Vorágine estuvo en Saravena y sus alrededores. Vestigios de carros bomba, atentados, toques de queda y amenazas con nombre propio son el pan de cada día. Los civiles no se sienten protegidos por el Estado. Y menos por el Ejército.
27 de febrero de 2022
Por: José Guarnizo, Saravena, Arauca.
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El bombazo hizo flotar a Isaías Orozco algunos centímetros por encima del catre en el que estaba durmiendo. Con el estruendo, su cuerpo de 72 años se desprendió del colchón y volvió a caer, mientras estallaban contra el piso los vidrios de las ventanas. “¡Hijueputa, se nos metieron!”, fue lo primero que dijo Isaías en medio de la penumbra. 

Eran las 10:45 de la noche del 19 de enero de 2022. Isaías estaba durmiendo a esa hora en el edificio Héctor Alirio Martínez, donde funcionan nueve organizaciones sociales y de Derechos Humanos en Saravena, Arauca. Estaba ahí porque a media noche recibía el turno de guardia.

Son los mismos líderes sociales los que tienen que cuidar la sede. Los ojos son las únicas armas con las que están enfrentando esa guerra que les declaró el frente 28 de las disidencias de las Farc. Los ojos desconfiados que hay que tener en un pueblo en el que a cualquier hora del día o de la noche puede explotar un artefacto explosivo.

El bombazo que sacudió a Isaías era un carro bomba que había acabado de detonar en la esquina, a tan solo dos cuadras de la estación de Policía, y que iba dirigido a los líderes. La fundación Joel Sierra, a la que pertenece Isaías, era uno de los blancos. Los civiles en Arauca son carne de cañón. 

—Comencé a ver para dónde agarraba. Estaba esperando que las paredes comenzaran a caerse encima de nosotros. Como yo era el más viejito de todos, escuché que decían: ‘¡don Isaías dónde está, dónde está, dónde está!’. 

El atentado estaba cantado. Todo Saravena sabía que ese día ocurriría una tragedia en el municipio. Lo que se ignoraba era cómo iba a venir representada. 24 horas antes habían evacuado del edificio Martínez a unos 10 niños que dormían allí con varias mamás que hacen trabajo social durante algunas temporadas. Tuvieron que devolverse para sus veredas. 

La Policía también estaba alertada. Días antes había circulado un mensaje de WhatsApp en el que alias Antonio Medina, uno de los jefes de ese frente de disidentes, decía que la ‘idea era volar los negocios de esos manes’. Se refería a varios dirigentes sociales a los que señalaba de pertenecer al ELN.

¿Paramilitares o guerrilleros?

Sonia Milena López, vocera de la fundación Joel Sierra, está parada a la salida del edificio. La calle está acordonada con cintas amarillas y cercada con barricadas, costales y canecas llenas de escombros, como si se tratara de una zona de guerra o un pueblo de esos que la guerrilla o los paramilitares se tomaban en los años noventa. La situación de Saravena no está lejos de esa realidad que se creía superada con el proceso de paz con las AUC en el mandato de Álvaro Uribe y con el acuerdo firmado con las Farc en la presidencia de Juan Manuel Santos.

Sonia está amenazada. Su nombre ha aparecido en los panfletos de las disidencias. A sus 38 años y con las dificultades de ser mujer en medio de un conflicto armado tiene el arrojo de poner la cara por sus compañeros y decir que las disidencias de las Farc en Arauca son una nueva configuración del paramilitarismo en Colombia. Vaya paradoja la que plantea el conflicto en esta región.  

—El discurso que usan es el mismo con el que nos han judicializado y nos han estigmatizado por años. Si usted mira, en los comunicados usan los mismos planteamientos de las Águilas Negras o las Autodefensas Gaitanistas de Colombia. La estrategia es señalar a los dirigentes —dice. 

Desde que tenía 18 años, Sonia entró a tener responsabilidades serias en la fundación Joel Sierra. Y debió hacerlo porque en esa época -corría el 2002- hombres del bloque paramilitar Héroes de Arauca mataron al coordinador de la ONG. José Rusbel Lara, se llamaba; era maestro de construcción y defensor de Derechos Humanos. Y Sonia, una jovencita con toda la vida por delante, tuvo que venirse de Fortul para Saravena a seguir en la labor social, y a tratar de llenar el vacío que había dejado su compañero. La violencia en Arauca se recicla, vuelve siempre representada en otros rostros y los muertos se cuentan y se cuentan y se entierran. Y nada cambia.

Sonia habla sin matices, con una voz que no se quiebra nunca, pese al miedo. Porque todos tienen miedo. 

—Las disidencias de las Farc les declararon la guerra a los líderes sociales: así lo estamos viviendo y así lo estamos denunciando. Aquí ya no estamos diciendo que hay una guerra entre guerrillas. Es una guerra de esas estructuras contra el movimiento social y que va en la misma dirección en la que el Estado ha actuado en el marco de un genocidio histórico —agrega.

Cuando se apaga la cámara, Sonia se queda mirando el edificio que un mes después del carro bomba sigue derruido, con los vidrios rotos. En el último piso se siente cuando se mueven los cimientos, como suele ocurrir después de un terremoto. 

—Es que ni Pablo Escobar se atrevió a poner una bomba contra este movimiento socia l—dice mirando desde abajo la fachada.

¿Y el Ejército? ¿Y el gobierno?

Desde 2019, en Arauca se sabía lo que venía: una confrontación sin tregua. Lo decían las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo, esas que están ahí y que descansan en los escritorios. Los asesinatos selectivos se reseñaban todos los días en la prensa local. Y llegó 2022. El 1 y el 2 de enero la guerra en Arauca estalló. Durante esos días asesinaron a 27 personas, una masacre que movió sendas declaraciones del presidente Iván Duque y del ministro de Defensa, Diego Molano. Los anuncios que hicieron: enviar dos batallones a Arauca.

El fiscal general Francisco Barbosa dijo por esos días que a las personas no las habían matado en medio de combates. A las víctimas las sacaron de las casas y les dispararon a corta distancia en diferentes puntos de Fortul, Saravena y Arauquita. ¿Qué había detrás? La misma Fiscalía aseguró que el ELN pudo estar detrás de los asesinatos. En Saravena corrió el rumor de que esa guerrilla había declarado a los disidentes como objetivos militares por estar aliados, supuestamente, con algunas autoridades que buscaban proteger yacimientos petroleros en el departamento, esos mismos que el ELN ha saboteado históricamente. 

Antes del proceso de paz con las Farc, al menos se podía leer el contexto de la confrontación armada: los territorios estaban divididos. Después de los acuerdos el panorama se hizo ilegible. Una ala de esa guerrilla siguió actuando por su propia cuenta y luego llegaron más grupos. Hubo un momento en que no se sabía quién era quién. Los disidentes se desataron, no tenían unidad de mando, comenzaron con cobros exagerados de vacunas, y empezaron a matar a diestra y siniestra. Por un lado estaba el frente Domingo Laín del ELN, que ha estado en Arauca por más de 50 años. Por el otro, quedaron las disidencias con los frentes 10, 28 y 45. Y, además, la llamada Segunda Marquetalia, que a su vez empezó a tener líos con sus antiguos compañeros de filas.

El 9 de enero, el Frente 28 de Antonio Medina amenazó directamente, con un comunicado, a todos los líderes comunales, presidentes de juntas y asociaciones. Ese mismo día lanzaron un artefacto explosivo contra la empresa de acueducto Ecaaas, de Saravena, un proyecto que les pertenece a las mismas comunidades y cuya sede principal queda en pleno centro del pueblo. Y entonces vinieron los secuestros en todo el departamento y, de paso, la sangre. 

También puedes leer: El exterminio de líderes en tierra de nadie

Las lágrimas de un personero solitario

El toque de queda en Arauca comienza a las 10 de la noche. A partir de esa hora no puede haber un alma rondando por las calles. En cualquier esquina podría aparecer una avanzada guerrillera o de las disidencias. La medida aplica en Fortul, Saravena, Arauquita y Tame. 

El 18 de febrero pasado, a eso de las 7 de la noche, mientras Vorágine estaba en Saravena en una misión periodística que fue posible gracias al apoyo de la oenegé Somos Defensores, en el casco urbano unos hombres que iban en un carro Aveo rojo lanzaron un artefacto explosivo en contra de integrantes del Escuadrón Móvil de Carabineros de la Policía. 

Hubo persecución y disparos en pleno perímetro urbano. Los tipos abandonaron el vehículo en el barrio 20 de Julio, una zona que tuvo que ser desalojada mientras militares antiexplosivos revisaron el carro por tierra y con drones. Al final, encontraron dos cilindros bomba y 30 kilos de anfo con metralla. 

En Saravena, la estación de policía está acordonada a tres cuadras a la redonda. Eso implicó aislar una buena parte del centro del municipio, incluyendo el parque principal. “El parque secuestrado”, le dicen algunas personas. Entrar en el área es saberse observado por los policías que piden documentos y lo requisan todo. “De dónde vienen, qué está haciendo aquí, cuánto tiempo se van a quedar”, son las preguntas que lanza el mayor de la Policía que comanda la estación. Justo al frente del edificio que custodian sus hombres se pueden ver las latas retorcidas y carbonizadas de los últimos dos carros bomba que estallaron este año. Del vehículo que explotó en el edificio Héctor Alirio Martínez solo quedaron unos cuantos pedazos de acero renegridos.

José Luis Lasso Fontecha tiene 28 años y es el personero de Saravena. A esa edad tiene la responsabilidad de ser la única cara del Ministerio Público en un municipio donde se violan los Derechos Humanos todos los días. Él y una secretaria, metidos en una diminuta oficina, recibieron en enero unas 200 declaraciones de víctimas por amenazas, desplazamientos, homicidios y atentados. La Procuraduría registró otras 150. Y hay agendadas declaraciones hasta marzo. En dos meses de 2022 hay más denuncias que todas las que llegaron el año pasado. José Luis recibe en promedio ocho testimonios diarios de familias a las que, en algunos casos, les dan pocas horas para irse del pueblo. 

—Eso es bastante lamentable, muy doloroso para todos los habitantes del municipio, sobre todo porque muchos de los que han sido afectados durante años han buscado confiar en la institucionalidad, y confiar en construir un municipio a pesar de todas las dificultades que se dan en el territorio. Dificultades que se originan, en primer lugar, en una falta de presencia real del Estado, porque no es simplemente la militarización, como muchas veces lo hemos dicho, sino falta de instituciones que de verdad le den esperanza a un pueblo —dice, luego de lo cual agacha la cabeza y se queda en silencio durante unos diez minutos largos. 

José Luis llora. Llora con dolor, con impotencia. No es el personero el que acaba de quebrarse, es el ser humano al que le duelen las cosas que pasan en su pueblo. A pesar de su juventud, José Luis se ha ganado un respeto a toda prueba dentro de la comunidad. Ha perdido la cuenta de las veces que en su propio carro ha tenido que sacar del pueblo a familias enteras amenazadas porque no tienen a quién más acudir. Y todo eso se va acumulando. Todas esas caras de angustia que han pasado por sus ojos se van amontonando en el recuerdo y nunca hay tiempo para procesarlo. 

Siempre que hay algún hecho que ponga en peligro a cualquier ciudadano, allá está José Luis, que no tiene horarios, que al tercer día de asumir el cargo en marzo de 2020 ya estaba amenazado, que no llegó a ser personero por palancas políticas sino por tener el perfil de un abogado con especialización de la Universidad Santo Tomás de Bucaramanga, y que regresó a su tierra para intentar aportar algo en un territorio olvidado. Quién no estalla en algún momento, quién no explota. José Luis

—pelo largo atado atrás con una moña, barba, gafas de aumento y un chaleco azul que todo el día se ve deambular por Saravena— levanta la cabeza y dice:  

—Es muy fácil ser objeto de señalamientos por parte de cualquiera de los grupos armados. Y yo he vivido esto, el temor de la gente. Es difícil [lo dice llorando]… es difícil continuar cuando se ve a una madre, a un padre perder un hijo, un familiar… es difícil escuchar todas esas narraciones, es difícil… Ni siquiera nosotros como personeros ni funcionarios públicos recibimos atención del Estado.    

“Que nos iban a dar donde más nos doliera”

Ismael Jaimes Camargo sube las escaleras en espiral del edificio de Asojuntas, se va hacia una esquina del salón y se quita el pesado chaleco antibalas antes de la entrevista. Esta sede, ubicada a una cuadra del edificio Héctor Alirio Martínez, también sufrió daños. No hay vidrios en los marcos de las ventanas. En el recinto se pueden ver varillas caídas, y polvo por doquier. Ismael es dirigente campesino y candidato a la Cámara en las elecciones del próximo 13 de marzo por las curules de las víctimas. Ha sufrido tres atentados. El último ocurrió el 24 de septiembre pasado a solo 200 metros de donde estamos en este momento. Eran las 5 de la tarde cuando unos hombres le descargaron nueve tiros a la camioneta que la Unidad Nacional de Protección le asignó hace algún tiempo. 

Dice que la policía solo llegó media hora después y que fueron los de la guardia indígena los que acudieron a los pocos minutos. El nombre de Ismael ha aparecido en varios panfletos de las disidencias. Cuatro días atrás circuló el último de ellos. En casi todos esos comunicados lo señalan de pertenecer a las redes urbanas del ELN. 

¿Cómo hace para hacer campaña en medio de una amenaza tan inminente?

—Con los tres atentados yo ya era para estar muerto. Yo tengo esquema de seguridad. Durante la campaña nos han salido dos veces en la carretera. Pero hay que correr el riesgo, vamos a demostrar que una estructura social organizada puede salir adelante. Y hay que seguir yendo a las veredas, allá vamos a estar.

¿Tiene zonas vedadas para hacer campaña?

—Pues todas las zonas están vedadas porque mi nombre siempre sale en los comunicados.

Una de las mayores complicaciones de esta guerra que se vive en Arauca es que no solo se desarrolla en combates en las áreas rurales, sino que desde hace un tiempo entró a los sectores urbanos de los municipios. El 9 de febrero de este año se conoció un video de supuestos integrantes de las disidencias que iban dentro de una camioneta Toyota doble cabina. Más que guerrilleros parecía la escena de unos narcos vestidos de civil que escuchaban a todo volumen el reguetón ‘Poblado’ de J Balvin, mientras exhibían, entre risas, un reloj aparentemente de oro, dos granadas, una pistola y una ametralladora. Por la ventana se veían las calles de algún paraje del departamento.

La camioneta, con placas venezolanas del estado de Zulia, apareció el 10 de febrero en Arauquita. Adentro estaban los cuatro cadáveres de los hombres que un día antes se paseaban cantando y pavoneando las armas. Era el retrato de una vendetta. El general Jorge Eduardo Mora López, comandante de la Octava División del Ejército, anunció en una rueda de prensa un consejo de seguridad para investigar el hecho, no sin antes decir que la masacre estaría relacionada con esa disputa entre el ELN y las disidencias. Ese mismo día la Procuraduría alertó por el desplazamiento de 763 personas en el departamento en lo que iba del año. Lo reseñó como una “grave crisis humanitaria”.

Don Isaías Orozco sigue prestando guardia por turnos en el edificio Héctor Alirio Martínez. Dice, sentado en una silla Rimax, que esto no se compone con más ejército sino con inversión social. “Los campesinos no tenemos un subsidio de cosecha, por ejemplo. Nadie piensa en los campesinos cuando se inundan los cultivos en las crecidas del río Arauca, el río Banadía, el río Caranal, el río Cravo; nadie piensa en los campesinos cuando no pueden sacar los productos, nadie piensa en que la carretera hacia Cúcuta es una trocha. Creen que con mandar y mandar tropas ya todo se soluciona. Ustedes pueden ver que no, que es peor incluso”. 

Las nueve organizaciones sociales continúan allí día y noche ejerciendo labores, pese a que se desconocen las fallas estructurales con las que haya podido quedar la sede, esa que en todo caso luce desvencijada por donde se le mire. Edita Genis pertenece a un colectivo de mujeres que se reúne en el edificio y que, en todo el departamento, cuenta con más de 1.000 afiliadas. Además de tener el cuidado de sus hijos, estas lideresas asumen roles de vocería, y de trabajo comunitario a la par con sus compañeros. 

En un conflicto como este, reflexiona Edita, casi siempre atentan primero en contra de los hombres, los matan, se los llevan. Y quedan las mujeres con sus niños y la necesidad de llevar las riendas no solo del hogar sino de las comunidades. Y de ahí el coraje y la fortaleza con la que dice estar luchando. Esta organización documenta casos de abusos sexuales y agresiones en contra de las mujeres del departamento. Ellas están amenazadas, junto con el colectivo de jóvenes Asojer, que también ha aparecido en los panfletos. Si hay algo común en el discurso de todos estos dirigentes perseguidos es que viven entre el miedo y la fortaleza. Uno no sabe ni de dónde la sacan. Pese al riesgo perentorio, aseguran que no van a dar el brazo a torcer y que seguirán trabajando en sus territorios, que no se van, pese a que sienten que el Estado y este gobierno no los protege.   

Y pensar que el atentado del 19 de enero estaba más que anunciado. Lo que los líderes no sospechaban era que se daría con un carro bomba. Ante los rumores previos de un inminente ataque a la sede, Sonia y sus compañeros le solicitaron a la alcaldía de Saravena cerrar la vía de enfrente y no permitir que circularan vehículos, como una medida de protección. Fue entonces cuando se instalaron las barricadas. También le avisaron a la Defensoría del Pueblo y a la Policía, allá les pidieron que debían hacer una denuncia formal.

En la noche había unas 60 personas dentro del edificio. Estaban, paradójicamente, asistiendo a un taller de Derechos Humanos y medidas de autoprotección. A eso de las 10:30 de la noche algunos líderes vieron desde el balcón que dos tipos parquearon en la esquina una camioneta blanca, luego de lo cual se bajaron y salieron corriendo. El carro quedó justo en la acera donde queda la sede del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA. En ese momento se propagaron los gritos, las voces de alerta. La gente buscaba refugio debajo de las mesas, detrás de las columnas, otros huían por la calle en dirección contraria a donde estaba la camioneta. Transcurrieron exactamente tres minutos desde que los dos hombres dejaron el carro y  la bomba estalló e hizo sacudir la tierra y ensordecer los oídos hasta dejarlos en un silencio atronador. El polvo ni se veía, solo se sentía en los labios, en los ojos enrojecidos. Detrás de la oscuridad empezaron a aparecer voces confundidas, llantos de gente desesperada. 

Cinco heridos y un muerto fueron el desenlace del carro bomba. Simeón Delgado, vigilante del ICA y miembro de la Junta de Acción Comunal de su barrio, fue el nombre que quedó inscrito en una tumba. Fue la persona que estuvo más cerca de la explosión y el único que no logró sobrevivir. Fue  tan poco el tiempo para reaccionar que nadie alcanzó a avisarle a don Isaías, que dormía plácido y que ahora, con sus ojos verdes, su bigote blanco, y su cara arrugada, dice que si por luchar y defender los intereses de un pueblo llega la muerte, pues que bienvenida sea.

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