3 de septiembre de 2024
La orden le llegó a Pedro José* la tarde en la que regresaba de sembrar yuca en su parcela, en Puerto Guzmán, Putumayo, departamento de Colombia ubicado en la región Amazónica, en límites con Perú y Ecuador. Los hombres que se identificaron como integrantes del grupo armado ilegal Comandos de Frontera le dijeron que a partir de ese día debía trabajar para ellos. Su misión sería reclamar mensualmente 12 gramos de oro a los dueños de las retroexcavadoras que usan para minería aurífera en las profundidades de esas selvas colombianas.
Don Pedro, un campesino que toda la vida se ha dedicado a arar la tierra para su sustento y el de su familia, quiso oponerse a aquella orden, pero alias “Araña”, comandante de los Comandos de Frontera, le sentenció: “o cumple con lo que le estamos ordenando, o se va de estas tierras”.
El mandato perentorio dado al labriego es solo uno de los muchos que imponen en la zona los Comandos de Frontera y el frente Carolina Ramírez, dos estructuras armadas ilegales nacidas después de la firma del acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las antiguas Farc, en 2016. El primero es liderado por Giovanny Rojas, alias “Araña”, un jefe guerrillero al que el Gobierno de Gustavo Petro suspendió una orden de captura para que fuera a Venezuela a la mesa de negociaciones de paz. El segundo es dirigido por alias “Danilo Alvizú”, un comandante insurgente cuya posición frente a una negociación con el actual mandatario colombiano está en duda.
Ambos convirtieron al Putumayo, Caquetá y Amazonas en un escenario de guerra solo por hacerse al control de la minería ilícita y los cultivos de hoja de coca, cuyas rentas anuales pueden ascender a más de 10.000 millones de pesos (USD$2.400.000 aproximadamente), según documentos del Ejército Nacional.
Para obtener dichos fondos, los dos grupos han tenido injerencia directa en toda la cadena de producción de la minería aurífera, que va desde la contratación de mano de obra campesina o indígena para la extracción del oro en turnos que duran hasta 12 horas, el cobro de extorsiones para permitir el ingreso de las retroexcavadoras, y hasta una cuota extra por el ingreso del mercurio y combustibles que requieren para la operación de pequeñas dragas y motores usados en ríos y terrenos.
Sus fondos ilegales también se alimentan de las llamadas “vacunas” al pequeño minero (cuota en dinero o tributo mensual), al que le cobran por dejarle sacar el metal precioso de los ríos Caquetá y Putumayo, o incluso, por el oro que esos mineros artesanales han empezado a explotar en los patios traseros de sus fincas.
“Lo más curioso es que ellos no cobran en efectivo. Todas las cuotas que les piden a los mineros tienen que ser pagadas en gramos de oro para ellos comercializarlo luego en el mercado negro que se mueve en las fronteras con Perú, Ecuador y Brasil”, explicó a VORÁGINE un investigador judicial.
Más allá del cobro de extorsiones, lo que más ha llamado la atención de las autoridades es la participación directa de ambos grupos armados ilegales en la extracción del oro en los ríos Putumayo y Caquetá, en donde según fuentes de la Brigada contra la Explotación Ilícita del Ejército, son dueños, contratan e incluso patrocinan la construcción de barcazas artesanales dotadas con mangueras que sirven para extraer el oro de los ríos. Se trata de balsas que pasan desapercibidas en algunas ocasiones para las autoridades: algunos podrían confundirse con pequeños barcos pesqueros de los habitantes de la región.
El brigadier general Edilberto Cortés Moncada, comandante de la Brigada de Selva 26 del Ejército, reconoce en estos dos ríos la presencia de los Comandos Frontera y del frente Carolina Ramírez. Confirma que ambas estructuras delincuenciales se lucran de las extorsiones a las dragas y a los dragones que navegan sobre los ríos de la región.
Mira el episodio de CONTRACORRIENTE sobre este tema:
Un lucrativo negocio
El Departamento contra la Delincuencia Organizada Transnacional de la Organización de los Estados Americanos, OEA, en su informe “Tras el dinero del oro ilícito: fortalecimiento de la lucha contra las finanzas de la minería ilegal”, señala que “la minería ilegal en Colombia —y destacándose en especial el papel del oro— está pasando a ser la fuente más importante de financiación de los grupos armados ilegales, aún por encima del tráfico de cocaína”.
Y es que el alto precio de un gramo de oro, tasado por el Banco de la República en 311.073 pesos colombianos (USD 74, aproximadamente) y la facilidad para ser transportado sin levantar suspicacias en las autoridades policiales y militares, llevó a que los Comandos Frontera y el frente Carolina Ramírez con presencia en Putumayo, Caquetá y Amazonas, volcaran su atención a la explotación de este mineral y las jugosas ganancias que les deja.
Para alcanzar las cifras exorbitantes que circulan con la minería ilegal, los Comandos de Frontera y el frente Carolina Ramírez recurren a varios métodos. Uno de ellos es la extorsión. En primera escala está el minero informal o ancestral. En las entrevistas realizadas en el terreno para este reportaje y, ante la presencia de integrantes de los Comandos de Frontera en los sitios de reunión, varios mineros ancestrales aseguraron que no están obligados a pagarles una cuota a los ilegales. VORÁGINE, no obstante, pudo establecer que sí deben hacerlo, de lo contrario corren el riesgo de no permitirles trabajar en las minas, ser desplazados y en algunos casos hasta ser asesinados.
Para poder trabajar en las minas, deben entregar al grupo ilegal 10 palos de oro mensuales. Un palo equivale a una cantidad de oro del tamaño de una cabeza de fósforo, cuyo valor en el mercado negro en la región no supera los 15.000 pesos colombianos (USD 3,58, aproximadamente), y 10 palos conforman un gramo. Bajo esta norma, el minero informal les estaría pagando a los grupos ilegales un gramo de oro, cuyo valor sería de 150.000 pesos (USD 35), aunque las organizaciones armadas lo negocian después en 300.000 pesos colombianos aproximadamente (USD 71), según testimonios recogidos en la zona.
Así lo relató Joaquín* a VORÁGINE, en una visita que hicimos a la vereda Santa Elena, del municipio de Puerto Guzmán, en Putumayo. “Acá ya estamos en serios problemas. Uno de los grupos (Comandos de Frontera) empezó a cobrarnos para dejarnos trabajar. Nos piden una colaboración de acuerdo a lo que saquemos, pero por lo general es un gramo. El otro grupo ya se dio cuenta (el frente Carolina Ramírez) y por eso decretó un paro en el que llevamos un mes”.
Cuenta el minero que “los carolinos” (como conocen a los integrantes del frente Carolina Ramírez) les hicieron una reunión y les prohibieron ir a las minas a trabajar y, de hacerlo, se someten a lo que pueda pasar. “Pero tenemos que ir, porque sino cómo hacemos para sobrevivir. Toca ir, así sea que nos saquemos un poquito de oro para pagarles a ellos y para conseguir nuestra comida. Acá no hay otras formas de subsistir”, recalca Joaquín.
Este minero cuenta que lo más difícil de la situación que viven es que a veces en el mes no se sacan ni cinco palos de oro, entonces lo que consiguen lo usan para su sustento diario. Es por eso que han hecho del trueque —como sucedía desde hace siglos con las comunidades ancestrales— la base de su economía.
“Nosotros a veces reservamos un orito, entonces alguno necesita sal, aceite, alguna herramienta o comprar algo para la casa, y lo intercambia por palos de oro. Por lo menos acá en Puerto Guzmán no tenemos sitios dónde vender lo que sacamos de las minas, entonces intercambiamos productos por el poco oro que logramos extraer”, relata Joaquín.
Pero en la economía del trueque siempre uno de los negociantes acumula el oro, y ante la falta de compraventas en los municipios más alejados, el grupo armado ilegal es el que termina adquiriendo esos gramos a un precio muy por debajo del oficial. El minero, a fin de no exponerse a un atraco por ir a venderlo en Puerto Asís (poblado de 100.000 habitantes, situado cerca de la frontera con Ecuador), o a que sea decomisado por las autoridades si no cuenta con un soporte legal, termina transando el negocio con estas estructuras armadas o con comerciantes de dudosa reputación que luego van a las grandes ciudades a negociarlos.
El segundo eslabón en esa cadena ilegal aurífera está enfocado en el cobro de 12 gramos de oro a los dueños de las retroexcavadoras que hacen minería ilegal en tierra, o el 10% del producido que les exigen a las dragas o dragones que extraen oro de los ríos Caquetá, Putumayo, el río Amazonas en su tramo colombiano, el río Puré y el Cotuhé, siempre y cuando las embarcaciones no sean propias.
Informes de Inteligencia del Estado han registrado que una de estas balsas artesanales puede llegar a chupar de los lechos de los ríos hasta 35 gramos de oro al día, lo que en un año se traduciría en 12.775 gramos de oro extraídos de estos afluentes, es decir, 12 kilos y 775 gramos del metal precioso.
Al hacer efectiva la cuota del 10% que tienen que pagar, le estarían entregando a las estructuras ilegales 1.277 gramos anuales de oro; lo que en dinero les representaría a los Comandos de Frontera y al frente Carolina Ramírez, sumas que podrían llegar a los 383.000.000 de pesos (USD $91.000, aproximadamente) por draga o dragón, según cálculos oficiales.
Durante este 2024, en operaciones de las Fuerzas Militares, el general Moncada reportó la destrucción de 20 de estas barcazas artesanales, lo que en dinero les estaría representando una pérdida a los dos grupos armados ilegales de 7.662 millones de pesos al año (USD $1.673.000, aproximadamente)
El último gran golpe asestado al frente 48 de los Comandos de Frontera ocurrió el pasado 24 de abril, cuando las autoridades llegaron hasta la vereda Los Cristales, en Puerto Caicedo, Putumayo, donde incautaron 5 dragas, 6 motores, 6 clasificadoras, 10 galones de combustible y 1.600 metros de manguera, cuyo avalúo fue superior a los 1.000 millones de pesos colombianos (USD 239.000, aproximadamente). El operativo fue adelantado por las tropas del Batallón de Ingenieros N.° 27, el Comando Contra el Narcotráfico y Amenazas Transnacionales, con apoyo de la Armada Nacional y la Policía.
“De acuerdo con información obtenida por agencias de inteligencia militar y policial, mensualmente generaban la extracción de cerca de 3.600 gramos de oro, dando ganancias ilegales por más de 1.000 millones de pesos, las cuales eran destinadas a redes logísticas y criminales del GAO-r Estructura 48, Comandos de Frontera”, informó la Sexta División del Ejército Nacional.
Aún con la mirada de las autoridades puesta sobre la minería ilegal, los Comandos de Frontera y el frente Carolina Ramírez siguen apostándole al negocio. Su estrategia consiste en venderlo no en Colombia sino en el exterior, donde pagan mejor el producto y donde cuentan con contactos de vieja data.
Para hacerlo han tomado como ruta los ríos Putumayo y Caquetá, y los ríos Cotuhé y Amazonas, por donde llevan el mineral precioso hasta la localidad de Tefé, un pequeño poblado de 60.000 habitantes enclavado en el corazón de la Amazonía de Brasil, donde los emisarios de ambos grupos ilegales negocian a sus anchas el oro y entran el dinero por la misma ruta para el sostenimiento de sus ejércitos irregulares.
Por otro lado, la maquinaria amarilla sigue llegando a irrumpir en las selvas de Putumayo y Caquetá. Dicen sus habitantes que es mucho el oro por sacar, aunque esa bonanza no se ve reflejada en los informes del Sistema de Información Minero Colombiano. En los últimos reportes, en Putumayo se registraron 2.652 gramos de oro extraídos de manera legal correspondientes al año 2019. Caquetá, por su parte, aparece con 24.725 gramos que datan de 2022. El último reporte de Amazonas fue en 2016 con 512 gramos.
Este fenómeno, según mandatarios locales, se da porque la minería ilegal le está ganando la carrera a los controles que ejerce el Estado. Como expresó el alcalde de Puerto Guzmán, Miguel Ángel Muñoz: “Las retroexcavadoras llegan de Bogotá, de Antioquia, y de otras partes del país. Se llevan nuestro oro y acá nos dejan los huecos”, dijo en conversación con VORÁGINE.
Todos deben pagar extorsión
Documentos clasificados de las fuerzas estatales conocidos por este medio, señalan las otras formas de financiación que obtienen los Comandos de Frontera y el frente Carolina Ramírez, no solo en los municipios colombianos, también en las poblaciones fronterizas de Ecuador y Perú con Colombia.
En declaraciones entregadas al Ejército luego de su desmovilización, un exintegrante del frente Carolina Ramírez manifestó que las extorsiones se extienden a todo el comercio en los departamentos en los que tienen presencia. En este documento reservado, el excombatiente precisó que “todas las comisiones en el área realizan cobros extorsivos, siendo alias “Alonso 45” y “Danilo Alvizú” quienes centralizan el dinero. Adicionalmente relaciona al sujeto alias “Repollo”, cabecilla de la comisión de finanzas, con injerencia sobre el río Caquetá, como el encargado de los cobros al narcotráfico y combustible en la ruta hacia Brasil”.
En su listado, el desmovilizado aseguró que la cuota, llamada por ellos “impuesto de guerra”, se desglosa así: aquellos ganaderos que tienen de 100 a 300 cabezas de ganado, pagan lo que les dicte su voluntad; los ganaderos que tienen 300 cabezas de ganado en adelante, deben entregar 10.000 pesos por res (USD 2,39); además, deben dar 30 pesos por litro de leche producido diariamente (menos de un dólar). Por cada arroba de queso, la cuota es de 2.000 pesos (USD 0,48).
En cuanto al comercio, “se realizan cobros anuales, los cuales son centralizados por los cabecillas de comisión en cada área”. Almacenes de granos y abarrotes, por ejemplo, pagan entre 500.000 y 1.000.000 de pesos (entre USD 119 y USD 239). En la cadena están obligados a aportar dinero depósitos o distribuidoras, droguerías, supermercados, tiendas de barrio, almacenes de ropa, restaurantes, entre otros. Las bombas de gasolina deben entregar 200 pesos (USD 0,05) por galón vendido.
“Acá todos tenemos que pagar, o de lo contrario nos van quitando las cosas, nos roban, nos queman los vehículos o incluso te pueden matar. Lo que pasa es que la gente no denuncia por miedo”, dice un comerciante de Puerto Guzmán, Putumayo, quien pide reserva de su nombre por seguridad.
Entre la lista de elegibles para pagarles cuota o vacuna a los grupos armados ilegales también entran los transportadores, quienes están forzados a dar según el tamaño del vehículo. Las tarifas oscilan entre los 500.000 y 800.000 pesos (entre USD 119 y 191).
Según este desmovilizado, por lo menos el frente Carolina Ramírez al cual perteneció les cobra extorsión a los proyectos de interconexión eléctrica o de comunicaciones. “Contactan al ingeniero o contratista, a quienes les cobran entre el 5 y 7 % del contrato. A las empresas petroleras también se les realizan cobros extorsivos”, aseveró. Dijo desconocer los detalles de los tratos “debido a que es manejado entre los cabecillas directamente con los gerentes de dichas empresas”.
En Putumayo los cultivos de uso ilícito se han vuelto complementarios a la minería ilegal. De un lado, los habitantes de la zona indican que los sembradíos están abandonados y “se están llenando de maleza” porque muchos de los cultivadores han migrado a la práctica de la minería. El kilo de hoja de coca no supera los 1.200 pesos (USD 0,29). Esto contrasta con las métricas del último monitoreo de los territorios con presencia de cultivos de coca de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el delito, UNODC, que indican que Putumayo pasó de tener 28.205 hectáreas sembradas en el 2021; a 48.034 hectáreas, en el 2022.
Sigue siendo tan lucrativo ese negocio, que el desmovilizado indicó que los grupos ilegales tienen laboratorios al otro lado de la frontera de Ecuador y Perú, y cobran por cada kilogramo de pasta base de coca que compran los ‘comisionistas’ que pasan por las rutas. El valor es de 50.000 pesos (USD 11,95, aproximadamente), la misma cantidad para los cargamentos de marihuana que bajan hacia Brasil por el río Caquetá.
El negocio se sigue extendiendo más allá de la frontera. Al general Edilberto Cortés Moncada, comandante de la Brigada de Selva 26, le ha tocado combatir bandas como los Comandos Vermelho, estructuras con quienes las guerrillas de Colombia negocian la cocaína que sale por Brasil para ser llevada al resto del mundo.
Un daño que no tiene marcha atrás
Seis días estuvo buscando Josefina Almanza un ternero que se le perdió de su corral. La campesina anduvo por corrales y pastizales hasta que se cansó de buscarlo, y una tarde de jueves su compadre Camilo, quien venía de trabajar en una de las minas de la vereda Jauno, en Puerto Guzmán, le dio mala noticia. Camino a casa, el minero encontró al ternero ahogado en uno de los pozos inundados que dejaron las retroexcavadoras que trabajaron por seis meses buscando oro, y terminaron por abandonarlo tras la presión de los Comandos Frontera para que les pagaran una extorsión insostenible.
A lo largo del camino de esta vereda, y de otras como Siberia, Santa Lucía, La Chorrera, de Puerto Guzmán, se ven las grandes piscinas de agua grisácea estancada. Al lado de estos charcos hay resquicios oxidados de maquinaria que los mineros usaron alguna vez en su afán por arrancarle el oro a la tierra.
Enormes pozos flanquean en el paisaje como heridas que la gran maquinaria usada para la minería ilegal ha dejado a las selvas del Putumayo y de otros municipios de la Amazonía colombiana, donde la fiebre del oro ha desencadenado daños ambientales sin freno ni control. La tala indiscriminada y la deforestación han generado, a su vez, cambios en los ecosistemas, como informó Corpoamazonía.
Una de las primeras voces de alerta sobre el deterioro a los bosques y selvas fue la de la Defensoría del Pueblo, que en su Alerta Temprana 007-24, reseñó: “A la minería ilegal se suman otras actividades antropogénicas como la explotación desmedida de madera, la tala indiscriminada y el despeje para pastizales ganaderos, así como la agricultura y expansión de siembra de cultivos ilegales. Estas presiones antrópicas aceleran el proceso de deforestación que, no por menos, podría calificarse como vector de desequilibrios ecológicos y conflictos socioambientales”.
Las denuncias de deforestación y tala por la minería ilegal han encendido las alarmas. La última medición del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales, IDEAM, presentado el pasado 20 de agosto, indicó que en la región Amazónica hubo una disminución histórica de un 38% de este flagelo. Se pasó de 71.725 hectáreas deforestadas en el 2022, a 44.274 hectáreas en el 2023. Sin embargo, información que circula off the record indicaría que en 2024 los índices están volviendo a subir.
El registro del IDEAM muestra que Putumayo pasó de 10.852 hectáreas deforestadas a 5.169. En Caquetá, por su parte, se deforestaron 19.193 hectáreas de bosque en 2022; y en 2023 se llegó a 12.647. El departamento de Amazonas tuvo un aumento: de 1.157 hectáreas deforestadas pasó a 1.862.
Esta disminución de 2023 es para la ministra de Medio Ambiente, Susana Muhamad, la muestra de los buenos resultados del programa Conservar Paga, que da 900.000 pesos mensuales a quienes decidan no talar. “Hemos puesto nuestros esfuerzos en la Amazonía porque es la región que, históricamente, ha concentrado más del 50 % de la deforestación. Logramos un hito histórico con esta disminución, pues la cifra de esta región empuja la reducción en todo el país que fue de un 36%. Sabemos que en el 85% del territorio donde hemos firmado acuerdos con las familias, se está cumpliendo con la protección del bosque”, dijo Muhamad.
Pero las muestras significativas del año pasado en la disminución de la tala y la deforestación no solo fueron motivadas por el programa gubernamental. En Putumayo crearon hace cinco años un método para hacerle frente a la minería ilegal y a la deforestación. Se trató de la Burbuja del Medio Ambiente, con la cual se pretendió educar y generar conciencia sobre las consecuencias del daño al medio ambiente con prácticas sin regularizar como la minería.
Aun así, habitantes de Putumayo consideran que frente a estas medidas, hay unas más poderosas que han llevado a frenar, por algunas épocas, la tala indiscriminada: la orden de los grupos ilegales de no hacerlo. Quien lo haga se expone a multas altas que, en muchos casos, un humilde labriego no podría alcanzar.
“No obstante las regulaciones, fuentes consultadas le han referido a la Defensoría del Pueblo que, si bien estas normas son sancionadas ante su incumplimiento, hay sectores específicos donde estaría teniendo lugar deforestación a gran escala gestada por actores foráneos. Se estaría enviando un mensaje contradictorio, toda vez que el grupo armado ilegal estaría controlando la tala indiscriminada de árboles en los territorios por parte de las comunidades, pero dejaría la puerta abierta para que se puedan deforestar a gran escala dependiendo de la capacidad de pago de terceros”, dice la Defensoría en su Alerta Temprana.
Pero el daño ambiental que más preocupa al general Moncada, comandante de la Brigada de Selva 26, es el que se está generando con el mercurio. “Esta minería no tiene control, y está causando daños ambientales enormes. Las comunidades indígenas que viven en estos departamentos sobreviven en gran porcentaje por la caza y la pesca, pero el río Caquetá está mostrando índices altos o diferenciales de mercurio que no son permitidos para el consumo humano. Y tenemos comunidades indígenas que viven ahí en esos ríos”.
Una guerra que se degradó
La imagen parece sacada de una película de terror. Como si fueran piedras, una volqueta descarga 18 cuerpos sin vida en una cancha. Pero no es cine, es la imagen de la degradación del conflicto que se ha estado viviendo en Putumayo por la confrontación entre los Comandos de Frontera, un grupo armado conformado por antiguos integrantes de las extintas Farc y miembros de grupos narcotraficantes como La Constru y mafia Sinaloa; y el frente Carolina Ramírez, una organización más purista en términos ideológicos —si se quiere— conformada únicamente por disidentes de las antiguas Farc.
El hecho ocurrió en noviembre de 2022 en las veredas La Estrella y 4 de Octubre de Puerto Guzmán. Los muertos terminaron expuestos al sol, descomponiéndose a la intemperie porque ni los disidentes ni el grupo conformado por narcos y exguerrilleros permitieron que alguien recogiera los cuerpos. Después de esos combates, las ofensivas fueron más fuertes y los enfrentamientos más constantes dejando de lado y lado muertos y a la población civil indefensa en medio de las balas.
“A nosotros nos ha tocado padecer nuevamente el resurgimiento de la guerra y todo lo que trae con ella. Nos toca a veces amanecer bajo las camas para que las balas no nos alcancen, y nuestro pueblo es un pueblo fantasma a las 7 de la noche por miedo a que se desate un combate y no nos dé tiempo de correr”, dijo a VORÁGINE un campesino de Puerto Guzmán, quien prefiere hablar pero bajo reserva de su nombre.
Para hacerse con el control de las rutas del narcotráfico, de los territorios donde siembra la hoja de coca, y las rentas de minería ilegal, el grupo Comandos de Frontera-Segunda Marquetalia y el frente Carolina Ramírez-Estado Mayor Central se declararon una guerra que solo ha dejado sangre, muertos y dolor.
Tan solo en el 2023, fueron asesinadas 60 personas que no tenían nada que ver con el conflicto armado y algunos de ellos ejercían roles de liderazgo social. Uno de los crímenes que más impactó a las comunidades fue el de la señora Feliciana Martínez, una campesina adulta mayor que fue sacada a la fuerza de su parcela en la vereda Brasilia, en Puerto Guzmán, y asesinada en la puerta de su vivienda por los Comandos de la Frontera. La víctima le había vendido una gaseosa a un integrante del frente 1 de las disidencias de las Farc.
Ambas estructuras ilegales han recurrido a viejas prácticas de guerra que afectan a la población civil, dejando de lado todo el respeto por los derechos humanos y por el Derecho Internacional Humanitario.
Una de esas acciones ha sido el reclutamiento de los menores de edad. Muchos de ellos son seducidos con la promesa de sueldos que en ocasiones no se pagan, y un joven, cuyas oportunidades se ven truncadas casi que después de terminar el bachillerato, se deja tentar fácilmente y termina engrosando las filas de uno de los dos grupos armados ilegales.
“A ellos les ponen tareas de vigilancia, de puntos para que avisen los movimientos de las tropas o de los llamados caleteros, que son los que esconden armas y dineros para los comandantes de las estructuras, pero la mayoría son usados en el cobro de las extorsiones”, explicó un investigador judicial a VORÁGINE.
En la Alerta Temprana 007-24, la Defensoría del Pueblo lo puso así de claro: “La confrontación bélica entre los grupos referidos ha tenido un amplio impacto humanitario expresado en eventos masivos de desplazamiento forzado y confinamiento, así como en conductas de carácter discriminado incluyendo homicidios, atentados, amenazas, desplazamientos forzados, desapariciones forzadas, vinculación de niñas, niños y adolescentes a estructuras armadas (reclutamiento forzado, uso y utilización)”.
A esto se suma la siembra de minas antipersonal que afecta a las comunidades indígenas y campesinas, las cuales no pueden ir y venir de sus parcelas por miedo a encontrarse estos artefactos explosivos, como le ocurrió el pasado 7 de mayo a Miguel Pantoja, un habitante del caserío de la Floresta, en el municipio de Puerto Caicedo, Putumayo. El labriego se dirigía a su lugar de trabajo cuando pisó una mina ubicada a 300 metros de la escuela de la comunidad.
Pero no solo las acciones violentas hacen parte del día a día de las comunidades que viven bajo la presión de estas organizaciones violentas. El control social ejercido por ambos grupos ilegales ha llegado a los extremos de exigirles documentación a las personas para entrar y salir de los territorios. Incluso expiden permisos para el ingreso de personas ajenas a las veredas, prohíben la movilidad por los ríos o carreteras entre las seis de la tarde y las cinco de la mañana.
Esa guerra se ha trasladado incluso a las fronteras colombianas y ha afectado a por lo menos 35 comunidades indígenas secoya, kichwa y huitoto que viven del lado peruano y ecuatoriano. Les han prohibido la movilidad entre ambos países, según registró el medio Mongabay en un informe.
La guerra se enquistó tanto en estas poblaciones de Putumayo y sus alrededores que sus habitantes parecen haberse acostumbrado a ella. En las noches solitarias prefieren resguardarse temprano y ver desde sus ventanas y a oscuras las botas de los hombres que les trajeron nuevamente una guerra que pensaron jamás volverían a ver.