Aka encontró en el agro y el hip hop su propia revolución social en una de las zonas más violentas de Medellín. Es arte, es memoria, es volver la mirada a los muertos y las familias que quedaron para reconstruir los pedazos. Esta es su historia.
3 de noviembre de 2021
Por: Mauricio Lopez / Ilustración: @Numak
Aka agro Hip Hop

En este momento, mientras bajo por una de las tantas lomas de la comuna 13, de Medellín, El Aka, o Luis Fernando Álvarez, según la inequívoca cédula, ara la tierra que se extiende bajo las suelas de sus botas de caucho, en busca de la savia que hará crecer cebollas y tomates que le servirán de alimento en los próximos días. 

Hace surcos removiendo la tierra con sus propias manos, y luego planta los tallos que crecerán, “dios mediante, en la próxima luna menguante”. Se ayuda con un azadón para crear las líneas de bulos y frutos y, cuando el sol empieza a quemar un poco más por la proximidad del mediodía, el rapero se seca el sudor y se va al rancho a buscar refresco. 

Antes, hace como tres horas, estábamos conversando en la mesa despintada de una pequeña tienda en el corregimiento de Palmitas, ese pequeño caserío encaramado en una colina brumosa sobre la carretera hacia Urabá. Allí me contaba sobre sus orígenes, sobre sus tiempos en Manrique Oriental, huyendo de las balas; y sobre sus agitados días subiéndose a los buses de San Javier, La América y San Cristóbal, para relatar la calle a fuerza de rimas y seseos delirantes. 

No puedo evitar que, cada vez que veo a Aka, se me venga a la mente la imagen de Vanilla Ice, aquel exitoso rapero estadounidense de los años ochenta del siglo pasado, mundialmente famoso por la canción Ice, ice baby. Ambos monos y bien parecidos, impresión que no me atrevo a compartirle porque, aunque Aka es bastante amable, posee un carácter fuerte que prefiero no conocer. 

No son la misma cosa, en todo caso. Aka no canta meloserías sobre mujeres bonitas y de amplias caderas. No, él canta sobre sí mismo, sobre la tierra, sobre la historia y la calle. Más que cantar, podría decirse, expresa manifiestos, y ni siquiera le importa si lo hace bien o mal, desde el punto de vista de un profesor de canto. Le importa la emoción, la sinceridad, la fuerza de sus letras.

Es oriundo de Manrique Oriental, escenario de guerras entre bandas delincuenciales como La Terraza, Los Triana y Manrique San Pablo. De allí salió con unas cuantas bolsas llenas de ropa, huyendo de las balas que mataron a la mayoría de sus amigos y conocidos, y llegó hasta la Comuna 13, al barrio La Loma, donde se encontró con nuevas y más profundas violencias. 

La primera vez que lo vi, hace más de cinco años, lo encontré luchando contra esas violencias. Recorría las calles junto a otros líderes culturales y sociales de la comuna, agrupados bajo la bandera de Casa Morada. La iniciativa, entonces, se llamaba No Copio, y buscaba resignificar la vida a partir de los episodios de muerte. 

Aka y sus amigos acudían a los sitios donde se acababa de asesinar a alguna persona, y lloraban esa muerte con los familiares, y luego sembraban flores o plantas cerca del lugar del homicidio, y más tarde comenzaban un proceso de acompañamiento con la familia. Reconstruían la vida del finado, recordaban sus mejores momentos y no dejaban que esa alma se perdiera en el humo imperfecto de los proyectiles, o en la bruma espesa de los chismorreos. 

A través de las lágrimas de amor, y de las sonrisas, rescataban la esperanza ingrávida de ese ser ya sin sombra, pero presente en la memoria, y de algún modo, los padres, hermanos, abuelos, vecinos y amigos, encontraban regocijo en todas esas anécdotas iluminadas por las fotografías y las narraciones de quienes las vivieron. 

“¿Te acordás cuando Camilito* se fue de paseo a Santa Fe de Antioquia? ¿Te acordás que se cayó al río y se le cayó la pantaloneta? Jajajajaja”, fueron algunos de los recuerdos de los que fui testigo, todos tan parecidos, porque las balas en Medellín se ensañan casi siempre con los más jóvenes, con esas vidas a medio empezar y en las que los más viejos encuentran retazos de sus pasados. 

Sí, estuve con Aka en esas caminatas de homenaje, cargando plantas y flores, y rebuscando en mi vocabulario, igual que él, las palabras precisas para consolar a los adoloridos familiares. 

Volví a verlo tiempo después, en una loma serpenteante y angosta que subía hasta La Cruz. Subimos a fundar una biblioteca sobre el precipicio paisajístico de la periferia. Y vimos a los niños corriendo por las mangas repletas de cacas de perro, y columpiándose como al borde del fin del mundo, y brincando de libro en libro en esa pequeña casa de ladrillo y tejas, como una idílica trampa de ratones, y El Aka les tiraba rimas de nauseabunda realidad, y ellos, y otros tantos, movían sus cabezas de un lado a otro, como quien entiende el ritmo antes que la letra. 

Pero Aka, más que un rapero, se considera un agricultor. Siembra, siempre siembra, siembra hortalizas, árboles, flores y dudas, muchas dudas. Siembra la tierra, siembra en sus canciones, siembra en su arte y en su política. Una de esas semillas, sembradas hace tanto, dieron como fruto el Partido de las Doñas, donde también caben doñes. Su constante siembra es la razón por la que hace parte del colectivo Agroarte y de la Revolución sin Muertos, testimonios vivos de su historia, y de su conexión con la periferia de la ciudad, esos linderos donde abundan almas heridas y solitarias. 

“Somos un puñado de sembradores y sembradoras, y estamos exorcizando nuestros dolores. Estamos hablándoles a los más pequeños. Contar cómo hemos hecho, cómo hemos levantado a nuestras familias”, explica.

Agroarte es el presente de un Aka que no se desliga de su pasado. Allí se integran artistas plásticos, raperos y, sobre todo, campesinos, porque Medellín está repleto de campesinos que se quedaron sin campo, y que a fuerza de esperanza buscan en las entrañas de la poca tierra que les ofrece la urbe, el olor de los viejos tiempos. 

Una de esas periferias es la comuna 13, un pedazo muy grande de Medellín, con cerca de 140.000 habitantes que se distribuyen en 19 barrios. Un caserío variopinto colgado de una montaña; montaña rasguñada por picos y azadones; macheteada; atravesada por estrechos callejones y escalinatas interminables. Ese ha sido el territorio más caminado y cantado por El Aka, el ‘Vanilla Ice’ de botas la macha y ruana pesada que, ya en sus primeros años de adultez, contaba con más de 200 grabaciones, y que ahora hace una lista de 300. 

“Vimos crecer escombreras donde antes la gente se surtía de agua. Acabaron con sangre nuestros yacimientos de agua. Por eso los vecinos empezaron a organizarse para protestar, y yo protesté con ellos desde mis primeros años”, cuenta el rapero.

Todas son himnos de “los populares”, de los nadies, de los todes, pero, sobre todo, son himnos de sí mismo, de su propia historia, de su propia sangre, de su propia tierra, esa tierra que se arrincona en las uñas y en las palmas de las manos, y que se huele para siempre como un rasgo de imperturbable identidad. 

El Aka, que asistió a los sepelios de más de 23 amigos en los peores años de la violencia en Manrique y San Javier, es uno de los fundadores de Agroarte y, por más que el cansancio le apuñale el espíritu, se arma de voluntad, en sus huertas y en sus calles, para continuar con sus luchas. 

“El hip hop no es una herramienta ni un medio, es un todo. La historia es una puesta en común de todos los seres que han compartido lugar y tiempo, pero también está la historia individual de cada persona. El arte es otra forma de observar y construir sociedad. Para contextos serviles, siempre dicen que el arte es una herramienta, pero para mí no. Para mí el arte es creador, y va muy unido a la filosofía, a las preguntas importantes del ser humano”, narra.

No sólo dejó de cantar en los buses, sino que hoy día es un profesional con maestría en Eafit y con amplio mundo en su pasaporte. Él, como representante de Agroarte Colombia, ha sido invitado a diferentes países para contar la experiencia del trabajo con la comunidad de la 13, sobre todo después de la Operación Orión, esa herida que no termina de sanar.

“Desde muy temprano unimos el hip hop con el agro. Meterle ese término al hip hop era importante porque es la calle, y debajo de la calle hay tierra, y la tierra es creación y también historia, historia de nuestras vidas y luchas. El hip hop agrario debe de volver a la historia, y más en un contexto latinoamericano que es más rural que urbano, y que no es la historia de Estados Unidos ni de Europa, sino una historia más diversa, y desde donde construimos lo colectivo”, asegura Aka, a quien las rimas parecen rejuvenecerlo. 

“En mis canciones lo que hago es ir buscando sentimientos y esas pequeñas verdades. Volver a recordar de dónde venimos; volver a narrar el territorio”, concreta. 

Una forma de construir colectivos en los territorios es concertando con la barriada. Aka, a través del agro o del hip hop, confronta a los habitantes de la periferia. Les hace notar que siempre han vivido obedeciendo, que siempre han estado procrastinados a diferentes “jefes”: gobierno, guerrillas, paramilitares, bandas delincuenciales, y que no hay mejor camino que tomar las decisiones en comunidad, construyendo juntos. 

“Somos un movimiento apostado en las laderas. Nos importa el borde urbano-rural. El 73 % de Medellín es rural, es un territorio muy artístico. Ahí está la fuerza de nuestra gente, y muchas de las respuestas de nuestra historia. Eso lo tenemos incluido en nuestras metodologías. Tenemos un árbol que vamos sembrando entre todos, y ese árbol es Agroarte. Ahí están miles de historias, y todos los días lo estamos abonando”, dice.

Ahora, mientras termino de bajar la loma hasta La América, en el centro occidente de Medellín, reflexiono en la labor de Agroarte y pienso que algo así faltaba en la ciudad, un reconocimiento para toda esa desplazada o ilusionada con un futuro mejor, que abrió trocha y fundó barriada, esa gente anónima, pero tan importante. 

Agroarte es un colectivo que se fundó en 2002, y que desde entonces no ha parado de abrir trocha. Miles de ciudadanos han hecho parte de esos procesos, miles de ciudadanos que han vuelto la mirada al agro y que, a través del hip hop, han encontrado una forma de expresión poderosa y revolucionaria. 

“Gran parte de mi vida está allá. En este momento tenemos una nueva generación de personas. Lo político y lo artístico siempre han estado bajo el techo del árbol grande que es Agroarte. Cuerpos gramaticales se ha hecho 27 veces, dos por fuera, en Barcelona, con gente desplazada. Galería Viva, en el cementerio universal, es otro proceso, y nos ha enseñado a conservar los hitos de memoria en territorios de guerra. Eso lo estamos haciendo con la comisión de la verdad. Estamos consolidando la casa Escuela Botánica, para atender la ruralidad, esa poética entre campo y ciudad. Es algo que surgió en la pandemia”, cuenta Aka, a quien pareciera que el tiempo le alcanza para mil cosas. 

Los pueblos inteligentes se han unido a través de sus fronteras, de sus historias comunes. Nunca será bueno ser policía de una sola idea, de una única ideología. En Agroarte no hay espacio para miradas egoístas y aisladas, allí todo se construye en colectivo. Es el trabajo de la colmena de hormigas, lento pero persistente. 

El hip hop es la banda sonora que mueve a esa colmena, la acompaña en todos sus recorridos y es himno y bandera de sus logros. Es la fuerza de la periferia denostada, es la fuerza callada de una revolución a punto de explotar. 

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