9 de septiembre de 2022
La Iglesia católica en Colombia está configurada como un poder que se legitima con la fe de las comunidades. Familias desamparadas confían sus hijos a los sacerdotes, que en muchos territorios son la única figura de autoridad y confianza: hombres buenos, elegidos por el señor para ser sus representantes en la Tierra.
Muchos de esos hombres abandonan esa misión para aprovechar el poder y la posición que les han sido conferidos con fines personales e ilegales. El resultado son los niños, en su mayoría varones pobres que se acercan a la Iglesia, que terminan siendo víctimas de abuso sexual y de la intimidación de sus victimarios; sometidos por los poderosos y convertidos en esclavos del silencio.
Arrojado al foso de los leones, Daniel le oró a Dios, pero este no envió a ningún ángel para que cerrara las bocas de los felinos. El niño, débil y abandonado, fue devorado. Así podría comenzar la historia de Daniel, quien fue abusado sexualmente por el párroco Luis Alonso Hernández Galeano, en el precario barrio El Progreso, de la comuna 6 de Medellín.
En las montañas de Medellín, el límite hasta donde llega el concreto es móvil; va cediendo hasta que el cielo lo ataja. Doce de Octubre, la comuna 6 de Medellín, ha tenido varios límites. Daniel vivía en uno de ellos, su casa quedaba en lo más alto del barrio El Progreso, cuando en los años setenta el concreto aún estaba lejos de alcanzar el cielo. Todos los caminos conducían hacia abajo, incluyendo el que tomaba junto a sus padres para ir a misa; no hubo ninguna parroquia cerca al barrio hasta 1981, cuando se fundó la de Santa Teresa de Jesús.
Desde su casa, donde vivía con sus padres y hermanos, Daniel, de diez años, vio llegar al sacerdote Luis Alonso Hernández Galeano, ordenado el 6 de septiembre de 1964, encargado de construir un templo que acortara la distancia entre los feligreses y la palabra de Dios. El lugar de las eucaristías primero fue el patio de una casa, luego fue un planchón en el pasto y más tarde fue el templo que le permitió a la comunidad tener un espacio cercano para la vida religiosa. Hasta ahí llegaron niños y jóvenes vecinos para sumarse a las tareas de la parroquia.
Daniel empezó siendo acólito, luego estuvo encargado de las lecturas y pronto se convirtió en un líder dentro de la Iglesia. Se hizo cercano al sacerdote y de a poco este le empezó a asignar funciones de mayor responsabilidad. Era el coordinador del grupo de lectores. Cuando se construyó la casa cural, el joven ayudante era uno de los pocos que tenía acceso. Otros niños se iban y volvían a la iglesia, pero Daniel había encontrado un espacio que lo hacía sentir útil, reconocido y feliz, hasta que conoció las implicaciones que tenía su cargo.
Luis Alonso Hernández, nacido en 1938, se mostró cercano a los jóvenes desde su llegada al barrio El Progreso. Según Daniel, era un sacerdote muy cariñoso: a él y sus compañeros los abrazaba y les hacía saber lo contento que estaba por su presencia en la parroquia. Así transcurrió un año, aproximadamente, en el que Daniel lideró el grupo de los acólitos, hasta que el trato cariñoso del sacerdote se convirtió en abuso sexual. Los abrazos comenzaron a ser más apretados y ahora los acompañaba de besos en la mejilla y en el cuello, de rozamientos, de cosquillas.
El sacerdote buscaba formas para quedarse a solas con Daniel. «Espéreme un momentico que lo necesito», le decía cuando se terminaban las eucaristías. La iglesia quedaba vacía y Hernández aprovechaba la soledad para abusar de su acólito de doce años: le daba besos, le tocaba sus genitales, lo hacía tocarlo a él y lo sentaba en sus piernas mientras le decía obscenidades.
El desagrado que sentía Daniel en ese momento se lo hacía saber al sacerdote con rechazos tímidos. Le quitaba la cara o le hacía gestos de asco cuando se sentía más incómodo. Aunque nunca se lo dijo con palabras, Hernández entendía el rechazo y lo castigaba sutilmente: le quitaba responsabilidades, le asignaba sus funciones a otros niños y su trato cariñoso se tornaba hostil.
«Sentía miedo, asco, fastidio. Sentía que lo que estaba pasando no estaba bien, pero donde uno le dijera al papá o a la mamá una cosa mala de un sacerdote, lo que se ganaba era una pela. A uno le daba miedo contar eso porque creía que los papás iban a pensar que uno estaba diciendo mentiras», explica Daniel ahora, más de treinta años después. Su estrategia entonces fue alejarse de a poco de la iglesia, dejaba de ir por varios días hasta que el sacerdote lo buscaba para que volviera; incluso, lo mandaba a llamar con sus padres.
Y cuando volvía, seguía abusando de él. Ya no era por encima de la ropa y no solo con las manos, sino que también el sacerdote acercaba su cara a los genitales del acólito. Durante dos años aproximadamente, cada ocho días, ocurrieron los episodios que fueron volviéndose cada vez más graves. Ese escalamiento de la violencia sexual fue el detonante para que Daniel se alejara de manera definitiva de la parroquia. Solo volvió a las misas de los domingos y en compañía de sus padres. Pero el sufrimiento que le ocasionó el sacerdote abusador aún lo persigue.
Con desagrado, Daniel recuerda particularmente la barba del sacerdote. Aún puede sentir el roce de los vellos ásperos recién cortados contra su piel joven. Esa era una tendencia que se repetía entre los niños y niñas que, como Daniel, estuvieron cerca a Hernández: les rozaba con su barba en medio de abrazos y juegos. Lo sabe porque fue víctima y testigo, pero además porque ese hábito del padre se convirtió en chiste en el barrio.
Han pasado más de treinta años desde los abusos a los que fue sometido Daniel y hasta el día de hoy sigue escuchando chistes, burlas y comentarios que lo vinculan con el sacerdote. «Usted es de los que el padre Alonso les hacía cosquillas con la barba, de los que el padre Alonso les tocaba el pipí». En plural porque no solo le sucedió a él, otros niños y niñas fueron víctimas del sacerdote. A Daniel esos chistes le retumban en la cabeza, le recuerdan una herida que no sana.
«Yo no he tenido un solo día de mi vida en el que no piense en esta situación. Han sido treinta años de silencio, de cargar con ese dolor, con esa tristeza, con el asco, los malos recuerdos, las burlas que he soportado por haber tenido ese contacto que la gente no sabe hasta dónde llegó», explica Daniel.
Aun así, hace tres años contó su historia en la Arquidiócesis de Medellín, alentado por la investigación Dejad que los niños vengan a mí. Quería denunciar ante las autoridades eclesiásticas a su verdugo, pero sobre todo buscaba soltar, con las palabras, tantos años de silencio. Lo que encontró fue precisamente lo contrario: después de escucharlo le dijeron que hablaron con Hernández y lo negó todo, que podía confrontar al sacerdote o poner una denuncia penal ante la Fiscalía.
Ninguna de esas opciones es viable para Daniel. Después de treinta años su denuncia sería archivada por prescripción de la acción penal en la Fiscalía y ese sería el trofeo del cura y de la Arquidiócesis. Hablar de los abusos con su abusador, Luis Alonso Hernández, tampoco lo aliviaría, lo haría sentir peor, sobre todo porque el cura lo negó todo.
La respuesta que entregó la Arquidiócesis de Medellín cuando indagamos por el caso a través de un derecho de petición es que actualmente Hernández se encuentra sin encargo pastoral por ser mayor de setenta y cinco años y, aunque reconoce que recibió una denuncia por abuso a un menor de edad, explica que «se hizo la investigación preliminar y se archivó por falta de pruebas».
Esa información fue confirmada en la respuesta que hizo pública la Arquidiócesis después de ser obligada por la Corte Constitucional con el fallo de la sentencia SU-191 de 2022. El nombre de Hernández hace parte de las denuncias que “canónicamente han sido desestimadas, entre otras cosas, porque los testigos se contradicen o las pruebas no tienen consistencia”.
El documento que fue enviado a medios de comunicación el 25 de agosto de 2022 confirma, además, que ni la Congregación para la Doctrina de la Fe ni la Fiscalía conocieron la denuncia de Daniel.