La inteligencia de Alba Lucía Campaz Cuero la llevó a ser la mejor estudiante del colegio y de los institutos donde se preparó. Con esas armas se atrevió a fundar el sindicato que salvó al Hospital Universitario del Valle de desaparecer. Esta es su historia.
26 de abril de 2021
Por: Mauricio López Rueda / Ilustración: Camila Santafé
Alba Campaz

Encadenada a las puertas del Hospital Universitario del Valle, Alba Lucía Campaz Cuero evocaba a la Andrómeda de Etiopía, tan piadosa como la Madonna de Edvard Munch, y a la vez tan decidida y esperanzada como la Juana de Arco de Hermann Anton Stilke. Sin embargo, al contrario de la sacrificada hija de Cefeo y Casiopea, Alba estaba allí voluntariamente, soportando el frío del hierro sobre su piel y resignada al bochorno de tener que hacer sus necesidades a la vista de los transeúntes, tapada apenas con una sábana que sus compañeras le prestaban cada que era necesario. 

Tampoco necesitó que ningún Perseo fuera a liberarla ya que, después de 36 horas de suplicio, ella misma se emancipó, derrotada por el hambre y la sed, pero con su espíritu de lucha fortalecido. 

Durante aquel día y medio de famélica y modesta revolución, Alba también era Policarpa, nombre con el que fue rebautizada en adelante por sus compañeras y compañeros de lucha, quienes la veían con remordimiento pegada a esas rejas duras y rechinantes de la entrada principal, impotentes por no poder acompañarla en sus arengas.

Y esa ‘Pola’ con piel de cobre y cabellos rizados y entrelazados como envoltorios de tamarindo, al borde del desmayo recordó su niñez, su madre, Isabel, y esa indignante respuesta que su padre, quien, tras haberla abandonado, le pronunció con los labios endurecidos, cuando ella fue a buscarlo a Buenaventura para conocerle la cara: “Usted va a estudiar una carrera de putas”. 

Embebida en su liturgia de cadenas, que en cierto modo eran sus camándulas, la todavía joven enfermera recordó el rancho de El Guabal, barrio en el que creció junto a sus cinco hermanos soportando aguaceros que parecían anuncios del fin del mundo cuando ese techo de tablas se estremecía con cada relámpago, las paredes de bareque se derretían como mantequilla y el piso se transformaba en un espeso y resbaladizo lodazal. 

En esos momentos de urgencia, Isabel, la inmarcesible madre, preocupada por las ropas y los tratos, se apresuraba a cargar a sus hijos hasta las casas vecinas, donde los dejaba incólumes mientras ella regresaba a salvar lo que pudiera salvarse, y a tratar de que la casa quedara habitable tras la tormenta. 

Podía desbaratarse el mundo al son de las trompetas de los cuatro arcángeles, pero Isabel Cuero no iba a permitir, jamás, que sus hijos acudieran sucios a la escuela. 

Con el agua rumiando en su cabello negro, denso como la selva del Pacífico y apretado como los puños de un pescador que lleva cargado su chinchorro, Isabel hundía sus fuertes piernas en el barro movedizo y sobre los hombros se montaba bultos con ropas y ollas que cualquier familia de Pance o La Flora tiraría como basura a la calle. 

Como la ‘Madre Agua’ que hace llover en el Chocó, o como la Ninfa del Arco que se bambolea en los torbellinos del Atrato, esa mujer de amor insondable aguantaba los latigazos de la tormenta y, esforzándose para no ceder ante la borrasca, llenaba bolsas con las pertenencias de sus hijas y de su hijo, y luego, con idéntica fuerza, salía a la calle pavimentada, mojada, victoriosa, poderosa.

“El hábito no hace al monje, hijas, pero ayuda bastante”, les decía a Alba y a Fanny en las madrugadas, cuando las tres se levantaban a compartir los tragos de aguapanela caliente, antes de irse a pelear la vida en diferentes puntos de la capital azucarera. Ella, la madre, a casas de familia donde la maltrataban, insultaban y le pagaban poco; y ellas, las hijas, con las tripas todavía protestando, cargadas en las fauces del bus de la Ruta Britania 4 que las llevaba hasta el colegio La Merced. 

Las otras niñas se quedaban en la casa cuidando que no se metieran las ratas por debajo de la puerta, y consolando a César, el único varón de la familia, quien se quedaba mirando el vacío, como sosteniendo el último hilo de la figura de Isabel, ya desvanecida en la distancia. 

Eran pobres, el rancho se los recalcaba en cada trueno, pero también eran dignos, tenían orgullo. La limpieza era el único imperativo de Isabel, la única regla inviolable de la familia. Era un manifiesto. 

Llevar el cuerpo limpio y sin maquillaje, aunque envuelto en vestidos remendados, era una proclama. “No somos el barro bajo nuestros pies, no somos la basura que baja en bucles de escombros y agua maloliente por la quebrada adyacente. No somos el hambre que apuñala nuestros estómagos, ni las ilusiones que transitan en vapores por nuestro cerebro. No, somos los rasgos de nuestros rostros, somos sonrisa y llanto, somos pueblo añejo, antiguo, ancestral, somos valientes”. 

Ese día, estando encadenada frente al hospital, Alba Lucía Campaz Cuero volvió a ser la niña valiente que se sentaba atenta en su pupitre, ignorando las miradas de lástima o de burla de sus compañeras más afortunadas. Con su uniforme remendado y sin libros que le permitieran llevar el ritmo de las clases, la niña lo apuntaba todo en los dos o tres cuadernos que su madre le compraba cada enero. El resto lo guardaba en su prodigiosa memoria. 

“No le pedía libros a mi madre, para qué. Ella no tenía con qué comprarlos. Cuando nos entregaban las listas de los materiales, llegaba a la casa y mamá preguntaba: ‘qué le pidieron este año’, y yo le decía: ‘no se preocupe madre, con tres cuadernos sin argollar me basta, y lápices y lapiceros para tomar nota’”, narra Alba.

Isabel, quien sólo aprendió a firmar y a reconocer los números, les enseñó a leer y a escribir a todos sus hijos con una cartilla de escritura de Michín que representaba toda la biblioteca de la casa. 

Por alguna extraña y milagrosa razón, era capaz de enseñarles las letras y las frases a partir de los fonemas y de las ilustraciones de la cartilla. 

“Yo sé que ‘m’ y ‘a’, es ‘ma’, y dos ‘ma’ juntos, son ‘mamá’”, les decía la madre quien también hacía sonidos onomatopéyicos para que aprendieran a distinguir animales y máquinas como aviones o automóviles. 

En La Merced, Alba se sentaba cerca de Fanny, su hermana, para darle ánimo. Tenían una profesora llamada Julia que las discriminaba por ser negras y pobres, y les exigía más que a las otras alumnas. 

“A ver señorita Del Castillo, muéstreme en este mapa dos ríos de Colombia”, pedía la hirsuta maestra a una de las niñas blancas, mientras que a Alba le decía: “Usted Campaz, salga y señale cinco ríos de Colombia en este mapa, ¿si será capaz?”. 

Era tan evidente la persecución que un día, una de las estudiantes de color blanco, le llamó la atención: “Profesora Julia, usted por qué le exige más a Campaz, por qué no le pide lo mismo que a nosotras”. Aquel día hubo un silencio de sepulcro, un silencio de pandemia. 

Alba resistió esa ruindad con mansedumbre y, aquietando sus tormentas internas, avanzó con sigilo hasta el último año y se graduó con honores. Fue declarada la mejor bachiller del colegio. 

El diploma se lo entregó la profesora Julia. Caminó hacia ella con los ojos bajos. Y Alba, brillante como un amanecer de agosto, la esperó imperturbable. “Acá está su cartón, se lo ganó bien ganado”. 

“Gracias profesora, y sí, me lo gané bien ganado, y pese a su racismo”. 

Quién sabe de dónde sacó fuerzas, pero se contuvo. Quería decirle más, quería gritarle a la cara todo el sufrimiento de esos años. Quería recriminarle los traumas de Fanny, quien no pudo seguir y se retiró en tercero de bachillerato. Quería restregarle todos esos días de hambre, cuando llegaba a las clases sin desayunar y luego volvía a casa sin esperanzas de almorzar. Quería enrostrarle que fue la única alumna, de todas, que estudió sin libros, y que sólo en el último año pudo pedir uno: Español y Literatura, con el que tanto había soñado. Un sueño pueril seguramente, pero sueño al fin. 

En todos esos recuerdos navegó la mente de la enfermera encadenada, que estaba allí, junto a su compañero Javier Ruiz, intentando que no despidieran a un centenar de trabajadores públicos del hospital. “Es una injusticia, eso no lo podemos permitir. Ellos son profesionales y son los que más se esfuerzan”, salía un grito ahogado desde su agrietada laringe. 

No era su primera protesta. Desde que entró al hospital, en diciembre de 1987, Alba se había dejado llevar por la marea de las reivindicaciones sociales. En esa época trabajaba en el hospital Elizabeth Balanta, una inflexible enfermera de carácter indómito y aspecto relampagueante. 

Balanta había fundado la Asociación Nacional de Enfermeras Auxiliares Certificadas, Andec, piedra angular del movimiento sindical que luego despertaría con la tutela de Alba. 

“Cuando entré al hospital decían que nos parecíamos mucho. Un día pregunté que qué era la cosa, que cómo así que nos parecíamos. Entonces me dio curiosidad y la conocí. Y me cayó bien”, recuerda Campaz. 

Andec era la única resistencia en esa época de reglas absurdas como impedir que las enfermeras negras usaran medias blancas. Balanta, en manifiesta desobediencia, un día llegó con sus medias blancas hasta las rodillas, y camino con tal elegancia por los pasillos del edificio, que cualquiera hubiera pensado que se trataba de la ‘Reina del Litoral’. 

En otra ocasión, ante la inminencia del despido de Iván Chávez, un viejo compañero de trabajo, tanto Balanta como las demás enfermeras salieron a los pasillos y a los balcones del hospital a exigir el reintegro, y fue tanto el alboroto que el entonces director de la entidad, Milton Mora, echó para atrás la decisión. Aquella fue la primera protesta en la que participó Alba. Ese día sintió que algo se le encendía por dentro y le cosquilleaba el corazón. 

Ese episodio fue un bautismo para Alba, quien al poco tiempo reemplazó a Elizabeth Balanta en todas las luchas por los derechos al interior del hospital. La creadora de Andec, de un momento a otro, lo abandonó todo, argumentando problemas familiares inaplazables. 

Su partida significó el despido de muchos empleados. Alba se salvó de ese tajo porque se encontraba en embarazo de su primer hijo, José David. 

Se había casado muy joven, con José Luis Peña, un operario de la empresa Imcabe, una amortiteca muy famosa de la ciudad de Cali que quebró a finales de los años ochenta. 

José Luis también era pobre, pero tenía trabajo y ahorraba mucho. Pasaba con frecuencia por la casa de los Campaz Cuero, pero sólo saludaba a Fanny, la hermana de Alba. Un día, así porque sí, se devolvió y se presentó formalmente. 

“Buenas tardes, me llamo José Luis Peña Peña, mucho gusto”. 

Y a Alba, que ya le había tomado algo de inquina, le tocó responderle: “Mucho gusto, Alba Lucía Campaz”. 

Se siguieron viendo con asiduidad, pero con decoro. Incluso José Luis, de tanto saludarla, un día la acompañó hasta donde la señora Isabel, para presentarse. Desde ese día fueron novios.

José Luis empezó a ayudarle con los pasajes, la invitaba a refrescos y a helados, le enseñó a planchar la ropa delicada y hasta le ayudaba con las tareas del colegio. 

Cuando dejó La Merced, Alba ya sabía primeros auxilios, pero quería estudiar Administración de Empresas. Declinó esa opción porque no tenía los recursos para ingresar a la universidad. Entonces se presentó al SENA, a Enfermería, y se graduó con altos puntajes. De ahí pasó al Hospital Universitario, para cumplir con las prácticas supervisadas, y también fue la mejor. 

Cierto día la llamaron para decirle: “Señorita Alba, de su clase, usted fue la mejor. Queremos que se quede trabajando en el hospital”. Así comenzó su historia. 

Entre tanto, José Luis se quedó sin trabajo y Alba tuvo que cargar con toda la responsabilidad del hogar. Aunque estaba en embarazo, ingresó al Instituto Antonio José Camacho a estudiar Tecnología en Sistemas, para complementar su profesión. Quería seguir adelante y estudiar Derecho, o alguna otra carrera ligada a la política, pero su madre la convenció de lo contrario. José Luis, en cambio, la apoyaba en todo, por más injustificable que pareciera.

Se casaron en 1989, en la parroquia San Juan Bautista de El Guabal. Se casaron un 6 de diciembre, a las 6 de la mañana, para huir de las multitudes. Ella entró de soberbio blanco y él con un correcto traje beige y zapatillas color marrón. Ambos traían los cabellos rizados y recogidos, esponjosos. 

Celebraron nupcias con un desayuno y fueron vitoreados por todos los vecinos del barrio, testigos todos de las angustias interminables de la familia Campaz Cuero, de todos esos días y noches que los vieron durmiendo a la intemperie, o comiendo en las casas vecinas porque no tenían nada más que ollas vacías y goteras cayendo sobre el fogón. 

Fue una alegría para todos ver a una de las niñas de Isabel camino del altar, tan reluciente como su madre siempre le enseñó. 

Con José Luis, Alba pasó los mejores años de su vida. Fueron de luna de miel a la Bocana y se la pasaban bailando y cantando canciones de salsa. El himno de ese amor puro y cristalino era El Carbonerito, de El Gran Combo de Puerto Rico, porque en las noches de incertidumbre y dolor, él siempre se acercaba para susurrarle: “Ella tiene, bemba grande, y yo soy bien narizón, y así feos, como somos, nos tenemos mucho amor”.

El día que Alba se encadenó a las puertas del hospital, como Andrómeda, como Policarpa, José Luis sólo se acercó para besarla y desearle bienestar. Luego se marchó, silencioso, y se fue a cuidar de sus dos hijos: José David y Ángela María. 

“Yo le pedí sólo eso, que cuidara a los niños y que no los dejara ver televisión, que no les contara nada de lo que yo estaba haciendo. Fue un gran hombre”, cuenta Alba, quien ahora sólo puede recordarlo a través de los ojos de sus nietos Carlos José y María Guadalupe, pues José Luis falleció en 2010, debido a un cáncer. 

La mujer encadenada se levantó después de 36 horas y le puso punto final a la protesta. El esposo la llevó hasta la casa y la cuidó con todos los mimos posibles. No pudo comer con normalidad durante una semana, pero su mensaje había calado no sólo en las directivas del hospital, sino también entre sus compañeros. 

Aquel había sido un acto de arrojo para salvar a sus compañeros y al hospital mismo de la ruina, una manifestación de su compromiso con la lucha sindical. 

Después del retiro de Elizabeth Balanta, Alba Lucía Campaz Cuero fundó el Sindicato de Servidores Públicos del Hospital Universitario del Valle, Sinspublic H.U.V, el 12 de abril de 1999 y en la clandestinidad. 

Cansada de los atropellos que recibían los trabajadores públicos del hospital, e inspirada en la luchas de Balanta, Alba se unió a Baldomero García, Freddy Rivera, Javier Ruiz, Martha Guasá, Liliana Nieto y Mauricio Ramos y, con la máxima discreción, como una novela de espionaje, comenzaron a reunirse en secreto, en la casa de Alba, y fundaron el sindicato. 

Freddy García fue nombrado como el primer presidente y Alba se encargó de la tesorería, arrancaron con cerca de 50 afiliados. La asamblea fundacional también se llevó a cabo en la casa de Alba y, el 27 de abril, Sinspublic nació a la vida jurídica con la personería 160 DTJ. El 15 de junio de 1999, esa personería se publicó en el Diario de Occidente. 

“Teníamos una consigna: ser vehementes en la defensa de los derechos de los empleados públicos, pero tampoco íbamos a ser la guarida de los empleados irresponsables. Los sindicatos están para luchar por los derechos de los trabajadores, pero también por la viabilidad de las empresas, sobre todo cuando una empresa como el Hospital Universitario del Valle está destinada a ayudar a las personas más vulnerables”, explica Alba Lucía. 

Antes de Sinspublic, sólo había un sindicato en el hospital, el de los trabajadores oficiales, y eso les permitía tener aumentos salariales más altos que los de los trabajadores públicos, quienes en últimas eran los de mayor carga laboral. 

Además, sólo ellos podían presentar pliegos de peticiones, mientras que los demás debían hacer peticiones respetuosas. 

Para contrarrestar eso, Alba se volvió un ratón de biblioteca y leyó cientos de documentos jurídicos. En esa tarea encontró el Convenio 151 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), y, en el año 2001, presentó un pliego de peticiones a la administración. 

El Convenio 151 fue creado en 1978 para proteger el derecho de los trabajadores a la sindicalización y a los debidos procedimientos para determinar las condiciones de empleo en la administración pública, entre ellos el pliego de peticiones. Entró en vigor en 1981, pero en Colombia no se aplicó hasta que Alba lo desempolvó de los anaqueles de alguna biblioteca olvidada. 

Como era obvio, la iniciativa de Alba fue rechazada, así que elevó una queja ante la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), donde fue recibida por Carlos Rodríguez, un entusiasta que la asesoró y acompañó hasta el Ministerio del Trabajo que, ese tiempo, dirigía Angelino Garzón. 

“El convenio 151 existía, pero hasta entonces Colombia no había hecho valer ese derecho. Nos reunimos con Angelino Garzón y con él acordamos no regirnos completamente al Convenio, pero sin nombrarlo ‘Acuerdo colectivo de trabajo’. Ese fue un punto de inflexión, porque cambió las condiciones laborales de los empleados públicos del hospital”, añade Campaz.

El 20 de septiembre de 2001, como muestra de ese logro: ser el único sindicato de empleados públicos que había negociado un pliego de peticiones y había llegado a un acuerdo colectivo, Angelino Garzón fue hasta el Hospital Universitario del Valle y firmó el acuerdo. Fue algo histórico. 

Desde entonces, la niña de los uniformes rotos, del rancho que se hacía pedazos en los aguaceros; la misma niña que se enamoró de un operario y se casó de blanco a las 6 de la mañana, se convirtió en la protectora de los trabajadores del hospital y de la comunidad vulnerable del suroccidente del país. 

Era Isabel con más hijos y, como ella, cada vez que había una tormenta los cargaba hasta un sitio seguro y luego volvía a salvar lo que todavía pudiera ser salvado.

Así sucedió en 2015, por ejemplo, cuando Jaime Rubiano llegó a la dirección del hospital y, pocos meses después, a punto estuvo de liquidarlo. 

“Fue el peor director que ha tenido el hospital. Hicimos cacerolazos, fuimos a Bogotá a protestar. Los entes de control fueron muy lentos para tomar decisiones, pero logramos detener ese proceso. Tuvimos apoyo de la gobernadora Dilian Francisco Toro, quien impidió la liquidación. Luego, lastimosamente, sí hubo una reestructuración en la que salieron más de 600 servidores públicos y 140 oficiales. Quedamos en el sindicato unos 450 o 500 trabajadores, fuimos impactados negativamente, pero salvamos el hospital”, cuenta Alba, quien nació el 5 de marzo de 1963, nueve años después de que las mujeres en Colombia por fin pudieran votar, y un año después de que la primera mujer afrodescendiente, Nazly Hellen Lozano Eljure, llegara al Congreso de la República. 

Alba Lucía Campaz Cuero lleva 13 años al frente del Sinspublic y ya piensa en retirarse. Quiere volver a su familia, a sus nietos. No tiene nada más por demostrar pues, siendo negra, sobrevivió al racismo y a la pobreza, fue la mejor en cada etapa de sus estudios. Hizo posgrados en Los Andes, en la Javeriana y en el Centro Universitario Bureau Veritas de Madrid. 

Todavía recuerda esas 36 horas de encadenamiento, cuando el hierro cruzaba todas las líneas de su piel quemando su espalda, sus muslos. Y estando allí no se sintió esclava sino libre, tan libre como las gaviotas que anidan cerca de las playas de la Bocana, donde junto al amor de su vida entendió que la vida no sólo era barro y ollas vacías, sino también calor en el vientre y latidos chispeantes del corazón. 

Con el apoyo de la Friedrich Ebert Stiftung en Colombia (Fescol). Esta crónica es el resultado del trabajo periodístico de Vorágine. La Fundación Friedrich Ebert Stiftung no comparte necesariamente las opiniones vertidas por el periodista ni las fuentes consultadas.

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