier opción de hacer deporte al aire libre también quedó absolutamente restringida para sus habitantes. 

A Nicol -vanidosa, pelo largo, ojos grandes y verdes- le encanta salir a hacer ejercicio en el Parque La Igualdad. Correr. Darle unas vueltas a la cancha. Lo hace de madrugada, antes de irse a estudiar “en la media”, como le dice al horario de entrada de 10 de la mañana que este año tiene en el colegio, porque está en décimo. Pero ya no puede hacerlo, aunque el parque esté a una cuadra de su casa. Está prohibido y desde que la Alcaldía ordenó cerrar la localidad pusieron unas cintas amarillas alrededor de las máquinas que usa. 

“Antes nos daban las 10 de la noche o la 1 de la mañana y seguíamos oyendo las voces de la gente que juega en el parque, hasta que apagaban las luces de las canchas. Se escuchaba chévere. Era divertido. Ya no, ahora todo es muy silencioso y a veces cuando subo a la terraza veo es pasar a esos señores con trajes blancos o morados, vemos pasar policías, ambulancias”, cuenta Nicol. Se refiere a los empleados de las EPS y de la Secretaría de Salud que hacen pruebas a domicilio y seguimiento de pacientes. 

“No más aquí donde estamos, aquí a una cuadra, a dos cuadras, pasan esas personas, claro que somos conscientes de que el virus está cerca y eso nos da más miedo”, explica Jimena Rubiano, mamá de Nicol, Johan y Tamara.  

Jimena es de Belén de los Andaquíes (Caquetá). Vivió casi toda su vida en Florencia y llegó hace 14 años a Bogotá, desplazada por la violencia. Su primer esposo era militar y la guerrilla los obligó a salir corriendo. Cuando emprendió la travesía, sola, Jimena mandó a Nicol, que era bebé, donde sus papás en Altamira (Huila). Llegó a la capital a trabajar en cafeterías, panaderías, lo que saliera. Hace seis años se enamoró de Joseph y hace cuatro arrendaron el apartamento de tres alcobas, un baño, un corredor angosto, una pequeña sala y una pequeña cocina en el que hoy viven. El quinto miembro de la familia es Dominic, un golden retriever gigantesco. El suyo es uno de los cinco apartamentos de un edificio en el que resulta imposible “mantener la distancia social” cuando se cruzan con los vecinos por las escaleras.

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Kennedy es como una ciudad dentro de una ciudad y allí está Corabastos, la mayor central de abastecimiento de alimentos de Colombia. Cuando la alcaldesa decretó que la localidad sería cerrada, también anunció el cierre de 4 de las casi 100 bodegas de Corabastos, dado que allí adentro se han detectado más de 50 casos de coronavirus. Los comerciantes protestaron porque no los dejaban entrar, se quedaban con la mercancía en los camiones  y muchos productos se estaban perdiendo. Cada día llegan a Corabastos unas 10.000 toneladas de alimentos de distintas zonas de Colombia. Por eso, la solución de algunos ha sido vender afuera. Vender muchas veces sin tapabocas o con tapabocas en el cuello. Vender sin respetar las exigencias de guardar una distancia mínima de un metro. Es el virus o es el hambre. Hay que vender como sea. 

Solo el primer día en que la localidad estuvo cerrada se vieron bastantes puestos de control. Cinco días después, cualquiera entra o sale a pie, en carro o en bicicleta y ya no hay tantos policías en las calles, ahora solo se concentran en Corabastos, la estación de Transmilenio de Banderas y los barrios cercanos donde hay mayor informalidad, como María Paz y Patio Bonito.

En Kennedy la cuarentena no es total, aunque eso diga el decreto 132 del 31 de mayo del 2020. De Kennedy entran y salen miles de personas todos los días, aunque Claudia López les haya pedido a los empresarios que emplean a habitantes de la localidad que sean comprensivos y solidarios y no los obliguen a presentarse en sus puestos de trabajo estos días.

El papel se los prohibe, pero en Kennedy hay cientos de locales abiertos. 

Angélica Herrera vive en Techo, al lado del estadio que lleva el mismo nombre y del parque Mundo Aventura. Hacia el mediodía, desde la portería de su edificio se pueden ver ocho de nueve de negocios abiertos: dos minimercados, un restaurante, una veterinaria, una droguería, una panadería, una papelería y miscelánea, y un punto de pago de recibos de servicios públicos y venta de lotería y de Baloto. El único que está cerrado es Mr. Moi, el sabor de las arepas. A unas cuadras ya abrieron sus puertas una bicicletería y una peluquería. Cuando se les pregunta a sus administradores o empleados todos dan, palabras más, palabras menos, la misma respuesta: es el virus o es el hambre. Hay que vender algo, así sea poco, pero vender como sea.

“Cuando salgo a mí me da la impresión de que todo sigue normal, uno sale y ve a la misma gente como si fuera un día normal de trabajo, la única diferencia es que no se ven casi niños”, dice Angélica. Tiene 52 años, vive con su hija menor de 13 años, y se dedica a cuidar niños en su casa, los hijos de madres y padres que deben salir a trabajar todos los días y no tienen quién cuide de sus pequeños. “Cuando la vida era normal” cuidaba a 5 o 6 diariamente. Ahora, con suerte le llevan a Matías o a Tiago. “No hay con qué. La cosa está grave porque la mayoría de mamitas están trabajando en la casa o se quedaron sin trabajo y claro, ya no me necesitan”. Calcula que en nueve años les ha dado amor a casi 50 niños que son como 50 nietos. Su servicio incluía recogerlos en el colegio si era necesario, darles almuerzo y onces.

Angélica vivía de eso. Ahora vende paquetes de cereal y kumis y yogur por litro, a 10.000 pesos. Trata de venderlo a algunos vecinos y conocidos. Es su rebusque pero no le alcanza y ha tenido que pedirles ayuda a sus dos hijos mayores. Y además está el vacío de no pasar ya sus días con los niños. Se siente triste, dice. 

Cada sábado, frente al conjunto donde vive, allí donde muchos locales ya están abiertos, montan unos puestos de venta de frutas y verduras en la calle. “La placita sigue funcionando normal, como si nada. Si yo salgo un sábado no parece que hubiera virus. Hasta la gente sigue saliendo a correr alrededor de Mundo Aventura desde las 5 de la mañana, un montón de gente, todos los días”.

El periódico El Tiempo, en su edición del 3 de junio, informó que las autoridades sellaron una gallera en el barrio El Tintal, en Kennedy. En el momento del operativo, fueron capturados 2 mujeres y 29 hombres. Estaban apostando y bebiendo, dijo la Policía. El 6 de junio, Noticias Caracol informó que en un operativo sorpresa las autoridades encontraron a más de 60 personas en distintos moteles de la localidad. “Entregaron todo tipo de excusas”, dijo la Policía. 

Pero en Kennedy también hay gente que se cuida y se toma en serio esto del coronavirus. Tamara es una docente venezolana que vive hace dos años y medio en Colombia. Tiene tres hijos -Ana Raquel, Ana Valeria y Jorge Andrés- y quisiera salir y seguir dictando clases a domicilio de dibujo, de inglés, de matemáticas, porque el dinero que lleva su esposo, que trabaja en una droguería en Fontibón, ya no alcanza. Pero sabe que no puede. Que no debe. Tiene 44 años y vive con su familia en Marsella, otro barrio de Kennedy.

Ana Raquel, de 17 años, sueña con estudiar Diseño Gráfico y está matriculada para comenzar en agosto en la Fundación Universitaria San Mateo, pero Tamara ya no está segura de poder financiar ese sueño. Ana Valeria, de 12 años, tiene tanto miedo que tuvieron que prohibirle que vea noticias y fue necesaria una sesión con un psicólogo “porque estaba aterrada de ver todo lo que está pasando”, dice su madre. “Para qué le voy a decir mentiras, aquí hay mucha desobediencia, que Dios nos proteja, se ve mucha gente en la calle. Uno sí ve policías pero todo el mundo pasa al lado y ellos no dicen nada, solo están ahí, paraditos”.

La situación para ellos es tan crítica que están pensando regresar a Venezuela, una vez pase lo peor de la pandemia. “Esta semana le pagaron la quincena a mi esposo y prácticamente no le quedó ni para el pasaje. Se fue todo en arriendo, servicios, mercado. Allá claro que no es fácil pero al menos no pagamos arriendo”, le explica Tamara a Vorágine. En Maracaibo, ella se graduó como ingeniera mecánica y luego hizo una licenciatura en matemáticas y física. “Tanto estudiar para nada, vea ahora cómo nos tiene la vida”.

A Tamara le pasa lo mismo que a Jimena. Necesitan salir a trabajar pero no pueden. Y ahora menos, con la localidad cerrada durante 15 días, mientras en las demás se hace un regreso a la normalidad progresivo. Por ahora, se dedican a hacer magia para que sus hijos coman y también para que estudien.

“Al principio de la cuarentena nos tocaba esperar que mi mamá fuera a recargar su celular para meternos a la página del colegio a revisar qué trabajos había, pero solo podíamos hacerlo una vez por semana, nos turnábamos. Era muy difícil, porque después volvían a poner más trabajos y nosotros ni enterados”, cuenta Nicol. “Una vez tuve una teleconferencia con un profesor, que me puso de monitora. Yo le dije que iba a intentarlo y ese día recargué 6.000 pesos, pero a los 30 minutos ya me estaba llegando el mensaje de que el 80% de los datos ya habían sido consumidos, me tocó pedirle disculpas al profe y desconectarme. Así perdimos muchas clases”.

Hace una semana, accedieron por fin a uno de los planes de internet que hoy tienen descuentos por orden del gobierno nacional para familias de escasos recursos. Faltaba el computador, pero uno de los profesores de Nicol y de Johan, los mayores de la familia, se inventó una campaña en sus redes sociales para apoyar a dos de sus mejores alumnos y la sorpresa llegó hace pocos días a su casa, en el barrio Nueva Marsella.

Cuando Nicol cumplió 15 años sus papás no pudieron hacerle fiesta porque no había con qué. A cambio, le prometieron una celebración por todo lo alto cuando cumpliera 16, este año. Para lograrlo, Jimena ahorraría todo lo que trabajara limpiando apartamentos, haciendo manicure y pedicure y vendiendo un bizcocho de su tierra que dice que le queda muy bueno. Joseph, su pareja, haría el esfuerzo y se encargaría de todo lo de la casa mientras tanto.

El problema es que a Joseph, que ahora está trabajando en turnos de hasta 12 horas en una distribuidora de pollos, le redujeron el sueldo casi en un 50% y ya ni siquiera le llega el mínimo. “Yo tenía mucha fe este año porque me habían salido muchos clientes, pero ahora imagínese, cómo voy a hacer. Otra vez me tocó aplazarle la fiesta a mi niña. No he tenido trabajo por todo esto y ahora menos que puedo salir”, comenta Jimena. “¿Miedo? Todos los días siento miedo, hasta sacar el perro a la calle es una zozobra. Me da miedo cuando mi esposo sale a trabajar en la madrugada y cuando vuelve. Se siente muy feo tener que estar las 24 horas pendiente de todo. No más subir ahora a la terraza es una angustia”, agrega.

Habla de la misma terraza en la que Nicol, Johan y Tamara, sus tres hijos, ya no se divierten con el ruido natural que produce un parque. Allí ahora solo se escucha el silencio, interrumpido de vez en cuando por las sirenas de las ambulancias. Sirenas que no pasan lejos.

“Nos preocupa, nosotros venimos haciendo un control epidemiológico juicioso, si ustedes ven hoy en día el resto de la ciudad está controlada, pero en Kennedy tenemos un foco de infección y alta velocidad en contagio que tenemos que tomarnos en serio”, afirmó la alcaldesa de Bogotá cuando decidió cerrar la localidad por dos semanas. Cerrarla en el papel, porque en la práctica es muy difícil.

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