Las comunidades de las riberas de los ríos Unilla e Itilla (Guaviare) hoy no tienen cultivos de coca, pero tampoco han podido consolidar los proyectos que intentaron materializar a través del -para ellos fallido- Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (Pnis). Ahora plantean reorganizar su territorio y crear una nueva Zona de Reserva Campesina para frenar la deforestación y garantizar su derecho a la propiedad sobre la tierra.
30 de noviembre de 2023
Por: Texto e investigación: María Luna Mendoza* / Diseño: Nathalie Cedeño** / Fotografía y video: Bernardo Restrepo

Cuando decidieron acogerse al Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (Pnis), casi todos los campesinos de la región de los ríos Unilla e Itilla (Guaviare) tenían algún proyecto en mente. 

Maricela Silva, en Caño Caribe, había empezado a sembrar cacao antes de firmar el Pnis y tenía la esperanza de que, en adelante, ese sería “el cultivo de su vida”. Véiler Peña, un joven campesino de veinte años, exploraba, junto a sus amigos del pueblo, la posibilidad de trabajar las fincas de las riberas del río Unilla, donde abundan las palmas de asaí. En La Esmeralda, Luis Vaca y Pablo Peña se dedicaron a aprender sobre el manejo de viveros, y en Puerto Cubarro y Puerto Polaco varias familias campesinas, lideradas por Aurelio Zapata, empezaron a consolidar la idea de aprovechar sosteniblemente los árboles maderables del bosque. Otros quisieron criar pollos y cerdos y montar pequeñas ganaderías lecheras, y un grupo de campesinas jóvenes empezó a imaginar una cooperativa de artesanas de la selva. Tito, en La Primavera, y Óscar, en Brisas del Itilla, vieron en sus pedazos de manigua la posibilidad de impulsar proyectos de ecoturismo, y Diofanol Aguirre, hoy presidente de la Asociación de Campesinos de la Región de los ríos Unilla e Itilla (Ascatrui), puso su empeño en las parcelas de restauración ecológica para recuperar tierras deforestadas y lograr que, en sus palabras, “el bosque le gane espacio al potrero”. 

Desde que tomaron la decisión de no sembrar más hoja de coca, muchas familias de la zona destinaron buena parte de su tiempo a la conservación de la selva. La paz –dice Óscar Tapias, líder ambiental y campesino– les trajo un desafío todavía mayor al de la sustitución: “De repente recayó en nosotros la responsabilidad de cuidar el pulmón del mundo. La asumimos convencidos de que ser vecinos del Chiribiquete no es cualquier cosa y nos sumamos a la preocupación mundial por la Amazonia. Supimos que nuestras voluntades no bastaban para protegerla, pero intentamos movernos en esa dirección”, cuenta el campesino.

Lo primero, sin embargo, fue arrancar las matas de coca. En marzo del 2018 el entonces Alto Consejero para el Posconflicto, Rafael Pardo, y el exdirector de la Dirección para la Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito, Eduardo Díaz, declararon a Guaviare como el primer departamento exitoso en sustitución. “Si el propósito del proceso era arrancar matas, razón había para hacer anuncios de éxito por parte de la Presidencia”, señalan investigadores de la Corporación Viso Mutop.

Según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos de Uso Ilícito de Naciones Unidas (Simci), a fines del 2016 había 6.838 hectáreas de hoja de coca sembradas en el departamento. Las familias que se acogieron al Pnis tenían influencia sobre más del 90 % de esos cultivos. En la primera verificación, la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés) certificó el levantamiento de 2.583 hectáreas y, en la segunda, el de 1.285. En sólo cuatro meses, según el Simci, el 56 % de la coca en Guaviare había sido erradicada voluntariamente por las familias que firmaron acuerdos voluntarios de sustitución. En diciembre del 2020 –casi tres años después de iniciado el programa– 7.217 familias continuaban suscritas al Pnis en Guaviare y, según los reportes de UNODC, el porcentaje de rebrote o resiembra era solo del 0,2 %.

“Lo que se pudo evidenciar en terreno fue el compromiso de las familias campesinas por honrar su palabra en una concertación intracomunitaria que no implicó amenazas, ni operaciones militares o policiales”, comenta Pedro Arenas, cofundador de Viso Mutop y una de las personas que más han seguido el fenómeno de los cultivos de uso ilícito en Colombia. Sin embargo, como dice Tito, otro líder ambiental y campesino de la región, “que la gente haya persistido no quiere decir que no haya padecido”.

Un programa de sustitución que no consideró el ordenamiento ambiental de los territorios

Con la llegada de Iván Duque a la Presidencia de Colombia, en 2018, la implementación del Pnis quedó casi suspendida. Su gobierno se tomó más de un año para revisar, reestructurar y reorganizar el programa, al que tampoco le asignó claros responsables políticos. El investigador Pedro Arenas sugiere que, como ocurrió con otras experiencias de sustitución de cultivos, no hubo una lectura de la realidad económica campesina ni del contexto amazónico y las limitantes ambientales. 

A mediados de 2023, ya en la Presidencia de Gustavo Petro, los operadores casi no habían avanzado en sus actividades por razones parecidas a las que obstaculizaron el trabajo de los anteriores. Pero un problema adicional y todavía más difícil de resolver apareció en regiones como la de los ríos Unilla e Itilla, donde la puesta en marcha de los proyectos productivos se vio truncada por el ordenamiento ambiental del territorio, que obstaculiza la inversión pública del Estado, limita las prácticas agropecuarias y niega la posibilidad de titular las tierras a sus habitantes. 

“Cuando firmamos los acuerdos de sustitución voluntaria, nadie mencionó que vivir en tierras que hacen parte de la Zona de Reserva Forestal de la Amazonia iba a ser un impedimento para el desarrollo del Pnis. Pasados los años, nos dijeron que aquí nada se podía hacer y que los proyectos que habíamos propuesto quedaban suspendidos. Es agosto del 2023. No tenemos coca, pero tampoco alternativas. Ahora el problema no es sólo el Estado incumplido e ineficiente, sino también el Estado torpe que no se dio cuenta a tiempo de las contradicciones que había entre las normas ambientales y el programa de sustitución que puso a medio andar”, dice Tito. 

Contratos de uso de tierras: una torpeza para enmendar otra torpeza 

Para enmendar la torpeza –cuenta el líder campesino Óscar Tapias–, el Gobierno les propuso firmar los contratos de uso de tierras, un instrumento jurídico creado y reglamentado por la Agencia Nacional de Tierras (ANT) en el 2018, con el propósito de regular la “ocupación” de zonas que no pueden ser tituladas a sus habitantes –como ocurre con las Zonas de Reserva Forestal–. Esos contratos definían a los campesinos como “usuarios de tierras baldías” y les concedían la posibilidad de “usarlas” por un período de diez años prorrogables a treinta, siempre y cuando el uso que les dieran fuera coherente con la normatividad ambiental y con una larga lista de condiciones y prohibiciones que restringían de manera estricta y categórica el uso de las tierras.  

Jhoana Moreno, abogada del equipo de Tierras y Ambiente de la Dirección de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito, cuenta que en Guaviare nadie firmó los contratos de uso. En este departamento –explica la abogada– esa figura fue particularmente polémica por varios factores: primero, porque condicionaba la continuidad del Pnis a la firma de un nuevo contrato, lo que indispuso todavía más a unas comunidades que, desconfiadas y hastiadas de los incumplimientos del Estado, no estaban dispuestas a firmar un documento más. Segundo, porque era un contrato de adhesión: es decir, redactado unilateralmente por la ANT y que no permitía discusiones o negociaciones con los campesinos. Y, tercero, porque los tiempos y las condiciones de uso de las tierras contemplados en los contratos desconocían el arraigo histórico del campesinado en el departamento, ignoraban sus formas de poblamiento de la región y negaban su vocación de permanencia y tenencia de las tierras. 

Usuarios no, dueños sí

En las riberas de los ríos Unilla e Itilla –dice Tito– las comunidades campesinas no quieren la tierra para usarla temporalmente “como lo harían los empresarios del campo, que la quieren para explotarla, valorizarla y venderla”. La quieren, por el contrario, para habitarla, conservarla y trabajarla; para tenerla (en el sentido más formal de la tenencia), pero también para disfrutarla, heredarla a sus hijos y construir ahí sus planes de vida familiares y colectivos. Con esa convicción, y movilizadas por el anhelo de ser dueñas de sus fincas para conservarlas, las comunidades que hacen parte de la Asociación de Campesinos y Trabajadores de los ríos Unilla e Itilla proponen la creación de una nueva Zona de Reserva Campesina a la que llaman La Guardiana del Chiribiquete. 

La creación de La Guardiana –que comprendería quince veredas de la región– tiene, según Tito, siete grandes propósitos: 

1. Obtener los títulos de propiedad de las tierras. 

2. Evitar la expansión de la frontera agropecuaria hacia el Chiribiquete.

3. Contener el acaparamiento de tierras y la deforestación. 

4. Consolidar economías campesinas coherentes con el cuidado de la Amazonia. 

5. Crear y poner en marcha un plan integral de vida campesino-amazónico. 

6. Facilitar la ejecución de políticas de desarrollo rural y de inversión social del Estado. 

7. Fortalecer la gobernanza social y ambiental del territorio. 

Estos propósitos –dice Tito– responden a la más grande de las apuestas comunitarias de Ascatrui: la de blindar, amortiguar y cuidar el Chiribiquete con la presencia y la permanencia de los campesinos en el territorio y con las alternativas de conservación comunitaria que han venido construyendo y cuyo desarrollo depende, en buena medida, de la seguridad social y jurídica que puedan tener sobre sus tierras. 

Casi mil familias campesinas se articulan hoy alrededor de este sueño. En 2023, las Juntas de Acción Comunal se han reunido periódicamente para nutrir y escribir la propuesta de la Zona de Reserva Campesina. Pensando el proyecto –dice Diofanol, presidente de Ascatrui– han nutrido, también, su organización comunitaria, que es el punto de partida y el pilar de La Guardiana. Conocen la historia de su también vecina Zona de Reserva Campesina del Guaviare, y saben –porque lo vieron desmoronarse ante sus ojos– que un sueño como este tendrá más posibilidades de materializarse si hay una comunidad organizada que lo sostenga e impida que la guerra y los acaparadores de tierras se impongan sobre su voluntad de vivir como campesinos en las selvas. 

* Este trabajo periodístico hace parte de la serie de publicaciones resultado del Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas convocado por la Fundación Gabo.

** Las autoras de este trabajo periodístico hacen parte del Centro de Alternativas al Desarrollo (CEALDES), asociación que respaldó la realización del reportaje.

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