Solo Juan Esteban Montoya Caicedo, entre cuarenta migrantes de varios países, logró salir de las fauces del mar, tras el naufragio del bote en el que intentaban llegar a las costas de La Florida. El suyo es el relato de una desgracia que terminó en milagro.
6 de febrero de 2022
Por: Pacho Escobar. / Ilustración: Camila Santafé
Náufrago Colombiano Florida inmigrantes

1. Un mar bravío

De pronto los motores del bote se apagaron. Eran las dos de la mañana del domingo veintitrés de enero. El cielo estaba oscuro. El mar inmenso, el inmenso Océano Atlántico dormía. Hacía frío. El bote se encontraba en medio de las aguas que separan a Las Bahamas de Fort Lauderdale. Apretados en la embarcación iban cuarenta pasajeros y dos tripulantes, dos ‘coyotes’. Iban en un bote de siete metros de eslora por dos de manga para veinte pasajeros. Entre esas cuarenta personas había una bebé recién nacida, niños, niñas, mujeres y hombres adolescentes y varios adultos. La mayoría eran haitianos, dominicanos y bahameños. Detenidos en la nada, un migrante les lanzó una pregunta en inglés a los ‘coyotes’. Apáticos respondieron algo que calmó a los que entendieron el idioma. Los dos hombres, de pocas palabras, hicieron una llamada por radio.

Con sigilo, a las cuatro de la madrugada los recogió una lancha rápida en la que solo cabían los ‘coyotes’. Dijeron que volverían. Ni siquiera dejaron los dos únicos chalecos salvavidas que portaban. María Camila Montoya, de dieciocho años, le pidió a su hermano Juan Esteban, de veintiún años, que oraran. El mar comenzó a despertarse. Todos rezaban. El bote empezó a mecerse. Por primera vez un fuerte viento anunció olas grandes. Gritos de auxilio. Socorros al cielo. Juan Esteban, entonces, recordó que María Camila no sabía nadar. Ella le preguntó qué hacer. Él le dijo que si el mar los tumbaba ella se aferrara al bote y no se soltara por nada ni por nadie. Las olas, de entre tres y cuatro metros de altura, fueron inundando poco a poco el navío.

Fue un sonido largo, desgarrador y seco. La embarcación no aguantó y se hundió desde la popa. La estructura se partió. Las cuarenta personas cayeron al mar. “¡María Camila!”, gritó Juan Esteban cuando salió a la superficie. La mayoría de los migrantes habían ido a parar muy lejos del bote. “¡María Camila!”, gritaba y gritaba Juan Esteban, pero la voz de ella no se escuchaba entre la muchedumbre que pedía auxilio.​. Mientras tanto las olas iban alejando a los que trataban de arrimarse a la pequeña parte de la nave que quedó a flote. “¡María Camila!”, gritaba Juan Esteban desesperado.

En medio de los gritos de auxilio de los pasajeros, en inglés casi todos, Juan Esteban creyó ver a su hermana a lo lejos. Nadó hacia ella, pero cuando paró de bracear y sacó su cabeza del agua para ver si la tenía cerca, ya no estaba. Lo que pudo observar después lo tendrá marcado por mucho tiempo: la multitud se hundía a sí misma. Los unos y los otros trataban de sostenerse, pero al aferrarse entre ellos más rápido se hundían. La barahúnda era terrorífica. Juan Esteban regresó al cascarón que zozobró para descansar los brazos y se volvió a aferrar a él. Desde ahí llamó a su hermana hasta que sus cuerdas vocales casi se rompieron, como se rompen las cuerdas de un salvavidas.

2. Un sueño

Juan Esteban y María Camila querían irse a vivir junto a su madre Marcia Caicedo. Ella había emigrado a Estados Unidos once años antes y pudo instalarse en Houston, Texas. Juan y María quedaron al cuidado de su padre, Edwin Montoya, y de sus abuelos maternos en el municipio de Guacarí, Valle del Cauca. Después de que les habían negado la visa de Estados Unidos varias veces, los jóvenes decidieron probar otros caminos. La información que encontraron en internet decía que entrar por México era mucho más difícil que hacerlo en bote desde las Bahamas hasta La Florida. ¿Qué tanto está dispuesto a hacer un hijo por estar de nuevo con su madre? Lo que sea, pensaron los hermanos.

A las Bahamas llegaron en avión. Allá se encontraron con los ‘coyotes’ que habían contactado por internet. Juan Esteban no lo ha confirmado, pero familiares de dos migrantes que perdieron la vida en esa misma embarcación han advertido que el pago a los ‘coyotes’ fue de entre dieciocho y veinte mil dólares por persona. Unos 75 millones de pesos. Para entenderse, Juan Esteban utilizó el traductor de Google y así lograron pactar el pago. Los hombres, a los que hoy el joven colombiano llama criminales, les dijeron tres mentiras con textos traducidos de forma tan convincente que parecieron verdades: van a estar seguros, el bote va con pocas personas y en cuatro horas estarán en Estados Unidos.

Era de noche cuando llegaron al embarcadero. Allí se dieron cuenta de las primeras dos mentiras: el bote iba a tope con otros treinta y ocho pasajeros y solo tenía dos chalecos salvavidas, que alcanzaban únicamente para los tripulantes. De nuevo a punta de traductor de Google, los ‘coyotes’ lograron convencer a los dos colombianos de abordar la embarcación, sin saber que la fatalidad los esperaba más adelante. Zarparon sobre la medianoche y todo indica que cuando los motores se apagaron faltaba una hora para tocar tierra estadounidense.

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3. Un domingo de muerte

El sol reveló el desastre. Despuntando las cinco de la mañana tan solo dieciséis personas se habían podido aferrar al cascarón. Sin sentirlo, nave y personas habían sido arrastradas varios kilómetros por las corrientes marinas que provienen del Golfo de México. Las aguas ya eran diáfanas pero no se veía ningún rastro de los demás pasajeros, ni siquiera de las pequeñas maletas ni enseres que también habían caído al océano. No olía a muertos, pero sí olía a mar, a mar feroz. La cara y boca de Juan Esteban seguían dando señales de gritos, pero eran clamores mudos porque su voz ya no sonaba. ¡María Camila!, gritaban los pensamientos de Juan Esteban.

Sin poder hablar, y sin entender el idioma de los demás, el náufrago colombiano se permitió el silencio. Llorar acompañado por la soledad. En ese momento le juró a la memoria de su hermana que de ahí iba a salir vivo por el deber que tenía con sus padres y abuelos de contarles qué había pasado con ella, con el corazón y la razón de los Caicedo y los Montoya. Sus manos arrugadas por el agua también se pusieron blancas por la presión de sujetarse a las latas de aquel despojo, las coyunturas del cuerpo comenzaron a doler y un sabor amargo se posó en su boca. Sin embargo, ni un tsunami iba a hacer que el náufrago se soltara de su único salvavidas.

Hacia el mediodía del domingo veintitrés de enero los rayos solares comenzaron a hacer mella en los cuerpos de los dieciséis sobrevivientes. Todos seguían en el agua porque supieron que si alguien intentaba subir al casco, éste se hundiría. Juan Esteban seguía con su vista puesta en el confín donde vio a su hermana por última vez. Devoto de la Virgen de Guadalupe y del Señor de los Milagros de Buga, no perdía la ilusión de que ocurriera eso, un milagro que hiciera que ese mar bravo le regresara a su mejor amiga, a su todo.

4. Una niñez

Paradójicamente Juan Esteban supo que el agua sería su abrigo. Al caer la noche de ese primer día quiso descansar un rato sentándose en el casco, pero los vientos helados hicieron que se volviera a cobijar bajo el mar con la cara en la superficie. Contó con suerte, justo por estos días las corrientes marinas de la zona en la que sucedió el naufragio son calientes, si hubiera sido entre octubre y diciembre la hipotermia lo habría condenado.

Volvió a llorar en silencio. Probablemente recordó la caña de azúcar en la inmensidad del agua salada. Quien visita a Guacarí por primera vez o pasa por él sabe que huele a dulce, a río, a agua evaporada por el sol, a tierra fresca. Acaso evocó el día en que trató de enseñarle a manejar bicicleta a su hermana María Camila o los días en los que ella jugaba a ser la tendera y él un cliente indeciso, ella siempre con esa habilidad de venderle un poquito de lentejas, una manito de granos de arroz y un pedacito de chicle. Todos en la familia al ver las capacidades de la niña sabían que ese iba a ser su futuro, el de comerciante, el de empresaria.

Es posible que esa primera noche en vela, mientras el movimiento del mar le revolvía lo poco que tenía en el estómago, evocara ese marzo del 2010 sus padres los sentaron a los dos y les explicaron que Marcia, su mamá, se iría a trabajar a Estados Unidos. Las motivaciones eran dos: Edwin, el padre, trabajaba duro en municipios cercanos como Buga y Cerrito, pero necesitaban más ingresos para que los dos pequeños tuvieran lo necesario y jamás fueran a dar un paso en falso. La otra causa era la independencia de Marcia, una mujer que siempre había trabajado y aportado en la casa de sus padres.

Fue un día de lágrimas y abrazos, aunque los dos adultos les dieron tranquilidad a los dos niños porque les contaron que vivirían en casa de sus abuelos maternos, pero siempre iban a estar bajo la supervisión de su padre. Quizá Juan Esteban, en medio de esa oscuridad profunda de un cielo sin luna y un mar bravío, recordó el día en que le prometió a su hermanita que la cuidaría.

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5. Un lunes agónico

La noche del domingo Juan Esteban no durmió. Y no porque tuviera miedo de soltarse de manera inconsciente y que lo despertara el mar lejos del casco obsoleto. Su miedo era que su hermana María Camila apareciera y él no estuviera despierto para escuchar el grito de ayuda. Así como no soltaba sus manos de los restos de la embarcación tampoco soltaba el anhelo. A las cinco de la mañana del lunes 22 de enero el náufrago colombiano ya llevaba treinta horas sin comer ni beber y veinticuatro sumergido en el mar.

Quienes se han salvado de un naufragio parecido al de Juan Esteban cuentan que lo primero con lo queden lidiar son las quemaduras de primer grado después de horas expuestos a los rayos del sol. También el agua salada comienza a cuartear los labios y la lengua. Además, ingerir altas dosis de agua marina trae efectos adversos por sus concentraciones de sal: primero el estómago se retuerce; luego, si hay mucha ingesta lo que hace es deshidratar más el cuerpo, pero hay algo que pudo haber salvado al náufrago, su sabor amargo. El joven estaba acostumbrado más al dulce de su región que al amargo del mar. Eso provocó que solo tomara pequeños sorbos, los cuales lo mantuvieron con vida.

Juan Esteban siguió peleando con el mar. Era una pelea desigual. Las corrientes marinas provocaban nuevas olas que sacudían el trasto de fibra que por inercia tiraba para un lado mientras que los brazos del colombiano tiraban para el otro. En esos momentos el joven agradeció sus horas y horas de barras, gimnasio y ejercicio. Cuando parecía que todo volvía a la calma llegaba el mareo de ese ser vivo que es el océano, que no dejaba de moverse en silencio por debajo de su cuello. Mientras, en el exterior, la brisa por momentos se volvía recia y tiraba latigazos de agua salada que lo hacían lagrimear y le empañaban la visión. Los ojos de cualquier náufrago arden, duelen, lloran.

Hacia el mediodía el sol saca llagas en los brazos y los hombros, la piel podría oler a pelo quemado si no fuera por el agua que va y viene. Juan Esteban resistía. Lo mismo trataban de hacer las quince personas que aún tenían fuerzas para no dejarse llevar por el mar. A los que alcanzaba a ver, el náufrago colombiano les daba ánimos a punta de señas. Sin embargo, mil novecientos setenta minutos después de un naufragio el cuerpo casi había consumido sus energías. El hambre y la falta de hidratación rompen la mente del más valiente. La última comida y bebida de los que ahí seguían vivos fue a las diez de la noche del sábado veintidós de enero pero ya era el lunes veinticuatro y ni siquiera había llovido para que unas gotas de agua dulce los refrescara. Juan Esteban, entonces, presenciaría lo imborrable, lo que ha preferido evitar contar en detalle.

6. Una adolescencia

En aquellas horas trémulas el joven colombiano se aferró a sus recuerdos. Él tenía once años y María Camila nueve cuando su mamá viajó, pero no hubo un solo día en que no hablaran con ella. Evocó a su hermana emocionada cuando abría los regalos que el “niño Dios” les enviaba desde Estados Unidos en Navidad, recordó los paseos de domingo con su padre por los pueblos del Valle del Cauca, los cuentos de los abuelos en la sala de la casa y a su María Camila guardando los dulces americanos que recibían en encomienda para venderlos en el colegio y juntar plata con el anhelo de visitar algún día a su mamá.

Recordó la tarde en la que María Camila le dijo segura y determinante que iba a estudiar Comercio Internacional, porque ella iba a tener su propia empresa. Su mente le pudo haber traído las escenas en las que ya no la veía vender confites gringos sino ropa de marca y maquillajes finos a sus amigas de la Universidad Minuto de Dios. La adolescente ahorraba, le enviaba el dinero a su mamá y ella le despachaba los encargos. Volvió a llorar sobre el vapor amargo de un mar siniestro.

El recuerdo de sus abuelos también le llenó las venas y los músculos de valentía. La verraquera de sus viejos le sacó más fuerza. Por su abuelo Danilo había hecho estudios en ciencias agropecuarias con el objeto de sacarle mejor provecho a la siembra de maíz. Porque si hay tierra fértil en el Valle del Cauca es la de Guacarí. Allá hasta la tierra seca da sus frutos. Pero Juan Esteban no era conformista, también estaba estudiando administración de empresas en la Universidad Minuto de Dios, incluso, logró trabajar en el ingenio Pichichi, uno de los más grandes de Colombia, pero la situación económica del país lo había dejado sin empleo.

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7. Una tarde trémula

El sol canicular de las dos de la tarde del lunes veinticuatro de enero redujo la moral de los otros quince sobrevivientes. Las corrientes absorbentes del Atlántico en ese punto vencieron las fuerzas de los últimos náufragos. Con tres palabras impregnadas de tristeza Juan Esteban ha definido aquel momento calamitoso: “Fue un suicidio”. Uno a uno se fueron soltando y dejándose llevar a las profundidades del mar. ¿Qué piensa un migrante al saberse olvidado? ¿Qué hace que se suelte de su último salvavidas en medio del mar? Quizás el olvido, quizás la mala suerte, quizás la bendita vida que le tocó en suelo firme pero movedizo.

A las cinco de la tarde apareció la soledad. Juan Esteban calcula que a esa hora fue cuando levantó su cabeza, miró a su alrededor y ya no había nadie. Los lloró. Se preguntó qué madre se habría quedado sin hijos, qué esposo se habría quedado viudo, qué hija ahora estaría huérfana. Telemundo, El Nuevo Herald y Los Ángeles Times han venido recogiendo datos escalofriantes del peligro que es este viaje de la muerte: en 2019 murieron ahogados 28 haitianos, y en los últimos cuatro meses del 2021 la Guardia Costera detuvo a 685 dominicanos, 686 cubanos y 802 haitianos. Incluso, en septiembre del año pasado las autoridades de Las Bahamas encontraron a 500 migrantes en un cayo de la isla Ragged, todos esperando botes como en el que naufragó Juan Esteban.

Esa noche fue oscura pero un poco más cálida. Con el mar dormido y los vientos apagados Juan Esteban tomó la decisión de subirse al trasto roto. Las primeras horas las pasó sentado para ver si se asomaba una luz que le salvara la vida. Ya no tenía fuerzas, el dolor en sus brazos era tormentoso, su estómago crujía y la existencia le dolía. Lo único que tenía vitalidad era su mente, su cerebro inconsciente echó mano de los rezos que había aprendido de sus abuelos y de sus padres, de modo que se acostó boca abajo y cerró los ojos.

8. Un martes, ni te cases ni te embarques

“Martes ni te cases ni te embarques”, dice el adagio popular. Pero ese día era el de embarcarse de nuevo a la vida. Juan Esteban no sintió ni vio a los que él ha denominado como sus ángeles. Eran las ocho y cinco de la mañana del martes 25 de enero de 2022 cuando el capitán del remolcador ‘Signet Intruder’ detuvo sus motores frente al náufrago colombiano. Juan Esteban, en medio del cansancio y la ensoñación, sintió que una ola lo golpeó, pero también escuchó el rugido de un motor y voces que lo llamaban, así que muy despacio se reincorporó y supo que la pesadilla había terminado. Sonrío. Lloró. Gritó. En ese instante uno de los tripulantes tomó la foto que le ha dado la vuelta al mundo. Le tiraron un lazo y lo subieron al navío.

Agua, le dieron agua. Después un poco de comida liviana. Uno de los cuatro marineros trajo ropa seca y se la prestaron. Los hombres hablaban español así que el colombiano les relató su desventura. Ellos calculan que el naufragio había ido a parar doscientos kilómetros más al norte de donde había zozobrado. Al llegar al continente los hombres, que cubrían la ruta entre Puerto Rico y Jacksonville (Florida), entregaron al muchacho a la Guardia Costera, que lo condujo de inmediato a un hospital en Fort Pierce. Allí entró a una sala de recuperación donde le suministraron líquidos para hidratarlo, cremas para las llagas que habían dejado tres días de sol abrasador y medicamentos para contener el daño estomacal que habían producido las aguas saladas y amargas de ese mar sin fondo. Lo trataron bien pero las autoridades lo detuvieron por su condición de migrante irregular. Juan Esteban, víctima de un naufragio sin más sobrevivientes, seguía siendo un indocumentado, un desamparado sin salvación posible.

9. Una madre

En la primera llamada que le pudo hacer le contó la tragedia. En el vientre de Marcia Caicedo se posó un vacío. “No aguantó, mamá, María Camila se ahogó”, fueron las palabras que le dijo Juan Esteban mientras sentía la sal de sus lágrimas y quizá la sal del Atlántico atragantarle el vigor. La esperanza de madre es infinita. Marcia viajó de Houston a La Florida, allá le imploró a la Guardia Costera que buscaran a su niña, así lo hicieron entre el martes y jueves de esa semana en un área que comprendía 27 mil kilómetros cuadrados, donde recuperaron los cuerpos de cinco personas. Ninguno de ellos era el de su hija.

Sus familiares en Guacarí supieron tres noticias: que María Camila había perdido la vida, que Juan Esteban era el único que se había salvado de un total de 40 personas, pero ahora estaba detenido por las autoridades de migración. Habitantes del municipio, familiares y amigos de los Caicedo y los Montoya salieron a marchar por las calles y realizaron una velatón orando porque las autoridades estadounidenses dejaran libre al joven vallecaucano.

La abogada Naimeh Salem tomó las riendas del caso y logró que el colombiano obtuviera la libertad condicional. Ella también consiguió que Marcia Caicedo, después de once años, pudiera abrazar a su hijo Juan Esteban Montoya. Sin embargo, la situación migratoria del joven sigue en vilo pues Salem debe demostrar que Juan Esteban y su hermana tomaron esta decisión porque en Colombia se viven momentos de crisis: inseguridad, violencia y persecución. Hay algo que llama la atención en las imágenes que se ven a la hora del rescate de Juan Esteban: durante los días que pasó en medio del mar, el muchacho nunca se quitó los zapatos porque tenía la esperanza de poder caminar en tierra firme junto a su mamá y los suyos.

Twitter del autor: @PachoEscobar

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