Enterrando náufragos en Capurganá
19 de diciembre de 2021

Capurganá, Chocó. Miércoles, 13 de octubre de 2021
Lo que Ronel y Kingston llevan en sus manos no son propiamente flores. Con unos billetes húmedos pagaron en una pequeña miscelánea de estanterías vacías que se encontraron de camino al cementerio. De entrada preguntaron si tenían de las reales, de esas que se cultivan, pero lo hicieron más por salir de dudas porque era evidente que allí no las iban a conseguir. La morena que atendía, sin pararse de su mecedora color chocolate, señaló con sus labios lo más parecido que les podía ofrecer: unas rosas blancas de plástico, acompañadas de hojas y tallos verdes del mismo material, de las que se desprende un papel impreso en el que se lee “Te amo mucho”. No es lo que deseaban, pero para efectos prácticos cumplen con su cometido.
Afuera, justo al frente, Reiner, el cuñado de Ronel, espera recostado sobre una de las vigas de madera que sostiene el alar de una casa. Cruza los brazos y fija su mirada en el tierrero que sirve como calle. No llora. Agotó todas sus lágrimas entre lunes y martes. Y su rabia se convirtió en resignación. Sin esforzarse, casi que sin razonamiento de por medio, se hizo a la idea de que lo que pasó —y pasará de ahí en adelante— trasciende su poder de decisión. Desde que abandonaron Cuba soportan los caprichos del azar, la economía, los gobiernos, la policía, los maleantes y hasta el clima. No es como si hubieran tenido otra opción que les permita elegir entre el menor de dos males. Hay un único propósito y es movilizarse hacia al norte. Los sucesos de los últimos días retrataron la magnitud a la que pueden llegar los daños colaterales.
Los tres avanzan a paso lento, como quien no quiere pero debe llegar a su destino. Sus hombros caídos delatan una congoja excepcional. La naturaleza no es indiferente y los nubarrones que posan amenazantes desde mediodía finalmente sueltan pesados goterones que hacen sonar los techos de zinc de algunas casas. La música electrónica que llega desde los bares que están frente al muelle se disipa y solo queda la lluvia. No hay voces, nadie habla. Capurganá, un pueblecito costero de casitas coloridas, se convierte en el escenario de un desgarrador adiós.
Es su primera vez transitando esas calles, pero no necesitan ayuda de los nativos para enrutarse. Bastó con las indicaciones del funcionario de Migración Colombia con el que hablaron minutos antes. Giran a la derecha, después a la izquierda, otra vez a la derecha y continúan en línea recta bordeando la reja que los separa de la pista de aterrizaje. No hay avionetas, tampoco turistas, y al fondo de la trocha se ve a los demás bajándose del vagón de un mototaxi. Cuatro cubanos y un haitiano. Luego serán seis y dos, respectivamente, cuando lleguen Ronel, Reiner y Kingston. Pero no aceleran la marcha y los otros, pese a estar mojándose, no se lo exigen y aguardan bajo un arco que sostiene una estatua ennegrecida de la Virgen. Junto con ellos, en el acceso al cementerio, también espera la inspectora de policía.
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Dos días antes en Necoclí, Antioquia. Lunes, 11 de octubre de 2021
Amanece y el rumor se esparce. Una embarcación ilegal, de esas que cobran entre 350 y 500 dólares por pasajero y son controladas por mafias, fue derrotada por la marea nocturna y se hundió con los individuos que iban a bordo. Inicialmente todos fueron dados por muertos, como suele suceder en la mayoría de estos casos, pero en el transcurso de la mañana se supo que varios sobrevivieron. Normalizar la tragedia es una de las consecuencias de verse frecuentemente expuesto a ella y la gente de Necoclí ya tiene el cuero grueso. Es cuestión de probabilidad. Saben que de los miles de migrantes que hacen parte del paisaje, uno que otro sufrirá percances y protagonizará un lamentable titular. “Naufragio deja tres muertos y un menor desaparecido en el golfo de Urabá, en Colombia”, como se lee en ese momento en el portal de CNN. Se denomine o no como una crisis, allí la demanda migratoria supera la oferta de las instituciones y los criminales.
Cerca de una hora en lancha separan a Necoclí del municipio chocoano de Acandí. Dos empresas de transporte cuentan con autorización para cubrir ese trayecto. Ambas tienen una limitación: nunca pueden embarcar más de 250 migrantes al día. Pero, como reza el adagio popular, “existe una salida a todo obstáculo”. Los pasajes los venden en dólares o con un precio inflado en pesos colombianos y la espera para adquirirlos es de varias semanas debido al exagerado número de personas que los necesitan. Solo en septiembre estuvieron represadas en las playas un total de 19.000 que tenían como único objetivo llegar a Acandí. Y todas, sin excepción, deben pagar la totalidad del trayecto —ida y vuelta— pese a que nadie tiene interés en regresar. Ya en Acandí, emprenden una caminata de cuatro días por el Tapón del Darién para llegar a Panamá. Si tienen con qué pueden acceder a los servicios que ofrecen los residentes de la zona para disminuir el tiempo de viaje. Movilizarse en moto cuesta 30 dólares y por 50 dólares tienen derecho a subirse con sus pertenencias a una carreta de madera que empuja un escuálido y malnutrido caballo. Al final del recorrido, en el límite de ambos países, las autoridades panameñas formalizan su paso y sellan pasaportes.
Pero para el que no desee dilatar su estadía también hay un mercado paralelo operando. Lo aceita una consigna clara: mayor celeridad implica precios altos. No tiene regulación ni vigilancia —o la apariencia de que se ejerza alguna de las dos— y se alimenta del afán y apuro de cada quien. Los cubanos y venezolanos pagan más porque, aunque Migración Colombia afirma que es falso, la creencia general en las calles del pueblo es que a ellos no les está permitido cruzar la frontera y, en consecuencia, las empresas autorizadas se niegan a venderles pasajes. En vez de navegar de Necoclí a Acandí, las lanchas manejadas por delincuentes tienen como destino el puerto panameño de Anachucuna. Solo de esta forma logran burlar el paso legal que, supuestamente, les está vedado hacia Panamá. El desplazamiento tarda tres horas y se lleva a cabo en la noche para evadir operativos marítimos.
¿Y los haitianos? Este mercado paralelo es relativamente benevolente con ellos. Les cobra menos. El crimen apela al sentido común. Si les exigen 500 dólares por persona como a los cubanos y venezolanos, los haitianos optarán por esperar un cupo en una lancha legal. Los 350 dólares que pagan no dejan de ser un valor exagerado, pero el abuso no los golpea tanto. El sustento de este trato diferenciado parece ser un malentendido.
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El pasado 4 de agosto, el gobierno de Estados Unidos extendió el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) para ciudadanos haitianos por 18 meses. La medida entró a regir en mayo y este nuevo anuncio cobijó a muchas personas más que, desde entonces, pueden vivir y trabajar legalmente en ese país hasta febrero de 2023. El único requisito solicitado para aplicar al TPS es demostrar presencia física y continua en territorio estadounidense desde antes del 3 de agosto. Todos los haitianos al sur de la frontera con México para esa fecha no califican para ser beneficiarios de esta política y, aun así, miles persisten en la búsqueda del sueño americano. Esa persistencia, que coincide con altas dosis de desinformación respecto de las determinaciones tomadas desde Washington, los convierte en los clientes consentidos de los malhechores.
Es un sistema de castas entre migrantes que encuentra su origen en las altas esferas del poder internacional y se materializa en esta región del noroccidente colombiano en donde hoy, como tantas otras veces, reciben la noticia de un naufragio. Más detalles se conocen. Después de 12 horas flotando quién sabe cómo en el mar, a los náufragos los encontró un pescador de Sapzurro, un corregimiento chocoano ubicado a 60 kilómetros en bote, que decidió salir a pescar pargos por el simple antojo de comerlos fritos en la noche. Rescató a 21 hombres y mujeres y tres cadáveres. Del resto no hay rastro, entre esos un bebé de ocho meses. Viajaban con sobrecupo de 12 personas, incluyendo a los dos tripulantes. Uno de ellos aparentemente sobrevivió pero no avisó a las autoridades para no poner en riesgo la ruta clandestina. Había cubanos, haitianos y una venezolana. Permanecen en Sapzurro bajo el cuidado de la comunidad debido a posibles represalias de los bandidos que, ante la divulgación del naufragio, pueden tomarlos por delatores. El infortunio y la cotidianidad se entremezclan en un día más de crisis migratoria.
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Capurganá, Chocó. Miércoles, 13 de octubre de 2021
Las tumbas, de ladrillo roído con capas de pintura blanca, sobresalen de la superficie y dan la sensación de que hace tiempo fueron una estructura maciza. En algunas se alcanza a identificar con dificultad el nombre del fallecido escrito con pincel y colores vivos. Las más altas se alzan hasta el pecho de Ronel y las otras llegan a sus rodillas. Unas pocas tienen un tejado improvisado que delgados palos de madera sostienen y en todas hay maleza creciendo en los bordes. También hay, regados indiscriminadamente, boñiga y residuos plásticos. Parece una ironía que en uno de los cuatro muros que rodean el lote se distingue una placa atornillada que exalta la intervención que el anterior gobierno nacional hizo al cementerio.
Para no caminar entre tumbas, ya que dos terceras partes del terreno se han usado, la inspectora de policía ingresa por el costado izquierdo y su recorrido toma la forma de una parábola. Rodea los sepulcros que dan a la entrada y su humanidad se pierde de vista a medida que avanza. Sus pasos denotan calma. Pero eso no sirve para nada diferente a su propio bienestar. El naufragio y los hechos subsecuentes impiden que las personas que la siguen se contagien de esa sensación de tranquilidad. Por el contrario, la desdicha es la reina de la escena.
Se dirige a una esquina y frena. A su derecha hay un pedazo de tierra sin pasto. Una fosa.
“Es aquí. Aquí están enterradas”, dice.
Sus palabras actúan de inmediato y descomponen a Jipsi, la suegra de Ronel, que se lanza a los brazos de Reiner. Grita y llora afligida.
“Ay, mami, ¿cómo te vas a morir?” .
Ronel agacha la cabeza y se acerca a pedirles disculpas. Los tres se abrazan.
“Perdónenme”.
Su hija de cinco años no entiende qué pasa y, sin darle tiempo para que procese todo el desconsuelo, el esposo de Jipsi, Ramón, se la lleva de la mano a la entrada del cementerio.
“¿Por qué llora la abuelita? Yo no estoy llorando”.
Bryan, su otro hijo, mira absorto la tumba de su mamá.
Mientras tanto llueve.
Kingston no se percata del dolor de la familia cubana y se sumerge totalmente en el suyo. La suerte lo libró de que lo enterraran allí junto a su esposa. Aprieta con fuerza las flores artificiales que recién compró y sucumbe ante el llanto. El hombre que lo acompaña, el otro haitiano que sobrevivió, posa un brazo sobre sus hombros y en señal de respeto se retira la gorra. Solo quedan ellos dos de los nueve haitianos que abordaron la lancha.
A varios metros de distancia, dos funcionarios de la Defensoría del Pueblo, una mujer y un hombre, están claramente afectados por lo que ven. Ella observa con ojos aguados. Él se quita las gafas para secarse las lágrimas. Pese a que la noticia del naufragio dio la vuelta al país en cuestión de horas, ninguna otra autoridad apareció para brindar ayuda. Ellos, además de alertar sobre el peligro que corren los sobrevivientes y buscar la forma de suministrarles alojamiento y comida para los próximos días, no tienen otra forma distinta de manifestar su solidaridad que permanecer y acompañar. Quizá ni los noten, pero no pueden hacer más.
Ninguno de los ocho migrantes planeó llegar a ese pueblo del que jamás habían escuchado hablar. La realidad de sus países los arrastró a otro y los vaivenes de la política los obligaron a ser nómadas para subsistir. Ronel y su familia no decidieron nacer en Cuba y tampoco se les consultó cuando las leyes migratorias de Chile se endurecieron. Kingston y su amigo no gozaron de margen de maniobra sobre las condiciones en las que tuvieron que cruzar fronteras y los bandoleros que en ellas abundan. Todo por buscar un hogar.
La noción del tiempo se perdió. La inspectora respetuosamente les indica que es hora de partir. En el muelle hay un bote esperando para llevarlos a Acandí. Lo último que hace Ronel es clavar sobre la tierra mojada las flores de plástico. “Te amo mucho” es su último mensaje para Lisandra. Kingston replica el acto. A la tercera mujer, a la que enterraron con ellas, nadie le deja nada. No tiene quien la llore.
Mientras tanto no para de llover.
* Tres cuerpos fueron recuperados del naufragio del domingo 10 de octubre de 2021. Lisandra, la esposa de Kingston y una mujer haitiana sin identificar. Inmediatamente fueron trasladados a Capurganá. Los sobrevivientes permanecieron lunes y martes en Sapzurro y no pudieron estar en el entierro de los cadáveres que, por precaución ante su posible descomposición, se realizó en seguida. Este es el relato del momento en el que visitaron sus tumbas. El pasado 7 de noviembre, la Defensoría del Pueblo confirmó la muerte de un niño de 14 años que intentaba cruzar el Tapón del Darién con su familia. Se trataba de Bryan, el hijo de Ronel y Lisandra. La última vez que el autor conversó con los migrantes, ya todos habían abandonado el país.