7 de septiembre de 2021
Era casi un esclavo
Ómar Enrique Cedano lleva 36 años cortando caña de azúcar. Comenzó cuando era un adolescente, a finales de 1985, por la invitación de un hermano que trabajaba en el Ingenio Pichichí, ubicado en el municipio de Guacarí, Valle del Cauca, y propiedad por muchos años de la familia de la senadora del Centro Democrático María Fernanda Cabal. En esa época, Cedano se despertaba a las cuatro de la mañana y se subía en un bus destartalado que lo llevaba “embutido como una sardina” con más de ochenta compañeros hasta el cultivo.
Desayunaba, afilaba un machete enorme y pesado y se perdía entre los cañaduzales por horas. No tenía protección: ni máscara ni canilleras ni guantes. “Tocaba a mano pelada”, recuerda Cedano, “tengo las piernas llenas de cicatrices y compañeros con callos en las manos que parecen lijas”.
Cada día Cedano cortaba en promedio cinco toneladas de caña de azúcar. Para sacar una tonelada se deben hacer más o menos dos mil cortes de machete. Necesitaba entonces diez mil movimientos repetitivos de brazo diarios para ganar algo de dinero y ayudarle a su mamá con los gastos de la casa. No tenía contrato a término indefinido ni salario fijo ni seguridad social ni vacaciones ni prima. No cotizaba para pensión ni para cesantías ni tenía derecho a un seguro contra riesgos laborales. Solo obedecía órdenes. “Era casi un esclavo”, dice Cedano.
La situación era igual para los más de doce mil corteros de caña que en esa época trabajaban en los trece ingenios azucareros del valle geográfico del Río Cauca, una hermosa región enclavada en medio de las cordilleras central y occidental que comienza en Santander de Quilichao, en el norte del Cauca, se extiende hasta La Virginia, en el sur de Risaralda, y pasa por Palmira, Buga, Cali, Villa Rica, Puerto Tejada, Tuluá y otros municipios del Cauca y el Valle. Hoy, existen cerca de doscientos cincuenta mil hectáreas sembradas de caña de azúcar en la región. Esto equivale al 90 por ciento del área cultivable. Este monocultivo es el paisaje durante más de cinco horas de carretera por la zona. Según Asocaña, en 2020 en Colombia se molieron 23,5 millones de toneladas de caña que produjeron 2,21 millones de toneladas de azúcar y 400 millones de litros de etanol.
Cedano cuenta que, hoy, más de tres décadas después de su primer día como cortero de caña, su rutina y sus condiciones laborales no han cambiado mucho. “Algo ha mejorado gracias a la huelga de 2005 y al paro de 2008: algunos afortunados tenemos contrato, prestaciones laborales y pertenecemos al sindicato, pero seguimos trabajando a destajo y todavía estamos tercerizados”.
Incluso hoy, si no alcanza a coger el bus que lo lleva al cultivo, no le pagan el día de trabajo y le quitan un porcentaje de la caña que ya cortó en la semana. “Hace poco un compañero me contó que lo tienen castigado porque una tarde tuvo que salir temprano y no pudo terminar de cortar la caña que le habían asignado”. El castigo consiste en que el cabo, una especie de capataz que le dice a cada trabajador qué parte del terreno cortar, solo le asigna un pedazo de tierra muy pequeño que no alcanza para sacar suficiente caña ni para tener un salario digno. “Que esto siga pasando en Colombia en el siglo XXI es una humillación muy fuerte”, dice Cedano.
Igual que en una maquila
Trabajar a destajo, explica el cortero, significa que su sueldo depende de la cantidad de toneladas de caña que corte en el día. “Igual que en una maquila”, asegura el líder sindical del Movimiento 14 de junio. “Si corto cinco, me pagan cinco; si corto diez, diez me pagan. Si corto una tonelada, pues me pagan una. No tenemos un salario base”.
El abogado laboralista Alberto Bejarano, que ha trabajado con los sindicatos de caña desde hace 20 años, dice que los corteros llevan su cuerpo al límite todos los días por culpa del sistema de pago. “Uno les recomienda que le bajen a la producción porque está en riesgo su salud pero, como de eso depende el salario, es muy difícil convencerlos”, afirma Bejarano.
Claudia Calero, presidenta de Asocaña, niega las acusaciones y dice que la industria del azúcar en Colombia genera doscientos ochenta y seis mil empleos, la mitad de ellos directos. “Todos los corteros de caña tienen un salario básico”, insiste. Un estudio reciente de Fedesarrollo muestra que seis de cada diez familias de la zona dependen de algún modo de la industria azucarera y, según Calero, quien lleva veinticinco años vinculada a las empresas del sector, “70 por ciento de los impuestos de municipios como Miranda provienen de los ingenios”.
Sin embargo, al verificar los recibos de pago de varios trabajadores, incluidos los de Cedano, queda en evidencia que el sueldo efectivamente depende de las toneladas cortadas. “Acá se demuestra que si yo no corto, no gano”, dice el líder sindical. Y añade: “La señora Claudia Calero está equivocada. No es cierto lo que dice. Nosotros los corteros seguimos siendo trabajadores a destajo”. A destajo, como en la colonia. En el contrato de Cedano también queda explícito que la remuneración será variable y responderá a la cantidad de toneladas de caña que cada empleado corte en la quincena.
—¿Puede asegurar que los corteros de caña como usted no reciben un salario base?
—Sí, lo puedo asegurar, lo puedo comprobar. En ninguna parte del tiquete de pago se hace referencia al salario básico que dicen que recibimos. Esa es nuestra lucha. (Ver anexos 1, 2)
No más tercerización laboral
La otra queja de los trabajadores es la tercerización laboral. Antes se hacía a través de contratistas externos, después mediante cooperativas de trabajo asociado y ahora con empresas S.A, que tienen el mismo nombre de los ingenios, pero no son los ingenios. Estar tercerizado, explica el abogado Bejarano, significa que la compañía para la que llevan trabajando muchos años no los reconoce como empleados directos y evade así las responsabilidades laborales que la ley exige.
Hace pocos meses, en marzo de 2021, la Corte Suprema de Justicia decidió que cinco corteros de caña que habían trabajado tercerizados durante muchos años en el Ingenio Pichichí, el mismo de Cedano, debían ser reconocidos como empleados directos. Las razones de la Sala de Casación Laboral fueron claras: los trabajadores prestaron servicios de manera continua y subordinada, cumplían horarios, usaban herramientas y dotaciones del ingenio y se les exigía exclusividad. Esta decisión histórica, que servirá como precedente para futuras demandas, obligó a la empresa a pagarles a los cinco corteros las prestaciones sociales, las vacaciones y las indemnizaciones de todos los años de trabajo.
Calero, de Asocaña, reconoce que desde el paro de 2008 “los corteros de caña están vinculados directamente a nuestros ingenios a través de una empresa independiente que pertenece a los ingenios”. Son justo esas empresas independientes las que los trabajadores denuncian y las que la Corte ha dicho que se usan para tercerizar el trabajo. De hecho, varias de las empresas que tienen contratados a los corteros nacieron solo con ese propósito después de la huelga de 2008. (Ver anexos 3, 4).
El cuerpo enfermo no puede trabajar
Paula Álvarez Roa, coordinadora del área de territorios y derechos humanos de la ONG Pensamiento y Acción Social (PAS) y una de las personas que más ha estudiado el asunto de la caña en Colombia, afirma que muchos corteros han tenido que dejar de trabajar por graves lesiones en la columna vertebral, los hombros, las muñecas y las rodillas, generadas por la fuerza y la repetición de los movimientos. “Una reunión con corteros parece un hospital y un ancianato. Los que tienen 40 años y llevan 25 trabajando aparentan 70, tienen problemas pulmonares, oculares, articulares”. Hay varios trabajadores con hernias discales que han perdido la sensibilidad, han sufrido parálisis en las extremidades e, incluso, han quedado parapléjicos.
Cedano recuerda el caso de Yovany Durango. “Era un muchacho joven que llevaba 13 años cortando caña y, un día, cuando estaba en el cultivo, le dio una picada, un dolor muy fuerte en la espalda, se “engatilló”, llegó a la clínica y no se podía parar de la cama”, narra Cedano, quien en ese momento representaba a los trabajadores en la cooperativa a la que pertenecía el cortero enfermo. “Hasta el día de hoy no ha podido volver a caminar, ahora vive en una silla de ruedas”. A través de tutelas y derechos de petición lograron que la justicia reconociera el caso como una enfermedad laboral y ahora la empresa le paga un salario digno.
Por mucho tiempo Cedano y sus compañeros tuvieron que cortar caña caliente. “Los cultivos se quemaban a las cinco de la mañana y nosotros entrábamos a cortar a las seis. A veces llegábamos y la candela todavía estaba prendida. Salíamos sucios del humo y negros de la ceniza”, recuerda. “Uno se metía en esos incendios sin saber que, con el tiempo, iba a sufrir consecuencias graves”. Muchos de los corteros de la época tienen problemas respiratorios y de reumatismo. “Todas las noches, cuando estoy durmiendo, se me encalambran las extremidades”. Más de una vez Cedano tuvo que correr entre los cañaduzales para salvarse de morir en medio de las llamas.
Según los datos de Fasecolda de 2019, la tasa de mortalidad en el sector de la agricultura en Colombia fue de 8,3 muertes calificadas por cada 100.000 trabajadores afiliados al Sistema de Riesgos Laborales, mientras que para la actividad de producción de caña de azúcar la tasa fue de 11,6. A nivel departamental, la tasa del Valle fue de 14,5 muertes. Un oficio no tan dulce.
Si a los corteros les va mal, a los sembradores les va peor
Fernando Lasso Cárdenas, otro cortero de caña que llegó de Nariño a Palmira hace veintidos años para trabajar primero en el ingenio Providencia, propiedad de la familia Ardila Lülle, y luego en el ingenio Manuelita, de la familia Eder, cuenta que vivió sus primeros años en los cultivos como si él fuera un siervo, mientras que el cabo, un señor feudal. “Hasta que levantamos la cabeza”, dice Lasso. “Ahora uno se da cuenta de que nos aguantamos muchas injusticias”. Añade que antes de las huelgas ningún trabajador exigía nada porque, “es triste decirlo, casi el 100 por ciento de los corteros de caña no habíamos terminado la primaria. El nivel académico de los trabajadores era muy precario. El desconocimiento sobre derechos laborales era total. Los ingenios se aprovechaban de nuestra ignorancia”.
Y sin embargo, el abogado Bejarano reconoce que los corteros no son los trabajadores de la industria con las peores condiciones laborales. “Hoy hay más de 20.000 obreros agrícolas que siembran la caña y que están en situación de peones, con condiciones similares a las que había en los tiempos de la esclavitud”.
Bejarano afirma que las reglas de trabajo que les imponen los ingenios a estos jornaleros no corresponden al esquema constitucional y legal republicano actual en Colombia ni mucho menos a los estándares internacionales. “Estos 20.000 trabajadores que preparan la tierra, siembran la caña, se encargan del riego y del cuidado de la planta hasta la cosecha están en servidumbre agrícola”, explica.
Calero, presidenta de Asocaña, no respondió ninguna de las preguntas relacionadas con las condiciones laborales de los sembradores. Oficialmente no se sabe cuántos son, ni quién los contrata. Igual que los corteros, los sembradores trabajan todo el año, porque la producción es permanente, y siguen órdenes de los ingenios, pero ni siquiera tienen prestaciones sociales ni son reconocidos como empleados.
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Las máquinas no reclaman derechos
Los sueldos de estos campesinos alcanzan para no morir. “Los jornales son suficientes para que sobrevivan y puedan seguir produciendo”, señala Bejarano. No hay progresividad en la remuneración. Hoy, los sembradores reciben más o menos 25.000 pesos diarios y los corteros un promedio de 50.000, muy poco si se tiene en cuenta que es un trabajo agrícola extenuante y que además generan enormes ganancias para los ingenios.
Cedano se confiesa: “Yo llevo 36 años trabajando para los ingenios y nadie me reconoce lo que hice desde 1985 hasta 2005. Mi percepción y mi sentimiento es que nosotros somos desechables”. Una de las razones de su descontento es que después del paro de 2008, que obligó a la industria a detenerse durante más de 50 días, los dueños de los ingenios han avanzado en la mecanización del corte. “Me consta que en el ingenio Providencia hay 40 corteros; antes del paro eran más de mil”, dice Cedano. El abogado Bejarano coincide: “La generación que ganó derechos laborales está siendo reemplazada por las máquinas. Las máquinas no reclaman derechos”. Y agrega: “Hay un grupo grande de trabajadores enfermos y discapacitados que ya no puede cortar caña, pero la industria no puede deshacerse de ellos por el fuero laboral y los cambia por maquinaria agroindustrial”.
Bejarano insiste en que el éxito financiero de los ingenios azucareros en Colombia radica en parte en la explotación laboral de sus trabajadores. “Ese es su margen de competitividad; por ahí es donde reducen costos”.
Familias tradicionales, herencias y regalos
La caña de azúcar llegó al Valle del Cauca en 1540 a través del conquistador Sebastián de Belalcázar, que la sembró en su hacienda en Yumbo. De allí se fue esparciendo poco a poco por la cuenca del río Cauca. El clima y la altura de la región hacían que la caña se pudiera sembrar y cosechar durante todo el año, a diferencia de los cultivos en otros países. El primer trapiche de vapor se instaló en Colombia casi cuatro siglos después, en 1901, de la mano de Santiago Eder, el bisabuelo de Henry y Harold Eder, propietarios actuales del Ingenio Manuelita. El viejo Eder le compró la hacienda Manuelita en un remate al escritor colombiano Jorge Isaacs, autor de La María, que la había bautizado en honor a su esposa Manuela.
Mario Alejandro Pérez, doctor en ciencias ambientales de la Universidad del Valle y autor de la investigación La deuda social y ambiental de la caña en Colombia, recuerda que los Eder eran una familia de migrantes lituanos, muy hábiles en los negocios, dedicados al comercio de textiles, que consiguieron muchas de sus fincas cobrándoles pequeñas parcelas a las personas que les quedaban debiendo los pagos de las ropas y las telas. Durante las primeras décadas del siglo XX los Eder se enriquecieron, acumularon grandes extensiones de tierra y las llenaron de cultivos de caña de azúcar. Y los tentáculos de la familia han llegado hasta la política. Henry Eder fue alcalde de Cali entre 1986 y 1988 y Alejandro, su hijo, fue Alto Consejero para la Reintegración durante el primer gobierno del presidente Juan Manuel Santos y fue candidato a la alcaldía de Cali en 2019, pero perdió las elecciones con 134.000 votos.
Al mismo tiempo, otras familias tradicionales del Valle replicaron la operación, aunque con otros métodos. En 1918, la familia Caicedo tomó posesión de 400 hectáreas de tierra que en el siglo XVIII le habían pertenecido a uno de sus ancestros, el alférez real de Cali, Don Nicolás Caicedo de Hinestrosa. De ahí nacieron Riopaila y Central Castilla, dos de los ingenios azucareros más poderosos de Colombia durante el siglo XX. Santiago Caicedo, el hombre que lideró el desarrollo agroindustrial de la familia, murió a finales de los sesenta siendo uno de los empresarios más ricos del país.
La familia Correa Holguín está detrás del ingenio Mayagüez, la segunda empresa del sector agroindustrial de Colombia que más ingresos operacionales reportó en 2019, con $928.000 millones. “La cara visible de este clan es la funcionaria del gobierno Susana Correa, encargada de liderar la reconstrucción de Providencia”, cuenta el abogado Bejarano. Correa, que hoy es la directora del Departamento para la Prosperidad Social, fue senadora de la República por el Centro Democrático y es una de las mujeres del Valle más cercanas al expresidente Álvaro Uribe. De hecho, durante su gobierno, el grupo Mayagüez recibió más de $3.900 millones de Agro Ingreso Seguro.
El profesor Pérez insiste en que el poder en el Valle del Cauca aún lo ostentan unas pocas familias tradicionales, que tienen raíces españolas. “Los Garcés, los Lloreda, los Caicedo, todos dueños de ingenios azucareros, se beneficiaron del proceso de distribución de tierras que hubo en la colonia”, expresa el académico. Y añade: “Esas tierras les dieron dinero y poder político”. Pérez explica que también hay registro de conflictos violentos de despojo a las comunidades negras e indígenas. “La tierra en el Valle está concentrada en muy pocas manos”.
El índice de Gini que mide la desigualdad revela que, después de Antioquia, el Valle del Cauca es el segundo departamento con más concentración de la propiedad de la tierra en Colombia.
Revolución, bloqueo y exportaciones
Fue la revolución cubana de 1959, liderada por Fidel Castro, una de las responsables de que el cultivo de caña y la producción de azúcar en Colombia se convirtieran en el negocio que son hoy. El profesor Pérez explica que, a raíz del bloqueo económico impuesto por Estados Unidos a Cuba, el Valle del Cauca se convirtió en el principal proveedor de las demandas de azúcar del mercado estadounidense durante varias décadas. “Eso les dio mucho impulso a los ingenios”, complementa.
El aumento de la demanda logró que, en pocos años, las hectáreas de caña se multiplicaran. El artículo científico El valle geográfico del Río Cauca: un espacio transformado por el capital agroindustrial, de Hernando Uribe, muestra el incremento de los cultivos después de la revolución. En 1960 había 61.000 hectáreas de caña sembrada y, una década más tarde, en 1970, había 91.000 hectáreas, un incremento del 50%. El auge del azúcar en el mercado internacional ayudó a que Carlos Ardila Lülle se interesara por el negocio.
A finales de los setenta, el empresario dueño de Postobón, que necesitaba un ingenio para proveer a su fábrica de gaseosas, intentó comprar la mayoría de las acciones de Manuelita a la familia Eder. No lo logró, pero se quedó con el Ingenio Incauca. Y con los años adquirió los ingenios Providencia y Risaralda, que fueron los pioneros en la diversificación de la caña y la producción de agrocombustibles.
Consentidos por los gobiernos
El profesor Mario Alejandro Pérez explica que el gremio azucarero en Colombia es muy pequeño, pero muy fuerte. “Como está concentrado en una zona específica mueve la voluntad política regional y tiene un eco importante a nivel nacional. Son muy escuchados, les hablan al oído a los gobernantes”. El abogado Bejarano subscribe dicha opinión: “Cualquier propuesta de los gremios es escuchada por el Estado”. Pérez afirma que esa relación con el poder fue clave para que en 2001 se expidiera la Ley 693 que reglamenta, hasta la actualidad, el uso del etanol dentro de la mezcla de la gasolina. “El etanol fue una tabla de salvación para la industria de la caña. Los precios del azúcar estaban cayendo y ellos tenían que diversificarse”.
Paula Álvarez, de la ONG PAS, cree que en ese momento comenzaron a presentarse los mayores incentivos para esa agroindustria. “La política agraria ya era superfavorable para las grandes plantaciones, pero fue en los últimos 20 años cuando se creó un marco normativo que estimuló la producción de etanol a través de la caña y les dio todas las ventajas a los ingenios”, dice. La investigadora insiste en que con esa ley todos los colombianos que usamos motos o carros tenemos que comprarles el etanol a los ingenios. “La gasolina ya tiene una mezcla obligada del 10% de etanol por cada litro. Esto quiere decir que los ingenios siempre van a vender su producto”.
En una columna reciente de El Espectador, titulada Los azucareros y el gobierno, Salomón Kalmanovitz aseguró que el etanol es otro producto “subsidiado por los usuarios del transporte con gasolina”. El economista reveló que durante 2019 el precio internacional del etanol estuvo en US$1,40 o sea $4.800, pero el Ministerio de Minas y Energía “les reconoció $8.800 a los ingenios, con una diferencia que les arrojó un subsidio de más de medio billón de pesos, salidos de los bolsillos de los usuarios del transporte público y privado”. ¿Quién quiere todo regalado?
Los investigadores y los economistas coinciden en que al menos en las últimas décadas el sector azucarero ha sido “muy consentido por los gobiernos”.
“Lo que permite que los ingenios azucareros sean un negocio tan rentable en Colombia es la intervención del Estado en la creación de políticas públicas que los benefician”, asegura Álvarez.
¿Y las autoridades ambientales?
El investigador Pérez afirma que si en Colombia un gremio es poderoso política y económicamente “puede pasarse la ley ambiental por la faja”. “La industria azucarera tiene cooptadas a las corporaciones ambientales de la región desde hace décadas”, denuncia.
La Corporación Autónoma Regional del Valle del Cauca (CVC) fue fundada, de hecho, por el gremio azucarero en 1956. “La historia de la autoridad ambiental en la región está pegada a la producción de azúcar. Acá decimos que el gremio de la caña construyó el territorio para que se ajustara a sus necesidades”, dice Pérez.
El investigador Hernando Uribe Castro escribe que la CVC surgió “por intención de un sector de la élite local que, pensando en sus beneficios propios, movilizó un plan estratégico de desarrollo regional con el aval y apoyo económico del Gobierno nacional e inversionistas extranjeros, y que favoreció la expansión agroindustrial”. Prueba de ello es que Henry Eder, el ahora presidente del grupo Manuelita, fue fundador y director de la CVC entre 1967 y 1976. Fue en esa época cuando se trató de replicar el modelo del valle del río Tennessee −en Estados Unidos− en el valle geográfico del río Cauca, y la naturaleza se convirtió en un recurso explotable para obtener ganancias económicas. “Se dio una transformación de un valle rico en tierras con la posibilidad de producción diversa de cultivos que garantizaran la seguridad alimentaria, hacia un valle dominado por el monocultivo con excesos en su uso”, escribe Uribe Castro.
En la segunda mitad del siglo XX los ingenios hicieron gigantescas obras que transformaron la dinámica sistémica del río Cauca sin que ninguna autoridad ambiental se opusiera. “Al embalsar, canalizar, controlar y, finalmente, secar el río y sus humedales, la industria arrasó con los bosques secos, de laderas y de neblina en las partes planas y altas sobre las montañas”, denuncia Uribe Castro. Fue la propia CVC la que expresó que entre 1957 y 1986, el Valle del Cauca había perdido el 72% de sus humedales y el 66% de sus bosques.
La huella hídrica de la caña
El profesor Mario Pérez, que trabaja en el Instituto de Recursos Hídricos y Medio Ambiente de la Universidad del Valle, dice: “La caña es una usuaria muy intensiva de agua”. La huella hídrica de la caña es de las más altas de los cultivos en Colombia. Por cada tonelada producida se usa el triple de agua que en el cultivo de maíz. En Colombia los permisos para captar agua los administra la autoridad ambiental, en el caso del Valle, la CVC. “La mayor parte de las concesiones de agua del departamento, más o menos el 70% del agua superficial y el 90% del agua subterránea, son para caña de azúcar”, dice Pérez. Y concluye: “Hay un gran acaparamiento, una gran concentración de agua por parte de la industria”.
De hecho el mayor uso del caudal del río Cauca en el Valle del Cauca se dirige a la producción agrícola, con el 75%; seguido de la producción industrial, con el 14%, y del abastecimiento doméstico, con el 9,7%. Esta distribución se evidencia en los diferentes conflictos por el agua que existen actualmente en el departamento. “El equilibrio natural se perdió por los usos de los recursos existentes en el ecosistema y la explotación del monopolio cañero”, señala Uribe Castro.
La presidenta de Asocaña reconoce que el cultivo demanda mucha agua, pero insiste en que son conscientes de que es necesario y urgente proteger y racionalizar este recurso hídrico. “Hemos hecho muchas acciones con ese propósito. En 15 años hemos reducido en un 50% el consumo de agua gracias al uso de la tecnología y a sistemas de riego especializados”, explica Calero.
El ingeniero agrónomo australiano Douglas Laing, director por dos décadas del Centro Internacional de Agricultura Tropical (Ciat), de Palmira, resumió la problemática en una entrevista con la agencia de noticias de Univalle: “Con caña, el Valle no será sostenible al 2065”, dijo Laing. “El gran problema del departamento a futuro es que los cañeros están acabando con el último reservorio de agua de la región, que es irremplazable”.
El investigador, doctor en Climatología Agrícola y Fisiología de Plantas de la Universidad Estatal de Iowa, explicaba que el sector cañicultor del Valle utiliza, para el riego de la caña, el agua fósil ubicada a 200 y 500 metros de profundidad. “Es un agua costosísima de bombear, con más de 20 mil años de edad que podría resultar vital para el futuro de la región”. Cálculos recientes afirman que una tonelada de caña requiere 17 de agua.
El profesor Uribe Castro concluye su artículo con contundencia: “El éxito del cultivo de la caña está relacionado en forma directamente proporcional con la destrucción de unas condiciones naturales, de un ecosistema aluvial rico en diversidad”.
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Aire negro
“El cultivo de la caña no solo acapara la tierra y acaba el agua, también contamina el aire”, dice el abogado Bejarano. Su acusación se refiere al proceso de quema de caña a cielo abierto, el mismo que afectó la salud del cortero Cedano y de muchos otros. “La semana pasada publiqué un video en donde se ve que la industria sigue quemando los cañaduzales indiscriminadamente, sin seguir las reglas establecidas”, denuncia el líder sindical Cedano. El video es en la hacienda La Julia, en Buga, y las llamas llegan muy cerca de la orilla del río Guayabal. “Se supone que las quemas tienen que estar al menos a 100 metros de las cuencas de agua”, dice Cedano.
Las razones de las quemas de la caña son contradictorias. Los trabajadores y los expertos independientes dicen que se hace porque ayuda a concentrar la sacarosa de la planta, reduce su peso y la hace más productiva. Los ingenios afirman que la queman para ayudarles a los corteros. “La quema programada para la cosecha de la caña está reglamentada por el Ministerio de Medio Ambiente y por la CVC”, dice la presidenta de Asocaña. Y añade, tal vez sin darse cuenta de que así confirma que son trabajadores a destajo: “Quemamos la caña para hacerles más fácil la actividad de cosecha a nuestros corteros. Cuando se cosecha en verde, en el mejor de los casos un cortero puede sacar 2,5 toneladas de caña al día; si se quema, puede cortar seis toneladas”.
Calero afirma, además, que de las 242.000 hectáreas de caña de azúcar que había en 2020, solo se quemó el 30%. El año pasado, entonces, se quemaron a cielo abierto un poco más de 70.000 hectáreas de caña de azúcar.
De acuerdo con la CVC, en los cultivos se han encontrado zorros cañeros, serpientes, guatines, jaguarundíes, osos hormigueros, guaguas, aves, insectos y otras especies de animales que sufren y mueren por la quema de su ecosistema. Además, numerosos estudios en México y Brasil han demostrado que estos incendios generan altas cantidades de dióxido de carbono que contaminan el aire y afectan la capa de ozono. La quema también disminuye la fertilidad de los suelos y produce desecación. “El calor generado por las quemas afecta los nutrientes y la actividad biológica y microbiológica que existe naturalmente en la tierra”, se lee en un informe del laboratorio de estudios clínicos de México.
Sin embargo, la consecuencia más grave de la quema de caña de azúcar es el impacto en la salud de los habitantes de los municipios cercanos a los cultivos. El humo y las cenizas, llamadas ‘pavesa’ por los lugareños, generan graves afecciones respiratorias sobre todo en los niños y los ancianos. La investigadora Álvarez afirma que un estudio de la Universidad de La Salle realizado en los años 90 reveló que municipios como Florida, Pradera o Palmira, todos rodeados de miles de hectáreas de caña, tenían las tasas más altas de enfermedades respiratorias por la inhalación del humo y las cenizas de la quema de caña.
* Espere muy pronto la segunda parte del especial #LosDueñosDelAzúcar
Nota: Esta investigación se realizó gracias al apoyo de VITAL STRATEGIES.