29 de noviembre de 2023
Aurelio Zapata siempre lo intuyó: en el bosque de su fundo estaban todas las posibilidades de vida, trabajo y sustento que decidió buscar en Guaviare hace 41 años, cuando, agotado por la dificultad de hacerse a un pedazo de tierra y a un proyecto de vida campesina en la Colombia andina, eligió marcharse a las selvas del noroccidente amazónico, que desde los años sesenta se anunciaban como la tierra prometida para personas que, en sus palabras, no cupieron “en las economías ni en el desarrollo de otras regiones del país”.
La travesía lo condujo a un lugar de la selva amazónica a orillas del río Itilla, a una hora del municipio de Calamar (Guaviare), donde Aurelio se instaló para “refundar” su vida. En 1984, Aurelio fundó Puerto Cubarro, su vereda. Ese año el entonces ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla fue asesinado por la mafia como retaliación por el desmantelamiento de Tranquilandia, uno de los complejos de producción de cocaína más grandes del Cartel de Medellín, ubicado en las selvas amazónicas del vecino departamento de Caquetá. Tras ese magnicidio, y con la presión de las emergentes políticas contra las drogas que venían de Estados Unidos, se desataron los primeros operativos contra los cultivos de coca en Guaviare.
Ese año —dice Aurelio— fue el de “los comienzos”: el de una comunidad de colonos que, movidos por el deseo de asentarse y permanecer en algún lugar del país, decidió fundar una vereda, y el de una nueva guerra que, en nombre de la lucha contra las drogas y la insurgencia, puso en la mira de sus acciones represivas al campesinado que habitaba la selva y cultivaba hoja de coca para sobrevivir.
La primera crisis de la economía cocalera motivó a Aurelio a meterse en las profundidades del bosque de su finca, a recorrerlo y explorarlo sin intención diferente a la de ver qué encontraba ahí. Desde entonces, hizo lo que pudo para comprender dónde estaba parado, cómo era la tierra que pisaba, qué posibilidades había en un suelo tan distinto a los suelos que había habitado, labrado y trabajado en Boyacá. No tenía muchas más herramientas que su cuerpo de un metro con cincuenta y sus sentidos para descifrar lo que veía crecer, multiplicarse y moverse en la manigua, pero supo comprender que esa abundancia tenía todo que ver con las posibilidades de permanecer en el territorio donde había elegido enraizarse.
Cuarenta y un años lleva Aurelio intentando armonizar sus prácticas de vida campesinas con el bosque de su finca; procurando aprender de sus ciclos, potencialidades y utilidades; intentando fomentar la manigua en lugar de romperla. Lo hizo cuando fue cocalero y cuando no lo fue. Lo hizo cuando las aspersiones aéreas de glifosato fueron casi cotidianas y lo hace hoy, cuando la principal amenaza de las selvas no es el cultivo de coca ni su erradicación forzada, sino un proyecto acaparador de tierras que arrasa la manigua para “ganaderizarla” y “monocultivarla”. Junto con otros líderes ambientales y una comunidad de campesinos que habitan la región de los ríos Unilla e Itilla, al lado del Chiribiquete, Aurelio lucha por la tenencia de las tierras que ha habitado y conservado durante más de 40 años, así como por el reconocimiento del campesinado amazónico en las políticas de conservación ambiental. El pasado septiembre fue expulsado violentamente de su fundo por un grupo armado. Desterrado, teme que su proyecto de cuidado de la selva se venga abajo y los bosques que ha defendido por décadas sean arrasados.
* Este trabajo periodístico hace parte de la serie de publicaciones resultado del Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas convocado por la Fundación Gabo.
** Las autoras de este trabajo periodístico hacen parte del Centro de Alternativas al Desarrollo (CEALDES), asociación que respaldó la realización del reportaje.