8 de octubre de 2021
1. Un árbol
Palideció. A William Vargas le cambió el semblante. Cuando las vio, frenó como tren por despeñadero. Quizás él no lo notó pero le temblaban las manos. Corría por el filo del risco de un lado para el otro. Parecía que hubiera encontrado un tesoro. Del piso recogió dos ramas de más de cuatro metros de largo cada una. Las desnudó dejando tan solo las varas secas. Pidió la correa de Martín Mejía y las unió. En la punta de una de ellas hizo una suerte de gancho. Entonces levantó aquella pértiga hechiza y la comenzó a batir contra las hojas de aquel árbol, que para mí, era un árbol más. Tres minutos eternos duró tratando de alcanzar aquel ramillete esquivo. Por fin cayó y yo pregunté qué era toda esta escena de emoción, de modo que el botánico trató de explicar su descubrimiento, su tesoro.
Hace cuatro años lo llamaron para que fuera el profesional experto en restauración del proyecto de conservación de la Reserva Natural Madhú: una extensión de 263 hectáreas de bosque que van desde los 1.200 metros de altura sobre el nivel del mar, donde está el río Amaime (Valle del Cauca), hasta los 3.200 metros del pico de la montaña. Su trabajo sería la caracterización de las especies de flora y fauna de aquel paraíso verde. Un día del 2019, después de haber subido en carro durante media hora y de caminar otros treinta minutos, se internó en el bosque para seguir haciendo su trabajo, una lista milimétrica de cada espécimen.
De pronto, en medio de la caminata vio algo que le parecía extraño. Algo que nunca había visto. Evidentemente era un árbol de laurel, pero no se trataba del laurel común en Colombia, el laurus nobilis, sino que aparentaba ser otro. Aquel día hizo lo mismo, bajó como pudo las flores de la copa del árbol, pero con el cuidado necesario para no convertirlo en un “lauricidio”. Para los botánicos hallar algo así es como parir un hijo. Al llegar a su laboratorio hizo lo que sigue: tomar fotos detalladas de las flores, describir hasta sus pelitos, curvatura, olor, fruto, tamaño, lugar de ubicación, clima, etcétera; buscar a un experto en laureles en cualquier parte del mundo, enviar el material y esperar a ver si se trataba de algo nuevo para el hombre, aunque viejo para la Tierra.
Una vez el experto en laureles da el visto bueno y dice que se puede tratar de una nueva especie, se levanta un artículo mucho más elaborado, se envía a otro par de científicos en diferentes partes del mundo que verifican el hallazgo, estos quizás hagan sugerencias para perfeccionar el documento y ahora sí se envía a una revista especializada para que la información sea indexada. Ahí es cuando llora el hijo para avisar que está vivo. A partir de ese momento nace la especie. “Descubrirla no es verla, es encontrarla y decirle al mundo que esta vaina existe”, dice William. Y asegura que en toda la naturaleza que han visto sus ojos (William Vargas podría ser el hombre que más ha caminado las selvas y bosques de Colombia, según el reconocido antropólogo Wade Davis), no hay un laurel como el que está en una de las montañas del municipio de El Cerrito, específicamente en la Reserva Natural Madhú.
Tal vez por ello, dos años más tarde, en pleno verano del 2021, William Vargas palideció. Encontrar otras flores de este laurel no solo era suerte, sino que podría confirmar que Vargas es el padre de una nueva especie que el mundo botánico podría venerar pronto.
2. Una reserva
Martín Mejía tiene pinta de hippie proactivo. A sus treinta años tal vez lidera el proyecto más ambicioso de su familia, aunque esto a ellos no les signifique dinero: la Reserva Natural Madhú. A su padre, Jhon Mejía, en el 2012 le dio por comprar una finca de descanso a pocos metros de la famosa Hacienda El Paraíso. Primero adquirió 12 hectáreas y comenzaron a disfrutarla como una suerte de sitio de descanso. Sin embargo, la naturaleza los embelesó. Se dieron cuenta de la enorme cantidad de especies de flora y fauna que los rodeaba, además de contar con una decena de riachuelos que a pocos metros alimentan las aguas diáfanas del río Amaime. Pero así mismo, dentro de lo más evidente, hubo tiempos en los que algunos pájaros se desaparecían por largas temporadas, los árboles se secaban, los caudales de las aguas cercanas disminuían, de modo que tomaron la decisión de crear un proyecto de conservación natural.
En principio echaron mano de los conocimientos del ingeniero y botánico William Vargas, a quien le encargaron caracterizar todo cuanto tuviera vida en la reserva, no sin antes tratar de negociar durante un largo tiempo con algunos vecinos del sector la compra de otras 251 hectáreas de bosque, ubicadas a 30 minutos de Casa Madhú, en un sistema montañoso único porque se encuentra entre la zona plana del Valle del Cauca y la zona montañosa de la cordillera central. Jhon Mejía habló con sus hermanos, todos socios de una próspera compañía que lleva más de 40 años en el sector de las comunicaciones, para adquirir lo que en principio algunos llamaron, a manera de burla, “un despeñadero con vista al cielo”. Y no se equivocaban, estar en la Reserva es poder tocar el cielo con las manos; pero además, con un fenómeno natural que quizá se da en pocos lugares del planeta, sentir corrientes calientes y frías de viento por la relativa cercanía con el mar. Un verdadero paraíso.
William no solo fue el puente para traer a otras fichas clave en el mundo científico de la naturaleza, sino que ayudó a que la Reserva Natural Madhú hiciera parte del programa ReverdeC, patrocinado por Celsia empresa de energía del Grupo Argos que se ha trazado como meta restaurar y conservar cuencas hidrográficas en algunos municipios del Valle del Cauca, Tolima y Antioquia a través de la siembra de más de diez millones de árboles como estrategia para aumentar la cobertura forestal y promover la restauración ecológica participativa. Los profesionales de ReverdeC visitaron el lugar y después de un sesudo estudio decidieron contribuir con la siembra de, en una primera etapa, 300.000 árboles nativos de diferentes especies.
De hecho, lo primero que llamó la atención del propio William fue la posición de la reserva y, por eso, la capacidad de poder aceptar variadísimas especies de flora y fauna. Para el experto, Madhú se encuentra en un corredor de bosque seco con páramos. Esto entendiendo que la zona más baja del predio está a 1.200 metros sobre el nivel del mar y le sigue una parte media que está a 2.200 metros, pero si se caminan unas cuatro horas más se pueden alcanzar los 3.600 metros. “Una vaina exótica”, dice el botánico, mientras explica que lo que ellos hacen no es reforestación si no restauración.
Cuenta William que cuando se sentó con los profesionales de Celsia coincidieron en lo fundamental: no harían reforestación sino restauración. Mientras caminamos por la empinada montaña el botánico trata de explicar la diferencia. Para él, reforestar es una práctica mandada a recoger porque en suma es tumbar todo lo que existe de manera natural en la tierra para volver a sembrar sistemáticamente con una sola especie o a lo mucho dos y esperar a ver qué pasa, si funciona o no.
Al contrario, restaurar para él es jugar y aprovechar todas las especies de flora que ya habitan en un lugar. Dice el botánico que tiene más sentido fortalecer a un árbol de comino que está creciendo de manera natural en la reserva, que tumbarlo y traer uno de aguacate que se puede chupar toda el agua que otras especies van a necesitar. Lo que hicieron, entonces, fue identificar las especies que mejor se desarrollaban en cada piso térmico de Madhú para sembrar más o para abrirles camino a otras que crecerán a gusto; pero no solo eso, que le darán vida a la vida.
De esta manera lograron sembrar 200.000 árboles en el 2020 y esperan sembrar 100.000 más entre octubre y diciembre de 2021.
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3. Un río
El río Amaime tiene una extensión de poco más de 65 kilómetros. Nace en el Cañón de Las Hermosas, donde sus aguas son heladas. En su recorrido provee del líquido a unas 55.600 hectáreas de tierra, dentro de las cuales se encuentran algunos de los ingenios de caña de azúcar más importantes del país. Además, abastece las casas de más de 400.000 personas. Su cuenca, que contiene decenas de riachuelos más, le da la fuerza para que pueda alimentar a una central hidroeléctrica , conectada al Sistema Interconectado Nacional, que abastece de energía a todo el país
Aunque el río Amaime no cruza directamente a la reserva, las aguas que logra retener esta inmensa montaña, que terminan en él, se convierten en uno de sus mejores filtros naturales y eso lo sabían los expertos de Madhú. Tal vez por ello tomaron la decisión de sacar el ganado que ahí pastaba, se eliminaron cercas, se realizó el programa de siembra de más árboles, la estimulación de más especies e incluso el verificar la adaptación de otras que se dan en este tipo de ambientes. Al hacer esto el suelo se recupera, el agua se queda, no se evapora ni se la lleva el viento, y la que finalmente llega al río permanece limpia, pura. Las raíces de los árboles aprietan la tierra, hacen que esta no se deslice y por ello el agua del río Amaime hoy por hoy es una de las más claras del Valle del Cauca. No es un río turbio. Es un río transparente.
Un informe de Madhú da cuenta sobre las corrientes de agua que la reserva le tributa a la cuenca del río Amaime. Están la quebrada La Coclicera, que tiene un caudal medio de 10 litros por segundo; están los brazos de agua que van a la gran quebrada Los Naranjales, con un caudal medio de 3 litros por segundo; y está la quebrada El Platanillal que aporta 7 litros por segundo. Con estos datos la reserva piensa hacer estudios cada cinco años para saber, incluso, si la apuesta que está haciendo la familia Mejía, ahora con el acompañamiento del programa ReverdeC de Celsia y el apoyo de la CVC (Corporación Autónoma Regional del Valle del Cauca) está dando más frutos, frutos de agua pura.
Aunque esto no es solo para el beneficio humano, durante estos años lo que sí han podido identificar es el aumento de especies en flora y fauna en la Reserva Natural Madhú. Todo indica que regresaron los animales y las plantas a las que de verdad les pertenecía este territorio.
4. Una orquídea
“En Colombia hay siete especies de palma de cera, aquí en la Reserva hay cuatro. Para mí ese es un dato importante. De esas cuatro hay por lo menos dos que están en peligro de extinción y aca las estamos cuidando”, dice con vehemencia William Vargas, mientras me señala a una de al menos 30 metros de altura, justo cuando pasa un viento entre helado y caliente sobre la montaña. Es probable que la palma que estamos viendo tenga unos 150 años y haya podido presenciar los grandes cambios que ha tenido el lugar. Quizá esa palma esté agradecida al ver que en tan pocos años de presencia de la familia Mejía, un centenar de especies de aves, insectos, roedores y hasta flores retornaron a su casa.
El ambiente es propicio: al mediodía pasan corrientes de aire caliente que ayudan a algunas plantas, por la noche pasan las corrientes frías del páramo que las plantas disfrutan; es un ambiente cargado de agua, de humedad, de vida.
Y es que a cada especie tratan de hacerle su trabajo. Por ejemplo, con las palmas de cera, que no tenían ninguna probabilidad de multiplicarse, lo que hicieron fue fortalecer la tierra con otras plantas a su alrededor que ayudan en nutrientes, pero además dejaron de tenerlas aisladas y han sembrado muchas más dentro del proyecto. Lo mismo han hecho con cipreses, cominos, laureles y ahora quieren emprender un esquema de búsqueda de nuevas especies de orquídeas que están seguros que las hay.
Con el ejemplo de las orquídeas Martín Mejía y William Vargas tratan de explicar una de las muchas maneras de capitalizar una reserva natural como Madhú. Aunque no sobra decir que para el planeta ya es de muchísima ganancia conservar al menos una pequeñísima parte de naturaleza, teniendo en cuenta que, según según Global Forest Watch, cada minuto en la Tierra el hombre arrasa seis hectáreas de bosque y por día se extinguen 243 especies de flora.
Pero más que capitalizar es poder volver sostenible un proyecto de esta envergadura y aquí es donde viene a colación el tema de las orquídeas. Hace poco en las montañas de Colombia apareció una nueva especie bautizada como la ‘Drácula Irmelinae’: el dato no es menor teniendo en cuenta que ‘Irmelinae’ es una sutil referencia al nombre de la mamá de Leonardo Dicaprio, de tal suerte que quienes la hallaron le quisieron hacer un homenaje al actor en agradecimiento a sus aportes de millones de dólares a proyectos de conservación.
En tal virtud, no es descabellada la idea de poder volver a Madhú un referente del cuidado de cientos de especies de fauna y flora, para que los millonarios de este planeta, quienes incluso han hecho su fortuna devastando la Tierra, traten de buscar cierto perdón interno al donar una mínima parte de su fortuna a proyectos que necesitan recursos monetarios.
Martín da cuenta de que la búsqueda de este tipo de donaciones no es fácil y por eso la importancia de juntarse con proyectos como ReverdeC. Sin embargo tratan de buscar nuevas fórmulas para poder mantener 263 hectáreas de bosque sin quitarles ni una sola hoja para el aprovechamiento del hombre. “Ver un árbol no tiene gracia para la mayoría de la gente, pero si vienen a ver un pájaro, o una orquídea, esa es una manera de poder generar ingresos. Y también están esas oenegés con muchísimo dinero de los ricos de este planeta que se vuelven locos porque una orquídea tenga su nombre; hasta subastan los bautizos de estas flores, ese es uno de los tantos caminos que se pueden tomar para hacer de esta reserva algo sostenible económicamente”, dice Vargas mientras nos tomamos un tinto a 2.200 metros de altura.
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5. Una abeja, un panal
Martín Mejía se detiene. Con mucho sigilo se sale del camino que conduce a las nubes. ¿Qué está siguiendo?, me pregunto. Mi vista no logra ver nada. Agachado como va, parece perseguir al viento. Estamos a 2.600 metros de altura. De pronto se retira su súper cámara de fotos del cuello y la enciende. Si por él fuera, trataría de flotar para no hacer ruido. Se arrodilla y justo cuando va a obturar, algo sale volando. Martín se lamenta mil veces. No dice groserías pero tiene cara de mini frustración. No ha tenido suerte, me dice. Iba a fotografiar lo que él cree es una especie de abeja que aún no tiene en su dossier, pero que además, afirma, es una extrañeza en este bosque. Lleva varios meses tratando de registrarla pero no ha contado con el éxito que sí tuvo William Vargas el día que descubrió aquel laurel al que todavía no ha bautizado.
A Balí Rodríguez, esposa de Martín Mejía, los ojos le brillan como miel cuando habla de las abejas. La relación que tienen con ellas parece de toda la vida. Tanto así que el nombre de la casa que después fue el nombre de la reserva tiene que ver con las abejas. Madhú en sánscrito significa dulce, miel.
Un día, poco tiempo después de haber comprado la finca donde queda la casa principal, a uno de los niños de la familia le pusieron una tarea sobre las abejas y su importancia en la naturaleza. Balí y Martín acudieron a un experto que los dejó asombrados al explicarles todo lo que significan estos insectos para la humanidad. Sin ellas, quizá, no existiría naturaleza. No es menor su trabajo, son las que polinizan la mayor cantidad de plantas del planeta. “Las que preñan”, dicen los campesinos. Pero además producen un elixir llamado miel. Con estos datos decidieron instalar tres colmenas de abejas Apis Mellifera y en cuestión de meses se enamoraron de todo lo que concierne al mundo de las mieles crudas. Las colmenas crecieron, pero fueron más allá, los Mejía Rodríguez comenzaron a recorrer todos los rincones de Colombia para buscar las mejores mieles del país. Hoy tienen una microempresa llamada Madhú, miel de origen, en la que distribuyen el néctar crudo de las abejas y las mieles de otros cinco productores más.
6. Un universo
Más adelante del camino se nos vuelve a unir William Vargas, para llevarnos a un mirador. Desde allí comienza a hacer las cuentas de todo el universo de fauna y flora que contiene este pedazo de paraíso. Empieza por los árboles recordando que en Madhú se pueden encontrar, dentro de las maderas finas: cedro negro, cedro rosado, carisecos, cabuyos, magnolios, culefierro, yolombo, comino crespo y medio comino; también laureles, palmas, robles, pinos. De pronto señala hacia abajo, hacia el valle, y recuerda que en ese bosque seco hay guadua, yarumo negro, cedrillo, chiminango y guásimo.
Nos dice que nos deslicemos por un sendero para que vayamos a ver flores de todos los colores, olores y tamaños. Hace diferentes paradas para señalar que aquella pertenece a la familia de las orquídeas, que ésta de más abajo pertenece a las bromelias, que la que está allá bien al fondo es de la familia de los anturios y que no vayamos a arrancar esa que es ciclantácea. Con orgullo al hablar sobre las plantas también vuelve a recordarnos que su último estudio da cuenta de que en Madhú han encontrado a 151 familias, 460 géneros y 764 especies de plantas.
Hacemos una parada en una casa a la que llaman Las Brisas. Allí me presentan a un hombre al que consideran una eminencia en el mundo de los ambientalistas. Se trata del caleño Emilio Constantino. Cuando tenía 18 años tuvo la colección de mariposas más grande de Colombia, más de 10.000, todas diferentes, ni una sola repetida. Pero para muchos también es el colombiano que más sabe de aves. Al tratar de confirmar esto, le pregunto a Martín Mejía cuántas aves podría reconocer Emilio y me responde tajante: “Lo que hay que preguntarse es cuál no puede reconocer”. Es posible que Emilio tenga en su mente el nombre y la característica de más de 1.800. Esto me lleva a hacerle una pregunta a Martín y es cuántas especies de aves viven o están de paso por Madhú; el dato es impresionante, asegura que han caracterizado a 335 especies.
Al pedirle a Emilio que trate de recordar lo más exótico en aves que ha visto en Madhú, busca en su memoria y para no extenderse da un dato general: “Este sitio no se repite en ninguna parte del mundo. Es un lugar obligado de paso de norte a sur y de sur a norte de las especies migratorias de aves. Por aquí pasan todas las águilas y gavilanes. Aquí llegan aves grandes, rapaces como búhos, gavilanes, halcones. Por ejemplo, hay una a la que le dicen la Reinita Cerulea. Es azul con blanco y en Estados Unidos está amenazadísima. Todos los observadores de aves de allá la quieren ver”.
Emilio Constantino también está de acuerdo con Balí y Martín: otra de las modalidades para darle sostenibilidad a la Reserva Natural Madhú está en el turismo de la naturaleza, en el avistamiento de aves, de mariposas, de orquídeas, incluso de nuevos laureles como el que encontró William Vargas. De hecho, este es el nuevo paso que ha dado Emilio, ahora anda fascinado con la siembra de orquídeas. Sin embargo, difiere mucho de aquel que solo las busca para bautizarlas como si eso fuera un triunfo. Para él, lo importante de sembrar o descubrirlas es poder saber cuál es, dónde vive, cómo se relaciona con las demás especies, por qué es importante, si se puede usar, para qué sirve y cómo se puede usar sin extinguirla.
Y es que la Reserva Natural Madhú es eso, un universo de seres vivos que no se pueden extinguir.
*Con el apoyo de Celsia
Sobre ReverdeC
ReverdeC es el programa voluntario de restauración ecológica de Celsia. Su meta es sembrar 10 millones de árboles nativos en 10 años para restaurar las cuencas hidrográficas de Colombia de la mano de aliados y de las comunidades. Comenzó en 2016 y en sus primeros 5 años ha restaurado más de 4.300 hectáreas con 7 millones de árboles cultivados y cuidados en Antioquia, Valle y Tolima.
Sobre Celsia
Celsia (empresa de energía del Grupo Argos) es una empresa apasionada por las energías renovables, con presencia en Colombia, Panamá, Costa Rica y Honduras. Genera y transmite energía de fuentes renovables (agua, sol y viento) con respaldo térmico. Además, presta el servicio de energía a más de un millón 100 mil clientes los departamentos del Valle del Cauca y Tolima. Tiene una cultura empresarial innovadora y ofrece un amplio portafolio para que sus clientes de hogares y empresas disfruten de una energía sostenible y eficiente.