La propuesta de campaña de Vicky Dávila que favorecería a sus exjefes, los Gilinski
18 de mayo de 2025

Victoria Eugenia Dávila, más conocida como Vicky, ha decidido ondear la bandera de la nutrición como una de las causas centrales de su campaña presidencial. “Semejante impuesto tan burdo se tiene que acabar”, escribió en su cuenta de X, en una serie de publicaciones en las que propuso eliminar el impuesto del 20 % sobre los productos ultraprocesados, aprobado en la reforma tributaria del gobierno de Gustavo Petro.
Detrás de esta propuesta se dibuja con nitidez un beneficiario claro: el Grupo Gilinski, bajo el liderazgo de Jaime y su hijo Gabriel Gilinski. Son los principales accionistas de Grupo Nutresa, dueños de marcas como Zenú, Rica, Noel, Festival, Jet, Chocolisto y una larga lista de productos que encajan perfectamente en la categoría de ultraprocesados. Además, son propietarios de Grupo Semana, la misma revista que Dávila dirigió durante cuatro años hasta que renunció para lanzarse a la carrera presidencial. Siendo ella directora todavía, el medio publicó una propuesta económica a la que llamaron el ‘10-10-10 de Vicky Dávila’, que posteriormente terminó convirtiéndose en una bandera de campaña.
Los vínculos entre la industria de ultraprocesados y el poder político no son nuevos. Como ha documentado VORÁGINE, varias de estas empresas financian campañas electorales en Colombia. “La industria en todo el mundo es muy poderosa, pero en este país elige presidentes, senadores, representantes, toda clase de políticos”, asegura el nutricionista Juan Camilo Mesa.
Para entender la viabilidad real de la propuesta de Dávila, sus posibles consecuencias y los intereses que la rodean, VORÁGINE consultó a expertos y expertas de distintas disciplinas. A medida que se calienta la contienda hacia las elecciones presidenciales de 2026, comienzan a emerger discursos que buscan maquillar con tintes de bienestar público lo que, en el fondo, podría ser una jugada a favor de grandes intereses corporativos.
“El político o la campaña que diga que va a tumbar esos impuestos está siendo populista. Es un slogan fabuloso porque tiene a favor que a nadie le gustan los impuestos. Quien quiera sumarse a tumbarlos, casi que es un héroe o heroína”, asegura Mylena Gualdrón, nutricionista y coordinadora en Fian Colombia, una organización que vigila al Estado en implementación de leyes.
Los ultraprocesados no son comida barata ni buena
Uno de los principales argumentos de la periodista Vicky Dávila para eliminar el impuesto es que Colombia al ser un país en desarrollo necesita comida “barata y buena”. Adriana Torres, experta en temas de alimentación de Dejusticia dice que “la realidad es que el país necesita más comida de calidad a precios accesibles y justos para quien los produce y para quienes los van a consumir. Decir que el país necesita comida barata es simplificar todas las dinámicas del proceso alimentario”.
El argumento de Dávila contradice el propósito central del impuesto: proteger la salud pública. La ley 2277 de 2022 impuso un gravamen gradual a ciertos productos comestibles ultraprocesados—aquellos a los que se les han añadido azúcares, sodio o grasas saturadas en niveles que superan los límites definidos por la norma—como una medida para desincentivar su consumo. ¿La razón? Estos productos están directamente asociados a enfermedades como la obesidad, la diabetes y los problemas cardiovasculares. En Colombia, según el Banco Mundial, el 10,7 % de la población adulta sufre de diabetes. Es decir, 3,4 millones de personas.
Su regulación fue un logro de organizaciones sociales y de salud que, durante años, exigieron al Estado una intervención urgente, en línea con las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS). “Reducir los ultraprocesados es un mensaje de salud pública”, afirmó la OMS en septiembre de 2024.
Pero el debate no es solo técnico, también es semántico. Una de las estrategias de desinformación más eficaces está en cómo se nombra a estos productos. Dávila los llama “comida buena” o simplemente “procesados”, en un intento por suavizar su impacto real. Para Mylena Gualdrón eso es tergiversar el lenguaje y, por tanto, el debate: “Cuando tomas ese ultraprocesado y tratas de identificar el alimento real, ya no lo encuentras. Ha perdido su matriz alimentaria. No es correcto llamarlos comida, son solo un relleno de aditivos”.
La diferencia es también categórica. En un extremo está la comida real como frutas, verduras, legumbres, carnes, huevo, que son alimentos frescos o mínimamente procesados que conservan sus propiedades nutricionales. En el otro, los ultraprocesados son productos industriales hechos a partir de ingredientes refinados, extractos, conservantes y colorantes. “Son formulaciones de mala calidad, con muchos ingredientes malos y en exceso”, resume Gualdrón.
Entre ambos extremos están los procesados, productos que sí han sido transformados, pero que aún mantienen su valor nutricional y su estructura alimentaria. En este sentido, confundir “procesados” con “ultraprocesados” no es un error técnico menor, sino una estrategia que diluye la urgencia del problema. Los primeros no tienen impuesto, los segundos sí, con algunas excepciones.
“Dependiendo del contenido de esos nutrientes críticos (sodio, azúcares o grasas saturadas) es que el producto va a estar gravado en mayor o menor medida. Pareciera que se engloba a todos los ultraprocesados en una misma bolsa y no se tiene en cuenta que el diseño del impuesto justamente lo que trata es por nutriente crítico”, explica Adriana Torres.
Además, el argumento del bajo costo tampoco se sostiene del todo. Según el nutricionista Juan Camilo Mesa, los alimentos provenientes de la agricultura suelen ser más económicos que muchos ultraprocesados, incluso cuando son más vulnerables a los vaivenes de la inflación.
La industria que “legisla” para no ser regulada
Durante años, la industria de ultraprocesados ha perfeccionado una estrategia que le ha permitido esquivar la regulación: sentarse en la misma mesa donde se escriben las normas. En Colombia, como en muchos otros países, no es raro encontrar a políticos que actúan como representantes de intereses corporativos, incluso cuando eso implica desconocer la evidencia científica y los argumentos de salud pública.
Para Gualdrón el papel de la industria en el mundo nunca ha sido bueno. Durante muchos años su discurso fue que se autorregulaban y se negaban a una normativa, cuenta. En el país, este debate lleva más de 15 años. Y durante todo ese tiempo, los sectores empresariales han puesto barreras, presionando para diluir, retrasar o directamente bloquear iniciativas que buscan proteger el derecho a la salud alimentaria.
“Estas industrias interfieren en las políticas públicas y los gobiernos tienen la responsabilidad de no permitir esa interferencia. Eso es parte de lo que ha pasado históricamente en Colombia: el regulador y el que debe ser regulado están sentados en la misma mesa”, afirma Carolina Piñeros, directora de la organización Red Papaz.
Por eso, mantener una distancia clara entre los poderes económicos y quienes toman decisiones no es un ideal, sino una necesidad. Cuando esas fronteras se diluyen, los conflictos de interés florecen. El caso de Vicky Dávila y su cercanía con el Grupo Gilinski es ilustrativo. En una reciente entrevista para W Radio, cuando le preguntaron por su relación con los empresarios, Dávila respondió sin rodeos: “Si en algún momento tengo que pedirle una ayuda a Gabriel Gilinski, espero que me la dé. Estoy segura que me la puede dar”.
En Colombia, el Grupo Nutresa, uno de los principales productores de alimentos del país, está en el centro de esta trama. El pasado 2 de abril, Jaime Gilinski adquirió el 100 % de las acciones de Nugil, empresa clave dentro del engranaje corporativo de Nutresa. Con esta operación, se convirtió en el dueño del 84,5 % del grupo y, desde enero, también asumió la presidencia. Actualmente, según Forbes, Gilinski es el hombre más rico del país.
Nutresa tiene 29 marcas con presencia en el país. De esas, 25 producen ultraprocesados que están gravados por el llamado “impuesto saludable”. A eso se suma su anuncio de adquirir el 40 % de Yupi, fabricante de productos como Rizadas, Golpe con Todo, Lizas y Tosti, todos sujetos a este tributo. Sin duda, cualquier reducción o eliminación del impuesto reduciría los gastos del bolsillo de los Gilinski.

¿Y los más pobres?
Uno de los argumentos más insistentes de Vicky Dávila para eliminar el impuesto a los ultraprocesados es que “está acabando con los bolsillos de los más vulnerables y quebrando a las tiendas de barrio”. Lo dijo sin respaldarse de alguna fuente.
Ese discurso no es nuevo. Los detractores del impuesto lo han repetido por varios años. El nutricionista Juan Camilo Mesa lo ve distinto: el impuesto beneficia a toda la población, y aún más a las personas de bajos recursos que consumen constantemente ultraprocesados.
“Las poblaciones más vulnerables son las más afectadas por este tipo de productos. Ahí incluimos niños, adolescentes y personas de bajo estrato socioeconómico. Al mismo tiempo son las poblaciones que más se enferman y no tienen buen acceso a salud”, puntualiza. De hecho, dice que impacta en su esperanza de vida.
Estudios han mostrado que existe una correlación entre el aumento de consumo de ultraprocesados y las enfermedades crónicas. En el mundo, por ejemplo, la primera causa de muerte son las enfermedades cardiovasculares, que en muchos casos son prevenibles a través de la dieta. “Esas enfermedades van a reducir la esperanza de vida de las personas en una época donde debería ser al contrario con todos los avances de la medicina”, afirma Mesa.
Cuando se aprobó el impuesto, el entonces ministro de Hacienda, José Antonio Ocampo, explicó que los productos gravados solo representan el 3 % de la canasta familiar. Hasta hoy, no hay ningún estudio serio que demuestre un impacto significativo del impuesto en los hogares pobres. De hecho, la experiencia internacional sugiere lo contrario: cuando se encarece la comida chatarra, las personas migran hacia alimentos más saludables si el entorno lo permite.
“Hay una narrativa muy riesgosa al querer eliminar el impuesto porque afecta a los vulnerables, y es que las personas sin recursos tienen que alimentarse con comida chatarra. Muy triste porque precisamente son ellos los que más necesitan que se les brinde un entorno con facilidad para consumo de frutas o verduras”, explica Carolina Piñeros de Red Papaz. De hecho, en Colombia todavía el 30 % de la población consume menos de dos comidas al día, según el Dane.
Incluso la industria podría evitar las variaciones en la demanda de sus productos. “Si existe una industria que está haciendo ganancias muy grandes y le da miedo que el aumento del precio vaya a reducir esas ganancias, ellos podrían pagar el impuesto y no transferirle el valor al consumidor a través del precio”, afirma Ximena Cadena, subdirectora de Fedesarrollo.
Otro frente del discurso anti-impuesto apunta a las tiendas de barrio. Según Dávila y la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco), el tributo las estaría llevando a la quiebra. En marzo, esa organización presentó los resultados de una encuesta en la que el 82 % de los tenderos dijo haber visto reducidas sus ventas. Con ese dato, aseguraron que la “crisis de las tiendas se agrava significativamente”. Pero los números no cuadran: encuestaron a apenas 464 tenderos de los 450.000 que hay en el país. Menos del 0,1 %.
Hawen Zhang, experta en estadística, analizó la encuesta de Fenalco y encontró múltiples vacíos: la muestra fue tomada entre tenderos afiliados a su programa Fenaltiendas, no representó a todos los tenderos del país y se basó en percepciones sin información concreta sobre cierres o pérdidas económicas.
Además, Fenalco omitió una posible causa de la crisis de los tenderos: la rápida y masiva aparición de cadenas minoristas de comercio como D1, Ara y Oxxo. “Estos comercios tienen otros servicios y tecnologías, y es difícil competir con esas lógicas y sus precios”, explica Gualdrón. Una investigación del Banco de la República expone que hay una reducción de los ingresos de los tenderos pues se enfrentan a una mayor competencia con las tiendas de bajo costo. Luchan por competir con precios más accesibles e infraestructura.
Para Adriana Torres es clave tener presente que los tenderos no solo venden ultraprocesados, también ofertan alimentos reales y procesados. Y que, incluso, los ultraprocesados que comercian no todos tienen el impuesto. La normativa excluyó productos como el bocadillo, arepas hechas de maíz, embutidos artesanales y otros más.
El verdadero problema es otro: mientras los ultraprocesados suben de precio de forma controlada, los alimentos reales, los que sí nutren, se ven fuertemente golpeados por la inflación.
“Los ultraprocesados suben de precio a una proporción muchísimo menor que los alimentos reales. Eso se debe a que estos alimentos están impactados por dinámicas como el cambio climático, transporte, inflación global, insumos. Factores que los ultraprocesados pueden manejar distinto porque tienen redes de distribución más eficientes y no se dañan con facilidad”, asegura Torres.
Un impuesto con propósito social, no fiscal
Para la periodista Vicky Dávila, el impuesto a los ultraprocesados es “absurdo”, un simple “invento de este Gobierno para recaudar la plata que ya se gastaron”. Sin embargo, el gravamen no nació como un mecanismo para llenar las arcas del Estado.
Como lo explica Mylena Guandrón: “El impuesto no solamente es para crear una barrera para que no compres los productos, sino porque el daño que generan carga el sistema de salud”. Es un tipo de tributo que rompe con la lógica tradicional: no busca maximizar ingresos, sino minimizar daños. No obstante, el beneficio social de reducir enfermedades es aún difícil de medir.
No es un secreto que en Colombia hay una necesidad de aumento de recursos fiscales. Desde Fedesarrollo, Ximena Cadena asegura que ha sido difícil generar mayor recaudo a partir de impuestos. En 2024, la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (Dian) reportó que el recaudo por este tributo fue de 2,2 billones de pesos: 288.000 millones por bebidas azucaradas ultraprocesadas y 1,9 billones de pesos por alimentos sólidos ultraprocesados. Es decir, alrededor del 1 % de lo que se recauda en impuestos en el país.
El recaudo en este caso está planeado para apoyar al sistema de salud y atender las enfermedades que genera el consumo de ultraprocesados. Como dice Carolina Piñeros, directora de Red Papaz, “nada se está prohibiendo. Se pueden vender, pero con buena información. No se nos puede olvidar que estas medidas son de salud pública y una de las formas más efectivas es mediante la promoción y prevención”.
El deber del Estado
Vicky Dávila sostiene que el Estado no puede actuar como una niñera. Sin embargo, cuando se trata del derecho a la salud, no se podría interpretar como paternalismo: el Estado está cumpliendo una obligación constitucional y un compromiso asumido a nivel internacional.
La OMS le dice a los países que deberían implementar políticas públicas para restringir el consumo de ultraprocesados porque las personas no son totalmente autónomas para decidir cómo alimentarse. “Hoy el entorno nos hace tomar pésimas decisiones. Quienes toman las mejores decisiones es porque tienen acceso a información privilegiada o son más educadas. Hay que cambiar el entorno”, dice Carolina Piñeros de Red Papaz.
Son cuatro las solicitudes que hace la OMS a los estados: implementar el etiquetado frontal, regular la publicidad de estos productos, impuestos para desincentivar su consumo y políticas públicas integrales para minimizar sus impactos. Colombia, hasta ahora, ha cumplido con dos de esas exigencias.
Y no ha sido fácil. El impuesto a los ultraprocesados se consolidó en medio de una fuerte presión política y empresarial. Pero una vez aprobado, la Corte Constitucional lo blindó. En su sentencia C-435 de 2023, el tribunal fue categórico: estos productos son nocivos y su gravamen es una medida legítima y constitucional.
Los expertos consultados coinciden en que eliminar o debilitar ese impuesto sería un retroceso grave. Un retroceso no solo técnico, sino simbólico. “Debilitar o socavar los impuestos sería un retroceso a la narrativa que hemos logrado con tanto esfuerzo: lo que se ve que tiene sellos, es feo, o ahí hay algo de riesgo”, reflexiona Mylena Gualdrón.
Para Ximena Cadena, subdirectora de Fedesarrollo, el impuesto representa un avance de conciencia colectiva: “Que se haya aprobado y creado el impuesto muestra que la sociedad se ha movido a una conciencia de que esto es importante”.
Urgen políticas integrales
Vicky Dávila cierra su argumento diciendo que es necesario hacer campañas para comer de manera saludable y hacer ejercicio. En eso hay consenso entre los expertos.
Para Juan Camilo Mesa, todas las medidas funcionan en conjunto, no hay ninguna ajena a la otra. “El impuesto solo no es suficiente, necesitamos políticas estructurales que garanticen el acceso a alimentación real. El impuesto es una política de una serie que conversan entre sí, pero por si solo no va a resolver el tema nutricional en Colombia”, asegura Adriana Torres.
El gravamen lleva menos de tres años funcionando y aún es temprano para medir con certeza sus impactos. Se necesitan al menos cinco años para saber si es efectivo. Mientras tanto, desde Red Papaz insisten: es urgente intervenir el otro lado del problema. Los precios de algunos alimentos reales siguen siendo de difícil acceso para ciertos grupos poblaciones. Incluso se necesitan incentivos o subsidios para aumentar su consumo.
La experta de Dejusticia considera que eliminar el impuesto es un retroceso, pues envía el mensaje a la sociedad de que “esos productos no saludables, son una opción de consumo nutricionalmente adecuada cuando realmente no lo son”.
Desde Fian Colombia alertan sobre la necesidad de que el Invima haga un monitoreo eficaz a las medidas presentes para garantizar que al menos sí se estén aplicando de forma adecuada. Y, junto a ello, un compromiso real de la industria. “Les estamos diciendo: ‘no ponga en riesgo la salud de las personas y no deterioren las condiciones de las comunidades con sus productos’”, asegura Gualdrón.
La advertencia de Juan Camilo Mesa es contundente: “La industria no es amiga de nadie. No le interesa la salud de la gente. A ellos no les interesa nada, sino obtener ganancias y lavar su imagen. ¿Quiénes son amigos de nosotros? Los campesinos”.
*Esta investigación fue financiada, en parte, por Vital Strategies. El contenido es editorialmente independiente y su propósito es arrojar una luz tanto sobre las prácticas ilegales o poco éticas de la industria de alimentos y bebidas, como sobre las poblaciones más vulnerables que, de manera desproporcionada, cargan con la peor parte de la crisis de salud global causada por el consumo de alimentos y bebidas no saludables. A menos de que se indique lo contrario, todas las declaraciones publicadas en esta historia, incluidas aquellas sobre legislación específica, reflejan las opiniones de las organizaciones particulares, y no las de Vital Strategies.